A finales de abril coincidieron el Festival de Málaga y el Festival de Cinema D’Autor de Barcelona, y varias películas españolas pudieron verse en las pantallas de ambos. Entre ellas, tres joyas que acapararon casi todos los grandes premios de Málaga y gran parte de los aplausos del D’A. Fui a hablar con los directores de La próxima piel, Callback y El perdido para que me explicaran cómo están hechas sus películas, y salí con una cierta idea (quizá más precisa, seguro más profunda) de qué es el cine y dónde está.
Este artículo está sembrado de SPOILERS cual campo de minas. Si no lo han hecho ya, corran a ver las películas, y luego vuelvan a leer esto con el mismo entusiasmo con el que empezaron.
La próxima piel (2016), Isa Campo e Isaki Lacuesta
Quinientos veintiocho planos. Una cámara que no deja de flotar entre los personajes, empeñada en escrutar sus sentimientos. Una colaboración artística (la de Isaki Lacuesta e Isa Campo) que culmina su «desarrollo natural» con la primera película codirigida entre los dos. La próxima piel es ese punto culminante, y quizá por eso su película más compleja hasta la fecha. «No sé, lo que está claro es que vamos aprendiendo, aunque sigo pensando que aún estamos haciendo nuestras primeras pelis», afirma Isaki, defendiéndose de las etiquetas.
La próxima piel está vagamente inspirada en la historia de Frédéric Bourdin, un joven francés que durante años usurpó la identidad de varios menores desaparecidos. Sin embargo, la historia real solo les sirve como punto de partida para una película sobre la identidad y la necesidad de amor. Gabriel es un adolescente que regresa a su pueblo del pirineo aragonés, donde todos lo daban por muerto, tras ocho años desaparecido. A medida que va incorporándose a la vida familiar, crece el misterio sobre su desaparición y comienzan a surgir dudas sobre su verdadera identidad.
Esta historia de thriller da lugar a una película en perfecto equilibrio entre un guion milimétrico y tensado propio del género y una puesta en escena realista que, como afirman los directores, pretende que la película «respire». Esa forma de filmar (con una cámara al hombro que se desliza por la acción cambiando continuamente la focalización y el punto de vista) constituye uno de los grandes logros de la película, porque no solo aporta realismo, sino que también ayuda a potenciar las sutilezas interpretativas que nos obligan continuamente a repensar lo que estamos viendo. «Creo que hace unos años no hubiéramos sabido manejar estos cambios de punto de vista y de focalización, así que es una de las cosas con las que estamos más contentos».
La película se abre con varios planos detalle del hielo deshaciéndose lentamente, que además de situar la película parecen tener un sentido metafórico. «Hay algo que es muy intrínsecamente cinematográfico y que no tiene la literatura (que suele ser mejor que el cine), y es que el cine es muy bueno para filmar un cuerpo, o un rostro… que son opacos, pero conseguir traslucir lo que hay debajo. El cine es capaz de filmar pensamientos y sentimientos a través de los rastros que dejan en sus presencias físicas, y creo que nuestra película es un poco eso: intentar resquebrajar unos cuerpos y filmar el agua que está circulando por debajo. Entonces este plano del hielo significaría eso: las gotas del deshielo serían una metáfora de los pensamientos y sentimientos que hay por debajo del hielo, que es esta máscara impenetrable».
La mezcla sonora es uno de los elementos más trabajados de la película, algo de lo que ambos se sienten muy orgullosos. Un buen ejemplo es el silencio casi absoluto con el que empieza la escena en que Gabriel y Joan van en moto a la montaña. «Es un momento que nos parecía conflictivo, y durante mucho tiempo lo mantuvimos con música, pero en la mezcla decidimos que tenía más sentido así, porque con música parecía un plano de transición, no estaba cargado. En cambio el silencio le aporta un peso distinto, y ese vacío funciona muy bien en una sala de cine, porque no queda vacío. Además, este momento funciona como un posible flashback, como si fuera el padre llevando a su hijo a la montaña a cazar».
La acción de la película se sitúa en un pequeño pueblo del Pirineo que, junto con la montaña que lo envuelve, tiene un papel protagonista en la película. Como elemento narrativo (porque es en esa montaña donde Gabriel desapareció y donde murió su padre), pero también atmosférico (el perturbador aislamiento del pueblo) y metafórico (la montaña en la que Ana perdió a su marido y a su hijo funciona como símbolo de su dolor). Por eso no es casual que cuando Ana recibe la llamada en la que le comunican que han encontrado a su hijo, Isa e Isaki opten por filmar la escena desde fuera de la oficina, a través de un cristal en el que se refleja la imponente montaña. Dicho reflejo crea un efecto visual doble, porque al dificultar nuestra visión del rostro de Ana nos obliga a agudizar la vista y a mirarlo con mayor atención, y por tanto potencia la intensidad emocional de la escena. «Este plano sería la personificación del plano detalle del hielo que abre la película: el cine como medio para traslucir lo que ocurre (pensamientos, sentimientos) por debajo de los cuerpos, de las máscaras. Y en este caso en concreto, lo que se sobreimpresiona al rostro de Ana es el paisaje de la misma montaña en la que perdió a su marido y a su hijo. Esa capa de la que tendrá que deshacerse a medida que avanza la película».
El cine de Isa e Isaki siempre se ha caracterizado por una gran confianza en la inteligencia del espectador, y esa confianza resulta decisiva tanto en el guion como en la puesta en escena de La próxima piel. «Preferimos una mirada retrospectiva porque como espectador te activa, te hace estar más pendiente… somos muy pudorosos con no mostrar demasiado». Esto tiene mucho que ver con el equilibrio entre el thriller y el realismo, porque hay ciertos subrayados dramáticos que una película realista no puede permitirse. «Hay una escena que sirve muy bien como ejemplo de esto. Cuando Álex se queda solo en casa por primera vez porque su madre se va a trabajar, hay un plano general en el que ella le da las llaves antes de marcharse. Y allí rodamos un plano detalle de Ana dándole las llaves a Gabriel, porque me parecía que en plano general el espectador podría no percibir la importancia de que la madre le esté dando las llaves a este chico que aún no tiene la certeza de que sea su hijo. Pensé que era importante el plano detalle para que el espectador notara el peso de lo que estaba ocurriendo, pero luego Isa y el montador me hicieron ver que era un subrayado innecesario que llevaba la peli más hacia el thriller y nos alejaba del tono realista que buscábamos. En una película de Nolan o Fincher, o incluso de Alberto Rodríguez, esos planos colarían perfectamente, porque su registro es otro. Pero en la nuestra nos dábamos cuenta de que no».
Lo que sí mantuvieron del thriller es la convención de un final sorprendente e inevitable, tal y como marcan las reglas de guion y como no dejó de repetirles Fran Araújo, el coguionista, durante todo el proceso. «Para nosotros era importante que solo hubiera un final posible. La clave está en las cicatrices: cuando se abrazan al final vemos que Ana tiene las mismas que Gabriel, porque se las hizo el mismo hombre. Gabriel lleva toda la película creyendo que no es él y jugando a ser un impostor, pero en realidad se estaba impostando a sí mismo sin saberlo. Es una (doble) tragedia griega: Gabriel es Edipo, se ha cargado a su padre y tiene un trauma que ha querido olvidar. Una película de imposturas sin impostor».
Los ecos visuales y sonoros son fundamentales en La próxima piel. La estructura de la película está construida sobre varias situaciones que se van repitiendo «al menos tres veces, lo que nos permite desarrollarlas como planteamiento-nudo-desenlace, que en nuestra tradición occidental es la mínima unidad estructural que percibimos como relato. Y la forma de filmarlas va cambiando a la par que las relaciones entre los personajes». Una de las ideas más brillantes de la película tiene que ver con uno de estos ecos, y se relaciona además con el juego de focalizaciones que destacábamos al principio. Así lo cuenta Isaki:
Cuando Gabriel llega a casa por primera vez, hay un plano frontal en el que vemos su mirada y su reacción cuando los demás no le ven (y por lo tanto no tiene que mentir). Entonces giramos sobre él con la cámara en mano y pasamos a ver la casa desde su punto de vista, y de algún modo lo que estamos haciendo es invitar al espectador a pensar esta secuencia desde sus ojos. Pasamos a su cogote, y le seguimos hasta la habitación. Pues bien, este es un plano que se repite exactamente igual cuarenta y cinco minutos después, cuando Enric baja las escaleras y se encuentra a Gabriel junto a la nevera. Y luego más adelante hay una síntesis de los dos momentos, que es cuando Michel [el monitor] está sospechando por primera vez de Gabriel y lo que hace la cámara es reproducir el mismo movimiento (con el mismo encuadre y la misma óptica) de cuando Gabriel entra en la casa, pero ahora focalizado en Michel. Como Michel está intentando averiguar qué pensaba Gabriel cuando entró en la casa por primera vez, la puesta en escena pretende que el espectador pueda, a través de la cabeza de Michel, meterse en la cabeza de Gabriel. Pero cuando la cámara gira cambiamos de punto de vista, porque ahora lo que estamos viendo es lo que ha visto Enric: a Gabriel en la nevera. Es decir, Michel pasa de mirar la casa desde el punto de vista de Gabriel a reproducir la mirada de Enric, porque está empezando a contagiarse de sus sospechas, así que ve a Gabriel como lo ve Enric: sospechoso de no ser quien dice ser. O sea que la paja mental nuestra, que sabemos que es muy difícil que eso lo vea nadie, es que en esta escena empezamos mirando la casa como Gabriel y terminamos viendo lo que ve Enric, todo a través del punto de vista de Michel. Podríamos titular esta secuencia «neurona espejo».
La relación entre Ana y Gabriel también se estructura en torno a situaciones que van repitiéndose y cuya planificación va evolucionando. El mejor ejemplo son las tres cenas que comparten, que marcan perfectamente cómo va cambiando su relación, no solo por que en la primera cena apenas se crucen dos frases y en la última decidan marcharse juntos, sino sobre todo por la forma muy diferente de filmar las tres escenas. La primera vez que cenan juntos es también el primer momento en que Ana y Gabriel se quedan a solas, y está filmada en un único plano muy desequilibrado por la multiescala y la divergencia compositiva: Ana en el extremo derecho del encuadre, de espaldas, y Gabriel en el lado opuesto, en ángulo lateral y completamente desenfocado. Todas estas características violentan la composición y transmiten el abismo que aún separa a estos dos personajes. «Claro: aquí la puesta en escena tenía que plasmar la distancia que hay entre ellos. Se quedan a solas, pero no comparten plano focal. No comparten espacio, y el espectador no puede estar con ambos al mismo tiempo».
Cuando llegamos a la segunda cena, la relación entre Ana y Gabriel ya ha cambiado mucho, y ahora ríen y prueban el extraño invento culinario de Gabriel. Y, sin embargo, toda la escena está marcada por la mirada controladora que lanza Gabriel al final, que nos obliga a reinterpretar la escena retrospectivamente y darnos cuenta de que tal vez esas risas eran actuadas, de que Gabriel está fingiendo para establecer un vínculo con Ana. Es uno de aquellos detalles de dirección de actores sutiles pero asombrosos que pueblan toda la película y que nos obligan continuamente a agudizar la mirada.
La cena en el restaurante, en la que deciden marcharse juntos del pueblo, está filmada de una forma «más transparente y clásica», que tal vez contrasta con el resto de la película. Lo que más sorprende es el paso del plano/contraplano a un plano general bastante abierto, porque ocurre justo cuando Ana dice una de las frases más emotivas de la película: «Llevo ocho años pensando que si hubiese tenido valor para irnos de casa no te habría perdido». Aquí da la sensación de que el espectador querría ver bien su rostro, pero la distancia del plano general nos lo impide.
Cuando íbamos a rodar esa frase, nos acordamos de una cosa que contaba Kurosawa: cuando al final de una escena tocaba rodar el plano climático de la lágrima, el equipo técnico empezaba a acercar el trípode para buscar el primer plano. Y él siempre tenía que insistirles para que lo hicieran al revés, que lo alejaran un poco. En nuestro caso, nos dimos cuenta de que, si acercábamos la cámara, Álex [Monner] y Emma [Suárez] tienen tanta capacidad de «traspasar cámara» y seducir al espectador que podíamos perder perspectiva. Es decir: el espectador podía creerlos demasiado, y olvidar que en ese punto están autoengañándose. Necesitábamos verlos a ambos a la vez, pero también recuperar esa perspectiva para el espectador, invitarle en todo caso a buscar las emociones de los personajes dentro del plano general. (…) En esta escena, Ana y Gabriel se preparan para entrar en la burbuja del baile, donde no solo comparten espacio, sino que se aíslan de todo el mundo exterior para inventar su mundo propio.
Esa escena del baile (donde volverá a ser muy importante la mezcla sonora) quizá sea un buen ejemplo para entender la idea de Isaki, presente en toda la película, de que «el cine es un medio muy bueno para meternos en las cabezas de otras personas».
Callback (2016), Carles Torras
Cuatrocientos treinta y siete planos ligados por una estructura de repeticiones constantes. Un siniestro Nueva York que atrapa a sus personajes en torno a un sueño americano que nunca se cumple. Y una coherencia formal que nos confirma en cada plano que su director sabe perfectamente lo que está haciendo. Eso es Callback, la película que se alzó con la Biznaga de Oro en el pasado Festival de Málaga.
Callback cuenta la historia de Larry, un inmigrante ilegal que trabaja haciendo mudanzas pero que sueña con convertirse en un actor de éxito, por lo que dedica su tiempo libre a acudir a castings de anuncios para los que nunca le llaman. Esta frustrante rutina empezará a tambalearse cuando aparezca Alexandra, una chica a la que Larry le alquila una habitación en su casa, y empezaremos a descubrir que Larry no es solamente un tío un poco raro, sino un personaje realmente perturbado. Pero antes de eso, la película se centra desde el inicio en presentarnos poco a poco las distintas facetas de la vida de Larry, y lo hace repitiendo varias situaciones que van evolucionando: castings, mudanzas, trayectos en metro… Dentro de esa estructura repetitiva (que tan bien expresa la monotonía de la vida de Larry), destacan las repeticiones de planos.
Me gusta mucho componer los encuadres y a partir de ahí ir intentando siempre repetirlos. Quizá por una cuestión de minimalismo, de ir a lo esencial, y de utilizar un lenguaje que sea coherente a lo largo de toda la película. ¿Por qué a veces un director cambia el ángulo de la cámara sin ninguna razón? (…) Me gusta que se den estos paralelismos entre unos encuadres y otros. Y también me sirve para atrapar a los personajes en una realidad. Porque en este caso Nueva York o la realidad que envuelve a Larry actúa también como una especie de antagonista en la película, presionando a los personajes, y creo que ese tipo de lenguaje repetitivo refuerza esa idea de atrapar a Larry en la realidad un poco terrible en la que vive.
Una de las repeticiones que más me gusta, porque tiene un enorme sentido expresivo, es esta: el primero es el plano de Alexandra llegando a casa de Larry con su maleta y el segundo es Larry abandonando la casa y llevando el cadáver de Alexandra en la maleta. «Esto estaba totalmente pensado para crear un eco entre los dos momentos, su llegada a la casa y su partida. Está bien que sea en un plano casi idéntico, pero es que al final, cuando eres coherente con el lenguaje que estás utilizando, muchas veces estas cosas aparecen de forma natural. Como has sido coherente todo el rato, ya hay cosas que caen por su propio peso, como aquí esta repetición de encuadres».
Siguiendo con la estructura de la película (una película tan construida como esta siempre se entiende mejor desde su estructura), parece claro que hay dos momentos que la dividen y que funcionarían como signos de puntuación: las transiciones en las que suena el Concierto para piano n.º 1 de Tchaikovsky.
Exacto, estas transiciones cumplen esa función de marcar la estructura, pero también vienen en momentos muy concretos. No te voy a engañar, algunas de estas cosas aparecen en el montaje de la película, y este es un buen ejemplo. Estás montando e intentas que la película tenga una unidad, que fluya… A veces lo comparo con hacer una escultura: tienes que ir limando las partes que no han quedado bien pulidas, y tienes que ir puliendo para dejar algo que sea, digamos, homogéneo. Y por eso metimos estas dos escenas, porque al principio era una película sin música más allá de la canción «Il Mondo», que tiene un papel narrativo importante. (…) Entonces, Larry escucha esta pieza de Tchaikovsky por primera vez cuando está en casa de la pareja homosexual haciendo una mudanza. Y Larry es un tipo que quiere aparentar ser un americano corriente y que intenta mimetizarse con la sociedad americana. Es la historia de alguien que intenta desesperadamente encajar en una sociedad porque de alguna forma se siente fascinado y le han vendido esa idea del sueño americano, de que uno allí puede conseguir lo que quiera, y él intenta, de esta forma tan torpe, integrarse dentro de esa sociedad, reproduciendo lo que piensa que hacen los demás. Y para hacerlo intenta aprender de lo que ve a su alrededor. Por eso cuando ve que están escuchando esa música y piensa que es una música de personas cultas… él quiere también escucharla. No se explica si se ha comprado el disco o simplemente es algo que le resuena en su cabeza, pero yo lo veo más como eso: como entrar en la mente de alguien a quien se le ha pegado una música y no se la puede quitar. Entonces subjetivizamos mucho el punto de vista en planos que seguramente son subjetivos (de Larry mirando la ciudad desde el metro, y pensando tal vez en sus delirios de grandeza…) y esa música enfatiza esa idea de Larry de que va a conseguir el éxito, le refuerza en su delirio. Además, la primera de esas transiciones viene justo después de que el pastor diga que «nadie puede ponerle un techo al sueño americano».
Como dice Carles, la estructura repetitiva de la película sirve para reforzar la idea de que estos personajes están atrapados en la ciudad de Nueva York y en sus vidas cotidianas. Pero esa idea está muy trabajada también por medio de otros recursos cinematográficos, especialmente los reencuadres. En las escenas que ocurren en casa de Larry, la mayoría de encuadres son planos generales en los que los reencuadres (creados por las paredes o por los marcos de las puertas) tienen un gran protagonismo, porque presionan las composiciones y expresan esa idea de que los personajes se hallan encerrados.
La idea de atrapar a los personajes está en la base de estos reencuadres, pero también hay otra razón por la que abundan los planos generales, que es que para qué vas a hacer dos planos si con uno ya tienes suficiente. O sea, siempre tiene que haber una razón para cortar. Es un poco lo que te decía de ir a lo esencial, economizar recursos y ser coherente con un lenguaje. Y es verdad que se podrían hacer planos generales sin reencuadre, pero quería usarlos porque creo que el reencuadre es un elemento del lenguaje cinematográfico que tiene mucha fuerza: te permite trabajar el fuera de campo, te sirve para atrapar a tu personaje en una realidad, te ayuda a componer el encuadre de forma casi pictórica, balanceado, y a la vez te permite separar diferentes profundidades de campo y, en este sentido, distanciarte del personaje.
Hablando de distanciamiento, me interesa el equilibrio delicadísimo que consigue la película entre una gran empatía por su perturbado personaje y, a la vez, un cierto distanciamiento sarcástico en algunos momentos. «Siempre pensamos que el mayor reto de esta película era conseguir que el espectador fuera capaz de empatizar con un personaje así. Y yo sé que no todo el mundo empatiza con él, pero es que no es una película para todo el mundo. Pero sí, nos gusta mucho este equilibrio entre empatizar con él y a la vez distanciarnos cómicamente. Realmente el choque entre las aspiraciones de este personaje y la realidad terrible que le envuelve produce mucha comicidad. Y en realidad hemos quitado escenas que eran más cómicas, pero pensábamos que se rompía el tono y caíamos en la caricatura. Nos hemos querido creer de verdad al personaje, porque solo así conseguimos ese equilibrio y esa empatía».
En estas escenas de Larry y Alexandra en casa abundan los planos generales reencuadrados, sí, pero Carles también entra en la escena para usar el plano/contraplano cuando la situación lo requiere. «Claro, porque esta no es una película de planos secuencia. Es una película que aunque tiene un componente bastante alto de cine de autor, entre comillas, también funciona a nivel de género. Parece que puede gustar a diferentes tipos de público. Entonces, no voy a hacer la película con todos los diálogos en plano secuencia… También porque manda un poco el actor: en qué tomas está mejor. No me parece lógico casarme con el plano secuencia como concepto intelectual y cinematográfico y cargarme la posibilidad de una escena mejor aprovechando los otros planos en los que, por ejemplo, los actores estaban mejor. (…) Todas estas cuestiones de planificación también tienen mucho que ver con la idea de aprovechar lo que tienes, pensando siempre cuáles son los mejores encuadres que puedes hacer en cada localización. Analizas el espacio, dónde puedes poner la cámara, cómo va a ser la coreografía de los actores… y al final compones en tu cabeza el mejor plano posible. Y una vez encuentro esos mejores planos posibles para una localización, me caso con ellos, y por eso cuando vuelvo a ese espacio repito exactamente los mismos planos. Me gusta esta forma de trabajar, y no creo que corra el riesgo de caer en la monotonía, porque ser coherente no tiene porque significar ser monótono».
Volviendo otra vez a la estructura, hay una idea de guion que, en mi opinión, expresa muy bien la verdad del protagonista de Callback. Puede pensarse que la estructura ordenada de casi toda la película nos habla de cómo la (falsa) identidad de Larry se construye a partir de su ordenada rutina cotidiana. Por eso cuando esa identidad que ha construido se desmorona tras el asesinato de Alexandra, la estructura de la película se desmontará también: dejaremos de asistir a una nueva repetición de las situaciones típicas de la vida de Larry y le veremos, en cambio, hacer cosas que nunca ha hecho en lo que llevamos de película (como subir a un barco, ir a un bar, llamar a su madre, etc.). «Esa era la idea. Yo siempre decía que a partir del asesinato, que ocurre justo a media película, empieza otra película. Porque tú estás viendo una película en la que, a través de esas situaciones repetidas, vas descubriendo a un personaje y sus diferentes aristas. Hasta que llega ese punto en que descubres la última cara del personaje, y es entonces cuando se desmorona todo ese universo que él se había creado, y la película entra más en el caos. Y parece que él lo intenta ordenar (va a arreglarlo con su jefe, va a la iglesia a hablar con el pastor, buscando respuestas…) pero está claro que no lo consigue».
Y como no consigue ordenar su universo ni recuperar su identidad, Larry opta por la violencia y comete su segundo asesinato, que Carles vuelve a filmar de forma muy austera y seca. Me interesa ese tratamiento de la violencia, así como la idea de elidir la violación dejándola fuera de campo.
«Lo de la violación es una decisión de montaje, porque la escena está grabada. Creo que en ese momento es mejor distanciarnos del personaje, y durante el montaje se nos ocurrió que podíamos cortar a ese plano del metro, que es un elemento que tiene una gran importancia en la película. No me gusta recrearme en la violencia ni en lo desagradable, ni provocar al espectador de forma gratuita. Porque de alguna forma eso me parece demasiado fácil, como la vía más rápida para impactar al espectador. En el caso de la violación, además, creo que como director necesitaba compadecerme de ella, no recrearme en cómo se están follando a su cadáver, y eso se hace con el punto de vista, distanciándote de la escena». Otra decisión coherente que demuestra que a veces una buena película no necesita mucho más que un buen guion llevado a la pantalla con ideas coherentes y manteniéndose fiel a un lenguaje propio.
El perdido (2016), Christophe Farnarier
Doscientos setenta y un planos. Un perdido del que no sabemos casi nada pero que, para su creador, Christophe Farnarier, «podría convertirse en un nuevo superhéroe catalán» —y no, no hablamos de geopolítica—. Un tiempo indeterminado que discurre ante nuestros ojos como pura duración, llena de significados. Tres grandes premios en la sección ZonaZine del Festival de Málaga, donde Christophe afirma sentirse «un poco como un ovni, porque mi búsqueda es otra». Noventa y siete minutos de metraje, y ni una sola palabra. A veces no hacen falta.
Si las estructuras de Callback y La próxima piel se basaban hasta cierto punto en las repeticiones y variaciones, El perdido se estructura en cambio de forma alegórica, como los grandes mitos. Tras el intento de suicidio inicial, los seis capítulos siguientes (separados por largos fundidos a negro) representan cada uno una etapa de la civilización. «Primero el nomadismo; luego el hombre prehistórico; la caza y la recolección; el misticismo; la construcción y la vida en cabañas; y finalmente el sedentarismo, la agricultura y el erotismo. (…) La idea general sería poner en marcha las ideas de Thoreau en Walden, que con muy pocas cosas puedes ser muy feliz».
La propuesta de Christophe es arriesgada por muchos motivos, pero quizá uno de los más llamativos sea su decisión de no dar ninguna información sobre el personaje ni sobre su futuro. «La información narrativa es reductora y a menudo molesta a la película. Me parece mucho más liberador no saber ni cómo se llama. Cuando ves una película en una sala de cine te proyectas en la película y en sus personajes. Sientes sus sentimientos, los comparas con los tuyos… Entonces, si supieras quién es, de dónde es, por qué se quería matar… todo eso reduciría tus opciones de imaginación. Yo te dejo entrar, te dejo ser él, y trato de construir así un personaje universal».
Hay películas que no se entienden sin conocer un poco el proceso de su creación. El perdido empezó, como la mayoría de películas, siendo un manojo de folios. El guion adaptaba una historia real ocurrida en Andalucía y le añadía una gran influencia de Walden. Con ese guion como mera guía, Christophe rodó su película en treinta y cinco días de rodaje repartidos a lo largo de un año, moviendo a su equipo «inferior a diez personas» por todo el territorio catalán. En esos treinta y cinco días filmó cerca de sesenta horas de material, en el que afirma que no había ni una toma mala, ni un plano gratuito. Sencillamente sale tanto metraje porque todo se hace de verdad: la cabaña, por ejemplo, la construyó Adri Miserachs (el actor protagonista) con sus propias manos, clavo a clavo y ante la atenta cámara de Christophe, que no se perdió ni un solo golpe de martillo. Finalmente, Christophe se llevó esas sesenta horas a la sala de montaje y las convirtió en una película de hora y media.
«Este proceso tiene que ver con algo que decía Godard sobre las fases artísticas de una película. Al principio de todo hay una idea sobre la que trabajas, por medio de la imaginación y la escritura. Después con una cámara (un objeto tecnológico), vas a crear material: y aquí intento disfrutar con la cámara, tomando el guion solo como un poso de ideas. Y la última fase es el montaje, que es cuando vuelves a tu idea del arranque, coges el material que tienes, y buscas la película. Aunque suene muy raro, creo que en el fondo la película preexiste. Antes de que yo haga la película, ya existe en algún lugar con su forma definitiva. Está por ahí, y yo la busco hasta encontrarla. El montaje consiste en encontrar el camino que te lleva hasta la película que querías. Y cuando la encuentras, la reconoces: es como cuando sale tu hijo del vientre de su madre, lo miras y lo reconoces. Pues el montaje de una película es lo mismo: es reencontrarte con tu película».
Christophe es también fotógrafo y siempre filma él mismo sus películas. Así que tiene aún más sentido, si cabe, preguntarle por planos concretos. El primer plano de la película es quizá el que mejor representa la moral ecologista de la película: en un gran plano general de una montaña, una moto diminuta sube lentamente por una carretera de curvas, y el molesto ruido de su motor desvirtúa la belleza pictórica del encuadre, como si nos hablara del desproporcionado impacto que tiene el hombre en el grandioso planeta que habita. «Esa es una de las ideas del plano, pero además tiene algo femenino en la manera de filmar esta montaña y sus curvas, me recuerda al cuadro de Courbet, L’Origine du monde. Pero lo más importante es que esta montaña está también en mis anteriores películas, y por eso El perdido tenía que empezar allí, porque mi obra es un todo en el que las películas se relacionan unas con otras».
Otra idea genial de composición, y también de montaje en este caso, resulta de comparar el plano del suicidio frustrado con uno de los planos inmediatamente posteriores, cuando el protagonista ya parece liberado. El plano del suicidio está compuesto con un gran peso (la copa del árbol) violentando el encuadre en la parte superior y presionando al personaje en este momento de desesperación. En cambio, esa zona del plano queda completamente vacía cuando el perdido se ha liberado y ha decidido vivir, porque la presión se ha desvanecido. «Esa era la idea. Además hay una relación de escala interesante, porque en el primer plano él aparece más pequeño, y luego es enorme con relación a las nubes y la montaña, como si esta se convirtiera en su terreno de juego».
Inmediatamente, nuestro protagonista comienza su aventura en la montaña. Pero como no se dirige hacia ningún lugar concreto, Christophe le filma caminando hacia una dirección diferente en cada plano, expresando así lo que le ocurre al personaje: está completamente perdido. «Claro, esta era la idea. Esto tiene que ver con el formalismo de Bresson. Se puede pensar: si a Bresson lo llevamos a este paisaje y le damos a este hombre, ¿qué nos va a hacer? ¿Se va a poner a filmar unos paisajes preciosos de las montañas? ¿O se va a centrar sobre lo que realmente está pasando, que es que este hombre está en un momento en que ha perdido la consciencia y que, por tanto, va aquí y allá sin ningún sentido…?».
Tras cazar un jabalí, el perdido lo cocina al fuego y disfruta de su merecida cena, rodeado de oscuridad (por cierto, Christophe trabaja solo con luz natural, y todas sus escenas nocturnas son descomunales, como si el cine volviese a descubrir lo que es un plano de noche). «Desde el principio tenía claro que este plano iba a ser así, muy amplio y con una gran oscuridad rodeando al personaje. Me hace pensar un poco en la caverna de Platón, que es una idea que está en toda la película. Igual que el fuego, que es uno de esos elementos [como los planos del cielo] que vuelven constantemente».
El capítulo dedicado al misticismo y la búsqueda de respuestas contiene dos de las escenas más emotivas de la película: la escena de la ermita y el encuentro con los caballos salvajes. Me interesan los sentidos ocultos de cada una de esas escenas. «Mi trabajo es muy abierto y me gusta que las interpretaciones las haga cada uno, no quiero imponer una lectura. Pero, aun así, intentaré contestarte. La escena de la ermita viene de una realidad: que Cataluña está repleta de pequeñas ermitas, algunas de ellas espectaculares, y que en la cultura popular de esta tierra hay un anticlericalismo muy marcado. Así que él entra en un sitio que está considerado como sagrado, pero en mi opinión lo sagrado es en realidad él, o la naturaleza, no el lugar. Y por eso se emborracha. (…) Realmente el actor estuvo tres horas filmando el atardecer bebiendo hasta estar borracho, y cuando rodamos en la ermita ya estaba fuera de control, e hizo una especie de danza que no es una danza macabra pero es como una cosa medieval y herética que va en contra de todo el orden religioso, que a mí realmente se me hace muy violento (no una religión en concreto, sino todas). Y luego llora cuando junta las dos velas, que juntas hacen una sola llama… yo lo veo como una representación de la falta del amor. El amor yo personalmente lo vivo así: con mi mujer somos dos luces que se han encontrado y desde entonces hacemos una sola luz».
Tras un corte abrupto que nos lleva de la oscuridad de la iglesia a la luz resplandeciente de un paisaje fluvial, viene la escena de los caballos salvajes. «Estos cortes son recurrentes y buscan descolocar un poco al espectador. Para mí la escena de los caballos representa una cierta libertad, un momento de comunión absoluta con la naturaleza. Además están filmados con mucho cielo, porque en el fondo es como si no fueran terrestres, parecen venidos del cielo».
Uno de los primeros elementos civilizados que aparecen en la película es el sofá de la casa abandonada a la que llega el perdido, en el que se sienta con un gesto de felicidad muy entrañable. «En toda la película hay un gran trabajo sobre el gesto, que es algo que me interesa mucho y que aquí era fundamental porque no hay palabras. En esta escena me gusta el detalle de limpiar el sofá antes de sentarse, que es un gesto civilizado. Y luego se sienta a relajarse y claro, otro tendría la tele y se pondría el fútbol. Pero en este momento él en vez de buscar esa distracción externa, empieza a sacar lo interno: se pone a dibujar, lo cual luego derivará en la lectura y la escritura. (…) Me gusta mucho un plano al final de él sentado en la mesa escribiendo frente a sus fotos de los filósofos. Estas fotos conllevan la idea del aprendizaje, de intelectualizarse, porque él está intentando ser una persona sabia, que no hace daño a su entorno… como Thoreau en su cabaña. Y como está escribiendo no está solo, sino que está acompañado de estos hombres que vienen de la antigüedad. Me gusta pensar que ha llegado hasta aquí, sabiendo cómo estaba al principio».
En una película llena de imágenes asombrosas, puede pasársenos por alto el genial trabajo que hace Christophe con el sonido. Quizá la idea sonora más curiosa es que solo hay una escena con música. En cine hay una forma poderosísima de impactar o emocionar al espectador, que consiste en guardarse muy bien los recursos para usarlos solo en momentos concretos, aumentando enormemente su intensidad, y eso es lo que hace Christophe con la música, en una idea que me recuerda a la maravillosa Jauja, de Lisandro Alonso. «Me gusta muchísimo Lisandro y de hecho le conozco personalmente, pero no me había fijado en esto que comentas de Jauja. (…) Pero es verdad, menos es más. Mi concepción de la música es la contraria de un soundtrack hollywoodiense: no nos hace falta a nivel narrativo, ni de ambientación… pero cuando llega, realmente vale la pena escucharla porque dice algo en ese momento muy concreto. Es un momento en el que él decide escapar otra vez, dejando atrás todo lo que ha construido. Vuelve a perderlo todo, pero esta vez se lo toma de manera muy distinta, está muy feliz. Es un momento de desprendimiento y de reafirmación. Esa felicidad culminará en el último plano en el que está tumbado a la bartola, y que está inspirado en un disco de Supertramp».
La escena del encuentro sexual también está llena de ideas, empezando por ese plano en el que vemos a los personajes por el reflejo de sus cuerpos en el agua del río. Pero me resulta extraño que Christophe no se limite a ese plano, sino que necesite filmar también la realidad de esos cuerpos: «Porque teniendo los tres planos creamos más confusión, queda menos claro si es un sueño, un recuerdo… o una realidad. El plano del agua es muy mágico, recuerda al Kamasutra, pero también me gusta el otro, que es uno muy real y concreto… porque el erotismo es una cosa muy física, no solo mental. (…) Quería filmar el erotismo de forma distinta, alejándome del lenguaje estándar que se usa siempre. Y por eso aquí no hay truco; me encanta esa idea de realidad».
Para finalizar, le pregunto por los nombres de artistas que aparecen en los agradecimientos. «Son los que me han acompañado durante estos cinco años que he dedicado a hacer la película y me han dado algo para hacerla. Pasolini, por ejemplo, me acompaña siempre, estoy en comunicación permanente con él. A veces le llamo y le digo «Pier, ¿este plano lo meto o no lo meto? ¿Tú qué harías?» (…) Y cada vez que voy a empezar a rodar miro L’Aventura, que para mí es la obra maestra absoluta, y me digo: «Vale, si Antonioni ha conseguido esto, vamos a intentarlo. Vamos a salir ahí y a ver si con una cámara y un micro realmente hacemos cine»».