Es jueves, 27 de septiembre de 1962, y la portada en blanco y negro del diario ABC anuncia la «Catástrofe en Barcelona», las lluvias salvajes que la víspera han provocado el desbordamiento de ríos y arroyos y la muerte de más de cuatrocientas personas en la provincia. En la misma edición, página 65, el rotativo publica la crónica de un combate de boxeo. «Curiosidades y detalles de la fulminante victoria de Liston», titula. El periódico cuenta cómo el público acogió con silencio la llegada del contendiente, Sonny Liston, «el hombre malo del boxeo», al ring. Y cómo su victoria, la del «hombre abominable», se celebró en la prisión de Misuri como el triunfo de uno de los suyos, de un excolega de galerías que había pasado allí casi tres años por robo a mano armada. La noticia explica que el ganador, Liston el terrible, se llevará casi quince mil dólares por cada segundo de combate que ha disputado. Y también que entre el público esa noche estaban las leyendas Rocky Marciano y Joe Louis. Lo que no dice el periódico es que, mientras sus lectores se enteran de lo que ha sucedido el día antes en Cataluña y la noche del martes en Chicago en aquella velada, Floyd Patterson, el otro púgil, el del batín azul y oro, el vencido campeón del mundo de los pesos pesados, está aterrizando en el aeropuerto de Barajas en Madrid.
Patterson ha nacido veinsisiete años antes en Waco, Carolina del Norte. El tercero de los once hijos de Thomas y Annabelle, una familia sin recursos que pronto se mudó a Brooklyn, donde pronto también Floyd, el niño, calle, calle y pobreza, se convierte en un ratero. A los diez años, sin saber leer ni escribir, es enviado al correccional de Wiltwyck. Dos años después, de nuevo en la calle, calle, descubre el boxeo. «Si no hubiera sido por eso», contaría al final de su vida, «probablemente hubiera acabado en la cárcel o muerto». En 1952 gana el oro olímpico en Helsinki. Patterson, el hombre incipiente, está a punto de convertirse en profesional. Floyd, el niño de la calle, calle, ha encontrado lo que nunca hubiera imaginado que tendría: futuro.
Es noche cerrada ya. Madrugada del 26 de septiembre de 1962. Patterson se ha puesto la barba y el bigote postizos que le han fabricado a medida, una gorra y gafas de sol. Conduce Clem, su ayudante. Él viaja en el asiento trasero. Les quedan por delante treinta horas de viaje. La distancia entre Chicago y Nueva York. Entre la nada y casa. Patterson logra finalmente quedarse dormido y Clem decide hacer una pausa para comer algo en un restaurante de carretera. Una patrulla de policía llega al aparcamiento y ve al hombre estirado en el asiento. Golpea la ventanilla.
—Disculpe, señor, ¿puede bajar del coche?
Dentro despierta Patterson, levanta el pulgar asintiendo y desbloquea la puerta para salir. Al mismo tiempo Clem abandona también el local.
—Buenas noches, señor. Hemos pensado que su vehículo parecía sospechoso, su amigo estaba durmiendo en la parte trasera —le dicen.
Clem está irritado.
—¿Saben quién es?
—No, no lo sabemos…
—Es Floyd Patterson.
—¿Es usted Floyd Patterson?
Patterson se quita la gorra y las gafas y las coloca sobre el techo del coche. Después se retira la barba y el bigote falsos.
—Maldita sea… —dice el policía.
—Buenas noches, agente. ¿Podemos mi socio o yo ayudarles de alguna manera?
—Hemos escuchado la noticia en la radio. Es una vergüenza. ¿Vas a volver a luchar contra él, Floyd?
—Eso espero.
—¿No has terminado demasiado reventado esta noche, verdad?
—No, no pasa nada, estoy bien.
—¿Te importa si nos hacemos una foto contigo? Tenemos una cámara en el maletero.
—Claro.
De nuevo en la carretera Clem conduce hasta Nueva York. Pero Patterson no regresa a su casa, donde le esperan Sandra, su esposa, y sus tres hijos. En su lugar va al aeropuerto. Ha vuelto a ponerse su barba y su bigote. Viste de nuevo su gorra y sus gafas de sol. Ahora finge además una cojera. Está solo. Mira el letrero que anuncia los próximos destinos y compra un billete para el vuelo que está a punto de despegar hacia Madrid.
Patterson ha mentido al policía. No, no está bien. Y sí, sí pasa algo. En Chicago, en Comiskey Park, casi diecinueve mil espectadores abarrotan el estadio. Más de seiscientos periodistas aguardan impacientes con sus lápices afilados y sus libretas. Las entradas a pie de ring cuestan más de cien dólares. Es el combate esperado. En juego está el título de campeón del mundo de los pesados. Floyd Patterson, el campeón, calzón negro, treinta y ocho victorias en cuarenta peleas, veintinueve por KO, contra Charles «Sonny» Liston, el aspirante, calzón blanco, treinta y tres victorias en treinta y cuatro combates, veintitrés por KO.
Patterson conoce su estrategia. Liston es una roca. Un bicho feo y compacto con brazos como vigas. Debe esquivar sus jabs y trabajarle el cuerpo. Cuando suena la campana así lo intenta. Se dobla por debajo de la cintura de Liston y sus golpes le peinan el tupé. Pero a mitad de asalto recibe un uppercut y varios punchs. Patterson está perdido. Pocos segundos después, contra las cuerdas, Liston le asesta un gancho y lo manda al suelo. Han pasado solo dos minutos y seis segundos. Ha pasado una vida. Ha perdido el título. En el primer asalto. Mientras los rezagados aún se sentaban en sus asientos. En el vestuario busca entre su equipaje su barba y su bigote postizos. Se pone su gorra y sus gafas. Cuando abandona el estadio nadie lo reconoce. Floyd Patterson no existe.
Aaron Watson. Con unos dólares extras uno podía apuntarse en un hotel con un nombre distinto al que figura en el pasaporte. Patterson es el señor Watson. Así se lo contó el boxeador al escritor Gay Talese. Hoy resulta casi imposible reconstruir los días del boxeador en Madrid. Ni su familia sabe tampoco qué hizo ni dónde estuvo. En la España gris de comienzos de los sesenta, en la España que entierra a los muertos de Barcelona, Patterson, el excampeón, pasa cuatro días alojado como Aaron Watson en un hotel. Vaga por las calles. Camuflado tras su barba y su bigote, escondido bajo su gorra y sus gafas, perfeccionando la cojera que le mueve lento por la ciudad mientras los madrileños lo miran desconfiados y lo esquivan. Come y cena en el hotel. Salvo un día que decide hacerlo en un restaurante barato. Pide sopa. Odia la sopa. Pero una sopa es lo que un viejo de verdad habría pedido. Patterson se imagina que es otra persona. Que ya no es Floyd Patterson, el boxeador noqueado, el hombre humillado, sino Watson, el desconocido quejumbroso. Le gusta ser otro. Quiere ser otro. Cualquiera menos él.
Patterson, el campeón, el defensor, ponía en juego su título contra Liston. En caso de derrota, tenía derecho a un combate de revancha. Así figuraba en el contrato. Diez meses después de la noche de Chicago, el 22 de julio de 1963, ambos vuelven al ring en Las Vegas. Patterson, como lo anuncia el locutor, es el primer boxeador que intentará conquistar el campeonato por tercera vez. A los dos minutos y diez segundos del primer asalto, cae al suelo. Ya ha caído en dos ocasiones los segundos previos. Las dos primeras se ha levantado. El árbitro le ha mirado a los ojos y le ha dejado seguir. En esta ocasión el árbitro ha contado ya hasta diez. Liston sigue siendo el campeón del mundo. Lo será hasta que Muhammad Ali, Cassius Clay todavía, le tumbe siete meses después. Floyd Patterson ha durado cuatro segundos más sobre el ring que en su primer combate.
En el primer round no sabes bien qué pasa. Estás ahí fuera con toda esa gente a tu alrededor, con esas cámaras, con el mundo entero mirando dentro del ring, y todo ese movimiento, esa excitación, y el país esperando que ganes, incluido el presidente… ¿Y sabes lo que eso provoca? Te ciega. Simplemente, te ciega. Y entonces suena la campana y tú vas hacia Sonny Liston y él viene hacia ti y ni siquiera te das cuenta de que hay un árbitro en el ring.
Se lo contaba Patterson, el boxeador, a Talese, el escritor, semanas después, en su retiro de Nueva York, en el club social abandonado en el que se recluía para entrenar. Donde se lamía las heridas, lejos de su familia, lejos del mundo, cerca de sí mismo, lo más cerca que uno puede estar de uno mismo, que es estando solo.
Después no puedes recordar demasiado el resto, porque no quieres hacerlo. Todo de lo que te acuerdas es que de pronto te estás levantando y el árbitro te está preguntando: «¿Estás bien?». Y tú le respondes: «Por supuesto que estoy bien». Y él te pregunta: «¿Cómo te llamas?». Y tú respondes: «Patterson». Y entonces, de repente, con todos esos chillidos alrededor tuyo, estás debajo de nuevo y sabes que te tienes que levantar pero estás demasiado mareado y el árbitro te empuja y tu entrenador está ahí contigo con una toalla y la gente está levantada y tus ojos son incapaces de enfocar nada.
No es una mala sensación ser noqueado. De hecho es buena. No duele. Es solo un mareo profundo. Flotas en una nube placentera. Cuando Liston me noqueó en Nevada sentí durante cuatro o cinco segundos que todo el mundo del estadio estaba en el ring conmigo, que nos rodeaban a mí y a mi familia, y sientes la calidez de esa gente. Sientes amor por todos. Y quieres llegar a ellos y besarlos, a hombres y mujeres. Alguien me dijo que después de esa pelea lancé un beso desde el ring. No lo recuerdo, pero no me sorprende haberlo hecho.
Se lo contaba Floyd, el hombre de la mirada caída, el hombre triste, el hombre herido, a Talese.
Pero entonces esa sensación buena te abandona. Te percatas de dónde estás y de qué estás haciendo y de lo que te acaba de suceder. Y lo siguiente que sientes es dolor; confusión y dolor. No un dolor físico. Es dolor combinado con rabia. Es un dolor por lo que la gente piensa de ti. Es un dolor que te avergüenza de ti mismo.
Cuando Floyd Patterson falleció, el 11 de mayo de 2006, por un cáncer de próstata, todas las crónicas le recordaban como un «caballero». No hubo otro boxeador como él. Nadie que buscara en el dolor y que quisiera explicarlo. Nadie que se atreviera a exhibir en público sus fantasmas, su debilidad. Nadie que hubiera evitado siempre la confrontación más allá del ring. Que creyese en el boxeo como un duelo entre hombres, de igual a igual. Como la búsqueda de uno mismo entre hermanos. Pero le tocó vivir una época extraña.
En 1956 disputó su primera pelea por el título frente a Archie Moore. En la presentación del combate, Moore, de quien Ali aprendería aquella estrategia de desestabilizar también con el verbo, con la palabra, le acribilla. Le menosprecia. Dice a Patterson que le noqueará. Él calla. Cree en la dignidad y en el respeto. No responde. Agotado del ataque de Moore, nervioso, deja la sala del hotel en Chicago donde se encuentra. Sale a la calle y respira hondo. Busca un teléfono y llama a Sandra, su mujer, que lo calma. Ella es su báculo. Su espejo. Su mejor psicóloga. Está embarazada de su primera hija. El bebé nacerá al mismo tiempo que la pelea. Regresa de nuevo a la sala, más calmado, y termina de responder a los periodistas. Moore tendrá muchos años de experiencia, les dice, pero él ha aprendido rápido. Porque Moore es ya un perro viejo de cuarenta años, que lleva dos décadas como profesional, que ha engordado para subir de categoría a los pesados y que ha peleado y perdido contra el gran campeón de los blancos, Rocky Marciano, que se ha retirado ese abril invicto, dejando el trono de los pesos pesados vacante. Moore y Patterson son los dos aspirantes. Pero es Patterson, con veintiún años, en cinco asaltos, quien se convierte entonces en el campeón más joven de la historia. Floyd, el niño de la calle, calle, el del correccional, descubría entonces que el futuro que no tenía y que encontró en el boxeo se había convertido en presente.
Su historia, sin embargo, solo se entiende si se amplía el plano de la fotografía. Si se mira quién está su lado. Si se descubre en la escena a su entrenador y mánager, Cus D’Amato. Un personaje célebre de aquella época dorada del boxeo en blanco y negro. Y célebre por haber lanzado también años después a Mike Tyson. Pero un tipo obsesivo, excéntrico, paranoico. Antes de la pelea con Moore, D’Amato ha instalado su cuartel general en un hipódromo cerrado. Patterson corre por la pista de los caballos y su entrenador duerme tirado en un colchón al otro lado de la puerta de su dormitorio. Teme que alguien quiera envenenar a su púgil. Quien lo intente tendrá primero que sobrepasarlo a él.
Los años siguientes al título Patterson apenas tiene rivales. D’Amato rechaza peleas y peleas. Se queja del nivel de los rivales. O del reparto de las ganancias. O de que la mafia quiere dominar el boxeo. Todo son excusas. Pero un boxeador solo es un boxeador si boxea. Y un campeón solo es un campeón si lo demuestra. Y a Patterson y a D’Amato les dicen entonces que lo suyo es una farsa, que tienen miedo, que qué clase de campeón del mundo de los pesos pesados es Patterson. El boxeo echa de menos a Rocky Marciano. Los blancos añoran a su mito. A los negros no les gusta su campeón. Quieren también un héroe y Patterson no lo es. En 1959 D’Amato acepta que el sueco Ingemar Johansson le dispute el título y Patterson lo pierde. Cae en el tercer asalto. Ahí descubre la humillación y el dolor. Ahí ve que el presente puede ser pasado. Y ahí empieza a aprender, como contaba, que un hombre solo se encuentra a sí mismo, solo aprende, en la derrota, que la victoria es un terreno yermo del que no brota nada. Patterson se encierra en su club social a un centenar de kilómetros de Manhattan. Rumia y entrena. Piensa y entrena. Se lamenta y entrena. Meses después vuelve a enfrentarse a Johansson, lo tumba con un gancho de izquierdas demoledor y recupera su título mundial.
Nunca dejó de intentarlo. Después de Liston, y el dolor y la vergüenza, llegó Muhammad Ali, el héroe con el que soñaban los negros. Ali llamaba a Patterson el «conejo». Le decía que estaba asustado como un conejo y para molestarlo se presentó un día en los aledaños de su refugio en Nueva York con un manojo de lechugas y zanahorias. Patterson llamaba a Ali «Cassius Clay». Se negaba a utilizar el nombre que este había adoptado. En noviembre de 1965 Ali aceptó defender su título ante el excampeón. Patterson intentaba de nuevo ser el primer hombre que conquistaba el título tres veces. Pero perdió por KO técnico en el duodécimo asalto de un combate a quince en el que sufrió y sufrió castigado por la velocidad y la fuerza de Ali. Aún volvería a intentarlo una vez más, frente a Jimmy Ellis, cuando Ali se había negado ya a combatir en Vietnam y le habían quitado su título de campeón. Cuando el trono, como sucedió con Marciano, se quedó vacío. Pero volvió a perder. En 1972, por fin, se retiró. Fue tras su última pelea, de nuevo con Muhammad Ali, aunque sin nada en juego. Esta vez cayó en el séptimo asalto. «Yo era solo un boxeador; Ali era historia», confesaría años después, antes de que llegaran el crepúsculo del alzhéimer, del olvido y del cáncer.
Patterson fue un paréntesis. Una sombra. El rey asustado de una época incierta. El boxeador que rellenó ese vacío, esa nada, ese tiempo entre Marciano y Ali, que hoy apenas se recuerda. Una nota a pie de página. Un actor secundario de las historias protagonistas de otros. Un hombre con gesto perpetuo de resignación. Un espectro, sí. Pero un espectro maravilloso. «Dicen que soy el boxeador al que noquearon más veces; también soy el que más veces se levantó».
Una década antes del retiro habían pasado Liston y los dos KO en el primer asalto. Había pasado Madrid. Habían pasado el bigote y la barba y las gafas y la gorra y la cojera. Habían pasado los brazos de su mujer, Sandra, de quien se divorciaría porque quería que se retirara y no lo hizo, que sobrevive hoy en las fotografías como ese rostro en el que Patterson se refugia buscando el consuelo en la derrota que no existe. Como ese cuerpo que acepta pero que rehúye como si no mereciera el calor, la comprensión; como si la vergüenza, como hacía, le apartara de los suyos. Como si no fuera capaz de mirar a sus hijos a la cara porque descubrirían la humillación, porque se percatarían de que su padre no era el héroe que imaginaban. Entonces, una década antes del retiro, se lo decía Patterson a Talese. Probablemente, las declaraciones más sinceras y valientes que ha hecho nunca un deportista. Probablemente, la mejor confesión de un perdedor.
Debe preguntarse qué lleva a un hombre a hacer cosas como la de España… Bueno, yo también me lo pregunto. Y la respuesta es que no lo sé. Pero creo que es algo que está dentro de mí mismo, dentro de todos los seres humanos, cierta debilidad. Una debilidad que se manifiesta aún más cuando estás solo. Y yo he pensado que en parte hago las cosas que hago porque… porque… soy un cobarde.
Enhorabuena, me ha encantado!
Muy bueno el articulo ,yo me aficioné al boxeo a principio de los años 60 cuando
vi a José Legrá en su debut en España derrotar a José Bisbal,padre del cantante
David Bisbal y nunca me perdí un combate de boxeo en la tele de este
cubano nacionalizado español llamado José Legrá que fue campeón
del mundo y campeón de Europa .
https://www.youtube.com/watch?v=e6GjwPxtLVs
https://www.youtube.com/watch?v=FPPug8vFIJU
https://www.youtube.com/watch?v=QG75b1VKnQw
https://www.youtube.com/watch?v=CnqrXBnwwu0
https://www.youtube.com/watch?v=BqnRcv1D27A
Gracias por los enlaces de los combates de José Legra ,con razón le llamaban de apodo : » El Muhammad Ali de bolsillo».
JESÚS MARTINEZ :
GRACIAS POR PONER LOS ENLACES DE JOSÉ LEGRÁ EL ERA UN BOXEADOR
DE MUCHA CALIDAD ERA EL MUHAMMAD ALI DE LOS PESOS PLUMAS,
LEGRÁ TENIA UN JUEGO DE PIERNAS DE ORO QUE CUANDO BOXEABA
NO NECESITABA CUBRIRSE .
José Legra era mi boxeador favorito el era el Muhammad Ali de los
pesos plumas.
MUY MUY BUENO EL ARTICULO DE BOXEO PERO MUY MUY BUENO
El artículo es bueno ,yo me aficiona al boxeo viendo por televisión los
combates de Cassius Clay, Pepe Legrá, Pedro Carrasco,Nino Benvenutti,
Miguel Velazquez,Joe Frazier,Mantequilla Nápoles ,Roberto Durán,
Carlos Monzón,Perico Fernández,Kid Pambelè,George Foreman,
Pepe Durán,Alexis Arguello ,Sugar Ray Leonard,Wilfredo Benítez,
Thomas Hearns y Marvin Hagler ahora con la nefasta corrección
política el boxeo en España está perseguido y solo hablan de boxeo
en las paginas de sucesos è ignoran la labor social que hace el boxeo.
El artificio es muy bueno y los enlaces de José Legrá muy buenos ,
con razón le llamaban el «Muhammad ALI de bolsillo» además de
el Puma de Barbacoa.
Pingback: Floyd Patterson: el boxeador tumbado, el hombre que quería levantarse
Recuerdo que años después el hijastro de Floyd Patterson que se llamaba
Tracy Patterson fue campeón del mundo de peso superallo tras ganarle al
mexicano Daniel Zaragoza que era un peso supergallo, que pegaba como
un peso pesado ,por eso le decían el Mike Tyson de los supergallos,eso fue
en Francía, un país que no se deja llevar por la corrección política contra
el boxeo que hay en España pues nuestropaís donde si no te gusta algo lo quieres
prohibir y mandar a la carcel quien no te gusta…..
El boxeo y las mujeres mis pasiones.
Buenísimo el artículo, es un casi cuento, con información periodística muy ilustrada. Contándonos la historia de «el caballero». Un luchador no sólo en el cuadrilátero, sino también en la vida, que enfrentaba de frente al miedo, metiéndole uppercut, esquivándolo… Fue un hombre, un outsider, que luchó no sólo contra lo que había afuera, sino también con sus propios fantasmas.
Fue una grata lectura.
Gracias por el artículo