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Todos sus biógrafos coinciden en que Borges era un tipo enamoradizo. Una cualidad imprevista, casi incoherente, en la que el carácter escéptico y suspicaz del autor argentino se quebraba de un modo inocente e infantil. En una de sus célebres conversaciones con Osvaldo Ferrari, Borges confiesa: «He estado enamorado siempre a lo largo de mi vida, desde que tengo memoria, siempre». En otra ocasión, también durante su vejez, se lamentaba de no haber ocupado todo su tiempo en tareas intelectuales: «Con toda tristeza descubro que me he pasado la vida entera pensando en una u otra mujer. Creí ver países, ciudades, pero siempre hubo una mujer para hacer de pantalla entre los objetos y yo. Es posible que hubiera preferido que no fuera así, hubiera preferido consagrarme por entero al goce de la metafísica, de la lingüística o de otras disciplinas». Incluso en la odiosa comparación se aprecia cierto tono de reproche: «Yo creo que las mujeres no son demasiado importantes en Kafka. En mí sí lo son; yo no pienso en otra cosa».
Algunos como José María Conget han querido ver en esa tendencia del escritor una velada constante literaria. Una temática más o menos clandestina pero permanente en toda su obra. Así lo defiende en Una cita con Borges (Renacimiento, 2000): «Las diversas damas que encarnaron el objeto de sus deseos trivializan el anhelo de lo que, no me cabe duda, fue para Borges mucho más trascendental que su patria, su familia y su literatura. Alegarás, y no serás el primero, que el amor ocupa un parco espacio en el conjunto de su obra. Falso. Las palabras más íntimas e intransferibles de Borges se relacionan con el amor; el resto de su producción es secundaria». La afirmación es aventurada. Hay que hilar muy fino para adivinar un sustrato amoroso en toda la obra borgiana, sobre todo cuando apenas escribió un puñado de poemas amorosos, cuando a lo largo de su prosa solo hay un cuento, «Ulrica», que verse sobre el tema, cuando los encuentros sexuales en su literatura son inexistentes —excepción hecha de la falsa violación descrita en «Emma Zunz»— y cuando nunca manejó personajes femeninos protagonistas, siendo los casos más próximos los de Beatriz Viterbo en «El Aleph» y Teodelina Villar en «El Zahir», dos cuentos en los que, de hecho, el personaje principal es el propio Borges.
Llama la atención, por tanto, la ausencia de temática amorosa en la obra de un escritor eternamente enamorado. De un hombre que en una de sus últimas declaraciones públicas admitía sin tapujos la más perdurable de sus circunstancias: «Yo creo que siempre estuve enamorado; parece ridículo que a mi edad yo diga eso, pero la verdad es que el amor me acompaña». Sin embargo, tal vez no resulte tan extraño si comprendemos que el amor de Borges nunca fue un amor completo. En una entrevista con Bernardo Neustadt en Tiempo Nuevo en el año 1976, Borges opinaba sobre su particular visión del amor: «Yo diría que el amor no puede prescindir de la amistad. Si el amor prescinde de la amistad es una forma de locura. Una especie de frenesí. Un error, en suma». Para Borges, un amor que perdiese su componente afectivo, que se desprendiese de su vínculo emocional, de su parte sentimental, no solo dejaría de ser amor —algo en lo que todos podríamos estar de acuerdo—, sino que se convertiría en una equivocación. En cierta clase de demencia. O lo que es lo mismo: la vertiente puramente física del amor era para Jorge Luis Borges un error. Una forma de locura.
Así lo constató Adolfo Bioy Casares cuando señaló que los de Borges eran «noviazgos blancos». Noviazgos puros. En «La otra muerte», Borges parece referirse a sí mismo cuando escribe «todo lo amó y lo poseyó, pero desde lejos, como del otro lado de un cristal». Algunos sostienen que su aversión hacia el sexo tal vez se debiese, a modo de trauma infantil, a su primera —y tal vez única— experiencia con una mujer. Sucedió en Ginebra en 1918, cuando tenía diecinueve años. La familia Borges ya llevaba cuatro años instalada en Suiza cuando Jorge Guillermo, padre de Jorge Luis, preocupado por las nulas relaciones sexuales de su hijo, decidió llevarlo a un burdel para que se desvirgase con una prostituta. Según el testimonio del doctor Kohan Miller, psicólogo del escritor, la actitud desagradable de aquella mujer durante el coito y el hecho de que también se acostase con su padre, lo que conformaba una suerte de perversión insoportable, pudieron marcar la sexualidad de un joven introvertido y muy susceptible. Emir Rodríguez Monegal, sin embargo, en una biografía de 1987, sitúa el origen del pánico sexual del autor argentino en el mismo suceso, pero por otros motivos: «Según las confidencias de Borges a diversos amigos, Padre lo llevó una vez a una de esas complacientes chicas de Ginebra cuyos clientes suelen ser extranjeros, hombres solitarios o jóvenes urgidos. Georgie realizó su parte con tanta rapidez que quedó abrumado por la fuerza del orgasmo. La “pequeña muerte”, como la llaman los franceses, se acercó demasiado, para él, a la muerte real. A partir de allí Georgie sintió miedo ante la perspectiva del acto sexual».
Otros biógrafos atribuyen la responsabilidad de la repulsión de Borges por el sexo a la sobreprotección de su madre, Leonor Acevedo, quien se encargó de dirigir su vida desde que era un niño hasta su madurez, eligiendo su ropa, corrigiendo sus textos o incluso decidiendo sus amistades. Víctima de un más que probable complejo de Edipo jamás superado, Borges, que en la niñez vivió rodeado de adultos porque fue educado en casa por sus propios padres, estudió durante un breve periodo de tiempo en un colegio de Palermo cuando tenía nueve años. Con su inocencia intacta, preservada aún de cualquier forma de vicio, indecencia o pasión mundana, su carácter ingenuo se estremeció al escuchar a los demás alumnos hablar de una extraña y placentera ceremonia practicada por hombres y mujeres que, cuarenta y cuatro años después, se convertiría en el Secreto que protagoniza su célebre cuento «La secta del Fénix». Un Secreto que existe desde el principio de los tiempos y «se transmite de generación en generación, pero el uso no quiere que las madres lo enseñen a sus hijos, ni tampoco los sacerdotes». El texto adopta un cierto tono autocompasivo al final, cuando Borges escribe: «Una suerte de horror sagrado impide a algunos fieles la ejecución del simplísimo rito; los otros los desprecian, pero ellos se desprecian aún más». Pero es en el último párrafo cuando la repulsión del acto sexual es más patente: «Me consta que [a los devotos del Fénix] el Secreto, al principio, les pareció baladí, penoso, vulgar y (lo que es aún más extraño) increíble. No se avenían a admitir que sus padres se hubieran rebajado a tales manejos».
Dieciséis años después de la publicación de «La secta del Fénix» en Sur, en 1968, Borges contesta a Ronald Christ sobre cuál es el secreto al que se refiere el relato: «Cuando yo escuché por primera vez de ese acto, cuando yo era un muchacho, me sentí shockeado, sacudido, de pensar que mi madre y mi padre hubieran hecho eso». La idea todavía lo perseguía a sus sesenta y nueve años, influenciado desde la infancia por la actitud controladora de su madre. Un año antes, de hecho, Borges había contraído matrimonio con Elsa Astete, y, en lugar de pasar su noche de bodas con su esposa, optó por irse a dormir a casa de su madre. Los amigos del escritor relatan que la anciana mujer jamás aceptó con naturalidad el primer matrimonio de su hijo. A pesar de que Elsa había sido uno de los amores platónicos de juventud de Borges cuarenta años atrás, los celos de doña Leonor llegaron a ser enfermizos, condicionando la buena relación de la pareja, que se separaría tres años después.
Antes de Elsa fue Estela. Estela Canto. Borges la conoció en 1944 en casa de Bioy Casares, y poco después le pidió matrimonio. Ella, discípula de George Bernard Shaw, condicionó su respuesta al mantenimiento previo de relaciones sexuales que pusiesen de manifiesto, en su caso, su compatibilidad en la cama. En sus memorias, Estela contó que Borges se sintió contrariado, pero a pesar de todo creyó que sería capaz de someter a sus demonios: «Venceré mis inhibiciones si me ayudas». Después de más de dos años de terapia psicológica, la evidencia terminó por imponerse.
Con igual destino, entre el fracaso y la impotencia, pasaron por la vida de Borges muchas otras mujeres. La joven Concepción Guerrero; Cecilia Ingenieros, quien también rehusó casarse con él; Haydée Lange, a quien durante varios meses propuso matrimonio todos los días a la salida del banco en el que ella trabajaba, siempre sin éxito; Elvira de Alvear, quien probablemente inspiró los personajes de Beatriz Viterbo y Teodelina Villar en «El Aleph» y «El Zahir»; María Esther Vázquez, su secretaria, cuarenta años más joven que él, quien escribiría: «Cuando Borges se enamoraba era compulsivo, llamaba por teléfono varias veces al día y desarrollaba un asedio que no daba tregua»; también pretendió el corazón de otras como Margarita Guerrero, Emma Risso Platero, Wally Zener, Silvina Bullrich, Ulrike von Külmann, Martha Mosquera Eastman, Raquel Bengolea, Delfina Mitre y un largo etcétera. Con algunas de ellas llegó incluso a iniciar una relación amorosa, pero su disfunción sexual y su torpeza amatoria —sirva de ejemplo la descripción que del Borges amante hace Estela Canto en sus memorias, haciendo hincapié en que «sus besos torpes, bruscos, siempre a destiempo, eran aceptados condescendientemente»— terminaron frustrando todos sus planes sentimentales. Solo su matrimonio con María Kodama, en su más avanzada vejez, fue satisfactorio. Sus carencias, como es lógico, estaban de antemano disculpadas.
En «El amenazado», quizá su más célebre poema de amor, Borges parece querer confesar, tanto en su título como en sus versos, la paradoja de un hombre eternamente enamorado que nunca logró amar por completo. Es, al mismo tiempo, un poema de amor y de dolor:
Es el amor. Tendré que ocultarme o huir.
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz.
La hermosa máscara ha cambiado,
pero como siempre es la única.
¿De qué me servirán mis talismanes:
el ejercicio de las letras,
la vaga erudición,
el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte
para cantar sus mares y sus espadas,
la serena amistad,
las galería de las bibliotecas,
las cosas comunes,
los hábitos,
el joven amor de mi madre,
la sombra militar de mis muertos,
la noche intemporal,
el sabor del sueño?
Estar contigo o no estar contigo
es la medida de mi tiempo.
Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente,
ya el hombre se levanta a la voz del ave,
ya se han oscurecido los que miran por la ventana,
pero la sombra no ha traído la paz.
Es, ya lo sé, el amor:
la ansiedad y el alivio de oír tu voz,
la espera y la memoria,
el horror de vivir en lo sucesivo.
Es el amor con sus mitologías,
con su pequeñas magias inútiles.
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto)
El nombre de una mujer me delata.
Me duele una mujer en todo el cuerpo.
Jorge Luis Borges, uno de los mayores genios literarios de la historia, fue un hombre prendado siempre de alguna mujer y sin embargo amenazado por el amor. Por «el horror de vivir en lo sucesivo». Por esa esquina por la que no se atrevió a pasar. Tuvo que ver con resignación cómo todas las mujeres a las que amó lo fueron apartando de sus vidas. Cómo se fue quedando siempre solo, con su torpeza y su escasa habilidad para la vida. Tuvo el don de convertirlo todo en literatura, y a la vez esa fue su condena. En su mundo nunca hubo nada más.
Eterno enamorado y eterno despechado. Una frase resume a la perfección su vida más allá de los libros. La vida de quien pidió y a quien jamás se le concedió. La de quien, a pesar de todo, nunca se rindió. «Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo». Duele con solo escribirla.