El verano no es verano sin su ración de alarmas. Los ladrones de pisos han quedado para los anuncios de alarmas electrónicas. Lo que de verdad nos atemoriza a los ciudadanos y ciudadanas son las amenazas que echan en la tele para que nos alarmemos. Un verano fueron unos perros que atacaron a varias personas y sembraron el debate sobre la pertinencia o no de vivir en casa con determinado tipo de animales, cuya convivencia con el ser humano podía derivar en lesiones incompatibles con la vida. Otra temporada estival llegaron las motos de agua para sembrar el terror entre los bañistas, entre ruidos de motor y las carcajadas de los forajidos que las accionaban. Siempre han estado ahí las olas de calor, los incendios pavorosos y las riadas en campings establecidos en el lecho de una antigua corriente fluvial. Ahora disfrutamos de alarmas sobre fenómenos recientes como el balconing, el botelloning, las medusas y las algas asesinas. Por no hablar de los grandes miedos, los de categoría extra, que siempre eclosionan en verano. Las pandemias de virus transmitido por avispa, mosquito o mono mutante, y las drogas que transforman al consumidor en un caníbal o vampiro-ghoul-zombi. Si ninguna de las anteriores genera la suficiente alarma, es decir, que no dan para reportaje en el telediario y una serie de debates con politólogos, expertos en alguna cosa y famosos para rellenar la tele por la mañana, siempre quedará el socorrido asteroide gigante que se espera nos caiga encima por la fiesta de la patrona o ya la definitiva invasión del planeta por parte de una raza extraterrestre. Entremedias, quizá alguna situación chusca en Gibraltar o islote cercano.
Cuando la crisis económica (esta última que tan buena ha salido), las alarmas se sofisticaron una barbaridad. Era normal que los ciudadanos y ciudadanas discutiésemos sobre mosquitos y drogas asesinas, pero no tanto sobre el aumento exponencial de la prima de riesgo. Más que nada, porque hasta entonces no teníamos ni idea de lo que era tal cosa. Allá por el verano del 2012 los españoles y las españolas, incluso algunos niños, incluimos en la conversación conceptos como «superar los nueve mil puntos», «la inestabilidad de los mercados» e «intervención al alza», que era un poco como discutir sobre la trayectoria de los meteoritos a nivel usuario, pero más chic. De repente, el país se vio embargado por el eufórico y catastrofista «pánico bursátil». Como si todos y todas tuviésemos un importante número de paquetes de inversión o nos creyésemos brokers, igual que ese tipo de nombre raro que hace deporte extremo, se tatúa e invierte mucho, espejo en el que todo español y española que echa la bonoloto quiere reflejarse. Tanto se emplearon los medios en amenazarnos con el apocalipsis financiero que quien más y quien menos, pues oye, al final, vio peligrar su fortuna.
El miedo es la más poderosa de las emociones, pero cuando se comparte sin un motivo concreto con el resto de las personas, el primitivo y oscuro mecanismo de defensa se vuelve letal, para seguir con el vocabulario apocalíptico de los informativos del entretenimiento. El virus del miedo lleva al pánico colectivo y entonces eso ya no hay quien lo pare. En la historia hay muchos ejemplos de cuando el miedo se apoderó de la gente provocando efectos terribles: enfermedades sin explicación (ataques de hipo masivos, invalidez repentina, baile descontrolado…), arrebatos de furia (caza de brujas, linchamientos, posesiones colectivas…). La histeria se aplicaba antiguamente solo a las mujeres por falta de conocimiento, pero este trance nervioso atraviesa géneros y edades (clases, no estoy muy segura). La influencia de los medios de comunicación y el control político combinados con internet ha dado como resultado un caldo de cultivo ideal para expandir estos miedos abstractos y transformarnos en un grupo de paranoicos histéricos a nivel global (en esta pesadilla no nos parecemos a los personajes de William Burroughs, esos seres autoconscientes de la verdad en su neurosis). Si en el pasado fueron el aislamiento, la pobreza y la ignorancia las que provocaron episodios de ansiedad y violencia colectiva, ahora es la sobreabundancia de información, una confusión enorme en las ideas y las extremas tensiones económicas y físicas las que predisponen a un estado de perpetua alerta general, que deriva en miedo a todo, desde la guerra química, el apocalipsis ecológico o el terrorismo, pasando por, aquí sí, un enorme catálogo de sustos más o menos ridículos. Vivimos sin duda en la cultura del miedo, situación de la que es muy fácil obtener rendimientos políticos, económicos y culturales. Y mucha sangre.
Las crisis políticas y del petróleo de los años setenta derivaron en manifestaciones y actos violentos como reacción al estado de cosas. La cultura de masas expresó ese miedo en el cine de catástrofes, novelas sensacionalistas y ensayos sobre un futuro espantoso. Tras las guerras del Golfo-mundo libre y el 11S, ya no hay películas de terremotos o de torres en llamas: la idea del fin del mundo es un latiguillo más de sobremesa con su equipamiento de cine, videojuegos y moda. La realidad, o aquella aproximación que conocíamos, ha desaparecido bajo un alud de llamadas enloquecidas a extremar las precauciones por el calor, la lluvia o la adicción al móvil, siempre con venta incluida de una aplicación o producto cosmético. Es comprensible entonces, ante el lío de mensajes y vigilancia extrema (del poder, de los medios y de unos por otros), que un presentador despida el telediario con «Les dejamos con las mejores imágenes del atentado de Bruselas…», después de gritar que estamos al borde de otra recesión económica y ofrecerte las últimas modas en turismo de los hombres pájaro. Y tú en casa no reaccionas, salvo para dejar unos insultos en tu red social preferida.
Mientras escribo este artículo, recibo una alerta en mi pantalla, siempre llena de notificaciones parpadeantes y avisos definitivos. Anuncian en Twitter la muerte de Alvin Toffler, el escritor que junto a su mujer, Heidi, pronosticó varias de las tendencias del presente. Su libro de 1970, El shock del futuro (Plaza & Janés, sí, disponible en plataformas digitales), entre otras muchas ideas que se han cumplido, ya avisaba que el imparable desarrollo de las ciencias, la tecnología y el conocimiento no iba a servir para que los seres humanos nos volviésemos más sabios, libres y fraternales, sino para todo lo contrario. Este impacto de tantas ideas nuevas en tan poco tiempo (su concepto de la «sobrecarga de información») produciría un movimiento de retracción en muchos grupos sociales. El miedo a no comprender, quedarse atrás o sentirse indefensos ante un paradigma tan abrumador los volvería no solo ignorantes, sino también aislados y violentos, dispuestos a combatir con fuerza contra todo aquello que les supusiera una nueva forma de pensar o siquiera atreverse a interpretar la realidad. El auge de extremismos y posiciones especialmente reaccionarias de estos tiempos son un ejemplo. No hace falta irse al terrorismo. Lo que escriben primeros espadas de la opinología y los comentarios en internet cuando una feminista o colectivo feminista protesta contra la sociedad patriarcal y utiliza conceptos como «heteropatriarcado» son ejemplos muy cercanos de miedo a La tercera ola (su libro de 1979, donde adelantaba internet, el auge del regionalismo y las economías emergentes). Aquí la evolución social y la brecha digital sobre las que escribió Toffler, como siempre, llegan un poquito más tarde.
Porque las luchas de sexos están en pleno auge. Las ideas tradicionales sobre la identidad están siendo revisadas y puestas del revés. Aquellos que sentenciaban que la igualdad de género era un hecho y, por lo tanto, resultaba absurdo seguir litigando, debían ser del grupo de amigos del primo del presidente del Gobierno (en funciones permanentes), ese que le había asegurado que de cambio climático, nada. Hay que distinguir en todo este baile de confusión, por supuesto, el peso de la realidad aumentada, la ficcionalización de la vida que distorsiona los elementos de juicio, pero los datos sobre la violencia contra las mujeres y los discursos cada vez más enconados contra el relato feminista revelan un profundo miedo a las nuevas relaciones interpersonales; más aún, un profundo miedo a una nueva estructura social. No necesariamente mejor, pero sí distinta, aunque el matrimonio Toffler siempre mantuvo el optimismo en sus augurios, a pesar de que la perspectiva no tuviese nada de halagüeña ni la ética hegeliana, tampoco.
Lo que ha sido una sorpresa, sin embargo, en el campo de los miedos colectivos es que, como en las modas, también hay tendencias vintage. Amenazas que pensabas que nunca volverían, de repente, están más presentes que nunca. Una sociedad sobrealimentada a la que le horroriza el aumento de peso y todos los defectos sobre su imagen, también pasa hambre. Eso dicen los informes de Cáritas, cuyos comedores se ven desbordados, impotentes para atender a tantas personas. Según el informe FOESSA de 2015, los datos de la recuperación económica que manejan las autoridades no coinciden demasiado con los suyos, que hablan de una brecha cada vez más profunda entre ricos y pobres, y no precisamente digital. El miedo al hambre está llamando a la puerta. Lo venden en anuncios como crisis humanitarias de países lejanos (cambiando, por cierto, la voz al locutor, que antes era la de un famoso actor que escondió parte de su patrimonio en un paraíso fiscal por miedo al terrorismo), pero ese miedo lo hemos visto alrededor de los contenedores de basura de los supermercados, y casi todos hemos escuchado los relatos de terror de nuestros mayores en ciudades tras la guerra, en las que en algún momento no hubo nada de comer salvo peladuras de patata y fruta podrida. Esos mayores que se entristecen cuando los jóvenes se niegan a comer la fuente de cuatro filetes con medio kilo de patatas fritas.
La propaganda, perdón, los medios de comunicación, se encargan de revisitar cada determinado tiempo la amenaza nuclear, a la que el público había perdido un poco el miedo en favor de otros desastres como el efecto 2000 o el aumento inexplicable del importe de la factura de la luz. Unos días son las disparatadas maniobras del Gobierno norcoreano y otros, las ocurrencias del presidente ruso, auténtica estrella del mundo ficticio en el que nos movemos. Estos personajes y sus cosas han vuelto a poner de moda la guerra fría a nivel internacional, esperando el desenlace de las elecciones en Estados Unidos. Quién sabe si para diciembre estemos preparándonos para La guerra de las galaxias, pero la de verdad, la que diseñó Reagan y puede terminar Mr. Trump. Qué especiales informativos vamos a ver… También se ha metido mucho miedo a cuenta de las nefastas estrategias separatistas que están acabando con la idea de esa Europa sólida y unida que tenían un par de países para sus propios intereses. Conclusión, que de la bomba atómica a la invasión de las hordas comunistas en nuestra joven pero sólida democracia solo había una gigantesca campaña de marketing.
Ya vivimos aquello de «¡Que vienen los socialistas!». Aparte de la broma de Ozores, fue una realidad histérica espoleada por lo que venía de fuera, como en los años cincuenta, de nuevo un grupo de películas con mensaje anticommie, como Amanecer rojo (1984, John Milius), el Rocky vs Drago (Rocky IV, 1986, S. Stallone), o, mi preferida, Invasión USA (1985), en la que Chuck Norris se enfrentaba él solito a unos terroristas rusos y cubanos que pretendían hacerse con la tierra de la libertad. Aquí no llegamos a Me casé con un comunista ni a La invasión de los ladrones de cuerpos, pero tuvimos Los autonómicos (J. M. Gutiérrez Santos, 1982) y Las autonosuyas (Rafael Gil, 1983). Don Fernando Vizcaíno Casas fue uno de los escritores más vendidos, con libros que apelaban a la memoria gloriosa del pasado franquista mezclada con un poquito de humor displicente sobre el presente democrático (No se os puede dejar solos, etc.), que son, salvando todas las diferencias en el estilo, un poco como las memorias de don José María Aznar y su época de brillante estadista al más alto nivel. Lo que no esperábamos era otra colosal alarma mediática a cuenta de un partido político llámese comunista, populista, transversal o socialdemócrata, que no sé en qué estadio de la evolución se encuentra ahora. La popular formación morada ha causado una oleada de pánico entre la población como no se recuerda desde los tiempos de Los rojos no llevaban sombrero. Yo creía que todo era un viral de la prensa socialdemócrata, incluido el propio partido, pero no, «el fantasma que recorría Europa» en el s. XIX sigue atemorizando profundamente a la opinión pública desde los periódicos y los púlpitos. La televisión sigue siendo la mejor medida de las alarmas. Si una de las concursantes de Supervivientes expresa su disgusto por la figura del líder de UP, y ella, como su abuela, no los quieren en el poder porque «nos van a quitar las casas a la gente», no es para hacer bromas sobre los realities ni sobre el materialismo histórico. Que la opinión pública no tenga, hablando en general, una idea muy clara de lo que es el comunismo, y mucho menos sobre qué es lo que vende la popular formación, tampoco importa. Lo que nos importa y nos preocupa a los ciudadanos y ciudadanas es que la gente se santigüe cuando aparece alguno de sus representantes en el telediario. Por eso los expertos y todos los demócratas de bien expresan su impaciencia por el consenso en un Gobierno sólido y la unidad frente a tamaña sinrazón. La sinrazón, la que sea.
Todavía no ha terminado el verano, pero además del frente del populismo y los comentarios catastróficos de expertos, grandes comunicadores y políticos cuando sucede una desgracia, se nos ha venido encima la superalarma del videojuego de Nintendo, este que te permite descubrir y capturar a los populares muñecos Pokémon en cualquier sitio, con los resultados que todos ustedes se están imaginando: estampidas humanas, tumultos, caídas graciosas y otros efectos no deseados de la geolocalización cuando te pones a jugar con los bichos en tu móvil… Puede que el colapso final de la civilización no venga por un hongo nuclear o el mosquito Zika, sino por la invasión de unos muñecos virtuales, que tal y como van las cosas, es lo más acorde con el devenir histérico de la historia humana. Y con el verano.
Este artículo…. ¡¡ Exprópiese !!
Ahora vamos y le decimos a los padres y madres de algunas víctimas de Niza o París que no sean alarmistas.
En cuanto a Podemos, ellos mismos son los que se han fusionado con el Partido Comunista, que son los que controlan IU desde Anguita. Y son los que constantemente nos alarman de que Franco está presente con el PP, y que hay que cambiarlo todo, hasta el nombre de las calles, y si hace falta para ello insultar o amenazar a gente en una manifestación pacífica, se hace.
Sobre la crítica a la tecnología, aquello que ha hecho subir la esperanza de vida en decenas de años en tan sólo un par de siglos, mejor ni comento.
Es que hay que cambiar el nombre de las calles, de algunas calles, no por miedo, no por pánico, no por alarmismo, por respeto y por decencia. Y si, los herederos del franquismo están ahí, gracias a juramentos y ataduras, riéndose de la mayoría de nosotros en nuestra puta cara.
A ver si lo he entendido bien (perdón de antemano porque, aunque nací ya con la democracia, no me tocó estudiar Educación para la Ciudadanía):
Cosas de la izquierda: respeto, decencia…
Cosas de la derecha: alarmismo, herederos de Franco…
¿voy bien?
Cosas de España, nada de derecha o de izquierda. Si me toca ir a la plaza con el nombre de aquel que mandó asesinar a algún que otro familiar mío, qué menos que le cambien el nombre a esa plaza una vez llegada la democracia, ojo que no es cosa de España, sino de sentido común y decencia. Pero ese razonamiento parece valer poco a algunos.
Sobre el articulo, una segunda leída no vendría mal a alguno antes de hacer el ridículo, aunque sea un ridículo anónimo (la crítica a la tecnología no significa que haya sido el mal, por favor que polarización mas mediocre).
Este artículo habla del miedo y de como se articula en las sociedades modernas para crear histeria y visceralidad, que son contrarios al ideal de democracia racional donde si algo no funciona los ciudadanos lo pueden cambiar a voluntad, donde se explora e investiga para intentar mejorar la sociedad.
Pero que sabré yo, si aquí los programas electorales ni se leen ni se cumplen, si se vota a un partido como se es del Real Madrid o del Barcelona (para toda la vida, oiga) y si los debates políticos se parecen más al Chiringuito de jugones y auqellos que deben esclarecer el panorama en su búsqueda de la verdad sólo ofertan el placebo que los lectores les exigen (los míos son los buenos, los suyos los malos) y que a ellos mismos les hace maximizar los beneficios, en fin, «GÜELCOME TO DE MEDIOCRACIA» cuyo motor es el miedo.
Salud!
Señores, que Largo Caballero, el mayor revolucionario del siglo xx en España, tenga una calle o plaza en Madrid (creo), y no se diga nada…
Si hay sopa, que haya para todos (yo abogo por esto, si me preguntan).
Digo yo Carlitos, lo del sentido del humor y la ironía en el artículo como que no lo has captado no?
Tanta mala baba no es buena y tal…