El periodista David Walsh se equivocó el día que conoció a Lance Armstrong. «¿Le ves futuro en el ciclismo?», le preguntó un colega de profesión. Walsh contestó con uno de esos noes vestidos de punto final.
También se equivocó el médico y preparador Michele Ferrari. «Has nacido para perder» le escupió a Armstrong en uno de sus primeros encuentros.
La medida exacta de ambas equivocaciones ya la conocen: ganó siete Tours de Francia y pedaleó desde la gloria deportiva hasta la celebridad, trascendiendo el deporte como icono de superación. Las recaudaciones de fondos, la lucha contra el cáncer, la consensuada hagiografía del tejano heptacampeón… Pero esto es 2016 y ahora también conocen la trampa: la confesión ante Oprah, la revelación del impostor, el imperio de amenazas y fraude levantados para sostener la mentira amarilla. El cambio de bando de la equivocación.
Walsh y Ferrari tenían razón. El segundo —la historia más conocida— hizo por contradecirse a sí mismo y refutar su premisa, construyendo un vencedor gracias a la química. Fue parte capital en la trama de dopaje, el genio de la EPO, las transfusiones y los millones en Suiza. Ferrari es uno de los vértices de la historia del Armstrong, considerado por USADA como el «inspirador oculto». Walsh es el otro. El tipo que no aplaudía en las ruedas de prensa, una presencia que es sencillo pasar por alto.
Pero sin ninguna de estas dos equivocaciones se explica nada de lo ocurrido durante los trece años en los que el maillot amarillo vistió el torso equivocado.
Esto lo supo el británico Stephen Frears bien pronto. Cuando recibió el proyecto para dirigir un filme sobre la caída en desgracia de Armstrong, al director de La reina o Alta Fidelidad la idea le provocó una infinita pereza. El cineasta no tenía el ciclismo como sujeto cinematográfico, y los Tours no le remitían a nada más que a cabezadas estivales. A ello se sumaba la pegajosa sensación de que todo estaba contado ya. Tras su largamente esperada confesión, el caso Armstrong derivó en una catarata lógica de documentales, literatura y reportajes que desentrañaban los detalles del programa de dopaje más profesionalizado y exitoso —de momento— de la historia del deporte. Un estruendo que acabó mutando en ruido blanco.
Frears cambió de opinión cuando llegó a sus manos Seven Deadly Sins: My Pursuit of Lance Armstrong, el libro de David Walsh. En él, el periodista relata la frenética lucha personal y profesional que duró la larga década en la que Armstrong era un prodigio médico invencible, y él, poco menos que un loco que pretendía empañar sus triunfos. El de Walsh era un nombre desconocido para los neófitos y distinguido solo a medias por el aficionado común. Frears entendió que había que hacer orbitar el relato en torno a estas dos grandes equivocaciones, y puso al frente del guion a John Hodge (Trainspotting) para rodar The Program.
La mentira y la tortura
«Mi resolución para este año nuevo es contarles la historia de un gran tramposo». Así terminaba la última columna que Walsh escribió para The Sunday Times en el año 2000. Aún quedaban doce años para que la estafa de Lance saliera a la luz de los focos. La profética sentencia del periodista resume en cierto modo el leit motiv de la película, con la que es fácil equivocarse también. Porque lo que se antoja como un (otro) biopic sobre Lance Armstrong o una exploración de la mística del embustero, se asemeja más al thriller que indaga en los aspectos más oscuros de la trama en general, sin escarbar en la biografía de Armstrong.
El líder de mirada líquida que interpreta Ben Foster no es un héroe ni un villano, sino un magnífico y narcisista impostor. La cinta arranca con el primer encuentro mantenido con David Walsh (a quien da vida Chris O’Dowd), cuando Armstrong no tenía ninguna posibilidad de rozar el podio del Tour. A partir de ahí reconstruye la historia de ese joven que, frustrado, conduce hasta una farmacia suiza para comprar por primera vez —legalmente y por litros— eritropoyetina. Y entonces empieza la mentira (de Armstrong).
The Program satisface la curiosidad a las preguntas más superficiales de todo el embrollo. ¿Cómo comienza el tejano a doparse? ¿Antes o después del cáncer? ¿Quién le facilita las sustancias? ¿Cómo es posible que ningún análisis detectase nada? ¿De qué manera se burlaban los controles? ¿Quiénes estaban al tanto del embuste? Pero ni esas, ni el provocativo método de Foster para emular a su personaje —el actor siguió la escuela de interpretación de Viggo Mortensen, y se inyectó EPO para sentir cómo modificaba eso la fortaleza de su pedaleo— son lo verdaderamente relevante. Tampoco el misterio de por qué el Alberto Contador de la película habla con un perfecto acento francés.
La pregunta que palpita durante todo el metraje es mucho más sencilla. ¿De verdad nadie sospechaba nada? ¿Imperó la ley del silencio?
Si le preguntan a David Walsh, responderá que no y que sí, respectivamente. Probablemente él no fue el primero en poner en cuestión de los logros de Armstrong, pero desde luego fue el primero en manifestarlos. Inicialmente, entre los colegas de profesión, a los que alertaba de cómo Lance frenaba en las curvas, escrutando las grabaciones de las carreras en las que nadie parecía ver lo mismo que él: «Así que es intocable porque tuvo un puto cáncer», restalla. Después, a sus propios jefes de The Sunday Times, a quienes presentó los primeros testimonios (los de Betsy Andreu, esposa del ciclista Frankie Andreu o con la masajista Emma O’Reilly) que refrendaban sus sospechas. Porque, con los análisis de sangre y orina contradiciéndole, lo de Walsh solo eran indicios, no pruebas. «Yo soy Lance Armstrong y él es un jodido don nadie» resume Foster en una de las escenas.
Aun así, el periódico permitió al periodista publicar el fruto de sus investigaciones. Y entonces empezó la tortura (de Walsh).
El ciclista demandó a The Sunday Times en 2004 por las informaciones del reportero, en la que se detallaba las visitas al médico Ferrari, ya por entonces relacionado con la administración de EPO. Sus informaciones se sustanciaban en testimonios, pero tanto daba. Walsh perdió y el periódico tuvo que pagar un millón de libras a Armstrong, entre costes del proceso e indemnización. Aquello no satisfizo al campeón. Necesitaba ver caer a quien había osado cuestionar su limpieza, emborronar su gesta.
Walsh se convirtió en una más de las víctimas de Armstrong, a las que acosaba, amedrentaba y amenazaba sin disimulo para que no revelasen la verdadera intrahistoria de jeringuillas y transfusiones. A los del pelotón les mantuvo a raya. También al resto de empleados y colaboradores. Sobornó a competidores. Y con Walsh hizo lo que pudo, que no fue poco. En la película se recrea esa soledad podrida a la que el periodista se vio abocado, después de que el equipo del norteamericano instara al resto de la prensa a marginarlo, so pena de quedar fuera de la cobertura de los Tours. Una de las escenas más impactantes del metraje quizá sea esa en la que Walsh se queda fuera de la comitiva, abandonado por sus propios compañeros en mitad de Francia. Castigado por hacer las preguntas —que ahora sabemos— adecuadas. «¿No te parece raro que nos den la sopa en un abrevadero?», les suplicaba, en vano.
Intentó rendirse, por supuesto. Asistió a decenas de ruedas de prensa de Armstrong, que celebraban los títulos o resoluciones favorables de la USADA, manteniendo el tipo mientras sentía la compasión de todos en la nuca. Los periodistas enrojecían sus manos, aplaudiendo al mito que lideraba la recaudación de fondos para la lucha contra el cáncer. Y Walsh aguantaba, con la mirada al frente y las manos sobre el teclado, quién sabe si masticando aquella frase de Lincoln sobre el engaño colectivo. O repitiéndose en que ninguna omertá ha sido imperecedera.
Pero, ¿qué fue lo más extraño de todo? ¿La perniciosa imagen de salas de periodistas convertidos en forofos? No. Que después de pagar un millón de libras, de escuchar cómo su trabajador era humillado, y de ver reducida su credibilidad, The Sunday Times no aceptó la dimisión de Walsh. Muy al contrario, le conminó a seguir haciendo preguntas durante una década más, con una fe ciega en su instinto.
Porque de eso, y no de otra cosa, versa The Program. No del ciclismo, no de impostores y tramposos. Ni de vencedores, de maillots o de héroes caídos en desgracia. No de deportistas aupados como héroes morales colectivos. La historia de Armstrong nos provee de muchísimas conclusiones válidas, pero todas confluyen en una: que la manera más fácil de sumarse al pelotón de los cobardes es decir «ya sabes cómo van las cosas» cuando alguien hace notar que algo no encaja.
Stephen Frears comprendió a la perfección que cine y ciclismo comparten algo más que una sílaba inicial. En ambas, se le pedía al espectador una suspensión de la incredulidad. Pensar que lo que estaba viendo era real, que las piernas de Armstrong podían moverse a esas velocidades sin ningún apoyo externo. Que sus gestas eran posibles a pesar de su complicadísimo historial médico. Que Pantani, Ullrich, Virenque o las redadas del Tour de Francia no habían tenido lugar. El aficionado tenía que confiar en que todo lo que contaban de la limpieza del deporte y de los análisis negativos era cierto.
A David Walsh le tocó el papel de recordarle al mundo que en el deporte no deben regir las leyes de la ficción, que todo lo visto en los tiempos gloriosos del estadounidense no era más que un artificio muy lejano a los valores de la competición. Que todo era mentira.
Cuando Lance Armstrong se sentó ante Oprah Winfrey, esta le preguntó explícitamente por Walsh. «¿Se disculpará con él?», le inquirió. El ciclista prometió hacerlo. Dijo que se lo debía y que le llamaría. Por su parte, The Sunday Times recuperó su dinero cuando Armstrong se convirtió en lo que Walsh siempre había sospechado.
La ficción, ahora, es esa llamada de perdón, que David Walsh no ha recibido y dice que tampoco espera. Ahora, es a él a quien aplauden.
Puedes ver el tráiler de The Program aquí.
Pingback: «The Program»: el único tipo que no aplaudía
Muy buen articulo. Gracias.
«Los detalles del programa de dopaje más profesionalizado y exitoso —de momento— de la historia del deporte». Esa frase para referirse a un programa de dopaje en un deporte «minoritario» me parece excesivamente inocente. Más adecuado me resultaría llamarlo «descubierto en la historia» ó «desenmascarando en la historia».
Acaba de lanzar un podcast semanal: http://lancearmstrong.com/podcast no esta claro aun de que tratará el primer capitulo es muy ambiguo
Magnífico artículo.
Acertadísima frase final; enhorabuena.
Muy bueno. Gracias!
La película no vale nada.
Buen artículo, pero la película es mala con ganas.
Es una cosa rara porque la gente implicada en el proyecto es notable, se ve en concreto que entre los actores Ben Foster y Jesse Plemens se dejan los huevos en dotar de una cierta verosimilitud a sus personajes… Pero hay algo que falla. Para empezar el guión es pésimo, es una mera sucesión de escenas sin conexión entre sí, sin dotar de profundidad psicológica a sus personajes. Es el problema de partir de un material periodístico y no literario. El periodista cuenta cosas, hechos, pero una película necesita personas, necesita más que una sucesión de fechas y eventos, necesita jugar con las emociones, plantear una línea argumental, ideas, antagonismos, exponer contradicciones en sus personajes… algo.
Luego la dirección es totalmente rutinaria, impersonal, carente de ganas o de cariño, como si Frears hubiese rodado la película sin prestar atención mientras tuiteada por el móvil. Además se atisba una cierta carencia de medios, algo extraño en una producción con nivel para contratar a gente de primer nivel. En fin, todo muy extraño, uno de esos proyectos que podría y debería haber dado mucho más de sí y que sin embargo apesta sin que esté muy claro exactamente qué pasó durante el rodaje.
Casi igual que lo que sucedido en España con la Operación Puerto, que la denuncia más constante de ello se hizo desde un blog, el de ciclismo2005, y desde el absoluto anonimato, por si acaso, porque aquí ningún medio generalista quiso respaldar una investigación en ese sentido, cuando las evidencias eran abrumadoras. En fin, como decía el chiste de Mingote, de ‘cuando entonces’, en una viñeta en la que un fulano va a pasar un texto al censor para ‘la revisión’, que este le dice: ‘Haga como los americanos, que hacen obras criticando sus instituciones y políticas: haga algo criticando las instituciones y políticas americanas’. Pues eso.
Lo que es realmente escandaloso es que aquí Eufemiano Fuentes no solo llevaba el dopaje de ciclistas…
El ciclismo es el chivo expiatorio, pero es realmente alarmante que nadie se pregunte que pasa con el Balompie en España.
O que ningún medio de comunicación investigará la visita de Pau Gasol a Nicolás Terrados antes de los 40 puntos a Francia.
Aunque entretenida, la película peca de cierta superficialidad. Omite bastantes hechos, da una visión sesgada (los deportistas solo se drogan, no entrenan nunca), y varios de los personajes principales parecen robóticos o seres aislados (Ferrari parece un ermitaño rico o Landis parece un juvenil recién sacado de su comunidad religiosa, cuando ya tenía 30 años, estaba casado y con un hijo). Está más centrada como la historia de un tramposo y de una persona que lo descubrió, pero en muchos momentos le falta algo de profundidad. Pasa muy de puntillas sobre los posibles encubridores. Eso sí, la película se me pasó volando.
Y cierto, ¿tanto costaba encontrar un actor con verdadero acento español para interpretar a Alberto Contador? Ya que han puesto una aparición del (verdadero) Sergio Sauca…