Señores, hemos perdido la conexión, pero… lo que hemos visto habla por sí solo. El transbordador ha sido aparentemente invadido —o conquistado, si lo prefieren— por monstruosas hormigas espaciales. Desde nuestra posición es difícil saber si devorarán a los terrícolas o solo los esclavizarán. Una cosa es segura: ¡nadie podrá detenerlas! ¡Pronto vendrán! Un servidor da la bienvenida a nuestros nuevos amos y recuerda a las hormigas que, con mi prestigio en la televisión, puedo resultar muy útil a la hora de reunir obreros para sus túneles de azúcar. (Kent Brockman, Los Simpson)
Supongo que cualquier persona medianamente interesada en el cine sabe quién es Saul Bass. Es posible que al principio no les suene ese nombre, pero si digo que era el visionario que estuvo detrás de los títulos de crédito y carteles publicitarios de muchas películas clásicas de los cincuenta o sesenta, cuyas introducciones animadas se convirtieron incluso en parte de la identidad visual de directores como Otto Preminger y Alfred Hitchcock, seguro que les vendrá a la mente más de una imagen icónica (y si no, algo más abajo recordaremos algunos de esos títulos de crédito). Por lo general se le menciona para hablar de su importancia como revolucionario de los créditos, algo menos de sus carteles, y todavía menos de cómo su particular sentido del diseño se hizo omnipresente en la vida diaria gracias a los logos de algunas célebres empresas. Ciertamente, los créditos que concebía eran como pequeñas películas dentro de otras películas, creaciones con un estilo tan característico que el nombre de su autor terminó convirtiéndose en una referencia cultural; una fama insólita para alguien que en esencia estaba desempeñando un papel técnico de esos que siempre pasan desapercibidos para el público. Piensen en los montadores, cuya influencia en el formato final de cualquier película es determinante; está claro que el montaje es uno de los aspectos más importantes en el arte cinematográfico, punto. Aun así, el 99% del público sería incapaz de nombrar a un solo montador. Pues imaginen qué atención se iba a prestar a quienes diseñan los créditos. Y sin embargo Saul Bass captó esa atención. Pero no es de los créditos de lo que pretendo hablar aquí, o no únicamente, sino del cineasta que pudo llegar a ser y nunca fue.
Poca gente recuerda o sabe siquiera que Saul Bass realizó varios cortometrajes y documentales —uno de los cuales le valió un premio Óscar—, y que llegó a dirigir un largometraje, del que se habla bastante poco. Durante años, aquella única película fue objeto de desdén, olvido, burlas e indiferencias. También se convirtió, eso sí, en un objeto de culto entre estudiantes de cine, entre algunos cinéfilos empedernidos, entre los críticos que la han tenido como una visita obligada para entender mejor el mundo estético de su autor, y entre los amantes de la ciencia ficción contemplativa típica de la Era de Acuario. Siendo sinceros, no es una obra maestra. Es imperfecta y renqueante; en varias facetas puede considerarse floja. En otras, sin embargo, lleva impresa la huella del genio. Por ejemplo, como cabía esperar de alguien como Saul Bass, el apartado visual produce momentos fascinantes, incluso apabullantes. Demuestra que si se lo hubiesen permitido podría, quizá, haber corregidos sus errores y reforzado sus aciertos en sus siguientes largometrajes, quizá llegando a rodar alguna maravilla que nunca llegó a existir. Pero no hubo suerte. Aquella su ópera prima estrenó con una atroz y engañosa campaña publicitaria que la condenaba a un fracaso cantado de antemano. Para colmo, antes de ese estreno fue mutilada; los ejecutivos de Paramount Pictures decidieron eliminar una parte clave del metraje que le daba sentido a todo lo demás: el final. El gran debut de Saul Bass como director, que se produjo cuando ha había cumplido cincuenta años, fue desdeñado por el público e incomprendido por la crítica. Nunca le permitieron ponerse al frente de otra película. Había usado todo su prestigio para disparar un único cartucho. Falló. Hollywood no le perdonó el fracaso. Uno de los más inigualables artistas visuales de su tiempo tuvo que volver a conformarse con rodar documentales o ejercer funciones secundarias en el trabajo de otros. Tal vez, si la misma película la hubiese dirigido un treintañero, la industria se hubiese fijado más en lo bueno que en lo malo, y le hubiese concedido otra oportunidad. Pero no fue el caso.
Decíamos que Saul Bass se había hecho un nombre al transformar un inocuo proceso, como el de mostrar los nombres del personal de una película, en una particular forma de arte. Hoy se considera normal que los créditos iniciales puedan ser considerados un arte en sí mismo y puedan adoptar diversas formas, desde sucesiones de imágenes conceptuales a desvaríos artísticos que no necesariamente han de corresponderse con la película. Durante los rodajes, incluso, pueden rodarse secuencias a propósito para que sobre ellas se muestren los créditos superpuestos, mientras el público está ya viendo el inicio del argumento. Todo esto lo hizo antes Saul Bass. Cuando él empezó a diseñar créditos, la introducción no era considerada un arte ni mucho menos entraba dentro de la planificación de ningún rodaje, sino que era una formalidad que se añadía después. Pero Bass permitió que esa formalidad generase una experiencia que podía disfrutarse por sí misma. Durante los años cincuenta captó la atención de la industria con los créditos que hizo para Otto Preminger —ambos nombres estarán unidos en la imaginación cinematográfica para siempre— y Alfred Hotchcock, entre otros cineastas. Como podrán comprobar, con el paso del tiempo sus créditos terminaron siendo tan interesantes como las propias películas: El hombre del brazo de oro, Anatomía de un asesinato, La vuelta al mundo en 80 días, El ojo del huracán, Vértigo, Con la muerte en los talones, Santa Juana, Espartaco, Buenos días tristeza, Cowboy, Ocean’s Eleven, Algo Salvaje, La gata negra, El mundo está loco, loco, loco, El otro señor Hamilton, West Side Story, Grand Prix. Y me dejo unos cuantos.
A finales de los sesenta, sin embargo, Bass estaba perdiendo el interés por el diseño de créditos, carteles y demás, entre otras cosas porque había empezado a implicarse en otros aspectos del arte cinematográfico. Algunos directores empezaron a pedirle storyboards para ayudarse en la planificación de diversas escenas, y con esos storyboards Bass podía influir en lo que iba a rodarse. Por ejemplo, él inspiró a Hitchcock para crear el «montaje acelerado» de la secuencia del asesinato en la ducha de Psicosis; nunca sabremos cuánto puso de sí Hitchcock y cuánto Saul Bass, pero la influencia del segundo sobre la génesis de la más famosa escena en la carrera de Hitchcock es algo que ya no se discute. Como había demostrado una gran visión en sus storyboards, cineastas como John Frankenheimer o Robert Wise le permitieron ponerse a cargo de una segunda unidad para planificar, rodar y montar algunas secuencias por sí mismo. Esto despertó su vocación como director. Empezó a rodar cortometrajes y documentales. Cuando tenía casi cincuenta años ganó el Óscar al mejor cortometraje documental con Why Man Creates, una extraña película de veinticinco minutos que escribió a medias con un guionista llamado Mayo Simon; el documental combinaba sus típicas animaciones con influencias del cine experimental europeo.
Aquel premio le supuso adquirir un nuevo prestigio como realizador, con lo que podría olvidar el asunto de los títulos de crédito. Como además tenía ya cierta experiencia en rodajes importantes, se marcó un nuevo objetivo: rodar un largometraje. Se decidió por un guion de ciencia ficción del propio Mayo Simon, cuyo argumento describía un extraño fenómeno cósmico, de naturaleza indeterminada, que provocaba que las hormigas del desierto de Arizona tomasen consciencia de sí mismas; repentinamente capaces de comportarse de manera inteligente, iniciaban una rebelión contra los seres humanos de la región, mientras un par de científicos intentaban comunicarse con ellas y descifrar sus intenciones. Las hormigas parecían realizar actos deliberados de gran coordinación, como dibujar formas geométricas en unos cultivos (como curiosidad decir que Phase IV fue, muchos años antes que Señales, la primera en mostrar en pantalla el fenómeno de los crop circles). Naturalmente, este argumento recordaba de inmediato a un clásico de la serie B de los años cincuenta, Them!, donde la energía nuclear convertía algunas hormigas en seres gigantescos. Pero no había más parecido entre ambas historias que el estar centradas en hormigas que atacan a los humanos. No se me entienda mal: Them! había sido una película muy apreciada y todavía hoy inspira el respeto casi unánime de la crítica; es una obra que superó con mucho sus limitaciones de presupuesto gracias al guion y la dirección, y que pese a estar dirigida a un público facilón intentaba hacer las cosas de manera inteligente. Pero Them! no dejaba de ser, en el fondo, una típica película de monstruos. Bien hecha para tratarse de serie B, sí, y excitante sin duda, pero bastante genérica. El proyecto de Saul Bass, titulado Phase IV, iba a ser muy diferente. Con un tono científico y psicológico, Mayo Simon había escrito algo más sofisticado, en la línea de la ciencia ficción literaria de Olaf Stapledon y similares. Giraba en torno a un concepto que en ciencia ficción llamaban hive mind, o «mente de la colmena», que solía aplicarse a alienígenas, mutantes y, por supuesto, insectos. La hive mind describía la capacidad de un grupo de individuos para pensar y sentir al unísono, de manera telepática, generando una mente colectiva con personalidad propia y pensamientos muy por encima de los que podrían generar los miembros del grupo por separado. La mente grupal no era un tema nuevo en el cine; ya se había rodado en torno a ello alguna película memorable como El pueblo de los malditos.
Saul Bass pretendia combinar la típica película de ciencia ficción «adulta» —con científicos que discuten hipótesis— con secuencias más experimentales que llegaban a ser psicodélicas. Por suerte para Bass, en Hollywood se había producido un giro hacia el «cine de autor» dentro de la ciencia ficción. Se otorgaba mayor independencia artística a guionistas y directores, había una mayor apertura hacia ideas nuevas, incluyendo rarezas. Después de que 2001: Una odisea del espacio hubiese establecido un nuevo listón en cuanto a narración experimental, la ciencia ficción en la gran pantalla ya no conocía demasiados límites. Resultaba casi imposible concebir una película más extraña que la obra maestra de Kubrick, pero introducir cosas raras en los guiones se había convertido en la nueva moda, así que en Hollywood habían perdido el miedo a aceptar guiones que antes nunca hubiesen salido del cajón del productor. Estrenos como La amenaza de Andrómeda, THX 1138, Naves Misteriosas o Cuando el destino nos alcance demostraban que incluso en los grandes estudios había sitio para una ciencia ficción más reflexiva, más basada en la expresión de ideas que en la acción. Aunque este tipo de películas, si bien de manera esporádica, también se habían producido en el Hollywood de los cincuenta, no habían recurrido a lenguaje simbólico. Habían sido narraciones convencionales. Pero después de 2001 ya no parecía una locura que la ciencia ficción tuviese ínfulas artísticas y recurriese a las metáforas, los símbolos y la poesía visual. Por descontado, en Europa también se había rodado ciencia ficción reflexiva —recordemos cosas como Alphaville— pero el influjo de Kubrick también se dejó notar: baste mencionar películas de inicios de los setenta como la soviética Solaris, la alemana Eolomea (esta se la pueden ahorrar, tranquilos) o la inolvidable animación francesa Le Planète Sauvage. La ambigüedad poética era el nuevo canon de la ciencia ficción cinematográfica; este es el contexto en que Saul Bass concibió su debut. Iba a ser, por lo tanto, una película muy de su tiempo.
Uno de los primeros problemas que Bass se encontraba era conseguir rodar secuencias protagonizadas por hormigas que pareciesen inteligentes. No quería usar animaciones ni muñecos. Tenían que ser reales. Pueden imaginar la dificultad que esto entraña; Hitchcock ya aconsejaba no rodar «ni con niños ni con animales» (ni con Charles Laughton, según parece), así que planificar secuencias con insectos desprovistos de inteligencia planteaba un enorme desafío. Había que mostrar en pantalla hormigas que realizasen ciertas acciones más propias de los seres humanos, y había que producir la impresión de que lo hacían de manera deliberada. Como es natural, parte de esto podía conseguirse mediante el montaje final, pero aun así se necesitaba obtener metraje válido con las hormigas, algo que con los medios de la época resultaba inusual. Pero Saul Bass pudo contar con otro de los artistas visuales más originales de aquella generación, Ken Middleham, especializado en grabar con microcámaras y cámara rápida (eso que usted y yo, paradójicamente, entendemos por «cámara lenta»). Middleham era como un científico loco del cine; se empeñaba en mostrar con mucho detalle cosas que casi nadie más se molestaba en rodar. Según sus propias palabras, quería «filmar lo invisible». Por entonces, esto constituía una rareza y también una revolución técnica. Era quizá el único hombre capaz de hacer lo que Bass demandaba: primeros planos muy nítidos de los insectos, donde pudiésemos verles hasta la cara. Pero Middleham no solamente era un portento técnico, sino que lo hacía todo con un exquisito sentido de la estética.
En sus experimentos propios filmaba secuencias donde jugaba con los reflejos en las gotas de agua (se veía una gota formarse, mientras parecía germinar una flor en su interior, todo por efecto de la refracción), o donde un ruiseñor suspendido en el aire bebe de una taza de té. Eran escenas que parecían lienzos vivientes y que hubiesen encajado de maravilla en cualquier film de Andrei Tarkovski o Carl Dreyer. Además, aquel californiano amante de «lo invisible» era un absoluto perfeccionista que podía pasar semanas rodando una secuencia que después duraría unos breves segundos. Todo porque esperaba pacientemente a que todo encajase de la manera que él tenía en mente, incluso cuando ello dependía el siempre imprevisible comportamiento de animales pequeños y huidizos. En fin, era el hombre perfecto para rodar a las hormigas de Phase IV. Sus primerísimos planos de hormigas vistas como con microscopio están entre lo mejor del film. De hecho, creo que no he vuelto a ver algo similar en ninguna otra película. Ni los efectos de ordenador, al menos por el momento, pueden competir con la increíble sensación de estar contemplando todo un universo nuevo, en el que las hormigas están a un palmo de tus narices. En el cine no hay bichos como los bichos de verdad. Saul Bass fue extraordinariamente hábil introduciendo las secuencias de Middleham con las que él rodaba a escala normal.
Aunque las secuencias exteriores tenían lugar en Arizona, Saul Bass decidió que serían rodadas ¡en Kenia! Algo sorprendente, teniendo en cuenta que si algo abunda en Arizona es precisamente el desierto y que en la película, salvo alguna excepción, apenas se fija en los paisajes. Vamos, que casi no hay grandes planos panorámicos a lo Lawrence de Arabia. Pero bueno, ese no fue el principal problema. Quizá porque era su estreno como director de ficción no consiguió imprimir un tono homogéneo a la película. Las secuencias con hormigas eran extraordinarias, y también aquellas donde Bass se comunicaba a través de imaginería visual. Sin embargo, cuando predominaba el diálogo, todo se volvía seco y formulario, como si no se hubiese atrevido a trascender la literalidad del guion. Todo empeorado porque se mostró incapaz de dirigir a los actores. Como se ha dicho más de una vez, el gran problema de Phase IV es que las hormigas son, con mucho, los mejores intérpretes del film. En cambio, los personajes humanos resultan monótonos y huecos; las interacciones entre ellos caen en lo artificioso y estereotípico, sin que se produzca una evolución convincente. Esto hay que achacarlo al propio Bass, porque los actores no eran malos; los tres protagonistas podían haber dado más de sí porque los hemos visto trabajar mucho mejor en otros largometrajes y series. El británico Nigel Davenport tenía una buena carrera a sus espaldas y era sin duda un buen actor; encarnaba al científico sin escrúpulos obsesionado a toda costa por demostrar que las hormigas se están volviendo inteligentes; sin embargo, su personaje parece irreal, como salido de alguna película de los años cuarenta. Por momentos recuerda más al capitán Nemo que a un científico moderno. Michael Murphy interpretaba a un especialista en descifrar códigos que le ayudaba en los experimentos para comunicarse con las hormigas; el actor hacía lo que podía con un personaje demasiado formulario, como de viejo cómic. En cuanto a Lynne Frederick, que tenía por entonces diecinueve años, interpretaba a una adolescente cuya familia ha muerto por causa de las hormigas (más o menos, pero no desvelaré más detalle del argumento) y es rescatada por los científicos. Frederick hizo poco más que prestar su belleza —verdaderamente pasmosa, eso sí— en algunos planos que son memorables desde el punto de vista estético sin duda, pero sin que parezca que más allá de eso Saul Bass supiera cómo ayudar a la joven actriz a enriquecer su personaje, que parece salido de una función de instituto. Ni siquiera supo crear una tensión sexual creíble en torno a ella, como demandaba el argumento, y no porque el físico de la actriz no se lo pusiera fácil. En fin, está claro que Saul Bass todavía no le había pillado el punto a la dirección de actores. La ausencia de credibilidad en el aspecto interpretativo y en el manejo del aspecto humano de la historia es el punto más flojo de Phase IV. Es una lástima que las secuencias convencionales de diálogos, con mucho las menos originales e interesantes, predominen sobre las demás.
Porque la dirección de Bass tiene sus puntos fuertes, y en mi opinión suficientes como para convertir la película en objeto de culto. En aquellos momentos en que Bass se decidía a expresar ciertos mensajes de manera puramente visual, abstracta y poética, podía llegar a rayar casi, casi a la altura de un Kubrick o un Tarkovski. Insisto: solamente por momentos. Pero qué momentos. Quizá la más brillante secuencia era el glorioso final, que no desvelaré para quien no lo haya visto; se trata de una secuencia de cinco minutos donde, pese a lo psicodélico del montaje, se le da significado al argumento anterior. Sin palabras, con un tono onírico, casi febril, mediante un montaje de planos que van de lo inquietante a lo inexplicable pero que, unidos, ¡tienen todo el sentido! Esa secuencia final, más que ninguna otra cosa, aventuraba que Bass podría haberse convertido en un director quizá no perfecto, pero desde luego sí inimitable y fascinante. Era una maravilla de planificación, ejecución y profundidad conceptual. Sin embargo, en Paramount Pictures no sentó bien esa manera de terminar el film. Ya se sabe; los ejecutivos de la industria siempre han tenido problemas a la hora de asimilar los ejercicios abstractos, y cuando tras los primeros visionados —esos que se hacen antes de estrenar la película por si hay que hacer cambios— los espectadores parecían no entender el desenlace, decidieron eliminar los últimos cinco minutos, salvo una escena a la que añadieron con calzador una voz en off, cambiando un final impresionante por otro que produce una total sensación de coitus interruptus. El final original solamente requería de algo de atención para ser entendido. Con el nuevo y brevísimo final, la película parecía no tener sentido. Phase IV se estrenó en los cines así y terminó perdiendo una de sus mayores virtudes: un mensaje filosófico a lo 2001 sin el cual el argumento parecía no ir a ninguna parte.
No fue esa la única mala decisión tomada por el estudio. Aunque películas como La amenaza de Andrómeda, con su tono científico, lento y basado en los diálogos, habían tenido éxito —modesto, sí, pero por lo menos habían ganado algo de dinero—, alguien en Paramount pensó que los espectadores no se sentirían atraídos por un ejercicio experimental de ciencia ficción con trasunto filosófico y tuvo la genial ocurrencia de promocionar Phase IV como una película de terror convencional, con su invasión de insectos y sus carreras, casi como si quisieran atraer al público de Roger Corman, a los nostálgicos de la serie B cincuentera. O a los adolescentes, pese a que Phase IV era una película adulta. En Paramount no importó que el propio Saul Bass hubiese sido uno de los más famosos diseñadores de carteles cinematográficos y que hubiese podido aportar grandes ideas al respecto, y decidieron encabezar la campaña con un horroroso cartel que contenía una de las más ominosas frases promocionales de la historia del cine: «¡EL DÍA EN QUE LA TIERRA SE CONVIRTIÓ EN UN CEMENTERIO! Voraces invasores controlados por un terror del espacio… ¡han recibido la orden de aniquilar el mundo!». Trágico. Este eslogan tan infantil no tenía nada que ver con el tono de la película. Quienes entraron en el cine atraídos por el cartel debieron de quedar atónitos con aquellos planos de hormigas que casi parecían más propios de un documental. Como encima faltaba el final y no se terminaba de entender qué demonios habían pretendido las hormigas con su rebelión, la sensación de confusión era aún mayor. Quien esperase un flick de terror iba a sentirse muy decepcionado. Phase IV no hubiese sido un gran éxito estrenada en su formato original y convenientemente anunciada como lo que era, ciencia ficción seria, pero es seguro que la mala gestión de Paramount ayudó a que se pegase un batacazo comercial que en otras circunstancias no hubiese sido tan grande. La incipiente carrera como director de Saul Bass no se recuperó. Después rodó algún documental y demostró que, en efecto, tenía talento como cineasta, pero todo quedó ahí. Su tren había pasado.
Phase IV fue rápidamente olvidada. Incluso se convirtió en objeto de chanza. El programa satírico Mystery Science Theater 3000, donde se proyectaban películas de serie B mientras unas voces hacían comentarios burlones sobre lo que se veía en pantalla, usó Phase IV en una de sus emisiones, algo que, la verdad, habla peor de quienes hacían el programa que de la propia película. Es cierto, Phase IV es acartonada por momentos, los diálogos están poco o nada trabajados y las interpretaciones no son buenas, pero dista mucho de ser un largometraje ridículo. Aunque de manera intermitente, presenta hallazgos artísticos de enorme magnitud. Sí había quienes se sentían atraídos por su fabuloso despliegue visual y favorecieron que empezase a emerger un fervoroso culto en torno a ella, aunque nadie podía ver la película tal y como Saul Bass la había concebido, puesto que los cinco últimos minutos, los que Paramount había eliminado, parecían haberse perdido para siempre. Sin embargo, para alegría de cualquier amante del cine, en 2012 esos cinco minutos de metraje fueron encontrados, y no solamente quedaba claro que eran necesarios para entender la historia, sino que ¡eran los cinco mejores minutos de la película! Cuando Phase IV se volvió a proyectar con el final que Bass había previsto, la reacción de los asistentes —muchos de ellos estudiantes de cine— fue tan entusiasta que hubo que proyectar el final dos veces. Yo mismo, al ver ese final, entendí que muchos de los defectos de la película perdían importancia frente a la magnificencia del desenlace. Es como la sexta temporada de Los Soprano; sabemos que es floja, pero su apoteósico desenlace conseguía que perdonásemos al instante todos los defectos anteriores. Algo similar sucede con Phase IV. Es una película u otra, dependiendo de cómo la veamos terminar, si con el final original o con el mutilado. Insisto, no es una obra maestra, pero sí una experiencia visual que merece mucho la pena. Las secuencias con las hormigas son cine con mayúsculas. Y los alardes visuales de Bass, cuando los hay, llegan a ser hipnóticos. Una verdadera lástima que un hombre condenado a ser recordado siempre por los títulos de crédito no tuviese esa segunda oportunidad como director de largometrajes. En fin, como decía la canción, that’s entertainment.
Qué grande Saul Bass. Él, Pablo Ferro, Maurice Binder, Kyle Cooper, etc. dignificaron y dieron sentido a lo que hasta entonces era un mero trámite que las productoras tenían que pasar. Acreditar a tal o cual, permitir que el público tomara asiento si llegaba tarde, y luego empezar el film en sí.
Recuerdo haber visto el cartel de la película en los cines allá por el 79 u 80 y pensar, como el chiquillo que era, que se trataba de una continuación de «Encuentros en la tercera fase». Si no me equivoco, la cinta se estrenó aquí en 1979, al año siguiente de la que acabo de citar. Probablemente el ditribuidor tenía aquella en mente y decidió aprovechar su tirón.
En su momento no la vi, pero pude hacerlo tras un pase no recuerdo si de TVE2 o de C+. La película me dejó bastante frío, quizás también por las expectativas creadas durante años de espera, pero cierto es que las imágenes de las hormigas son alucinantes y alucinógenas. Yo, que estaba entusiasmado con el trabajo de Peter Parks y la Oxford Scientific Films, las disfruté como el enano que ya no era.
Hace unos años me dediqué a montar, en la mejor edición que encontré en internet, el audio de la única copia en español que circulaba por la red (en un nefasto 4:3, además), además de crearle subtítulos con mi spanglish de primaria. Ahora me obligas a buscar esta edición con ese final; espero que circule alguna copia por ahí. Qué malo eres, Emilio…
Por cierto, recomendable también su corto «Quest», con guión de Ray Bradbury. No es que lo recuerde especialmente, pero sí que parte de su imaginería visual se me ha quedado grabada en la memoria, luego algo tendría (deberé buscarlo también; qué malo eres, Emilio, jaja…).
Y ya que estamos, ¿para cuándo la segunda parte de los thrillers conspiranoicos?
Un cordial saludo.
Probablemente en C+. Tengo el vago recuerdo de haberla visto ahí, y haberme quedado totalmente perdido al terminar. Quizás deba echarle un ojo con ese final…
Saul Bass fue un genio absoluto.