Cine y TV

Mujeres que abrazan por la espalda

Marilyn Monroe y Arthur Miller. Foto: Corbis.
Marilyn Monroe y Arthur Miller. Foto: Corbis.

Ya en la vejez andaba encorvado. Como si le pesara sobre los hombros el recuerdo de unos brazos. Los de una mujer. Los que le ceñían felices cuando el amor todavía parecía posible. Antes de que todo se rompiera. Antes de que llegaran las otras. Y los otros. Y los barbitúricos en la mesilla de noche. Caminaba cargando con la sombra de los brazos resplandecientes de Marilyn. Arthur Miller, alcanzado por una edad que a ella le negó la tristeza, llevaba todavía encima el peso de aquel matrimonio marchito. De aquella infelicidad. De una sesión que les dejaría siempre juntos frente al objetivo de Richard Avedon. Miller, el hombre que nunca fue suyo del todo, sí que lo fue del fantasma del abrazo lejano.

En los buenos tiempos, Marilyn miraba a Miller como si jamás hubiera visto a otro hombre. Ella, que podría haber reclamado el amor de cualquiera. Ella, que le escrutaba intentando que los ojos abarcaran su cerebro. Agrandaba unas pupilas que deseaban ser vampiras del talento. De ahí surgía el hechizo. Del lugar donde a Miller le brotaban las palabras.

Le quiere por su mandíbula potente y por su cuerpo que es como un muro alto contra el que protegerse. Por su aplomo. Porque parece tener todas las respuestas. Porque Marilyn todavía cree que Arthur lo sabe todo. Que el mundo entero cabe al otro lado de esas gafas. Le ama porque sospecha que puede resolver las incógnitas que la acompañan. Y abraza su cabeza en la sesión de Avedon como el náufrago que se aferra a una tabla salvadora. Con la avidez del que ha encontrado un salvoconducto hacia un territorio feliz, el de la inteligencia triunfando sobre la carne.

Eso busca esta mujer en este hombre. El conocimiento. La verdad. Esas neuronas que brillan más que cualquier diamante de compromiso. Cree que será él quien al fin podrá quererla más allá de la evidencia de su cuerpo. Pero tampoco Miller alcanzará a entender todo el dolor y toda la gloria que Marilyn lleva dentro. Ni entenderá sus lecturas. Ni sus poemas. Ni su diario de letra compulsiva y desmañada.

Ella quiere ser algo más que un trozo de luz en una pantalla. Quiere abrirse en canal para que la vean por dentro. Pero su esposo —el erudito, el intelectual— no ve el fondo. Se ha quedado atrapado en la forma de Marilyn. Porque su belleza es un fogonazo concluyente y devastador. Y aunque ella se busque a sí misma en el espejo de Miller no encontrará dónde reflejarse.

Y a pesar de todo es feliz en aquel mundo de letras al que parecía tan ajena. Disfruta en la casa victoriana de Carson McCullers, a la orilla del Hudson. Se deja llevar por las conversaciones con Saul Bellow y por el talento de su marido, que es el más listo en el país de los genios. Arthur habla y Marilyn le mira. Siempre desde ese segundo plano de la foto de Avedon. Orbita a su alrededor. Satélite del planeta Miller. Y se siente privilegiada.

Pero el amor nunca es lo que parece. Y el suyo se convierte en un callejón sin salida en el que paradójicamente va a perderse.

Se lo dice su psicoanalista, que ya no sabe cómo desmagnetizar su brújula del poderoso influjo de Miller. A estas alturas él es más un deseo sostenido de felicidad que la felicidad a la que aspiraban. Su drama es el de tantos. Pero ella no puede entender que eso le suceda con este hombre. ¿No era la sabiduría la que nos iba a salvar de todo?

La respuesta que va a encontrar terminará de hundirla. La pareja se ha mudado a Londres, donde ella rueda El príncipe y la corista, una película que la atormenta. Está a punto de romperse. Y entonces lee el cuaderno de Miller. «No debería haberme casado con ella». Se sentía defraudado y avergonzado. Él nunca había escrito nada tan demoledor. Nada que hiriera tanto.

Ni el mismo Arthur Miller ha sabido ver la torturada realidad de la chica del calendario. Había sentido el abrazo mullido en su espalda, su pecho palpitante, su carne tierna. Y se había quedado con eso. Con la belleza fulgurante de su esposa. ¿Cómo adentrarse más allá del prodigio de esa carne que tenía algo tan primordial y definitivo que hipnotizaba a la cámara? Lo decía hasta su masajista —el de las celebridades—. Que la solidez de Marilyn estaba construida de una materia distinta a la del resto de los humanos. Sería aquel tacto el que se quedaría sobre los hombros de Miller cuando el abrazo ya se había desvanecido. Tenía razón Sartre: «No es luz lo que emana de ella, sino calor. Quema la pantalla». Quizá su recuerdo también quemaba.

Aquella maraña de dolor se llevaría su misterio a la tumba. Y ni Arthur Miller podría alumbrar su oscura incandescencia. Marilyn le dejó el abrazo como una maldición. Como el miembro mutilado que pesa aunque ya no esté. Porque de eso están hechos ciertos amores. De lo que no fue. De las conversaciones que quedan flotando.

Es una vieja historia. La de las mujeres que abrazan por la espalda. Las que se retiran del epicentro de su belleza para que lo demás no se tambalee. Para que no se resientan ellos. Nunca verdaderamente tan audaces para ver más allá de lo que vio el espejo. La perfección extrema tiene algo de anestesia de la inteligencia. De verdad absoluta que no puede ser descifrada.

Rita Hayworth y Orson Welles. Foto: Corbis.
Rita Hayworth y Orson Welles. Foto: Corbis.

No lo consiguió Welles con la espectacular Hayworth. La Bella y El Cerebro. Entre sus dos hemisferios se había clavado el rojo de las ondas de Rita. La vio en la portada de Life. Y decidió que tenía que casarse con ella. «Ni siquiera te mirará a la cara». Los amigos de Welles le habían advertido. Pero él quería esa cabellera. Aunque tuviera que cortarla para demostrarlo. Lo haría mucho después. Cuando su matrimonio estaba a punto de congelarse entre el hielo de muchas copas y la lista, fría como una estadística, de nombres de otras mujeres.

Welles no aceptaba un no por respuesta. No estaba acostumbrado. Era un genio pirotécnico y tempestuoso. De esos que se excitan con los retos: lo mismo valía invadir el mundo que ridiculizar al mayor magnate de la prensa. ¿Por qué no iba a tener a Rita Hayworth?

Joseph Cotten organizó una fiesta para que se conocieran. Y se conocieron. Y, como se esperaba, Rita no le hizo demasiado caso. Se presentó del brazo disecado de Victor Mature. Y se marchó con su pelo rojo tal y como había llegado. Sin despeinarse. Podía parecer que Rita ignoraba con el desdén patricio de las femme fatale, pero realmente lo hacía con la timidez esquiva de las niñas que no se atreven a clavar los ojos. Ese era el problema: Orson Welles quería quitarle el otro guante a Gilda, pero cuando desabotonaba el vestido se encontraba con la pequeña Margarita, diminuta y frágil como su nombre tan vulgar y tan humano.

Era Margarita la que le abrazaba por la espalda. Sin abarcar nunca su cuerpo inmenso ni su talento desmesurado. Ni ese ego que no cabía en sus ciento cincuenta kilos de carne. Le abrazaba sin poder consolarle. Porque su esposo, que había visto lo que escondía la diosa voluptuosa, ahora no podía entender que el público la adorara. Hollywood bendecía cada uno de los planos en los que Rita Hayworth ponía su cara, su boca entreabierta y sus pómulos altos. Y él la envidiaba. ¿Por qué a ella? Quizá porque aquella criatura había nacido para que el público la amara. Aunque no supiera amarla nadie más. Nadie cercano.

El macho todopoderoso que era Welles se había sentido halagado cuando Rita se resguardaba en su sombra que todo lo abarcaba. Pero ahora le aburría. «Las mujeres son idiotas en general. Pero ella es la más idiota de todas». Confundía la idiotez con la generosidad o con la ceguera del amor. O con aquella necesidad que ella tenía de difuminarse. Y, como se quería borrar, le permitió que cortara sus bucles pelirrojos. Orson Welles necesitó unas tijeras para romper el hechizo de la melena ardiente que le había fascinado.

Sacrificó su pelo como reclamo para la película que los dos iban a rodar juntos, La dama de Shanghái. Y cada plano parece la venganza de un marido que intenta conjurar la imagen de la mujer a la que ya no ama. Rita Hayworth es ahora una rubia platino más. Repetida en mil espejos. El reflejo de su cara atravesado por una bala. La belleza exorcizada.

Ese mismo año se separaron. El Cerebro continuó convirtiendo sus neuronas en fotogramas. Y Rita siguió adelante. Infeliz. Vulnerable. Como siempre. Como aquella niña a la que violaba su padre. Como Gilda, ella también era un rancho que se llamaba Tierra de Nadie. Porque los nombres cuentan. De hecho, estaba a punto de demostrarse, que no es lo mismo pronunciar un rotundo Stromboli que decir tan solo Vulcano.

Ingrid Bergman y Roberto Rossellini. Foto: Corbis.
Ingrid Bergman y Roberto Rossellini. Foto: Corbis.

«Querido señor Rossellini. He visto sus películas —Roma, ciudad abierta y Paisà— y me han gustado mucho. Si necesita una actriz sueca que hable inglés perfectamente, que no ha olvidado su alemán y que se hace entender bien en francés, aunque en italiano solo sabe decir ti amo, estaré preparada para ir y hacer una película con usted. Ingrid Bergman». Hay cartas que también son como un abrazo por la espalda.

Se encontraron por primera vez en enero de 1949. En Nueva York. A Rossellini le costó entender tanta belleza. «La cámara jamás podría captar ese resplandor». Él iba a intentarlo. Si su objetivo había atrapado la eternidad de Roma también lograría adentrarse en el enigma de aquellas facciones de estatua serena. Aunque la serenidad duró lo justo. Apenas dos meses más tarde, Bergman recorría Italia con Rossellini. Quería enseñarle el país donde iban a rodar su película. La historia de una mujer, con un volcán al fondo, que en un principio había pensado para su amante, la Magnani. Anna tendría que resignarse: Stromboli sería para Ingrid Bergman. Se conformó con otra versión que titularon Vulcano y Bergman se quedó con el papel y con el director. Siguió oficialmente casada con un dentista sueco de apellido gris. Quizá la esposa de Rossellini —quien tiene amante siempre tiene esposa— estaba más acostumbrada a los devaneos de su marido.

Cuando acabaron la película, el devaneo era más que un rumor. Estaba a punto de llegar al mundo un niño al que llamarían Roberto, como su padre. De nuevo la ecuación y la alquimia: el genio cegado, la bella que harta del espejo quiere un cerebro en el que mirarse. Y de nuevo el abrazo volvería a deshacerse y el lazo suave se convertiría en nudo. Y habría que cortarlo.

Estuvieron juntos siete años. Ella intentó rodar con Rossellini su gran obra maestra. Decía Hitchcock que ese era el problema de la Bergman: que solo quería hacer obras maestras. La celebridad no le bastaba. Quería ser leyenda. Y creía que la película que propiciaría la metamorfosis no llegaba. Se equivocaba, claro. Ya la había rodado. Se había consagrado al vestirse de azul cuando los nazis iban de gris para dejar luego a Rick plantado.

Rossellini no le dio el gran papel que ella pedía. Ni dejaba que trabajara con otros directores. Ni supo fotografiarla como había fotografiado Roma. «Estoy harto de ser el señor Bergman», respondió cuando Ingrid le pidió el divorcio. Habían hecho juntos cinco películas. Después de la primera, ninguna memorable. Habían tenido tres hijos. Una de sus hijas heredaría de su madre todo. Las proporciones exactas y la atracción por cierto tipo de hombres.

David Lynch con Isabella Rossellini en Zelly and me. Imagen: Columbia Pictures.
David Lynch con Isabella Rossellini en Zelly and me. Imagen: Columbia Pictures.

«Podrías ser la hija de Ingrid Bergman». A él no se le ocurrió decir otra cosa cuando se encontraron por primera vez en un restaurante de Los Ángeles. Tuvo que intervenir un amigo. «Idiota, es la hija de Ingrid Bergman». El idiota era David Lynch y en aquel momento buscaba actrices para Blue Velvet. El papel protagonista ya solo podría ser para Isabella Rossellini. Y, como en las películas de mamá, el rodaje le depararía un regalo envenenado: el corazón de Lynch, un corazón retorcido como su cerebro.

En ciertas cosas, David le recordaba a su primer marido, Martin Scorsese. «Todos los hombres de mi vida han sido visionarios, como mi padre». No hace falta Freud para interpretarlo. Después, ella se lo contaría a su terapeuta: que siempre había buscado en el amor el reflejo ideal de Rossellini. Aquel señor que vivía en un piso en la acera de enfrente en Roma. El que pasaba de visita mientras a ellos les cuidaba la niñera. Pero Isabella necesitaba un genio que se quedara en casa. Para compensar. Como a su madre, la belleza le sirvió de cebo. Como su madre, necesitó un tiempo para aprender que el cebo solo es un engaño.

«Me pregunto cómo será no ser tan hermosa como para que todos se queden mudos cuando apareces». Isabella estaba acostumbrada a que el mundo callara. Había aprendido que el silencio era una prueba espontánea de admiración. Pero en su marido era una piscina en la que pasar horas buceando. David Lynch era un hombre con tendencia a perderse en su mundo interior. De extravagancia en extravagancia. Enredado en sus espirales. Cerraba los ojos y buscaba en el fondo de su alma el pez rojo de la inspiración. «Estaba obsesionado con la obsesión». Y entre esas obsesiones ya no estaba ella. Ella se había quedado abrazando a un hombre que no volvía la cabeza. Un hombre subterráneo. Ella, que hacía enmudecer al mundo, no podía arrancar una palabra del idiota que la confundió con Ingrid Bergman. El idiota que hizo que la historia de su madre se duplicara.

Lynch se fue. Como se van todos los hombres que creen ser sabios. Visionarios. Inteligentes. Superados por una belleza que lo borra todo. Sin encontrar el camino que lleva al lado correcto del espejo. Paralizados por la certeza monstruosa que producen los seres excepcionalmente hermosos: que no se puede entender lo más primario.

Luego se pasan la vida andando con los hombros encorvados. Como Miller. Con el fantasma de la piel ajena alrededor del cuello. Sin llegar a sospechar que los verdaderos fantasmas son ellos. Arrastrando la maldición de sentir lo que en su día no sintieron: los abrazos invisibles que quedan cuando el amor se apaga.

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19 Comments

  1. soniamar

    Vibrante, constante, el summum de la belleza este artículo. Gracias por estas sensaciones, gracias por este trabajo.

  2. Sublime Marta, muchas gracias. Exquisito.

  3. Bravo.

  4. Roi Ribera

    Enhorabuena por el artículo! Emociona encontrarse textos de esta calidad.

  5. Maravilloso artículo, como todos los de Marta. Poesía en prosa.

  6. María Á

    Ojos con luz, ojos de águila y ojos de cervatillo… los unos en los otros, en simbiosis de muñeca rusa.
    Ojos de perro lámpara, y ojos de mí y de aquella y de aquel, cuando tiemblan y cuando se ríen.
    Ojos de pez escandinavo, y ojos de baile del del cisne que cantó en la energía sabía de Maya Pl.
    Ojos de mujeres, !maldita morfología que obliga a ocultar su genoma, ahorro en expresión de fuerza bruta que puede significar ceguera masculina y, por eso… Trapos, tintes, silicona, tacones y orejas horadadas bien temprano por manos sometidas.

  7. ¡QUÉ PASADA! Perdón por las mayúsculas. Es precioso, es exacto, es eso que todos hemos visto mil veces en otras tantas relaciones y no hubiésemos sido capaces de plasmar, ni mucho menos así. A veces ella es ella, a veces ella es él. La belleza, el encanto, la fogosidad no entienden de sexos, ni la inteligencia ni el genio. Son historias tristes, pero no lamentables: quién encontrara a su Arthur Miller, a su Rossellini, a su Sinatra, aunque sea para llorarlo. Y seguro que viceversa. ¡Muchas gracias!

  8. Sergio_McGregor

    Sublime. Me ha gustado especialmente la descripción de la historia entre Isabella Rossellini y David Lynch.

  9. Enorme, un abrazo

  10. Maribel Hernández

    Excelente artículo, profundamente humano y sensible. Como en muchos casos,ni la genialidad ni los conocimientos pueden salvar el amor de los complejos, inseguridades, machismo y egoismo. Cuánto hay que crecer psicológicamente, porque hasta divas como estas se invisibilizaron «abrazando por la espalda» como muchas mujeres, por sostener una relación que de entrada es un juego de poder.

  11. Espléndido
    +

  12. Pingback: Mujeres que abrazan por la espalda

  13. Malvisol

    Gran artículo. Lo he disfrutado mucho.

  14. Felicidades por tu acertado y magnífico artículo.

    Realmente, hay muchos hombres completamente ciegos que no son capaces de ver lo que tienen al lado.

    Y después, como tú muy bien dices, «se pasan la vida andando con los hombros encorvados», tristes y solos, por no haber sabido apreciar lo que tenían.

    Un saludo,
    Livia

  15. Dices que no hace falta echar mano de Freud para interpretar lo de la hija de Rossellini. Comprenderás, bella, que lo que aquí escribes también es translúcido.

    Ese «todo» que resuena al comienzo del penúltimo párrafo lo termina de aclarar.

    Escribes muy bien, Marta, aunque a veces cuesta seguirte por la concatenación de frases tan cortas.

    Un saludo sincero
    David

  16. Maribel Hernández

    Excelente, maravilloso artículo gracias Marta….

  17. Martha Cueto

    Un placer leer estos comentarios. Resultan verdaderas piezas literarias.

  18. Maravillosos artículos. Son verdaderas piezas literarias.

  19. Paloma

    Inspirador, reflexivo y profundo.
    Ellas las bellas, solo que las amen, ellos los inteligentes, solo desean y
    el amor acaba por devorarlo todo, la belleza, la inteligencia, el deseo y solo queda nostalgia, por un abrazo correspondido entre seres que han bajado las armas y no esperan encontrar reflejos, sino al otro.
    ¿Será que todos andamos perdidos por este paraíso perdido?
    Gracias, un placer leerte.

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