Mi pareja decía que estaba harta de películas oscuras y perturbadoras, que nunca veíamos otro tipo de cine más alegre, más divertido. Más vital. Propuso Noah Baumbach, del que ella había visto Frances Ha, y yo había visto, hacía la tira de años, de la que apenas recordaba nada, The squid and the Whale, una cinta que había alquilado en aquel videoclub tan pulcro, ya desaparecido, que había en la Cava Baja de Madrid. Así comenzamos nuestra particular temporada Baumbach, viéndonos siempre que podíamos una película suya por la noche, cuando duermen los niños, y adentrándonos en su particular universo fílmico, poblado de personajes cortados por un patrón: raros, excéntricos, inadaptados a la sociedad de consumo, bien porque la precariedad laboral se lo impide, bien porque arrastran unas manías que los sacan fuera de ella. Cine sobre personajes perdidos, que, como pasa en el cine de Lena Dunham, Jude Apatow o en la precoz heredera de sus enseñanzas, la serie Transparent, no saben adónde ir porque no siempre saben lo que quieren, un poco como en la letra de «Road to Nowhere» de los Talking Heads.
Quizá el capítulo iniciático, o la mejor entrada a su obra, sea Frances Ha (2012), escrita por Noah junto con Greta Gerwig, su actriz protagonista. Aquí, las dificultades de Frances, una joven bailarina en Nueva York, que se mantiene como puede con trabajos mal pagados y cambiándose de piso cada dos por tres, impulsan una historia sobre el amor que no queremos perder, el loco, el que nos alegra la vida, el que nos pone eufóricos y hace que el mundo entero pierda importancia a su lado. Lo gracioso en Frances Ha es que ese amor es su mejor amiga, Sophie, y aunque nunca se explicite una relación de lesbianismo (salvo ese momento, que pasa casi desapercibido, en que Frances se quita las bragas para dormir con Sophie, un acto que no tiene por qué significar nada, por supuesto), queda claro que Frances siente devoción absoluta por Sophie, quien precisamente se va a casar con su novio y está a punto de tener un hijo. Contradicciones emocionales contadas, además, con el sello característico de Baumbach: un montaje sumamente preciso, cuidado al milímetro, con la elipsis como recurso dominante, combinado con secuencias rodadas con la aparente mayor espontaneidad. Como si Eric Rohmer se fuera de vacaciones con el montador de Hitchcock, o algo así. Un Pauline en la playa que, eliminado lo superfluo, pretendiera contar no unos días del verano sino un año y medio en el Nueva York de Frances.
Más conocido como coguionista de varias películas de Wes Anderson (La vida acuática de Steve Zissou y Fantastic Mr. Fox), amigo y productor artístico de muchas de sus películas, a Baumbach le hizo falta el tirón de Mientras somos jóvenes (2014), protagonizada por Ben Stiller y Naomi Watts, para llegar a grandes audiencias (esta cinta recaudó más que todas sus anteriores películas juntas), y pasó de repente de ser un director minoritario, con financiación reducida, a alcanzar el estrellato. Su próximo proyecto, de hecho, ya en posproducción, contará con actores como Dustin Hoffman o Emma Thompson, la prueba inequívoca de que Baumbach ya ha entrado en otra liga. Y es curioso porque el planteamiento temático y estético de Mientras seamos jóvenes no es muy distinto a sus películas anteriores, y su siguiente cinta Mistress América (2015), de nuevo con Greta Gerwig como protagonista principal, es una suerte de segunda parte de Frances Ha (2012), con las misma confusión vital y desaliento laboral en ambas cintas. Da la impresión, de hecho, de que Baumbach no está tan preocupado en conocer Hollywood como en seguir con sus proyectos, tengan repercusión comercial o no, quizá porque tiene la suerte de que sus intereses cinematográficos conjugan bien con producciones de presupuesto reducido: su cine gira sobre dramas humanos en apartamentos, oficinas o bares, los mismos lugares en los que la mayoría vivimos nuestros dramas, vamos.
Su primer tema también le suena a mi generación: el complejo de no saber qué demonios hacer con nuestra vida es la raíz de Kicking and Screaming, la primera película de Noah Baumbach, rodada en 1995, cuando Baumbach contaba con veintiséis años. La película, que tiene interés sobre todo para los devotos de Baumbach, es un relato sobre el vértigo que produce el futuro tomando como planteamiento un tema clásico de la narrativa norteamericana: la vida después de la graduación universitaria, solo que aquí no nos espera la piscina de la casa familiar, ni la hija de la vecina, ni la fuga después de escapar con la novia de la boda; en Kicking and Screaming, un puñado de graduados universitarios desnortados deciden permanecer la universidad, engañar a los demás y a sí mismos, fingir que siguen siendo estudiantes, pedir una prórroga vital porque para lo que viene después aún no están preparados. Escrita por un Baumbach aún muy verde, a Kicking and Screaming se le nota la falta de reescritura, con unas escenas centradas más en no caer en los topicazos del relato de campus universitario más que en el ritmo o en la fluidez del conjunto, y sin embargo tiene una frescura en los temas, en la insatisfacción vital de sus personajes, que ya apunta que Baumbach no quería ser otro aspirante más al pulido cine de entretenimiento. Y es que ese chiste que cuenta uno de los personajes de la película, «¿Quieres que Dios se ría? Bueno, haz un plan para tu vida», se va a repetir como una melodía a lo largo de todo su cine: Frances quiere ser bailarina, pero no logra entrar en la compañía profesional de danza, y todo el tiempo, como la protagonista de Mistress America, inventa pretextos para seguir con su vida sin rumbo; los hijos de The Squid and The Whale asisten al desmoronamiento de su mundo tras la separación de sus padres, y la incertidumbre y el dolor vienen después; los protagonistas de Greenberg, interpetados por Greta Gerwig y Ben Stiller, tampoco saben qué hacer con su vida, y él, que trabaja como carpintero en Nueva York, se niega a presentarse dentro de ese oficio y le contesta a quiénes le preguntan que «ahora mismo no estoy haciendo nada»; algo parecido le pasa al protagonista masculino de Mientras somos jóvenes (otra vez Ben Stiller), quien se gana la vida como profesor, aunque él prefiere verse a sí mismo como un cineasta aunque haya pasado más de una década desde que hizo su último documental; y, en fin, la protagonista de Margot at the wedding, interpretada por una gélida Nicole Kidman, es el epítome de la confusión, una mujer rota por sus traumas y su pasado, que está a punto de dejarlo todo para seguir un sueño que no sabe siquiera si desea.
Sorprendente que esa neurosis de la duda sea central el gran cronista de las relaciones humanas, Woody Allen, con quien Baumbach comparte muchas otras afinidades, además de su amor por Nueva York. Sobre todo, dos: hacer ficción (y terapia) de la propia experiencia y explorar la familia como un vórtice de conflictos. Ambos temas están ya desde su primera película, Kicking and Screaming, en la que si era fácil detectar que la universidad era escogida como núcleo dramático porque ese territorio narrativo estaba cercano en el tiempo y en la experiencia a Noah, también era cierto que la sombra del padre asoma ya, con un personaje que mantiene conversaciones diarias con su padre por teléfono, y quien debe asistir a las explicaciones de le da su padre sobre su nueva vida sexual después de su separación, tal como había vivido el propio Baumbach. Pero la familia pasó de ser un tema tangencial a ser la espina dorsal de sus dos mejores películas: The Squid and the Whale (2005) y Margot at the wedding (2007).
Después de un par de películas (de una de ellas renegó por completo), Noah estuvo casi siete años sin firmar un proyecto. Fue el guión escrito junto a Wes Anderson de La vida acuática de Steve Zissou el que le devolvió a la escena cinematográfica y el que, seguramente, le permitió financiar The Squid and the Whale, producida por el propio Wes Anderson. Pero en lugar de intentar un proyecto más comercial, Noah se enfrascó en una suerte de memoria ficticia en torno a la separación de sus padres, dos escritores asentados en Brooklyn, tal como los protagonistas de The Squid and the Whale. Aquí Baumbach intentó por primera vez una desnudez y una simpleza en la historia que dio como resultado una de sus películas menos artificiosas, en la que destaca, sobre todo, la mirada del hijo adolescente, que idolatra al padre y culpa a la madre por la ruptura matrimonial, en el que no podemos evitar imaginar a un Baumbach adolescente solo ante el peligro.
La propia biografía no es garantía de material valioso para la ficción, pero si alguien con el talento de Baumbach curiosea en su pasado, entonces la historia sencilla de una separación matrimonial se convierte en una narración universal y poderosa sobre la intemperie emocional, como ese partido de tenis con el que comienza la película, («Me and dad against you and mum» dice la voz del adolescente aún con la pantalla en negro), donde se escenifica con una metáfora muy plástica la lucha en la que los padres protagonistas de la película están inmersos. Así, sin maniqueismo facilón ni sentimentalismos, The Squid and The Whale disecciona, más que las causas de la ruptura, esas vastas emociones y pensamientos imperfectos, que diría Rubem Fonseca, que caen sobre los dos niños, el punto de fusión de la educación sentimental de Baumbach.
En The Squid and the Whale el personaje del padre adquiría mayor peso protagónico que la madre, caracterizado aquel por su vanidad y unas ínfulas creativas en retroceso (nadie quiere publicar su último manuscrito), y esta era poco más que la antagonista dramática que simboliza el cariño maternal y a la vez el deseo de volar libre. Faltaba entonces el retrato de la madre, sumamente incompleto en The Squid, por lo que no es casualidad que su película inmediatamente posterior, rodada justo al año siguiente, sea Margot at the wedding (2007), el estudio pormenorizado de un personaje femenino, la Margot del título, egoísta, insegura, que a la vez que busca su supuesta felicidad es incapaz de no dañar a los demás, incluyendo a su hijo Claude, otro adolescente en plena eclosión emocional. A mi juicio su mejor película, por su manera de destripar el espectro familiar con la idea de que también en nombre del amor se hace mucho daño, Margot at the wedding es el envés de The Squid and the Whale; no su secuela, ni nada parecido, sino la otra parte del díptico, la pieza que faltaba para que el juego de voces y perspectivas encajen a la hora de abordar las deudas pendientes que tenemos con nuestro pasado. Además, el tono de Margot at the wedding, esa especie de mirada distante que arroja sobre sus personajes, un tanto clínica, funciona con la eficacia de una navaja suiza.
Da la impresión cuando uno termina la temporada Baumbach de que su cine cuenta solo dos o tres relatos, no más, que todas sus historias giran en torno a unas pocas obsesiones, lo que hace su cine tan particular. Al final, la sombra familiar (The squid and the Whale y Margot at the wedding) se completa con la confusión vital y la resistencia a perder las ilusiones (sobre todo la trilogía protagonizada por Greta Gerwig: Frances Ha, Greenberg y Mistress America), y, de fondo, el arte como parapeto contra las decepciones vitales, el juego de la creación contra los golpetazos de la realidad, entre los que destacan la precariedad laboral, la indiferencia o una sociedad que valora sobre todo el triunfo económico: los jóvenes universitarios de Kicking and Screaming que se niegan a dejar de soñar; Frances queriendo ser bailarina, cueste lo que cueste; Roger Greenberg que se sigue viendo como un creador, pese a que se negó a firmar el contrato con la discográfica que quería publicar el disco de su banda; la joven escritora Tracy de Mistress America, que acaba de entrar al Barnard College a estudiar literatura; y el Josh de Mientras somos jóvenes, que sabe que su única supervivencia vital reside en perseverar en el cine, aunque fracase, aunque sea una mierda lo que produzca.
Hay así en todo el cine de Baumbach una defensa apasionada de la creación, incluso la más rudimentaria y artesanal. El cine no como industria sino como diario vital, un espejo para entendernos. Si bien está alejado de las premisas más radicales del llamado movimiento mumblecore (cine independiente, con bajo presupuesto, normalmente rodado con cámaras digitales y ambientación natural), no creo que sea fortuito que Baumbach haya trabajado con una de las actrices y creadoras más activas de este movimiento, Greta Gerwig, y también haya producido una de las películas de Joe Swanberg, uno de los directores más prolíficos del mumblecore. Al fin y al cabo, el cine de Baumbach es mucho más artificioso que el de Swanberg, cierto (vean su despojada, de estética documental, Nights and Weekends para encontrar las numerosas diferencias), pero también es verdad que comparten una idea fundamental: el conflicto nace siempre del interior de los personajes, no está fuera, no es una causa social, y aunque Baumbach jamás oculta las estrecheces económicas de sus criaturas, a él le interesa mucho más cuando la insatisfacción o la infelicidad no viene de las cuestiones materiales, un conflicto que, sin embargo, cada vez escasea más en la flamante industria del cine, ese arte que, como ha dicho Peter Greenaway recientemente, está muriendo por culpa de las contraprestraciones del negocio, ustedes ya me entienden: Víctor Erice sin poder rodar y cosas por el estilo.
Olvidaba un tema fundamental en la filmografía de Baumbach, visible en sus narraciones, pero que también ha condicionado la producción de sus proyectos: la importancia de la amistad. Desde los universitarios de su primera película, que son incapaces de imaginarse lejos de sus amigos, hasta el desencanto que sufre el protagonista de Mientras seamos jóvenes, traicionado por ese joven recién llegado (interpretado por Adam Driver) que tiene intereses más profesionales que de pura amistad, pasando por la defensa apasionada de la amistad de los personajes interpretados por Greta Gerwig (sobre todo en Frances Ha), y, en fin, gracias a la amistad que han construido Noah Baumbach y Wes Anderson, pero también otros cómplices en el camino, como Ben Stiller, Adam Sandler o Peter Bogdanovich (a quien Baumbach produjo su comedia She’s funny that way en 2015, la primera película que dirigía en catorce años), el cine de Baumbach seguramente nunca se hubiera rodado sin sus amigos. Hacer cine por los amigos, en definitiva, en todos los sentidos de la frase.
Baumbach tiene razón. Amigos, vecinos, padres, amantes: basta girar la cabeza alrededor para encontrar las mejores historias.
Ví Mientras seamos jóvenes hace tiempo y me pareció muy interesante, voya revisar las otras. ¡Gracias!