(Viene de la segunda parte)
Benjamin Siegel llegó a Los Ángeles siguiendo el consejo de Meyer Lansky, que pretendía alejarlo de Nueva York, donde había enfurecido a varias bandas criminales tras una campaña de asesinatos y venganzas. En California, además, podría cumplir un importante servicio a la mafia neoyorquina, que no tenía demasiadas conexiones en la región. La consideraban casi una zona virgen. Esto, como es lógico, no era visto con buenos ojos por la mafia local. La «familia de Los Ángeles», encabezada por Jack Dragna, se sintió amenazada por la llegada de Siegel. Para empeorar las cosas nunca hubo sintonía personal entre ambos. Pero Dragna era consciente de la muy superior fuerza del conglomerado de las Cinco Familias neoyorquinas, sus aliados en otras ciudades y sus asociados judíos. Se resignó a colaborar, convirtiéndose, aunque a regañadientes, en un aliado más. Luciano tenía el respaldo financiero y el «músculo» para iniciar una expansión, usando a Siegel como embajador. Le dio a Bugsy medio millón de dólares (unos nueve millones de euros al cambio actual) para que construyera una red de apuestas en la costa oeste. Ese medio millón procedía del fondo sindicado de la mafia, el dinero que los grandes jefes depositaban en una caja común para realizar inversiones que beneficiasen a todos. Era la misión más delicada de su carrera. Tenía que demostrar que estaba a la altura de semejante responsabilidad. Si el asunto salía bien, habría demostrado a todos que era capaz de gestionar negocios a gran escala.
Estrella entre las estrellas
Bugsy era una magnífica metáfora de Hollywood. Un hombre hecho a sí mismo, que se deshizo de su acento de Brooklyn, vestía bien y se relacionaba con actrices de cine. Desarrolló una personalidad alegre y con buenas maneras bajo la que se ocultaba un auténtico asesino. (Warren Beatty)
El telégrafo era una herramienta indispensable para poder establecer una red de locales de apuestas hípicas. Había casi treinta hipódromos importantes en el país, pero no existía la televisión, y el telégrafo era la única manera de seguir los resultados. La mafia, siendo constructora y propietaria de su propio servicio de comunicaciones, podía abrir locales ofreciendo apuestas a nivel nacional sin depender de nadie. Además podía trucar la red, haciendo que determinados resultados de carreras llegasen a las casas de apuestas no en tiempo real sino con el retraso suficiente como para apostar con ventaja. Era un tipo de estafa que quizá les resuene en la memoria; en ella se inspiró la famosa película El golpe, protagonizada por Paul Newman y Robert Redford. En cualquier caso, con trampas o sin ellas, la red de apuestas establecida por Siegel tuvo un gran éxito y la inversión inicial recuperada por creces; a principios de los años cuarenta las apuestas movían varios millones de dólares al día. Este dato es importante para entender por qué en el futuro la mafia iba a recibir con los brazos abiertos los grandes planes de Bugsy para Las Vegas. El telégrafo, las apuestas y garantizar la colaboración del boss local Dragna pese a la pobre relación personal que existía entre ambos no fueron los únicos éxitos de gestión de Siegel en el oeste. Organizó timbas de juego ilegal más allá de la frontera con México, situada a unos doscientos kilómetros de Los Ángeles, e incluso en aguas internacionales. También tejió una lucrativa red de prostíbulos y empezó a importar droga procedente del sur. Además introdujo los tentáculos de la mafia en Hollywood.
Cuando se mudó a Los Ángeles, Bugsy se reencontró con otro de sus amigos de la infancia, el actor George Raft, que se había convertido en una gran estrella gracias a sus elegantes interpretaciones de gánsteres en la gran pantalla. Encasillado en ese tipo de papel, el público le concedía gran credibilidad, pues se rumoreaba que Raft conocía el mundillo criminal muy de cerca. Y era cierto. Provenía de una humilde familia neoyorquina, inmigrantes de origen centroeuropeo —católicos alemanes— y durante un tiempo había ejercido como conductor y recadero para la mafia, hasta que decidió intentar llevar una vida honrada. Ejerció como electricista e incluso boxeador; finalmente, su habilidad para el baile le permitió hacer carrera en los speakeasy nocturnos y dar el salto a Broadway. Más tarde quiso probar suerte en el cine. Al principio aparecía en algunos títulos ejerciendo como bailarín, en ocasiones sin figurar en los créditos siquiera. El mismísimo Fred Astaire llegó a elogiar su estilo diciendo que era «el bailarín de charleston más rápido que he visto nunca». Pero en su carrera cinematográfica el baile iba a ser secundario. Se hizo famoso en 1932 gracias a la legendaria película Scarface, donde su carisma callejero le permitió destacar en el papel de un matón que jugueteaba constantemente con una moneda. Era un gesto que le había sugerido el director Howard Hawks y que, pese a su aparente carácter anecdótico, se transformó en toda una tendencia. Aquel jugueteo con la moneda se tornó tan célebre llegaría a ser imitado por gánsteres de la vida real. En las películas posteriores, Raft encarnaba siempre a delincuentes con aire sofisticado; él mismo terminaría confesando que casi siempre se inspiraba en Joe Adonis, el mismo mafioso que había formado parte de Murder Inc. junto a Bugsy Siegel y a quien Raft también había conocido durante sus años como malhechor de poca monta.
Raft no se involucró en las actividades criminales de Siegel. Se limitaba a ser actor, pero todavía respetaba los códigos de la calle y fue un valioso aliado personal, llegando a jugarse el prestigio cuando testificó en su favor en un juicio donde Bugsy afrontaba una acusación por apuestas ilegales. También le ayudó a acomodarse en Los Ángeles, introduciéndole en el mundillo cinematográfico. Cuando Siegel mostraba interés por conocer a alguna estrella, Raft solía acercarse al actor o actriz de turno para advertirles de que «cuando Benny quiere que seas su amigo, tienes que ser su amigo». Aunque, todo sea dicho, después Bugsy se los ganaba con su simpatía natural. Muchas de aquellas estrellas, al contrario que Raft, nunca habían visto a un verdadero gánster de cerca, así que Bugsy se convirtió en la nueva gran atracción de las fiestas del mundillo. Sus maneras suaves y su buena imagen encajaban bien en aquel entorno, pero lo que despertaba más morbo era su aureola de peligro. Él se divertía mucho con todo aquello. Aunque tenía mujer y dos niñas se comportaba como si estuviera soltero y empezó a mantener romances con varias actrices sin ningún disimulo. Se había casado en 1929 con Esta Krakower, a la que conocía desde niño y siempre había sido su novia oficial, pero el matrimonio se arruinó cuando Bugsy apareció junto a una actriz en la prensa rosa. Su mujer se separó de él y se llevó consigo a las niñas, a las que Siegel continuó viendo no obstante (el divorcio se produciría más tarde, en 1946, cuando él estaba ya viviendo en Las Vegas). Bugsy solía alternar con nombres como Clark Gable, Gary Cooper, Cary Grant o Jean Harlow. Con Harlow trabó una gran amistad y según parece llegó a enamorarse, pero sin conseguir seducirla nunca (ella estaba casada). Por lo demás, invitaba a sus famosas amistades a la lujosa mansión con piscina que había alquilado, donde podía gastar el equivalente de ochenta mil dólares actuales en una sola fiesta.
En Hollywood todos conocían el rumor de que había sangre en sus manos, aunque él siempre lo negaba. Hasta entonces nunca se le había procesado por asesinato, pero aun así el rumor sobre su carácter sanguinario hizo que alguna estrella se resistiera a su amistad. En especial James Stewart, que se negó a relacionarse con él y llegó a abroncar a algunos de sus más cercanos colegas, como Gable y Cooper, por dejarse ver junto a un criminal tan notorio. Según se cuenta, era el único actor que se atrevía a hablarle claro a la cara, aunque Stewart le confesaría a su segunda mujer que en el fondo Siegel le hacía sentirse «paralizado de miedo». En alguna ocasión Bugsy llegó a apuntarle con una pistola para intimidarle, pero como la reacción de Stewart había sido la de quedarse inmóvil mirándolo fijamente, el gánster le profesaba cierto respeto. Le gustaba ver que Stewart no se dejaba intimidar. Aun así, la actitud de Jimmy ponía nerviosos a varios de sus amigos. En una ocasión, incluso el sensato Henry Fonda le aconsejó que, por su propia seguridad, tratase a Bugsy con más diplomacia. Las cosas se pusieron más tensas cuando murió Jean Harlow, que en el pasado había sido novia de Stewart. Ambos, actor y mafioso, se encontraron en el funeral. Siegel se dejó ver muy afectado; que un hombre como él mostrase semejante clase de emociones en público era inusual y hasta James Stewart pareció ablandarse un tanto, acercándose a saludarle. Bugsy le dijo: «Sentía mucho cariño por ella». El actor respondió con algunas palabras de consuelo, para después aclarar que «esto no cambia la opinión que tengo sobre ti». Cuando la anécdota llegó a oídos de George Raft, este se presentó en casa de Stewart —según su viuda, «George estaba tan alterado que parecía al borde del infarto»— diciendo, casi a gritos, que estaba jugando con fuego y que nunca más se le ocurriese darle un desplante semejante a Siegel.
James Stewart, en realidad, podía estar tranquilo. Siegel era de temperamento explosivo, sí, pero no estaba en Hollywood para matar actores. Las grandes organizaciones criminales podían amenazar y extorsionar a algunas estrellas, pero tenían poco que ganar involucrándose en la muerte de civiles, y mucho menos en la muerte de civiles famosos. Sin embargo, Raft y sus compañeros de profesión tenían dudas al respecto. En la época había muchas habladurías sobre la actriz Thelma Todd, que en 1935, cuando tenía veintinueve años, fue encontrada muerta dentro de su coche, asfixiada por el monóxido de carbono que procedía del motor. Las investigaciones no consiguieron determinar que el caso fuese algo más que un suicidio o un accidente, y descartaron el homicidio aunque no faltaban sospechosos, desde un exmarido que la había sometido a maltratos hasta un director de cine casado con el que estaba manteniendo un romance por entonces, pasando por el mismísimo «Lucky» Luciano, con el que había mantenido una complicada relación con drogas de por medio. Algunas voces insistían en que Luciano era quien había ordenado que la mataran. Esto es poco probable, pero la posibilidad —aunque muy remota— de que la mafia hubiese matado en Hollywood podía ser tomada en serio por algunos.
James Cagney, por ejemplo, tuvo serios roces con la mafia justo cuando Siegel estaba en Los Ángeles. Él era, junto a George Raft, Paul Muni o Edward G. Robinson, uno de los grandes especialistas en interpretar gánsteres en el cine. Cosa curiosa, Cagney también había empezado en el mundo del espectáculo ejerciendo como bailarín, y su habilidad en el claqué era legendaria (quién puede olvidar el momento en que bajaba unas escaleras bailando). Sin embargo, al contrario que Raft, deploraba la presencia de verdaderos mafiosos en la industria. Siendo presidente del sindicato de actores pretendía eliminar la influencia del crimen organizado sobre Hollywood, lo cual le valió recibir amenazas de muerte por parte de un jefe mafioso de Chicago. La situación se tornó tan tensa que George Raft, preocupado, acudió a Siegel para que intercediera, cosa que hizo, aunque incluso sin su intervención cabe suponer que hubiese sido poco probable que Cagney fuera víctima de un atentado. Lo último que pretendían los jefes criminales de aquella época era saltar a las páginas de los periódicos por asesinar a una de las mayores estrellas del celuloide. En cualquier caso, pese a haber salido en defensa de Cagney, Bugsy no desaprovechó sus contactos en el cine para hacer negocios sucios; como hubiese dicho Tony Soprano, era su naturaleza. Consiguió hacerse con las riendas del sindicato de extras y empezó a chantajear a los jefes de los grandes estudios, los mismos que contrataban a los actores que ahora eran sus amigos. Si no le pagaban una determinada cantidad antes de empezar cada película, haría que los extras se marchasen del plató, boicoteando el rodaje, retrasando las agendas de trabajo y multiplicando los costes. A los productores no les quedaba más remedio que aceptar. Es más, ni siquiera las propias estrellas se libraban de la voracidad de Siegel, que con sus buenas maneras y su sonrisa de galán pidió numerosos préstamos a grandes iconos de la pantalla. Nunca los devolvía. Y claro, nadie se atrevió a reclamar.
El hecho de que Siegel se estuviese convirtiendo en una figura de relevancia en cierto tipo de prensa podía parecer un inconveniente a ojos de muchos de los jefes mafiosos para los que trabajaba. Atraía demasiadas miradas. Recordemos que por entonces todos tenían muy presente el alto precio que Al Capone había pagado por su celebridad. A las autoridades políticas les disgustaba que un gánster se hiciera demasiado famoso. Aun así, los próceres del Sindicato del Crimen no podían negar que el aterrizaje de Bugsy en California había sido un gran éxito. Su red de casas de apuestas era muy rentable, como la de prostíbulos y la de tráfico de estupefacientes. Obtenía bastante dinero de la industria del cine sin necesidad de invertir un solo dólar. Había hecho las cosas bien y su prestigio dentro del mundo del crimen estaba en alza; ya nadie lo veía como un matón irreflexivo que solamente era útil a la hora de pegar tiros. Quedaba patente que era inteligente y podía hacerse cargo de proyectos de envergadura.
El caso Harry Greenberg
El pistolero Harry Greenberg era otro de los viejos compañeros de andanzas adolescentes de Siegel, que después le fichó para formar parte de Murder Inc. Juntos cometieron varios golpes, hasta que Siegel dejó el escuadrón y se mudó al oeste. En 1939 Greenberg estaba tratando de evitar una condena carcelaria; decidido a abandonar la vida delictiva y convertirse en testigo protegido, huyó a California para convertirse en informante de la policía. Desde ese mismo momento, la mafia puso precio a su cabeza. El nuevo líder de Murder Inc., Louis «Lepke» Buchalter, debía haber sido el encargado de perseguirle y eliminarle, pero estaba demasiado ocupado eliminando testigos de una investigación que el implacable fiscal especial Thomas Dewey había iniciado contra la mafia, así que delegó el encargo en uno de sus más eficaces subalternos, Allie Tannenbaum. Apodado «Tick-Tock» por su costumbre de hablar sin parar, era la clase de individuo que podría haber interpretado su propio personaje en una película. De aspecto frío y rudo, ejecutaba toda clase de encargos, desde palizas y cobros por la fuerza hasta la organización de tumultos violentos para terminar con huelgas y, por descontado, los asesinatos. Rara vez fallaba. Sin embargo Meyer Lansky, haciendo gala de su característica meticulosidad, quería a alguien de mayor rango que supervisara a Tannenbaum. En California, el único hombre de alto rango y total confianza era Bugsy.
Siegel, fiel a sus antiguas costumbres, no pudo resistir la tentación de hacer algo más que supervisar. Cuando Tannenbaum afirmó haber encontrado a su objetivo, un animado Bugsy desempolvó su pistola y salió a las calles de Los Ángeles para dar caza a Greenberg. Siegel, Tannenbaum y otros dos hombres siguieron a Greenberg hasta una callejuela y en cuanto comprobaron que no parecía haber testigos lo mataron a tiros. ¿El problema? Que el asunto atrajo la atención de las autoridades locales, poco acostumbradas a este tipo de sucesos. En la costa este o en Chicago el crimen organizado acumulaba décadas de intensa actividad y las guerras entre mafiosos eran el pan de cada día, pero la ejecución de Greenberg era la primera de importancia que la mafia estadounidense cometía en el sur de California. La policía local reaccionó con alerta y premura. Aunque no tenían pruebas fehacientes, a los investigadores no les resultó difícil relacionar el crimen con la presencia de Siegel: si Greenberg había abandonado la mafia para convertirse en informante, su asesinato tenía que haber sido supervisado por el hombre de la mafia en California. El que además hubiese apretado el gatillo en persona era un regalo que los policías debieron de recibir como maná del cielo. Bugsy había cometido un error involucrándose en la acción. Por fin entendió que su estatus era demasiado elevado como para protagonizar ejecuciones y pretender que no le indagasen a él antes que a nadie.
Las autoridades comenzaron a urdir una acusación penal contra Bugsy, y demostraron una extraordinaria competencia. Tras echarle el guante a Allie Tannenmabum y otro de los hombres que había participado en el crimen, Whitey Krakower, consiguieron que accediesen a testificar en contra de Siegel para reducir sus propias condenas. Desde el punto de vista policial era el momento más delicado en la vida de Siegel, que había matado muchas veces, pero era la primera vez que iba a sentarse en el banquillo por ello. Fue detenido y encerrado en prisión preventiva. Pasó varios meses en la cárcel, aunque la prensa, para escándalo de muchos, reveló los sorprendentes detalles del trato privilegiado que se le daba allí (de manera parecida a Charlie Luciano, que por entonces llevaba varios años gobernando la mafia desde una celda tras haber sido juzgado por proxenetismo). A Siegel se le permitía meter comida del exterior e incluso mujeres en su celda. Compraba a los funcionarios y estos garantizaban su comodidad.
La fiscalía, al contrario que los funcionarios de prisiones, estaba siendo implacable, pero Siegel no reparó en gastos y contrató al «abogado de las superestrellas», Jerry Giesler, que acumulaba una descomunal reputación profesional gracias a sus sonadas victorias en casos donde habían estado implicadas personalidades de Hollywood. Entre sus mayores éxitos estuvieron la absolución de Errol Flynn, acusado de acostarse con dos chicas menores de edad; la del productor Walter Wagner, acusado de disparar a un hombre que intentaba seducir a su mujer (la actriz Joan Bennett); la de Charlie Chaplin, acusado de infligir la ley Mann (aquella extraña norma que prohibía atravesar la frontera entre dos estados en compañía de una mujer «con propósitos indecentes» y que además de llevar a Chaplin al banquillo, había servido para destruir la carrera del campeón mundial de boxeo Jack Johnson). Giesler era tan hábil que incluso había conseguido la absolución de un famoso médico que había estado violando a su propia hija desde los once a los catorce años, dejándola embarazada. En cualquier caso, por muy maquiavélico que fuese el talento de Giesler como defensor, la acusación se frotaba las manos. Los testimonios de otros implicados garantizaban la condena. Y entonces, poco antes de que empezase el juicio, sucedió algo que los fiscales deberían haber esperado. Uno de los dos testigos, Whitey Krakower, fue abatido a tiros en Brooklyn. Era la primera vez que un antiguo miembro del escuadrón de ejecutores de la mafia recibía su propia medicina, porque nunca antes un miembro de Murder Inc. había sido liquidado por sus propios colegas. Cuando Allie Tannenbaum conoció esta noticia se echó atrás; su testimonio sería desestimado durante el juicio a causa de su poca utilidad (Tannenbaum era listo, porque consiguió llegar a otros acuerdos con las autoridades y vivió como testigo protegido el resto de su vida, siendo uno de los pocos mafiosos importantes de su generación que murió de viejo). Ante esto, la acusación se encontró con que el caso se desmontaba. Muy a disgusto, la fiscalía y el juez tuvieron que permitir que Bugsy quedara libre. Ya no volvería a pisar la cárcel.
Virginia Hill
Bugsy era un reputado mujeriego y ni siquiera su matrimonio le había supuesto una cortapisa. Incluso antes de su separación pasaba poco tiempo en su casa, aunque le gustaba estar con sus hijas, que después le recordarían como un padre afectuoso y atento (una de ellas, ya adulta, le tenía idealizado de tal modo que se negaba a creer que su padre hubiese sido un asesino, pese a los numerosos testimonios que afirman lo contrario). En cualquier caso, si era un padre cariñoso, su papel como marido debió de ser bastante deficiente; desde luego no da la impresión de que fuese fiel en ninguna etapa de su matrimonio. En California, sin embargo, conoció al que, dicen, fue el gran amor de su vida: Virginia Hill. Después de su esposa, fue la única mujer con la que pareció dispuesto a sentar la cabeza, o por lo menos a mantener una relación más o menos convencional. Problemática, pero intensa.
Virginia Hill era una mujer inteligente, de fuerte personalidad, que siempre se había movido entre criminales y poseía un retorcido sentido de la pertenencia muy similar al de los propios mafiosos. Había nacido en el seno de una familia pobre de Alabama y siempre presumió de su origen sureño; parece ser que solía adornar su biografía según con quién estuviese hablando. Se rumoreaba que había ejercido la prostitución. Lo que era cierto es que había sido la típica aspirante a actriz de la época que trabajaba como camarera, cuando conoció a Joseph Epstein, un gánster de Chicago que tras convertirse en su pareja le facilitó la entrada en la estructura del Chicago Outfit, la antigua banda de Al Capone. Una vez asociada al crimen organizado, Hill no perdió ocasión para continuar cultivando contactos. Después de Epstein, con quien rompió de manera amistosa, mantuvo romances con mafiosos tan importantes como Joe Adonis y Frank Costello. Es de suponer que usó sus nuevas amistades para hacer negocios. Su cuenta bancaria llegó a ser muy abultada, aunque nadie tenía muy claro de dónde había sacado tanto dinero —ella lo explicaba con nuevas historias novelescas sobre su pasado en el sur, diciendo que había heredado de un rico terrateniente con el que había estado casada—, aunque parece que sí llegó a ser proxeneta de un nutrido grupo de acompañantes masculinos, lo que además le servía para incrementar sus beneficios con el chantaje. Sus víctimas, como resulta fácil adivinar, eran hombres de cierta relevancia social a quienes Hill amenazaba con divulgar secretos de su vida personal, en especial las prácticas homosexuales con sus prostitutos de lujo. En cualquier caso, Virginia Hill era hábil ocultando sus actividades de las miradas de los curiosos hasta el punto de que ni siquiera algunos de los más avispados criminales lograban descifrar el entramado de sus chanchullos. Y tenía la personalidad suficiente como para embarcar a Siegel en una problemática relación que tenía idas y venidas, en la que algunos sospechaban que el antaño indómito Bugsy estaba siendo manejado. Fuese verdad o no, Virginia Hill iba a desempeñar un importante papel en los futuros negocios de Siegel. Él iba a cometer sus propios errores, desde luego, pero ella, casi como una Lady Macbeth, haría lo posible para agravarlos todavía más.
(Finaliza en la última parte)
Pingback: Bugsy Siegel (III): Hollywood -
Enhorabuena por esta serie sobre Siegel. Me encanta!!
Muy bueno!