La papa es un alimento humilde, vulgar. Una cura para las hambrunas, una sombra en el imaginario de lo pobre. «Para puta y guiso de patatas prefiero verme beata», dice el refrán. A la papa le falta carisma y le sobra una tradición de desprecio desde que llegó a Europa. En primer lugar, por ser comida de esclavos en América; y en segundo, por su generosidad natural, que por un lado salva vidas y por otro alimenta las diferencias sociales. «Cuanto más grande es el regalo de la naturaleza, más extremo es el contraste entre su actividad dual: la alimentación y la explotación», escribe Redcliffe Salaman en la mejor biografía que se ha escrito del tubérculo, Historia e influencia social de la patata (1949). Ponía dos ejemplos: el de los indígenas condenados a la muerte en las minas de Potosí y el de los obreros de la revolución inglesa (una dieta a base de patatas era extremadamente barata, permitiendo a los dueños de las fábricas pagar sueldos de miseria).
Hay infinidad de mitos sobre el origen divino de las papas. Uno de los más famosos cuenta que los hombres de las tierras bajas, cultivadores de quinoa, oprimían a los de las montañas y les robaban las cosechas. Azotados por el hambre, los pobres pidieron ayuda al cielo y de él cayeron unas semillas redondas y carnosas. Los hombres las cultivaron y de ellas nacieron flores de color lila. Sus opresores esperaron hasta que la cosecha maduró y segaron las plantas. Los hombres de la sierra volvieron a dirigirse al cielo y este les respondió: «Removed la tierra y sacad los frutos que allí quedaron, pues los he escondido para burlar a los hombres malos y enaltecer a los buenos». Los pobres descubrieron las papas, las comieron y tuvieron fuerza para derrotar a sus enemigos. La patata era un don del cielo cuyo valor solo estaba a la vista de los desheredados. Algo similar ocurrió cuando llegó a Europa: mientras los campesinos las comían avergonzados (alimento subterráneo), la aristocracia se interesó por sus exóticas flores (adorno superficial).
Respecto a su carácter divino, Cristóbal de Molina recoge en sus Ritos y fábulas de los incas (1573) la oración de un indígena antes de un banquete: «¡Oh, Hacedor! Señor de los fines del mundo, misericordioso que das ser a las cosas, y en este mundo hiciste los hombres que comiesen y bebiesen, acreciéntales las comidas y frutos de la tierra; y las papas y todas las demás comidas que criaste, multiplícalas para que no padezcan hambre ni trabajo, para que todos se críen, no hiele ni granice; guárdalos en paz y en salud».
Otra leyenda narra cómo un dios andino sintió hambre después de un largo viaje. «Inkarri, que tenía mucha sabiduría, y como no tenía fiambre, fabricó bollos de barro y los colocó muy superficialmente bajo la tierra. Entonces, a su mirada no más, brotó con sus frutos el atoq sawasiray [la papa silvestre]». Más adelante, Taytacha, nombre que recibió el dios cristiano, reunió las distintas variedades, las sembró e hizo que lloviera sobre ellas. «Si Taytacha no hubiese cultivado, juntando la papa del Inkarri, ¿qué hubiéramos comido?, ¿hubiéramos masticado piedras?» (1). Y como la papa nació de la tierra, los hombres que la comen también volverán a ella. El mito de Inkarri es posterior a la conquista y cuenta que fue engañado, torturado y decapitado por Españarri (rey de España), que enterró su cabeza en Cuzco. Pero su cuerpo ahora crece bajo tierra y un día volverá para reconstruir el imperio incaico o, según otras versiones, celebrar el juicio final.
El detalle de los «bollos de barro» conecta con este otro: la cultura mochica (asentada en la costa norte de Perú entre los siglos II y IX) es famosa por sus cerámicas, muchas de las cuales representan papas mitológicas (y otras, escenas de sexo). La vasija más célebre está en el Museo Larco de Lima y tiene la forma de una gran patata de la que germinan protuberancias humanas, señal de comunión con la naturaleza y de que, literal y metafóricamente, les debían la vida a las papas.
(Re)descubrimiento
Los pueblos de los Andes peruanos siembran patatas desde hace al menos ocho mil años. La planta, cultivada en terrazas en las montañas, a salvo de plagas y animales, se «domesticó» durante los dos milenios anteriores. Los tubérculos descubrieron a los españoles durante la conquista del Imperio inca. Al llegar a Europa, su nombre original, papa, se mezcló con el de la dulce batata, que Colón había traído de Haití medio siglo antes, dando lugar al término patata. Para aligerar el relato, no entraremos en detalles sobre los miles de variedades del tubérculo: la papa es como Dios, una, trina y omnipresente.
Aunque es seguro que Francisco Pizarro las conoció en 1532, cuando llegó a Cajamarca para desangrar Perú, no se mencionan en los documentos. Cinco años después, Gonzalo Jiménez de Quesada llegó a la actual Colombia y observó que, como en otras regiones de las Indias, «el principal mantenimiento» de la gente era el maíz, la yuca y otras dos plantas: «unas a manera de turmas de tierra, que llaman yomas [patatas] y otras a manera de nabos que llaman cubias, que echan en sus guisados». Las turmas o criadillas de tierra son hongos subterráneos o trufas, y era lo más parecido a las papas que los españoles conocían.
En su Historia del Nuevo Reino de Granada, el cronista y sacerdote Juan de Castellanos narraba cómo los hombres de Quesada habían entrado «por las grandes poblaciones de Sorocotá, ya todas desiertas, con el mismo temor de sus vecinos», y en sus casas habían encontrado «maíz, frijoles y turmas, redondillas raíces que se siembran y producen un tallo con sus ramas y unas flores, aunque raras, de purpúreo color amortiguado». Las raíces de esta «hierba» tenían el tamaño de un huevo y eran «blancas y moradas y amarillas, harinosas raíces de buen gusto, regalo de los indios que bien acepto, y aún de los españoles golosina». Es improbable que Castellanos estuviese allí (en 1537 solo tenía quince años), así que el relato procede de otras fuentes. Su manuscrito, una crónica rimada de unos catorce mil quinientos versos endecasílabos, no fue publicado hasta 1886.
Una de las primeras descripciones apareció en la Crónica del Perú (1553) de Pedro Cieza de León, redactada durante su estancia en América. El historiador constató que la gente cogía «gran cantidad de papas» en distintas provincias: Cuzco (Perú), Quito (Ecuador) y Popayán (Colombia). El cultivo «después de cocido queda tan tierno por dentro como castaña cocida; no tiene cáscara ni cuesco [hueso] más que lo que tienen la turma de tierra; porque también nace debajo de la tierra como ella; produce esta fruta una hierba ni más ni menos que la amapola».
El indígena Felipe Guamán Poma de Ayala, que trabajó al servicio de funcionarios españoles, redactó e ilustró una joya sobre el dominio colonial en Perú, El primer nueva coronica [crónica] y buen gobierno (1615), un ejemplar único que por extrañas razones ha terminado en la Biblioteca Real de Dinamarca. Dentro del capítulo de los meses del año, tres páginas están dedicadas al cultivo de la papa: junio y julio, tiempo de recogerlas y almacenarlas; y diciembre, momento de cosecharlas. El resto están dedicados al mantenimiento de la tierra y al cultivo de maíz. Por último, el Inca Garcilaso de la Vega, hijo de una princesa inca y de un explorador extremeño, ponía la papa como ejemplo de un mestizaje exitoso del que él mismo, que llegó a ser uno de los grandes historiadores de la época, formaba parte (Comentarios reales de los incas, 1609).
Llegada a Europa
«Los conquistadores españoles que se encontraron con ella inmediatamente se dieron cuenta de su importancia económica, pero a la vez la relegaron como comida para esclavos», escribe Salaman. Los hombres que trabajaban en las minas de Potosí se alimentaban de chuño (patatas deshidratadas que pueden conservarse durante años) y algunos españoles se hicieron ricos comerciando con él. El doble filo del que hablábamos al principio. Al comprobar que eran altamente nutritivas, los colonos las incluyeron poco a poco en su dieta y empezaron a usarlas como provisión en los barcos: bien almacenadas podían aguantar tres o cuatro meses en las húmedas bodegas.
El tubérculo llegó a España hacia 1565. En los libros de cuentas del Hospital de la Sangre de Sevilla aparecen partidas de compra en 1573, lo que significa que habrían llegado al menos tres años antes, tiempo necesario para dominar el cultivo y sacarlo al mercado. Se compraron en otoño, lo que confirma que habían sido cultivadas en la Península ese mismo verano. El alimento, desdeñado y asequible, era ideal para un sanatorio de pobres.
Cómo cruzaron el Atlántico no está tan claro. Se fantasea con un primer envío desde Cuzco al rey Felipe II, que se las habría enviado a su vez al papa Pío IV para aliviar sus dolencias (1565), pero ni las fechas encajan (el pontífice murió ese mismo año) ni hay documentos en el Vaticano que lo demuestren. También circulan historias sobre el explorador Walter Raleigh (que supuestamente las introdujo en Inglaterra desde Virginia), el pirata Francis Drake (que saqueaba los barcos españoles) y el negrero John Hawkins, pero el relato más plausible es el de la introducción hispana.
Según Salaman, las papas habrían sido trasladadas de los Andes a Cartagena de Indias para servir de provisión en los barcos que zarpaban hacia la Península y, una vez allí, las que hubiesen sobrado habrían llegado a manos de campesinos. El viaje desde la costa oeste —saliendo de Lima y rodeando el continente— habría sido demasiado largo y las patatas se habrían podrido. Algunos registros de compra sugieren que llegaron primero a Canarias. En cualquier caso, lo hicieron en los años sesenta. Dos décadas más tarde ya se cultivaban en Italia, Francia, Suiza, Alemania y los Países Bajos, sobre todo como alimento para el ganado.
El inglés John Gerard fue el primero que incluyó la patata en un tratado botánico. El autor sostiene un ramo de flores del tubérculo en la portada de su Herbal (1597). El flamenco Carolus Clusius y el suizo Caspar Bauhin publicaron sus estudios poco después, añadiendo un detalle importante: causaba «flatulencias». Bauhin, que bautizó las patatas como Solanum tuberosum esculentum, anotó también que los campesinos de Basilea las cocinaban de distintas formas «y las comían para excitar a Venus y aumentar su semen» (Prodromos Theatri Botanici, 1620). Ya saben lo que dicen: donde hay pelo hay alegría y donde no hay mata, no hay patata.
Un siglo más tarde, el franciscano Juan de Altamiras volvía a alertar sobre los insondables peligros del tubérculo. Lo hacía en mitad de una receta de criadillas de tierra recogida en su Nuevo arte de cocina (1745): «Esta es una yerba muy regalada, criada como las patatas, debajo de la tierra; las mondarás y las podrás echar en remojo en pedazos: escáldalas, ponlas a cocer […]. Las patatas se componen del mismo modo, y si comes muchas te advierto, estarás de tan buen aire, y tan favorable, que con el aire que soples puedes componer embarcación para ir al Papa, si no es que sea tan fuerte, que por romper las velas sea necesario su reparo […]».
A mediados del siglo XVII el consumo se había extendido entre las clases humildes del norte de Europa «gracias» a la hambruna provocada por la guerra de los Treinta Años (1618-1648). Pero al mismo tiempo surgieron historias sobre los peligros del alimento americano (decían que causaba la lepra y otras enfermedades) y en algunos lugares se prohibió su cultivo. El trabajo de Antoine Parmentier fue crucial para la aceptación del tubérculo en Francia. El farmacéutico descubrió sus propiedades nutricionales en unas mazmorras prusianas, cuando fue apresado durante la guerra de los Siete Años (1756-1763). Después de promocionar la patata durante años y de lograr el apoyo de algunos obispos, Parmentier ganó un concurso científico en el que se buscaban alimentos que pudiesen «atenuar las calamidades causadas por el hambre» en tiempos de escasez.
El éxito de su Examen chymique des pommes de terre acabó con la prohibición que pesaba sobre ellas desde 1748 y les abrió las puertas de Versalles. Años antes de la Revolución francesa, el agrónomo le regaló un ramo de flores de patata a Luis XVI, que las prendió en el corpiño de María Antonieta. El rey también le entregó unos terrenos para que pudiese continuar con sus experimentos. Los sucesos de 1789 lo condenaron brevemente al ostracismo, pero la otra revolución, la de la patata, ya estaba en marcha. En 1794 apareció el primer libro de recetas dedicado íntegramente a las «manzanas de tierra», cuyo título indica que el pueblo las había hecho suyas: La Cuisinière républicaine, de Madame Mérigot. La tumba de Parmentier en Père-Lachaise siempre está cubierta de patatas.
Batatas y patatas
Cuando llegó a la Península, la papa tuvo una aceptación casi nula como alimento humano (2). Sucedió al contrario que con la batata, que Cristóbal Colón había traído a la vuelta de su primer viaje y que tuvo un éxito inmediato porque era dulce (recibió el nombre de «patata de Málaga» por ser allí donde más se cultivaba). El nombre de los tubérculos se confundió hasta el siglo XIX, cuando el consumo de patatas se extendió a las capas medias de la sociedad y las especies empezaron a diferenciarse de nuevo. El nombre original, papa, siguió usándose en Andalucía y Canarias.
El malentendido era más que un error de pronunciación (b, p). «Hasta mediados del siglo XVIII la papa es «comida insípida» (Diccionario de autoridades), carece de atractivo culinario y de prestigio social, es para uso exclusivo del ganado. Su consumo humano va asociado a épocas de penuria y de grave crisis nutricional; su ingestión por el hombre pone de manifiesto el fracaso del sistema alimentario tradicional. Es la paupérrima clase campesina quien para mitigar su hambre recurre a la papa, que solo era consumida por la cabaña. Come papas pero por decoro se resiste a admitirlo ante sí y ante los demás, por ello para revestir de dignidad la base de su mísero condumio acude al término patata, que gozaba de gran prestigio», señala Jesús Moreno Gómez, historiador y miembro de la Academia Gastronómica de Málaga. Mientras los españoles se resistían a comerlas, la población europea había crecido gracias a ellas (su vitamina C ayudaba a combatir el escorbuto) y en Irlanda eran el «alimento nacional». A mediados del siglo XIX una plaga afectó a los cultivos europeos y el país perdió dos millones de personas: la mitad murió y la otra mitad emigró a Estados Unidos.
Existe otra explicación de carácter religioso: «Al coincidir dos términos homófonos para designar a la máxima jerarquía de la Iglesia católica y al tubérculo andino, en los ámbitos eclesiásticos debió de propiciarse la utilización del vocablo patata, que así pasó al uso popular, para preservar la dignidad de la suprema figura del Catolicismo», señala la americanista María Isabel Amado Doblas. En un estudio bastante reciente, la investigadora demuestra que los autores del Siglo de Oro también cayeron en la trampa lingüística. Salvo Góngora, que en A otra monja que le había pedido unas castañas y batatas (1611) escribe:
No me pidáis más, hermanas,
castañas con este frío,
que enjertas os las envío
y las volvéis regoldanas;
fruta que por las mañanas,
habiendo batatas bellas,
hace parir las doncellas,
milagros de monjas son,
que, sin obra de varón,
paren hijos para ellas.
Quevedo erraba en su Poema heroico de las necedades y locuras de Orlando el enamorado (1626):
[…]
vinieron, muy preciados de sus garras,
los castellanos con sus votos a Cristo,
los andaluces de valientes, feos,
cargados de patatas y ceceos.
Vicente Espinel y Lope de Vega serían los primeros en comparar las manos sucias o groseras con los tubérculos (manteniendo la confusión de nombres). En el segundo caso, el dramaturgo sugiere que las batatas, aunque pardas por fuera, son dulces por dentro:
Llegueme a la ventera, que era una mujer coja y mal tallada, […] las manos parecían manojos de patatas. (Marcos de Obregón,1618).
Tello (a Finea): Con esta mano te llama
mi amor, ¿qué aguardas?
Finea: ¡Ay, Tello!
¿Esa es mano, o es patata?.
(Las bizarrías de Belisa, 1634).
Este artículo es un avance de nuestra revista impresa dedicada a América #JD16
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(1) Narración de Roque Paniura, comunero de Fuerabamba (Perú), recogida en el Archivo de la Tradición Oral Quechua del Cusco con motivo de la celebración del Año de la Papa (2008).
(2) La cita y varios fragmentos literarios proceden de «Apunte bibliográfico acerca de la batata/patata en la literatura del Siglo de Oro», María Isabel Amado Doblas, publicado en Isla de Arriarán. Revista Cultural y Científica, 2001. Para profundizar sobre este y otros temas el Anuario de Estudios Americanos (CSIC) es una fuente de referencia.
Como yo no tengo ningún problema en aparecer como pobre, indicar que a mi me encantan las patatas ( también la batata, en algunos sitios conocido como boniato, creo que es lo mismo ).
Y gracias a ellas tenemos esa delicia que es la tortilla ( deconstruida o no ).
En Europa pasó algo similar con los tomates y sigue pasando con el maíz. Las batatas en España ahora son más conocidas como boniato.
Las papas andinas ya no se comen fuera de los Andes, excepto quizás en las Canarias y Japón. El planeta come papas salidas del archipiélago de Chiloé (Chile), a partir del siglo XVIII, pero sobre todo después de la plaga de tizón tardío, que aparte de matar de hambre a 1 milllón de irlandeses, arrasó con las papas andinas del Viejo Mundo. Las papas andinas son Solanum tuberosum tuberosum, resisten bien el frío, pero su ciclo productivo está vinculado a latitudes bajas y medias, lo que conduce a desastres en sitios como el centro y norte de Europa o buena parte de América del Norte. La subespecie de Chiloé, Solanum tuberosum tuberosum, no es muy buena para resistir la escarcha, pero al proceder de los 42° S, está adaptada para producir tubérculos cuando los días son largos y por eso se aclimató bien en lugares como el centro de Europa.
La parte triste de la historia es que las miles de variedades de papa no andina proceden casi exclusivamente del trabajo con menos de diez variedades de Chiloé. En las islas se cultivan casi 300 variedades (contra unas 4000 andinas), muchas han desaparecido y muchas otras están en peligro, por cosas del mercado y la modernidad. La cocina de Chiloé se basa casi exclusivamente en papas (el apodo despectivo es «[chilote] comepapas») y el consumo per capita anual es de unos 180 kg o más, que pasa del doble del consumo chileno y es igual al del mayor consumidor mundial el 2008, Bielorrusia. Algunas recetas dignas de probarse son el milcao, el curanto, la chochoca y las papas con color.
Saludos.