En febrero de 1941 Gran Bretaña vivía en plena zozobra. Aunque continuaba en pie gracias a la defensa natural del Canal de la Mancha y la bravura de su fuerza aérea, la Luftwaffe ponía a prueba cada noche su determinación de no doblegarse ante el poder alemán. Los bombardeos estaban reduciendo a escombros las principales ciudades del país y los muertos se contaban por decenas de miles. Incluso las poblaciones como Oxford, que quedaban al margen de estos ataques, sufrían los nefastos efectos de la guerra. Escasez de suministros, continuos cortes de luz, llegada de refugiados procedentes de las zonas más afectadas, por no hablar del temor a una posible invasión nazi, circunstancia que los habitantes de la isla tenían bien presente.
Howard Florey no suponía una excepción, si bien podía considerarse un hombre afortunado al haber encontrado la forma de salvaguardar lo que le era más preciado. El pasado julio había acompañado a sus dos hijos, Paquita de diez años, Charles de cinco, hasta Liverpool para que embarcasen rumbo a la seguridad que ofrecía Estados Unidos. Unos días después, él y varios miembros de su equipo del Departamento de Patología habían rociado los forros de sus chaquetas con esporas del hongo con el que trabajaban. En caso de ocupación alemana, todos los científicos del país habían recibido la orden de destruir sus investigaciones antes de que acabasen en manos enemigas. Pero ellos no conocían otro moho que segregase penicilina y, si los peores presagios se confirmaban, esas indetectables esporas mantendrían viva la posibilidad de reiniciar un estudio que prometía abrir una nueva era en la lucha contra las enfermedades infecciosas.
Las pruebas con animales no podían haber resultado mejor. En dos experimentos distintos, el grupo de Florey había infectado ratones con estreptococos y observado su evolución según se les suministrase penicilina o no, encontrando que solo aquellos que habían sido tratados con este asombroso fármaco sobrevivían. Nunca antes se había descubierto una sustancia con unas propiedades antibacterianas semejantes. ¿Mantendría la misma efectividad con nuestra especie?
Para averiguarlo, Florey se había trasladado junto a parte de su equipo al cercano Radcliffe Infirmary. Allí, como en todos los hospitales que conocían, multitud de desahuciados se amontonaban debido a infecciones que sus médicos no tenían forma de combatir. De orígenes de lo más variado —cualquier pequeña herida, hemorragia postparto o contagio de enfermedades como la neumonía podían motivarlas— demasiado a menudo evolucionaban hacia un desenlace común: la diseminación de las bacterias patógenas por el torrente sanguíneo y la consiguiente muerte del paciente. Por ello no habían sido pocos los voluntarios dispuestos a someterse a la incierta suerte que entrañaba su revolucionario tratamiento experimental.
Antes de comenzar, sin embargo, habían tenido que comprobar la inocuidad de la penicilina en seres humanos. Para ello habían contado con la inestimable ayuda de Elva Akers, una paciente de cáncer terminal que se había prestado a ejercer como conejillo de indias a pesar de saber que su penosa condición en ningún caso mejoraría. Hermosa manera de despedirse, dejando tras de sí un valioso legado. Gracias a su gesto no solamente habían podido confirmar la no toxicidad del fármaco sino también revelar en él la presencia de varias impurezas que causaban fiebre. Un contratiempo que les había llevado de vuelta a su laboratorio en la universidad pero que, una vez superado mediante la mejora del proceso de purificación, les había preparado definitivamente para dar el gran paso.
El primer paciente seleccionado se llamaba Albert Alexander y llevaba cuatro meses luchando contra una infección causada por un simple rasguño en la cara. Ni podar los rosales del jardín resultaba seguro en la era preantibióticos, cualquier pequeño accidente podía terminar en tragedia. Este era el caso, el de una batalla casi perdida a pesar de las buenas condiciones físicas propias de un policía de cuarenta y tres años. Con múltiples abscesos deformando su rostro, los pulmones afectados y un ojo perdido, el estado de Alexander había llegado a un punto de aparente no retorno.
Florey inició el tratamiento inyectándole doscientos miligramos de penicilina para luego reducir esa cantidad a la mitad en sucesivas dosis administradas a intervalos de entre dos y cuatro horas. En realidad se trataba de un tiro casi a ciegas teniendo en cuenta que su principal fuente de conocimientos sobre el fármaco provenía de un par de experimentos con roedores tres mil veces menos pesados que el ser humano. Pero funcionó, vaya si funcionó. En tan solo cinco días Alexander parecía otro. Sin fiebre, con el apetito recuperado y buena parte de las heridas del rostro curadas, la rapidez de su mejora rebasó todas las expectativas. El potencial del antibiótico resultaba evidente. Y hubiese salvado la vida del policía de haberse contado con suficiente medicación.
No la había, por desgracia. Cinco días bastaron para agotar las reservas disponibles de penicilina. En ese tiempo Florey había utilizado 4,4 gramos, una cantidad de producto que su grupo había necesitado meses en obtener. Ni siquiera procesar la orina del propio paciente para recuperar parte del antibiótico empleado consiguió alargar el tratamiento. Alexander quedó a su suerte, con la única esperanza de que la infección estuviese suficientemente debilitada. No fue así y tras diez días en situación estable volvió a recaer para acabar muriendo.
Durante los dos años que Florey y su equipo de la Universidad de Oxford habían dedicado al estudio de la penicilina, ese había sido siempre su gran caballo de batalla, obtenerla en gran cantidad. Nunca habían logrado superar por completo esta dificultad, a pesar de haber convertido su instituto en una especie de fábrica de producción del fármaco. Gran parte del quehacer diario de su grupo se reducía a cultivar todo el hongo Penicillium notatum que les era posible y extraer de él el preciado antibiótico. La inestabilidad de este, además, complicaba enormemente el proceso, un inconveniente que ya había derrotado al pionero de esta línea de trabajo, Alexander Fleming. El médico escocés había descubierto en 1928 que el jugo de este moho inhibía el crecimiento de diversas bacterias, entre las que se encontraban las responsables de la gonorrea, la meningitis y la difteria, pero no había sido capaz de ir más allá. Claro que él no contaba con colaboradores de la talla de Ernst Chain o Norman Heatley, quienes durante meses habían exprimido su notable ingenio para idear distintas metodologías con las que aumentar la cantidad de hongo generado y aislar su elusivo principio activo.
Y, aun así, no era suficiente. Su ritmo de producción había bastado para llevar a cabo las pruebas con animales pero de ningún modo les iba a permitir completar los ensayos con humanos. Y así ni podrían ayudar a los pacientes que requerían penicilina ni determinar cuánta ni durante qué periodo debían suministrarla. La realidad es que habían llegado al límite de sus posibilidades. Florey, consciente de ello, había tratado de involucrar a varias compañías farmacéuticas en su empeño, pero todos sus intentos habían fracasado. La obligación de contribuir al esfuerzo bélico elaborando productos de primera necesidad restringía sobremanera la capacidad de estas para afrontar nuevos proyectos. La guerra les estaba abocando a un callejón sin salida. No les quedaba más remedio que buscar ayuda en otro lado, por tanto, si pretendían escapar de él.
Florey decidió probar suerte en Estados Unidos, donde conservaba buenos amigos desde el año que había pasado allí al inicio de su carrera. Ellos le podrían facilitar sus contactos en la industria química del país, con mayor margen de maniobra que la británica a pesar de que se barruntaba una eventual entrada estadounidense en la contienda. Las oportunidades de cruzar el océano Atlántico no abundaban, sin embargo, por lo que intentó acelerar los trámites presentando su plan a uno de sus principales financiadores, la Fundación Rockefeller. Para su suerte, los responsables de esta poderosa institución respaldaron la idea, prestándole un apoyo fundamental para que a finales de junio tomase un avión junto a su ayudante Norman Heatley. En su equipaje transportaban todo cuanto necesitaban para reproducir su trabajo: cuadernos de laboratorio, una publicación reciente que resumía sus avances con la penicilina, una pequeña cantidad del fármaco y muestras de hongo Penicillium.
Los tres meses siguientes serían verdaderamente intensos. Sus contactos le habían preparado una agenda de lo más apretada que apenas le permitió disfrutar de sus hijos. A su llegada a Nueva York, se reunió con ellos por primera vez tras un año pero en seguida tuvo que partir hacia la ronda de encuentros previamente concertada. El primero le llevó a Peoria, en pleno centro de la región del maíz de Illinois, donde el Departamento de Agricultura estadounidense contaba con un enorme laboratorio especializado en fermentaciones. Allí dejó a Heatley, que emplearía las siguientes semanas en buscar junto a los experimentados investigadores del instituto formas de mejorar el proceso de cultivo del hongo. Él, mientras tanto, continuó la ruta prevista y visitó varias ciudades con el fin de entrevistarse con distintos directivos de la industria farmacéutica. Todos ellos se mostraron impresionados por las propiedades de la penicilina, si bien también renuentes a acometer su producción a gran escala. Les preocupaba especialmente que no se hubiera determinado su estructura, lo que haría peligrar su inversión en caso de que luego resultase más barato obtenerla por síntesis química. Evidentemente ese riesgo existía y Florey poco podía hacer al respecto, Ernst Chain llevaba meses tratando de resolver el enigma sin acertar a dar con la clave precisa. Pero no era menos cierto que se encontraban ante una sustancia de características únicas y él estaba dispuesto a entregársela por muy poco. A cambio de su entera colaboración solo pedía un kilogramo del fármaco, la cantidad que estimaba necesaria para completar los ensayos clínicos en pacientes.
A mediados de septiembre Florey regresaba a Reino Unido con la satisfacción del deber cumplido. Su estancia había servido para sentar las bases de un proyecto de grandes dimensiones encaminado a la producción industrial del antibiótico. Varias de las principales compañías estadounidenses participarían en él y podrían intercambiar información libremente gracias al apoyo de la administración federal, que no aplicaría las leyes antimonopolio. El gigante norteamericano sabía que tarde o temprano se vería envuelto en el conflicto europeo y este plan le abría la posibilidad de contar con una ventaja adicional sobre sus enemigos. No había más que recordar los datos de la última gran guerra: la mitad de los diez millones de soldados muertos durante la Primera Guerra Mundial había fallecido debido a infecciones originadas en heridas de poca consideración.
El periplo de Florey por Estados Unidos significó un auténtico punto de inflexión en el desarrollo de la penicilina, pero también en su contribución al mismo. Limitado por su sempiterna escasez de fármaco, siguió tratando los pocos pacientes que fue capaz mientras esperaba el kilogramo prometido por sus socios norteamericanos. Nunca llegaría. El ataque japonés a Pearl Harbor en diciembre de 1941 precipitó los acontecimientos, adelantando la entrada estadounidense en la contienda. Con ello, el país entró en economía de guerra y toda su producción se orientó hacia el esfuerzo bélico. Este cambio convirtió el antibiótico en una prioridad nacional y cada gramo de él en un asunto de Estado, puesto que se requería para sus propios propósitos. Cientos de investigadores se volcaron en su estudio, lo que a su vez aceleró la consecución de nuevos avances. Dos de los más importantes procederían del laboratorio de Peoria, que primero logró aumentar exponencialmente la cantidad de hongo cultivado aplicando un método de fermentación en profundidad utilizado para elaborar cerveza y luego encontró un moho aún más productivo. Este aparecería en un melón en mal estado que una operaria contratada a tal fin compró en un mercado de la zona y que se mostró superior a las centenares de muestras enviadas por el ejército desde medio mundo. Posteriormente, esta nueva cepa se irradió con rayos X, provocando la creación de un hongo Penicillium mutante capaz de multiplicar por varios miles de veces los rendimientos del grupo de Oxford.
Estos progresos, unidos a muchos otros, obrarían el milagro. En marzo de 1944, menos de tres años después del viaje de Florey, la compañía farmacéutica Pfizer inauguró en el neoyorkino barrio de Brooklyn la primera planta de producción de penicilina a escala industrial. De ella salieron las decenas de miles de dosis del fármaco que portaron los soldados participantes en el desembarco de Normandía y que se mostraron vitales a la hora de atender a los ciento cincuenta mil combatientes heridos durante la operación. A partir de ahí, el antibiótico se convirtió en pieza fundamental de la estrategia aliada y estuvo presente en cada frente de batalla, si bien su uso quedó restringido al ámbito militar. Una limitación que se eliminaría al término de la guerra, dando vía libre a su comercialización, que comenzó en Estados Unidos en 1945 y al año siguiente en Reino Unido. Al fin, los médicos tenían a su disposición un arma capaz de frenar las enfermedades infecciosas, iniciando así nuestra sociedad una feliz etapa en la que estas han dejado de ser la primera causa de muerte.
La contribución de Howard Florey en el desarrollo de la penicilina se vio recompensada con el Premio Nobel de Medicina de 1945. Compartió el galardón con su colaborador Ernst Chain y el pionero en su estudio Alexander Fleming, que pronto se convertiría en una celebridad mundial al acaparar de cara a la opinión pública el mérito del descubrimiento. Azares de la gloria y de los medios de comunicación, el médico escocés se mostró más solícito con la prensa y esta vio en él al héroe que toda gran historia necesita. Es posible que el carácter huraño de Florey agradeciese este guiño del destino que le permitió conservar un relativo anonimato fuera del entorno académico. Así pudo mantener su actividad en una pugna que entonces ya se sabía no del todo ganada. Distintos investigadores habían encontrado cepas de bacterias que habían adquirido resistencias al fármaco. Eran los albores de una guerra que no había hecho más que comenzar. Seres humanos desarrollando nuevos antibióticos contra microorganismos patógenos que evolucionan hasta ser inmunes a su acción, una lucha sin cuartel en la que no tenemos más remedio que perseverar.
Bibliografía
–The mold in Dr. Florey’s coat, Eric Lax, Henry Halt and Company, 2005.
–Una historia verdaderamente fascinante: 75 años del descubrimiento de los antibióticos, 60 años de utilización clínica en España», José Ángel García Rodríguez, Sociedad Española de Quimioterapia, 2004.
–The discovery and development of penicillin 1928-1945. National Historic Chemical Landmarks program, American Chemical Society, 1999.
Pingback: Nunca tantos debieron tanto a tan pocos
Muy interesante
Han vuelto a ponerse en cabeza; empiezan a ganarnos terreno de nuevo.
http://edition.cnn.com/2016/05/26/health/first-superbug-cre-case-in-us/
Artículo de propaganda del big pharma y de los transgénicos. Hongos mutantes… el horror. Nos están envenenando haciendo ver que nos curan. Mucho mejor la homeopatía, que es holística, natural y no hace daño.
NOOO. Es broma. Estos son los verdaderos héroes del siglo XX; los científicos que descubrieron los antibióticos, los que hicieron la revolución verde, los que llevaron al hombre a la Luna y los que crearon Internet. Tendrían que tener estatuas en todas las ciudades. Pero a los que idolatra la gente es a los futbolistas.
Que bueno Epicureo, cierto, algo falla, como bien dices es curioso que idolatremos a los futbolistas y no estos grandes Héroes. Hace muy poquito dedicaron un programa en «A hombros de gigantes» a las superbacterias, muy interesante…….
Pingback: Descubrimiento de la Penicilina: científicos, usos y otras curiosidades | Viajes de Primera
Pingback: Graciela Fernández Meijide: «En los organismos internacionales no existía la palabra desaparecido, recién se instaló a partir del caso argentino» - Jot Down Cultural Magazine