Acababan de ganar a los Clippers con una solvencia por la que suspiraba cualquier equipo del este. Desde su privilegiada butaca el director deportivo de los Cavaliers, David Griffin, no había perdido el menor detalle. Terminado el partido, a eso de las diez y media de la noche, decidió bajar al vestuario. Lo hizo antes de que se abriera a la prensa. Y una vez dentro la escena no pudo resultarle más inquietante. Un pesado silencio asfixiaba la sala. Los jugadores se aplastaban en las taquillas, abatidos y como indiferentes a una victoria de ese calibre. Ninguno levantó la cabeza a su entrada. Seguían absorbidos en los teléfonos, en el alivio de los pies desnudos o en el cese de toda tensión. Griffin se escandalizó. Aquella desafección no era normal.
Volvió sobre sus pasos, se tomó unos segundos y lo que venía meditando los últimos días cobró forma definitiva. Era el momento de actuar y allí mismo improvisó cómo hacerlo, con una discreción de operativo secreto. Bajo el marco de la puerta hizo una seña a James Jones, a quien llevó pasillo adentro hasta quedar a solas.
—Escúchame bien lo que te voy a decir. Mañana tendré una reunión con todos vosotros. Es importante y nadie puede faltar. Quiero que lo hagas saber a todos. Hazlo ahora. Y hazlo con cuidado. Esto es solo entre vosotros y yo. Nadie más puede saberlo.
Todos en el equipo conocen a Jones como «Champ». Ese jugador marginal de quien el público sabe por acompañar a LeBron James en su palmarés es mucho más que una sombra. Ejerce de líder de puertas adentro porque su personalidad despierta en los demás un respeto innegociable. Curtido, serio y reservado, el flaco «Champ» es uno de esos tipos de atracción natural para los inseguros. Su peso en el grupo remite a los gallos del barrio que han salido indemnes de mil peleas dando el primer paso y granjeándose así esa rara mezcla de temor y confianza de los viejos chamanes. Esto había valido en Miami, ahora en Cleveland y allá donde prosiga LeBron, sin el cual el flaco Jones hace tiempo que estaría fuera de la NBA. No eligió su papel sino al revés. Y Griffin recurrió a él y no a James porque para el encuentro del día siguiente pretendía situar a este en iguales condiciones que al resto, cosa que no ocurriría de ser LeBron quien gobernara la cita. Quién si no iba a reprocharle nada.
Dos semanas antes Griffin había decidido acompañar al equipo en la gira de seis partidos que arrancó en Washington el 6 de enero. No lo habría hecho de no estar preocupado. Asomando el ecuador de temporada quería tomar el pulso a las entrañas del vestuario, no fuera a tener que actuar antes de que expirase el plazo de traspasos. La gira finalizaba además con la habitual triada de Texas, tras la que recibirían a los vigentes campeones en casa. Esto significaba estar presente en los dos principales golpes del invierno: la visita a San Antonio y otra reválida con los Warriors. La victoria en Dallas en la prórroga remataba una serie de ocho victorias consecutivas, cortada en San Antonio en un partido que se podía perder y se perdió (99-95), pero que coronaba ya a dos equipos muy por encima de los Cavs en un momento de valorar con mayor realismo toda expectativa.
Cuatro días después de caer en San Antonio Griffin encendió la alarma roja. Los Warriors dominaron, aplastaron y humillaron a los Cavaliers como a muñecos, endilgándoles la segunda peor derrota en casa de su historia (98-132). En realidad era de largo la peor. Los 43 puntos abajo en la segunda mitad eran la mayor desventaja sufrida nunca por un equipo con LeBron James en sus filas. Y como testigo, toda la nación. J. R. Smith acabó expulsado y el lacerante thinking out loud de James en el banquillo al oído del asistente Tyronn Lue despertó el mayor tonelaje de sospechas de ruptura desde su regreso. Más aún cuando disparó la retahíla ocupando el asiento de su entrenador.
La derrota superaba toda medida de calma y la noción de debacle quedaba corta. Los Warriors orbitaban fuera de todo alcance y el título de 2016 adivinaba ya un duelo a solas con los Spurs en el otro lado. La única lectura razonable admitía que algo en el seno de los Cavaliers había quedado obsoleto, que nada haría cambiar un destino que no era suyo. El daño era difícilmente reversible. Y esa apreciación no se contempla en el contrato de un mánager general.
Jones tenía que informar de la cita a sus compañeros antes de que la tromba de prensa irrumpiera en el vestuario. Para evitar que algún miembro del cuerpo técnico lo descubriera, Griffin se coló en la sala de fisios junto a Blatt y el cuerpo técnico cerrando hábilmente la puerta. Bastaría una pregunta genérica del tipo «¿cómo lo habéis visto?» o «¿en qué momento creéis que estamos?» para ganar esos preciosos minutos y disuadir toda sospecha. Porque lo importante estaba teniendo lugar al otro lado de la puerta, donde algún jugador refunfuñó porque ese viernes el equipo tenía el día libre. «¿Es por un traspaso?», intuyó alguno. Jones dijo no saberlo. Y a más de uno se le escurría la mirada hacia la taquilla de Kevin Love.
Dos tentaciones acosaron a Griffin esa noche. Dos llamadas que no haría. Una para el técnico asistente Tyronn Lue y otra para James Jones. Dejaría la de Lue para el mediodía del viernes. Necesitaba saber cómo irían las cosas tras comunicar a los jugadores su decisión. De Jones solo precisaba algo más, algo que no pudo decirle antes. Que una vez expusiera su resolución liderase una reunión con los jugadores. De todos ellos a solas. Una cita cruda y a cara descubierta en la que saliera todo lo que tenían que decirse, que no era poco.
Esa noche Griffin durmió tranquilo. Una larga charla telefónica con el propietario, Dan Gilbert, compensaba el vacío de las otras dos. Gilbert no había reparado en gastos, superando con creces los cien millones de masa salarial. Y el miedo al fracaso lo podía todo. «Adelante», fue su respuesta aun sabiendo lo que se les vendría encima. Él tampoco iba a salir ileso. La influyente comunidad judía, tan agradecida por la contratación de Blatt, tampoco tendría piedad.
A eso de las diez de la mañana, en una amplia estancia de las instalaciones conocidas como Cleveland Clinic Courts, a orillas del suburbio de Independence, todos los componentes de la plantilla escuchaban con atención a su director. Fueron apenas quince minutos de charla, una crítica muy severa a la salud interior del equipo, al que acusó de «falta de conectividad». Griffin no reprimió ejemplos ni nombres demostrando que su agenda era también un registro diario. Hasta el remate final.
—Por todo ello necesitamos un cambio radical. He decidido prescindir de nuestro entrenador Blatt. Hoy haremos público el cese.
Y luego de una pausa informó.
—Mi intención es que Tyronn Lue se haga cargo del equipo. Eso es todo. Ahora Jimmy, si no te importa…
Y cedió la palabra a Jones luego de despedirse fríamente de todos.
El grupo quedó a solas, arrugado por un primer silencio incómodo que mezclaba pesadas dosis de sorpresa, alivio y culpa. Jones se encargó de apagarlo —«vamos a arreglar esto»— pidiendo a todos sus compañeros que expresaran sus impresiones, abiertamente, sin cortapisas. Y cuando la cosa entró en calor el orden de los turnos saltó por los aires. De eso se trataba. De levantar la alfombra y provocar la esperada catarsis. El peso inicial recayó en LeBron James, Kyrie Irving y Kevin Love como no podía ser de otro modo. Y la discusión alcanzó el punto crítico con la intervención de los demás, como si el trío fuera sometido a juicio. Hubo reproches. Algunos amargos. Eran necesarios. Como líderes del equipo se les reclamaba una mayor responsabilidad dentro del grupo al tiempo que, ahora sí, se arrojaba un problema silenciado durante demasiado tiempo: el trato desigual dispensado por Blatt a los jugadores, una conducta que había disgregado a todos. Cuando James quiso apaciguar refiriendo la situación a algo vivido ya en sus primeros meses con los Heat, como si lo conocido por él fuera suficiente para sanear el problema, hubo quienes le pidieron que liderase con el ejemplo, y sobre todo, que cuando las cosas no le salieran bien evitara que su frustración resumiera por completo el estado del equipo, como había sucedido en Portland de manera escandalosa. Hacer de único termómetro entrañaba graves riesgos que afectaban a todos.
Fue un aguijonazo al fuero interno de LeBron. Porque tenían razón, y porque recibía así la misma medicina que había impuesto tiempo atrás a todos ellos, que antes de presentarse de vuelta, en septiembre de 2014, tampoco tenían por qué saber que su rutina diaria era la de un animal. Ejercicios de manejo y poste de ocho a diez y media, gimnasio de once a una y sesión de tiro de siete a nueve. «Todo ese trabajo ahí fuera no es suficiente —le había advertido Jones—. Tienes también que hacerlo aquí dentro, delante de todos. Y lo siento, pero un líder no puede agotarse».
Fue precisamente a su regreso cuando le abochornó la falta de tensión en el grupo. Jugadores que se saltaban las sesiones de recuperación, que dejaban colgados a los fisios, que rezongaban en las sesiones de tiro y que dejaban los platos en cualquier sitio. LeBron acabó con todo eso abriendo y cerrando los entrenamientos desde una posición de vigía que el recién llegado Blatt no terminaba de representar. Esta disciplina se cumplía a rajatabla. Pero la presión añadida tenía también su reverso. Cuando en noviembre faltó a una sesión por estar enfermo, el grupo respondió como un aula de chiquillos sin el profesor en clase. Mark Cashman, el responsable logístico del vestuario, dejó la cesta en el centro de la sala como hacía siempre. Y al término del entrenamiento la encontró vacía, rodeada de decenas de prendas, zapatillas y vendas tiradas por todos lados. Hasta en las duchas. En quince años Cashman no había visto nada igual y su indignación le hizo sacar una foto del desastre para avergonzarles al día siguiente. «Una y no más», advirtió James con rigor militar.
El incidente recordó a ambos otro ocurrido muchos años atrás, durante su primera pretemporada. El adolescente era el centro de atención en la localidad canadiense de St. John’s Newfoundland, donde tenían previsto jugar contra los Raptors. Poco antes el equipo local de hockey dejó la pista impracticable por la condensación y el partido hubo de suspenderse. Los jugadores fueron enviados de vuelta al autobús y uno a uno fueron arrojando como gamberros sus camisetas y pantalones al asiento de Cashman hasta cubrirlo por entero, como si él tuviera la culpa. El novato de dieciocho años cruzó el pasillo del vehículo y le hizo entrega en mano de su ropa, doblada e intacta. «No he tenido muchos uniformes como estos—le dijo—. He aprendido a cuidar de ellos». Cashman no lo olvidaría jamás.
La reunión se prolongó durante una hora. Intervinieron todos sin excepción. Y nada de lo expuesto dejó de reconocerse. Porque todo era cierto. Se acordó que el Big Three ejerciera al modo de un comité, liderando la responsabilidad del grupo y vigilándose mutuamente para mantener vivas la unión y tensión del grupo. De acabar con el trato diferencial a los jugadores debería ocuparse el nuevo técnico, que bien conocía el problema. Pero ellos también. «Era algo que tenía que haber ocurrido semanas atrás. Fue exactamente lo que necesitábamos que pasara», reconoció tiempo después desde el anonimato un miembro de la organización.
Una vez que Jones informó a Griffin de que todo había ido bien, el director tenía ante sí la llamada más importante. De Tyronn Lue no contemplaba una negativa, lo que unido a una urgencia real le hizo ahorrar todo prolegómeno yendo directamente al grano. Primero, el cese de Blatt.
—Lo haremos público esta tarde.
—Es una cagada, Griff. Es una puñetera cagada.
Lue conocía de sobra lo que iba mal y qué razones había para tomar esa decisión. Pero aun así, le parecía excesivo. «Nos van a machacar». Era lo mínimo que esperar por el despido de un entrenador cuyo equipo, el vigente subcampeón, lideraba con holgura (30-11) la Conferencia Este. No había precedente y bien lo sabía Griffin, que escuchó las objeciones. Ninguna le cogía desprevenido. Pero empezaba a tener prisa.
—He decidido hacer esto y lo hecho, hecho está. Ahora solo quiero saber si tú puedes asumir el mando de este equipo. Es lo único que necesito saber.
—Yeah, I can fucking lead this team —respondió Lue con firmeza.
Griffin, ahora sí, resopló de alivio.
—Enhorabuena. Eres nuestro nuevo entrenador. Confío en ti.
Mientras Griffin tenía aún que informar a Blatt de su rescisión, Tyronne Lue, con el ánimo encendido como no recordaba desde que vistiera de corto, llamó a todos y cada uno de los jugadores. Y a media tarde, con el frenético desfile de llamadas en marcha, los Cavaliers anunciaban la destitución de David Blatt.
La reacción fue masiva. Y como era previsible, desproporcionada. El argumento volvía a hacerse familiar. Otra carga infinita de desprecio cayó sobre una nave que contara entre sus pasajeros a LeBron James. Cuando ya no parecía posible, la mayor erupción en su contra desde «The Decision» estalló por los aires con renovada intensidad. Ese colosal residuo, también universal, que persigue la carrera de James como el buitre a la presa, aguardaba su momento y celebraba seguir teniendo razón. Nada que pensar ni descifrar. La lectura y condena públicas lapidaban al unísono: LeBron James se había cargado a David Blatt. Una víctima y un verdugo. Nada más. A lo sumo, un ridículo entrenador de rostro aniñado, treinta y ocho años de edad y ni un solo día de experiencia al mando de nadie.
De poco serviría cualquier explicación de la franquicia a través de Griffin. «La gente tiene esa especie de visión de él pidiéndome esto y lo otro. Supongo que es la narrativa que quieren creer porque claro, es LeBron y puede pedir lo que quiera. La verdad es que nunca me ha pedido nada. Ni una sola vez». Y menos aún del acusado: «Apesta que quieran ensuciar mi nombre sin ninguna razón. Pero yo no puedo hacer nada». Griffin volvió a insistir: «LeBron no dirige esta organización».
En medio del ruido alguien dio voz a un accionista minoritario de Miami Heat, Raanan Katz, que también lo había sido del Maccabi cuando David Blatt dirigía al club israelí. Katz acusó a James de haber querido cargarse a Spoelstra en sus días de Miami. La acusación se viralizó a placer al extremo de que un portavoz de los Heat, a petición expresa de Pat Riley, que no tenía por qué defender a quien le había dejado plantado, desmintió que algo así fuera cierto. Consciente del alcance de su calumnia Katz pidió nuevamente audiencia para recular y aclarar que en la traducción de sus palabras «nada era correcto». Pero el daño ya estaba causado y la victimización de Blatt a manos de James era el argumento ideal. Mejor cuanto más creíble.
Todo había comenzado año y medio atrás, poco después de que los Cavaliers cerraran su cuarto capítulo sin el hijo extraviado por el fondo de la liga y con el segundo despido de Mike Brown. David Griffin estrenaba cargo y su prioridad consistía en adquirir un entrenador. Sin reparar en gastos. Su agenda registraba los nombres de John Calipari, Bill Self, Alvin Gentry, Steve Kerr y Tyronn Lue. Durante una charla con Dan Gilbert, que venía previamente asesorado, este convenció a Griffin de que si estaban buscando algo novedoso, no maleado y con algún tipo de experiencia enriquecedora, David Blatt cumplía el perfil. Que fuera una leyenda en Israel contribuía además al tradicional proselitismo de la comunidad judía de la que ambos formaban parte. Arriesgado o no Griffin poco podía objetar a su jefe, el hombre que le había dado un futuro en perjuicio de Chris Grant.
David Blatt aterrizó así en el cargo mediado el mes de junio de 2014. En un equipo de lotería su cometido era claro: hacerse cargo de un proyecto extremadamente joven que venía apilando talento desde la cabeza del draft con Kyrie Irving, Tristan Thompson y Anthony Bennett hasta encadenar también otro número uno con Andrew Wiggins días después de llegar. Eso reforzaba su papel de canalizador. Juventud por criar para un entrenador debutante.
Pero entonces lo impensable sucedió. El 11 de julio LeBron James anunció su regreso a los Cavaliers poniendo todo patas arriba. El 23 de agosto se sumaría Kevin Love y el proyecto embrionario devino de inmediato en un aspirante total. La aparente falta de urgencia no era cierta. No podía serlo con James en esplendor. Por eso se avecinaban más cambios. Los que fueran necesarios. Y todos ellos al margen de un entrenador de estreno en la NBA.
De pronto se impuso a Blatt un escenario nuevo, una tarea para la que en rigor no había sido contratado, un proyecto que no era el suyo y unos líderes que tampoco le habían elegido. Y la paradoja era aún mayor. Siendo estadounidense Blatt simbolizaba lo más cercano, por sentido de carrera, a la última barrera por caer en el baloncesto NBA, la del técnico europeo o de formación plenamente internacional.
Todo ello dejaba a Blatt en la difícil tesitura de un capitán pasmado que debía hacerse valer en una jungla en la que era un absoluto desconocido. Por eso no perdía ocasión en sus presentaciones a la prensa, recordando quién era y por qué razón estaba allí. Blatt era una figura de incontestable prestigio en el baloncesto internacional. Y en sus primeros escarceos sentía una necesidad de recordárselo a todos. Cuando entró en el vestuario tras su primera victoria en la NBA (Chicago, 31/10/14) los jugadores le rodearon y zarandearon felicitándole. Y en una ceremonia típica le hicieron entrega del balón. Se hizo el silencio y Blatt, agradecido, tomó la palabra: «No me conocéis, pero a lo largo de mi carrera habré ganado más de setecientos partidos. Llevo entrenando veintidós años». Y sin hacer mucho caso los gritos y congratulaciones volvieron a echarse encima.
Blatt se veía a sí mismo como lo que era, un entrenador veterano. La plantilla con la que tenía que trabajar, como un novato. Percepción que compartía la liga entera. Irving llegó a calificarle como «la virgen de la NBA». Esa cruda paradoja marcó en profundidad su año y medio en el equipo de Cleveland. Una brecha que nunca terminó de cerrarse y que no haría más que abrirse lenta y silenciosamente. Poco antes de anunciar su vuelta a los Cavs, el entorno empresarial de LeBron se vio contrariado por dos cosas: la contratación de Blatt y un espacio salarial como insuficiente para absorber su posible regreso. La razón era simple. Gilbert y Griffin no contemplaban su vuelta y por eso se habían arrojado días atrás a la caza mayor de Gordon Hayward.
La primera prueba para Blatt llegaría pronto. Durante la inicial minigira por el oeste saltaba a la vista que Irving y James se pisaban en ataque, lo que alentó un debate entre ambos con recorrido por el banquillo, el vestuario y el entrenamiento. Blatt dejó hacer hasta que intentó imponerse para resolverlo. No pudo. Como si fuera un asunto entre amigos. Y todos lo vieron. No había pasado un mes cuando tuvo que renunciar a su intención de aplicar la Princeton Offense.
Testigo silencioso de cuanto iría ocurriendo, Tyronn Lue, arrancado de la solapa de Doc Rivers para convertirse en el asistente mejor pagado de la liga. Solo los muy cercanos al equipo contemplaron aquel movimiento sin precedente —un candidato a entrenador contratado junto al entrenador elegido— como una estrategia preventiva de backup. Por lo que pudiera pasar.
Con el paso del tiempo Lue no fue imponiendo su personalidad. Fue su personalidad la que se impuso, como depositario y confidente de la plantilla en un escenario sin una autoridad reconocida. Lue era sencillo, directo y lúcido. Tenía siempre una solución a cualquier duda y su disponibilidad era plena. Se le podía llamar a cualquier hora. Y esto le fue uniendo a los jugadores, que se desahogaban con él mientras abrían distancia con Blatt. James observaba a Lue como un pedazo de Rivers, por el que también había suspirado como seguía haciéndolo por un técnico que hubiera jugado antes en la NBA. Paul Silas quedaba ya muy lejos. LeBron contaba entonces veinte años y ni conocía los playoffs.
Cuando la espalda y una rodilla apartaron a James dos semanas el equipo respondió con un sangrante 1-7. Griffin no estaba al margen. Pero pensó que el problema podría resolverlo el mercado y que debía a Blatt mayor profundidad de banquillo. Así fue que llegaron Smith, Shumpert y Mozgov. Lo suficiente para zanjar las dudas que algunos periodistas le arrojaban ya por Blatt: «No va a haber cambios. Punto». El resultado fue demoledor. Disparados hasta el mes de junio. Pero mucho antes algo había quebrado en el seno del equipo. Blatt dio a James todo el espacio que necesitara sin una sola orden o consigna. Los ajustes eran únicamente para el resto. Y más virulentos cuanto menor era el rango del jugador. Esa desigualdad comenzó a ser tan manifiesta que la plantilla dejó de creer en él y respetarle como autoridad. Incluso hubo jugadores que lo cuestionaban abiertamente en confidencias a rivales. LeBron podía enmendar a cualquiera. Y para los demás era bueno que lo hiciera. El problema era que nadie lo hacía con él. «En la sala de vídeos Blatt corregía a Delly por no estar en su sitio, a Thompson por perder su posición y así con todos —volcaría Brendan Haywood en una emisora—. Pero luego veíamos a LeBron no recular tras un contraataque y Blatt no abría la boca. Como jugador, empiezas a perder el respeto por un entrenador así».
David Griffin sabía de aquel alarmante rumor cuando se presentó sin avisar en una de aquellas sesiones de vídeo. Y ante una desconexión de James ante los Nuggets, con el silencio por respuesta, no pudo contenerse reprochándole su pasividad. LeBron lo admitió con normalidad, lo que aprovechó «Champ» para rematar el trabajo: «Es que a él nunca le corrige». Y tampoco lo haría con Smith y Williams por llegar tarde a los partidos.
La buena marcha del equipo bastaba para disimular la desunión en sus entrañas. Hasta que un momento crítico no pudo ya escapar a la vista de todos. Tendría lugar en Chicago, durante el cuarto duelo de las semifinales de la Conferencia Este. Con 1-2 en contra, empate en el marcador y un segundo y medio por jugar, Blatt diseñó una jugada que haría a LeBron sacar de fondo ante el pasmo de todos. «No way, give me the damn ball», fue la respuesta del alero, que empató la serie con una canasta sobre la bocina. Aquel desenlace ratificaba en el grupo la validez de la autogestión. La reacción de Blatt al buzzer beater distaría mucho de aquella de Doug Collins en 1989 cuando Jordan rechazó la misma resolución que Blatt propondría veintiséis años después con iguales equipos en liza y la sede intercambiada. Poco antes los Cavs estuvieron mucho más cerca del 1-3 cuando sin tiempos muertos en su haber Blatt saltó a pista reclamando uno antes de que Lue le agarrase como si le fuera la vida en ello. No era la primera vez. Durante el primer tramo de temporada Blatt delegó en Lue la gestión terminal de los tiempos muertos. Meses después, en la fase decisiva del año, seguía sin conocer bien el reglamento de los paréntesis. Y una vez más a la vista de todos.
La posterior derrota en la serie final, más bien la forma en que se produjo, ya sin Irving ni Love y con James acompañado en pista por una rotación marginal ante los mejores Warriors de siempre, calmó las cosas hasta bien entrado el curso siguiente. Al abrirse una nueva oportunidad se acordó evitar toda repercusión exterior alentando una especie de apoyo público a Blatt liderado por las declaraciones de James, que actuarían como detergente. Pero conforme avanzaba la temporada el vestuario seguía destinando a Lue no solo toda consulta, también su desafecto con Blatt, a lo que sumar el trabajo sucio de los agentes con destino a la gerencia. De aquellas llamadas fue una de James Jones la que puso a Griffin en máxima alerta. «No me gustaría estar en tu sitio». Ese fue el detonante que hizo al directivo viajar con el equipo hasta adoptar su decisión a la entrada del vestuario aquella noche de triunfo ante los Clippers.
David Blatt estrenó así una antología tan extraña como única. Los jugadores no le guardaban rencor porque su falta de mando y exceso de complacencia no movían a la hostilidad. Tiempo atrás había defendido su experiencia. Pero el miedo acabó inhibiendo lo más valioso de ella. Creyó que la paz con LeBron consistía en dejarle en paz, en reprimir con él toda autoridad. Y lo hizo en el momento de carrera en que LeBron más suspiraba por el entrenador que nunca tuvo, como una parábola de su vida real en la eterna ausencia de una figura paterna. No se explican de otro modo súplicas al aire como la arrojada en diciembre. «If I’m able to link up with [Greg Popovich] in the afterlife, we can sit down and drink some wine and I can ask him how to pace». O la única que ha reconocido como tal en su vida profesional. Porque cinco o seis principios enseñados por Pat Riley, a quien adjetiva siempre como «the great», los tiene grabados a fuego en su cabeza. Y uno por encima de todos, tal y como le fue expresado: «Piensas mucho y todo te afecta. Cuando te acose todo ese ruido y te preocupen demasiadas cosas recuerda siempre cuál es el objetivo principal. Porque eso es lo único que importa».
Con la embarcación en sus manos Tyronne Lue estableció un plan presidido por un puñado de líneas maestras: incrementar el ritmo de juego, flexibilizar la rotación, dosificar el esfuerzo, liberar a Irving, reformular el espacio vital de Kevin Love y mejorar así la sinergia táctica del Big Three. A ello sumaría con el tiempo una mayor agresividad defensiva, la explosión de todo el potencial triple y hasta el repunte de la tensión en los entrenamientos. La mayor diferencia residiría no obstante en los pequeños detalles y en una línea abierta de comunicación con todos. Había no obstante algo más.
En una de las primeras sesiones, durante un ejercicio defensivo, LeBron detuvo la acción iniciando una corrección general. Lue fulminó a LeBron al instante. «Eh, de esto me ocupo yo, ¿de acuerdo?». Y aprovechó para recordárselo a todos. Y al igual que había sucedido en la sesión de vídeo el alero asintió cabizbajo con toda naturalidad. «Ok, ok, coach». No solo con él. Desde el primer momento Lue tendría el valor de objetar, corregir, ordenar y proponer soluciones. Eso impresionó a los jugadores y fortaleció el respeto previsto. Valoraban su capacidad de adelantarse a casi todo. Y en el particular caso de James, su forma de estimularle con opciones que el jugador ni había contemplado. Esa era la riqueza que, en el seno de la liga, había situado a Lue como un inminente candidato a un banquillo en la NBA. No quedaban tan lejos sus cinco años compartiendo vestuario con Kobe Bryant y Michael Jordan, ni el magisterio de Phil Jackson y Doc Rivers, de quienes absorbió la calma y la empatía. En un plazo muy corto de tiempo el objetivo de mejorar la dinámica interna del equipo proseguía su curso.
Y tampoco faltarían los reveses. En la noche del 24 de marzo se improvisó otra reunión del equipo, esta vez en un hotel de Manhattan tras perder con los Nets con un brutal apagón total en el último cuarto. «Champ» situó esta vez al Big Three al extremo de la mesa frente a todos los demás. Era parte del ejemplo prometido y otra vez el recuerdo de quiénes tenían mayor responsabilidad. LeBron acabó pidiendo a los veteranos Jefferson y Frye ejercer de terapeutas a tiempo completo con los jugadores que salieran de la pista. En adelante, con cada parón del juego, en ningún banquillo de la liga se hablaría más, hasta formarse a menudo dos y tres grupos.
Terminada la temporada nada grande parecía haber cambiado en los Cavaliers de puertas afuera. Era dentro donde algo sí lo había hecho. El equipo cerró filas. Y James ejerció de anfitrión, atando en corto del primer al último compañero. Ya lo había hecho en Miami. Pero esta vez con el ardor juvenil de una pandilla. Organizó cenas a diario y las noches sin partido citaría a todos en su casa para ver los playoffs. Las veladas en el salón alcanzaban su cénit con el mejor duelo del oeste. Y cuando quedaba a solas, para aprontar el sueño, le pegaba otro tirón a la autobiografía de Jerry West, cuya tercera lectura inició durante la serie contra Detroit. El hombre que perdió siete finales antes de conquistar su único anillo le seguía sirviendo de inspiración.
Los Cavs se volvieron inseparables y con cada triunfo LeBron decidió regalar el balón del partido al jugador de contribución más valiosa, mejor si era de la segunda unidad. Nada más vital que todos sintieran la misma importancia. Con el 10-0 Lue batió el récord de Riley con el mejor registro de un técnico debutante en postemporada. En el vestuario James preparó una emboscada que descubría al gran público la insobornable unidad que había alcanzado el equipo.
Y allá donde hubiera una fisura se apresuraba un remedio. Tras la doble sentada a Love en Toronto el técnico tendría a la mañana siguiente una charla con él. No era tanto por qué. Era qué evitar para repetirlo. Y cuando Lue terminaba LeBron recogía el testigo. Sabía que el estado anímico de Love seguía siendo el punto más frágil de la plantilla. El último verano, apenas una semana después de caer ante los Warriors, Love y James se citaron en un hotel de Los Ángeles. El alero fue así el primer compañero en saber que Love, con el hombro todavía encasquillado, no tenía mayor intención que quedarse, que nada le aterraba más que un traspaso. En la tranquila privacidad de una piscina se confesaron y el punto crucial de la charla acabó filtrándose, como siempre, a algún insider de confianza.
—En adelante, puede que en los próximos años, tendremos que conocernos mejor. No solo por nuestra relación. También por conseguir un mejor producto en la pista.
—Solo tienes que decirme qué necesitas —repuso LeBron—. Házmelo saber en cualquier momento.
—Muchas veces me he visto lanzando diez triples sin hacer nada más y me preguntaba qué estaba haciendo. Necesito reconocerme, volver a tocar el balón en la pintura y rebotear. Eso es todo.
Cuando la serie final se puso fea, con 2-0 en contra, LeBron ocupó las últimas horas del día revisando combates del recién fallecido Ali. Y en los prolegómenos del tercero, en pie en el centro del vestuario, recitó de memoria los fragmentos más motivadores de la célebre conferencia de Steve Jobs en Stanford en 2005. La escena conmovió al veterano Richard Jefferson, consciente de estar allí, como una última oportunidad en la vida, por una absurda casualidad, como otro residuo por la grotesca negativa de DeAndre Jordan a firmar con los Mavericks. Pero más aún a Love. Porque precisamente había estado leyendo a Jobs, había encargado en una tienda de Akron serigrafiar su mensaje «Stay hungry, stay foolish» y lo había manuscrito en sus zapatillas. Convencido de algo premonitorio se lo hizo saber allí mismo a su compañero y después al resto, como si el valor de una serendipia fuera el imaginado.
Durante el vuelo del equipo y tras la derrota en el cuarto partido (3-1) que ponía su final al borde del imposible, LeBron quiso revisarlo en el iPad y pidió al resto que le rodearan. Conforme lo veían se improvisaron ajustes, sumándose Lue a la montonera como uno más. Alguien aludió al desprecio público de varios jugadores de los Warriors como si hiciera falta. Y dos mensajes resonaron con fuerza en el grupo durante la remontada. Uno tuvo lugar a las puertas del vestuario antes del tercer choque, formando un corro en torno a un epicentro vocal. «Follow my lead, and do your fucking jobs». Y el otro, con destino a Irving antes del quinto «Be special, Kyrie». Ambos resumirían a la perfección lo sucedido en adelante.
La víspera del séptimo y definitivo, en su habitación del Four Seasons de San Francisco, la estrella de los Cavaliers se acostó a las diez y media, despertó a las dos y media, dos horas después y una tercera vez pasadas las seis. A eso de las ocho no aguantó la duermevela y bajó al gimnasio para abrir el día. Era el más importante de su vida y también lo sería para el resto.
Por la tarde, camino del autobús, «Champ» volvió a cargar a sus espaldas la enorme bolsa que contenía el puzle de noble madera y dieciséis piezas con la forma del trofeo Larry O’Brien que había encargado antes de arrancar los playoffs. Con cada victoria un miembro del equipo colocaría la suya. Todo encerraba un profundo sentido de comunión. Y así Love colocó su pieza tras el tercer partido, que se había perdido por una conmoción. Durante dos meses esta ceremonia tribal se había ocultado a la prensa. Hasta cerca de la medianoche de aquel domingo, cuando tocó encajar la última, entregada a Tyronn Lue.
Horas después el grupo desataba su coronación en una discoteca de Las Vegas. No era más que un pequeño preámbulo, como otro calentamiento, pero esta vez a la mayor celebración pública en la historia de Cleveland.
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Consultados: Joe Vardon, Tom Withers, Chris Haynes, Brian Windhorst, Dave McMenamin, Jason Lloyd, Ramona Shelbourne, Lee Jenkins, Ethan J. Skolnick.
Es bueno el texto. Pero dudo mucho pero mucho que hayan tomado la decisión de echar a Blatt sin preguntarle a Lebron primero. Y también había que agregar que seguramente mientras veían el 4 partido en la IPad de Lebron, tomaron la decisión de cargarse a Green.
Gran artículo, de verdad. No he seguido los partidos pero me ha ayudado a entender la campanada que los Cavs han pegado este año.
Gran articulo, no llego a entender porque necesitando Lebron una figura autoritaria como entrenador para rendir mejor ningún GM ha sido capaz de plantar a un sargento para dirigirle
Articulazo! Ni idea de cómo se ha enterado de las intimidades de ese vestuario (me refiero sobre todo a lo de Blatt) pero es un impagable documento para los que seguimos la NBA y su vertiente «épico-narrativa».
Mira que suelo disfrutar con los artículazos de Gonzalo, pero con LeBron pierde completamente la imparcialidad. Esta historia es incongruente. Se infiere inicialmente que LeBron pide el fichaje de James Jones («sin el cual el flaco Jones hace tiempo que estaría fuera de la NBA») pero luego se nos pretende hacer creer que las palabras de Griffin («La verdad es que nunca me ha pedido nada. Ni una sola vez») son ciertas.
Hola, Adrián. Soy consciente de haber incluido ambas cosas en el texto. Lo he hecho deliberadamente porque ambas son ciertas y creo que su omisión no procedía. Durante el mes y medio siguiente al anuncio de su vuelta (11/VII/14), dentro de la hoja de ruta establecida, Griffin incluyó la consulta a James sobre qué ‘fits’ vería adecuados adquirir a la rotación del equipo y si tenía alguna propuesta que realizar. LJ sugirió dos: James Jones y Mike Miller. Griffin entendió como válida y asequible la adquisición de ambos y ambos llegaron juntos un 5 de agosto. No puso la menor objeción porque nada resultaba inconveniente y sí sencillo añadir esa aparente unión de los tres. Esto sucedió exactamente así. De ahí las palabras de Griffin rechazando un aislamiento total en sus decisiones: «I’m not somebody who believes we don’t talk to the family before we make changes. We do. And I’ve told you that. I talk to many players when we make decisions of magnitude that will change the locker room».
Por eso año y medio después, también las declaraciones de Griffin tuvieron lugar así, declaraciones que en rigor yo entendía un deber incluir. Y que de eso pueda interpretarse una incongruencia (en términos de comunicación de franquicia) queda a voluntad de cada uno. Diría que en la escala de la gestión, consulta, orden y decisión tienen cada uno un diferente significado.
Saludos.
Gonzalo
Hola Gonzalo,
Muchas gracias por tomarte el tiempo de explicar más en detalle cómo ocurrió la contratación de Jones. Con toda la información en la mano, efectivamente no es incongruente una declaración con la otra. Aunque no te niego, a pesar de no tener ningún dato y de ser una opinión puramente especulativa, que me sigue costando creer que el poder de LeBron en Cavs sea tan limitado como se desprende del artículo. En cualquier caso, releyendo mi comentario ahora días después, disculpa si el tono resultó un poco brusco, no era mi intención.
Deseando leerte pronto.
Adrián
Gonzalo Vázquez es sin duda el mejor escritor de baloncesto actualmente. Lo comencé a seguir con PsicoBasket y ya no lo he dejado de leer.
Opino lo mismo, y últimamente ha dejado el estilo rococó llego de adjetivos superficiales.
El artículo es jamón ibérico.
Soy más de Curry pero no por eso niego que LeBron es uno de los más grandes de la.historia del juego; más allá de que como persona no le caiga bien, me pone bien que su sola presencia haya generado alegría en una ciudad tan castigada económicamente como lo es Cleveland
I hate Lebron, I love Kyrie
Me ha encantado. Qué es el deporte sin su narrativa. Pero esta crónica ha sido especialmente bonita. La diferencia con otros textos sobre competición es que se ha mirado la historia desde vestuario y oficinas, y no desde un asiento del estadio.
Normalmente acabo la lectura pensando «ojalá hubiera visto el mundial de Italia ’90 en directo». Ahora daría un año de mi vida por haber formado parte del vestuario de los Cavs.
Siento como que todo el mundo debería tener derecho a pasar una temporada en la NBA.
Gonzalo: Por favor, no dejes de reunir tus «Riqueza y miseria» en un solo tomo. Por favor.
La sumisión de Lebrón ante el entrenador novato, lo más impresionante del asunto.
Un gran artículo.
Bueno se ve que LeBron es ejemplo y líder para todo -según el relato- excepto en lo crucial de la trama: la salida de Blatt. Y que evidentemente el coach no le corregía en público por no atreverse, no en vano no había entrenado a casi nadie a lo largo de toda su carrera. Como de costumbre en Gonzalo trata de combatir a los hater de The King convirtiéndose en el mayor hater que puede tener The King, esa secta de aduladores -ventajista- que le bautizara como The Chosen One, la mayor losa a sus amplias espaldas capaz de arrojarlo al suelo de pura deshidración mental.
El autor de este artículo o bien ha omitido para su interés testimonios de los Insiders que no le interesaba contar, o bien se interesa solo por los Insiders que puedan regalarle los oídos a su obra. No me cabe otra interpretación de este texto.