El griego Yorgos Lanthimos es uno de los directores de cine contemporáneo más interesantes. Uno de aquellos cineastas que el espectador más vago califica de «raro» por no intentar hacer el esfuerzo de entrar y leer realmente sus propuestas, una de esas personas que son especiales de la manera más sencilla: no siendo como todos los demás. Las tres últimas películas de Lanthimos parten de propuestas estupendas: en Canino (2009) una pareja mantiene a sus tres hijos totalmente aislados del mundo exterior, algo así como El bosque de M. Night Shyamalan pero con la diferencia de que sus publicistas no la han intentado vender como una cinta de terror. En Alps (2011) un grupo de personas ofrecen sus servicios a cambio de dinero ayudando de una manera inusual a familias que han perdido seres queridos: reemplazando a los muertos durante su vida cotidiana. Y la reciente Langosta (2015) también se entregaba por completo a una premisa poco común: la existencia de un hotel en el que los solteros disponen de un número limitado de días para emparejarse, y donde el castigo por no lograr encontrar el amor supone ser transformado en el animal que previamente cada soltero ha elegido.
Lanthimos es interesante porque funciona en planos similares a los realizadores más sesudos pero evitando volverse extremadamente opaco. Sus propuestas son insólitas y, sin embargo, a la hora de abordarlas lo hace desde una perspectiva que permite al espectador masticarlo todo a su ritmo sin tener que descifrar códigos excesivamente complejos. Es como un Michael Haneke más asequible, menos obtuso para las masas. Como si el Alex van Warmerdam de Borgman aclarase ciertos puntos de su película para que durante la proyección se escuchasen menos dedos rascando cabezas. De hecho, dicha accesibilidad es tal que Langosta, pese a las pocas opciones que tienen las producciones de su estilo de recaudar en multisalas pasta para al menos cubrir el presupuesto del catering, ha llegado a colarse en el top 10 de la taquilla estadounidense. Una posición a la que también ha ayudado que en el reparto figuren caras como las de Colin Farrell, Rachel Weisz, Léa Seydoux o un John C. Reilly que habla como el niño mellado de Stranger Things.
Langosta poseía un final bastante llamativo, una escena que no se va a destripar específicamente en este texto con la indecencia de un spoiler gordo, pero sobre cuya naturaleza tratan las próximas líneas y también el último párrafo. Porque Lanthimos se atrevía a bajar el telón cuando el espectador estaba muy pendiente de un hecho importantísimo a punto de ocurrir, un instante que el público podría considerar el peor momento posible para invocar los títulos de crédito y que en realidad era todo lo contrario: la ocasión idónea. Cuando el periodista Joe McGlovern tuvo la oportunidad de entrevistar a Farrell para Entertainment Weekly, no pudo contenerse y preguntó específicamente qué decisión de las (en apariencia) dos posibles acababa tomando cierto personaje durante la conclusión de la historia. McGlovern necesitaba conocer una respuesta que el film quizás no llegaba a mostrar y Farrell le contestó con bastante condescendencia: «No podría decírtelo. El director y su guionista ni siquiera podrían decírtelo, y no porque estemos todos escondiendo la respuesta, sino porque no hay respuesta. En la película no hay “antes”, no hay un “después”. Esto ocurre con Yorgos. No quiere meterse en conversaciones con sus actores sobre la historia del personaje, el objetivo y la intención». Farrell, ante la presión del entrevistador, acabaría sentenciando que la solución dependía por completo de la sensibilidad de la audiencia: el hecho de que espectador fuese más romántico o más cínico parecía ser un factor determinante a la hora de elegir entre un final u otro de los dos que rondaban por la cabeza de McGlovern.
Evidentemente, Langosta no había inventado nada y el griego no era el primero en dejar cabos sin anudar para que el público decida qué hacer con ellos. Y es que aquella era una práctica habitual en la historia de la ficción, el final abierto era un final en sí mismo y probablemente el más inteligente: realmente era el único en el que todos salían ganando porque era el único en el que solo el espectador tenía la respuesta.
No existe una solución
Un trabajo en Italia, ese anuncio de Minis del 69 disfrazado de película que protagonizaba Michael Caine, ofrecía una escena final memorable con un cliffhanger absolutamente literal donde un autobús quedaba colgado en el borde de un precipicio a modo de secuencia de dibujos animados: con los personajes en el interior del mismo haciendo contrapeso para que el oro situado en la punta opuesta del vehículo no acabase desequilibrando el asunto y enviando a todo el mundo hacia una caída dolorosa. En dicha escena el personaje de Caine intentaba arrastrarse por el suelo del autobús para alcanzar el cargamento dorado y, al no lograrlo y complicar más el asunto, se giraría hacia el resto de colegas sin abandonar su posición y les soltaría el famoso «Hang on a minute, lads. I’ve got a great idea» («Esperad un momento chicos. Tengo una idea genial»). Pero la humanidad nunca llegaría a descubrir realmente de qué idea se trataba porque la película acababa justo ahí. Hay quien asegura que aquello era una estratagema del director Peter Collison y el resto de responsables del film para evitar futuras quejas por otorgar a los criminales un final feliz, porque tan solo hacía un año que había dejado de implantarse el infame Código Hays, aquel donde se prohibía expresamente que en la gran pantalla los criminales se fuesen de rositas y no sufriesen castigo. Con esa escena al borde del abismo, y su final sin final, Collison ni permitía a los delincuentes salirse con la suya ni los condenaba, dejando a la imaginación de la audiencia decidir su destino. Código Hays aparte, por lo visto la escena en realidad era culpa del productor Michael Deeley, quien, tras sopesar cuatro finales distintos, decidió optar por dejarlo todo colgado para partir de esa misma escena en caso de rodar una secuela. Este infame no-desenlace acabó generando un culto en sí mismo con montones de teorías sobre cómo salvar al mismo tiempo el cargamento de oro y la vida de los pasajeros del autobús. Cuarenta años después de todo aquello a Caine le daría por explicar un posible modo de salir indemne de la situación mientras al mismo tiempo la Royal Society of Chemistry organizaba concursos donde el objetivo era encontrar la mejor solución al problema del vehículo en equilibrio.
Richard Linklater es el responsable de la que puede ser la trilogía más inusual de la historia cinematográfica: Antes del amanecer (1995), Antes del atardecer (2004) y Antes del anochecer (2013) un pack de tres películas que comparten protagonistas (Julie Delpy e Ethan Hawke) y entre cada una de las cuales existen nueve años de diferencia tanto en la ficción como en la realidad. Linklater, ese ser absurdamente metódico y paciente (estamos hablando del mismo tío que rodó a lo largo de doce años, a razón de dos semanas por año, la película Boyhood), jugaba a dejar en el aire el destino de los escarceos románticos de Delpy y Hawke y en cierto modo, al igual que ocurría en Langosta, lo que sucedía con sus protagonistas más allá del final del film estaba sometido a la imaginación y la sensibilidad personal de cada espectador, con los más románticos optando por el happy ending tras los hechos ocurridos en Antes del amanecer y teniendo que esperar casi una década para ver cómo Linklater aclaraba el asunto.
Destinos inciertos
Cowboy Bebop, uno de los más fabulosos animes de la historia, cerraba su último episodio con el antihéroe herido, rodeado de un ejército de hombres armados y desplomándose en unas escaleras tras hacer el gesto con los dedos de disparar una pistola. La cosa pintaba complicada para Spike (el protagonista principal) pero ni la serie confirmaba su destino ni su creador, Shinichirō Watanabe, estaba dispuesto a aclarar realmente nada: cada vez que alguien le preguntaba si el cazarrecompensas protagonista estaba muerto del todo, el hombre contestaba que el personaje simplemente estaba «durmiendo». Escondidos en Brujas abandonaba herido y camino de una ambulancia a su protagonista sin molestarse en dar más explicaciones. La notable Coche policial cerraba la historia de manera impecable: con unos segundos finales agónicos donde un personaje moribundo se retorcía en el asiento trasero de un coche mientras el conductor se embalaba por la carretera en busca de las luces de una ciudad. Lo interesante de aquella escena es que el público no llegaba a conocer el destino de ambos tripulantes del vehículo, la película finalizaba en el momento exacto en el que se intuía la esperanza y al mismo tiempo parecía demasiado tarde, pero en el fondo dicho destino daba igual: el auténtico objetivo de la secuencia era tensar los nervios hasta la desazón, y en eso cumplía con buen margen.
El final de Dos hombres y un destino se convertiría en leyenda: Robert Redford y Paul Newman bien jodidos y rodeados por un ejército bolivariano decidían salir a plantarles cara a las tropas en un enfrentamiento suicida. Una escena que se volvía asombrosamente efectiva de la manera en la que era llevada: congelando la acción por completo en el momento en el que los pistoleros se asoman a repartir plomos. Que el destino de ambos era acabar coleccionando agujeros era bastante evidente, pero tirando del botón de pausa el largometraje enmarcaba la figura de los héroes al mismo tiempo que dejaba fuera de la función mostrar su caída. Y esto servía tanto para glorificarlos como para dejar un pequeño huequecito a la esperanza.
La serie Los Soprano es el ejemplo definitivo de final grandioso y totalmente dependiente de la interpretación del consumidor. El último capítulo mostraba a Tony Soprano entrando en una cafetería, seleccionando el «Don’t Stop Believing» de Journey en la jukebox y esperando a que el resto de la familia llegase al lugar para acompañarle a la hora de cenar. Se trataba de un escenario rutinario y de una reunión familiar ordinaria, pero pronto comenzaba a crecer la sospecha de que alrededor de aquella mesa estaban ocurriendo muchas más cosas y alguna de ellas era especialmente peligrosa. De repente el capítulo prestaba mucha atención al entorno, al resto de la clientela del lugar, a los sonidos (la campana de la puerta) y a las miradas furtivas, la cámara incluso se movía para perseguir el deambular de extras que se levantaban para ir al baño. Súbitamente todo se había vuelto sospechoso hasta que, justo cuando la última integrante de la familia estaba a punto de llegar, sonaba la campana de la puerta, Tony Soprano levantaba la mirada y…
Nada. Un corte abrupto, una imagen que desaparece y una canción que deja de sonar de golpe. Una pantalla en negro. Diez segundos de oscuridad que lograron desquiciar a gran parte de la población estadounidense a hacerle creer que la conexión por cable de su televisión se había ido a recolectar espárragos. Diez segundos de una pantalla en negro hasta que los créditos finales de la serie hacían acto de presencia. David Chase se había cubierto de gloria con ese modo de rematar la serie y hoy todavía hay gente que no se ha dado cuenta de que a lo mejor Tony Soprano no había llegado vivo a los créditos del último episodio. La última escena de Los Soprano es probablemente uno de los finales ambiguos más fascinantes del audiovisual reciente, aunque los guionistas se habían molestado en dejar alguna pista evidente en capítulos previos: durante el decimotercer episodio de la sexta temporada en una conversación entre Bobby y Tony el primero le comentaría al segundo «Lo más probable es que ni siquiera lo llegues a oír cuando ocurra», haciendo referencia a la profesión de gánster y lo frecuente que resultaba en la misma acabar hospedando una bala en el hueco entre ambas cejas.
Fantasía vs. mundo real
El laberinto del fauno parecía dejar en manos del auditorio el decidir si todo lo visto en pantalla había sucedido en realidad o solo eran fantasías revoloteando en la cabeza de la niña protagonista. Guillermo del Toro jugaba a esto de manera consciente, aunque luego siempre afirmaba que en sus relatos siempre hacía el esfuerzo de dejar algo (una acción, un detalle, un elemento) que solo pudiera ser explicado a través de una solución sobrenatural.
Los blockbusters multimillonarios tampoco se libraban de aventurarse en el epílogo ambiguo y el caso de Origen era notable por desquiciar al espectador medio con una última escena que en el fondo era todo un acierto. Christopher Nolan se había molestado en introducir un artefacto en la historia que permitía a los personajes distinguir si estaban paseando por un sueño o por el mundo real: una peonza que se mantenía girando en equilibrio de manera eterna (algo desasosegante si uno se para a pensarlo) si era accionada en el mundo onírico. Origen se lo montaba bastante bien para desembocar en una secuencia donde el protagonista, Cobb, interpretado por Leonardo DiCaprio, justo antes de cumplir el deseo de reencontrarse con sus hijos hacía rodar una peonza con la intención de comprobar que todo aquello era real. Pero en la pantalla Cobb se olvidaba del juguete de manera casi inmediata y Nolan trasladaba la incertidumbre a un público que se recortaba las uñas a dentelladas esperando descubrir si aquella peonza se mantenía en equilibrio o no. El genial detalle cabrón del realizador consistía en cortar la escena justamente cuando parecía que el objeto se desequilibraba creando así uno de los finales más desesperantes del cine reciente. El truco de prestidigitador tenía bastante gracia, sobre todo porque al fijar la atención en la perinola el realizador lograba que otros elementos que podían decir bastante sobre lo que estaba ocurriendo, como por ejemplo la ausencia de anillo de casado en el dedo del protagonista, pasasen desapercibidos.
La oscarizada Birdman cerraba la función con una secuencia que planteaba numerosas dudas sobre lo que pretendía decir en ella Alejandro G. Iñárritu: Sam (Emma Stone) entraba en la habitación del hospital donde reposaba su padre (Michael Keaton como Riggan Thomson) para descubrir que el hombre acababa de decidir abandonar el edificio y salir a la calle utilizando la ventana como ruta más directa. Sam se asomaba al exterior para confirmar el puré de padre en la acera, pero pronto elevaba su mirada al cielo y clausuraba la película con una sonrisa. El debate sobre la escena evidentemente giraría acerca de los supuestos superpoderes del personaje principal, aquellos que aparecían con frecuencia en el relato y que la propia película nunca se encargaba de confirmar si eran reales o solo sucedían en la mente de Riggan. Y el interés inmediato consistía en saber si el personaje había logrado echar a volar o se había estrellado contra el suelo. Las declaraciones durante una entrevista de Alexander Dinelaris, uno de los cuatro guionistas de la obra, no ayudarían demasiado a despejar dudas: «No vamos a explicar el final. Supongo que lo que quiero decir es: si puedes silenciar la voz de la mediocridad, entonces, ¿qué sería posible? Y eso es suficiente para mí. Pensamos que responder a esa pregunta podría parecer algo muy muy pequeño. ¿Es famoso porque se ha disparado? Esa es una idea pequeña. ¿Aún es miserable? Esa es otra cuestión pequeña. Todo se nos antoja demasiado pequeño […] Al final todo es asunto de Alejandro, porque empieza la película con este personaje, Riggan Thomson, flotando en calzoncillos un metro sobre el suelo. Eso es inexplicable, en ese momento es inexplicable, la secuencia final es inexplicable. Tiene que serlo porque de algún modo es el propio Alejandro intentando explicar la sensación de confusión sobre lo que él es en su propia vida». Entre el público existía incluso una tercera teoría que se atrevía a señalar que todo lo que ocurría en el hospital no era real y Riggan había consumado el suicidio antes de ocupar la habitación, al dispararse aquella bala en la cabeza. Porque siempre, especialmente cuando solo parecen existir dos opciones posibles, hay una tercera teoría, una tercera opción en la que nadie ha pensado en un primer momento.
La tercera opción
Durante la entrevista sobre la película Langosta, el actor Colin Farrell acababa mencionando al periodista la posibilidad de que existiese una tercera opción posible en el desenlace del film, una afirmación con la que el actor pillaba totalmente desprevenido al entrevistador. Porque Joe McGlovern hasta entonces, aunque había aceptado que no existía una conclusión correcta como tal y la misma dependía por completo del espectador, no se había parado a pensar que podrían existir más de dos posibles desenlaces. No se imaginaba que fuese posible ir más allá de lo que uno podría esperar de una película con un final inesperado: que solo hubiese el (poco inesperado) número par de posibles soluciones. Lo normal era asumir que en los últimos segundos de Langosta el protagonista tenía dos opciones posibles, o bien hacer lo que estaba dispuesto a hacer y afrontar las consecuencias o echarse atrás acobardado por el sacrificio y huir. Pero lo que Farrell apuntaba es que también existía una tercera opción: la de que su personaje no tuviese valor para hacer aquello que se había propuesto, pero en lugar de huir mintiese diciendo que sí lo había hecho, una idea que bien masticada podría construir un final brillante. En esta revelación reside la gracia de todo: en descubrir que cuando una audiencia es responsable del destino siempre existe la posibilidad de que alguien tome un camino que no venía marcado en el mapa, de que se explore el sendero que a nadie se le había ocurrido abrir antes. Porque siempre hay alguien que optará por elegir la tercera opción de entre las dos posibles.
Ja, ja! Me hace gracia y a David Chase también, las delirantes interpretaciones que el final de Los Soprano suscita en ciertos críticos. Lo cierto es que nos partíamos de risa el mes pasado sin ir más lejos, mientras devorábamos unos pretzels en el Algonquin. Me contaba David, que la verdad es que no tenía ni puñetera idea de cómo diablos acabar con ese monstruo en el que se había convertido la serie, despertándose en mitad de la noche, sudando de preocupación. Hasta que tuvo la inspiradora idea, dejando todo el trabajo a pensadores e intelectuales que sabía le iban a salvar los muebles disertando sobre su maravillosa visión para crear el final más maravilloso de la historia.
https://www.youtube.com/watch?v=0LigaaVyylM
¿Pretzels? ¿En Algonquin? ¡Pues vaya un desperdicio, para eso haberlos comido en la calle! No sé si creer su historia, De Bartolo…
Los finales abiertos generalmente me irritan: a veces me parecen un recurso cobarde ante un guión que va deshilachándose desde el principio o una salida pretenciosa para fomentar discusiones y conseguir notoriedad, pero el artículo me ha despertado la curiosidad, así que voy a ver algunas de las películas comentadas. Espero que sean tan entretenidas como este artículo.
Qué genialidad de artículo. Aquí en Perú, páginas como Cinencuentro o En Cinta se matan por hacer algo así y no llegan ni a la introducción. Hands down.
Cinco años después de leer este artículo por primera vez, acabo de ver la película. Y me sorprende ver que no se menciona lo que se supone que le pasa a ella, y que por todos los indicios parece ser que no le pasa.
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