Mrs. Lottie Meade murió en la batalla de Somme. No luchaba en Francia, sino en el llamado «frente doméstico», elaborando explosivos en una fábrica de Londres. Durante 1916, las munitionettes trabajaron sin descanso para suministrar supositorios de muerte al ejército británico durante la mayor masacre de su historia. Lottie falleció el 11 de octubre en un hospital. Al menos lo hizo cerca de casa, no como los cuatrocientos veinte mil compatriotas caídos entre el 1 de julio y el 18 de noviembre de aquel año. Su certificado de defunción decía lo siguiente: «Coma debido a la enfermedad del hígado, corazón y riñones como consecuencia de la intoxicación por trinitrotolueno. Muerte accidental».
Unos meses después, su marido envió dos fotografías al recién creado Museo Imperial de la Guerra, cuya tarea era recopilar las voces de los hombres y mujeres, militares y civiles, que sirvieron al Imperio durante el conflicto. «Estimada señora, [le escribo] en respuesta a su afectuosa carta sobre la muerte de mi esposa. Murió mientras trabajaba en [una fábrica de] municiones, el TNT causó su muerte, dejando cuatro niños pequeños de un año y seis meses, tres, cinco y siete años de edad mientras yo estaba sirviendo en Francia. Llegué demasiado tarde para verla viva. Le envío dos fotografías, son viejas pero no tengo otras más recientes. Le ruego me las devuelva porque no tengo ninguna forma de conseguir otras. Le agradezco mucho su trabajo. Atentamente, Mr F. G. Meade».
Lottie está de pie, con una mano en la cadera y la otra apoyada en un banco. Lleva un mono de trabajo y un broche triangular con la inscripción On War Service. El distintivo, hasta entonces reservado a los hombres, empezó a repartirse en mayo de 1916 entre las mujeres que fabricaban armas y municiones. Gracias a él tenían descuentos en el transporte público y podían viajar solas de noche «sin que se cuestionase su buena reputación». La joven lleva un tocado sencillo y zapatos de tacón grueso, como reivindicando una individualidad anulada por la urgencia de la historia y el uniforme. Debajo de la imagen hay una inscripción que dice que murió «en acto de servicio».
Tenía veinticinco años y síntomas de ictericia. El término inglés es jaundice, del francés jaune, amarillo, que es el color del que se pone la piel y el blanco de los ojos cuando el nivel de bilirrubina en sangre se dispara por, digamos, el mal funcionamiento del hígado causado por la inhalación de trinitrotolueno. A las mujeres que se ponían amarillas se las llamaba Canary girls. Pero el TNT, que además de tóxico es ambarino, no era la única causa. Los proyectiles también se preñaban con ácido pícrico (TNP), un polvo pálido y volátil que se pegaba al cuerpo y a la ropa de las trabajadoras como si la propia tela tuviese ictericia. Provocaba dermatitis, dolores de cabeza, náuseas y en casos extremos lesiones hepáticas y renales. Su uso fue menguando durante la guerra debido a que era un material inestable.
Miss G. M. West fue cocinera en el arsenal de Woolwich, uno de los más grandes del país. Pertenecía al Voluntary Aid Detachment (VAD), un cuerpo formado en su mayoría por mujeres que ofrecían su ayuda en hospitales y cocinas. «La cantina está cerca de los pozos de tiradores y durante el día el ruido es ensordecedor, las tazas saltan de las estanterías y de vez en cuando se rompen las ventanas». Las operarias eran chicas ásperas, cockneys. Antes de entrar en las naves se quitaban las horquillas y los botones o cierres de metal que tuviesen en la ropa. «Vienen de los Edificios de Peligro […]. Su trabajo es rellenar cartuchos de bombas». Las chicas de los explosivos cobraban unos peniques más a la semana que el resto.
El 22 de julio de 1916 alguien le enseñó las tripas de la fábrica y la señorita West hizo varios dibujos en su diario. «Primero vi las cargas de cordita [un tipo de pólvora]. Cada carga tiene cinco o seis saquitos y un núcleo. Cada bolsita tiene la forma de un salvavidas. La cantidad de cordita que contienen debe pesar lo mismo que una cabeza de alfiler. Las cinco o seis bolsitas se ponen alrededor del núcleo, que está hecho con un manojo de cordita como un haz de leña. La carga entera se empaqueta en una caja con un detonador. Después me enseñaron los trabajos con lyddite. Es un polvo de color amarillo canario brillante (ácido pícrico) que llega a la fábrica en tinas de madera. Después se tamiza. La casa (ventanas, puertas, suelos y paredes) es de color amarillo brillante, como las caras y las manos de todos los trabajadores. En cuanto respiras el polvo del aire empiezas a estornudar y carraspear y sientes un horrible sabor amargo en la garganta».
Los casos de envenenamiento por TNT y TNP se dispararon aquel año y las autoridades intentaron ocultarlos. Amenazada por la Defence of the Realm Act (1914), una norma que prohibía difundir noticias que causasen «descontento o alarma entre la población civil», la prensa dejó de informar sobre las intoxicaciones y accidentes en las fábricas, o si lo hacía no revelaba dónde habían ocurrido ni el nombre de las víctimas. Oficialmente, cuatrocientas mujeres enfermaron por el contacto con los explosivos. En realidad, miles de ellas no fueron diagnosticadas o sus trastornos se registraron como «enfermedad laboral». No hay cifras fiables sobre las muertes.
Las medidas de seguridad y limpieza mejoraron poco a poco en 1917: los canarios eran sometidos a controles médicos, cambiaban de tarea cada cierto tiempo, se ponían monos limpios más a menudo, se cubrían la boca y la nariz con trapos y en algunas fábricas les daban leche gratis. También se aprobaron «compensaciones» por enfermedad y accidentes. «Después de tamizar el ácido se pone en latas y se almacena en tanques donde se hierve hasta que se convierte en un líquido claro como el vinagre. A continuación se vierte dentro del casco del proyectil y se mete un molde antes de que le dé tiempo a solidificarse. Cuando se extrae, el molde deja un hueco en el centro del proyectil. Antes de extraerlo se vierte cera de abejas [sobre el ácido] y se introducen varias arandelas de cartón. El molde se sustituye por un detonador con forma de vela, de TNT u otro explosivo potente. Después se enrosca [en la punta] un tapón de congelación y se colocan dos tornillos para mantenerlo firme. Los agujeros de los tornillos no pueden perforar el detonador. Si lo hacen, la cosa explota. Se pone una A+ como advertencia…».
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Silvertown, la planta en la que había trabajado Lottie, explotó en enero de 1917. El estallido de cincuenta toneladas de TNT causó la muerte a setenta y tres personas e hirió a cuatrocientas, destruyó los edificios cercanos, dañó miles de viviendas y escupió trozos de metal derretido a varios kilómetros de distancia. En abril de 1916 explotó la planta de Faversham (ciento quince muertos) y en julio de 1918, la National Shell Filling Factory de Chilwell (1ciento treinta y cuatro muertos, la mayoría hombres). Los rumores decían que un espía alemán la había saboteado, pero el relato más probable es que una esquirla de metal había caído en una mezcla de productos químicos y ¡bum! Cuatro días después estaba funcionando de nuevo.
En 1915, el gobierno había obligado a los propietarios de Silvertown a reconvertirla en una planta de armamento; hasta entonces había producido sosa cáustica. La «crisis de los proyectiles» de aquel año —el país no producía lo suficiente— hizo que el gobierno crease un Ministerio de Municiones, construyese casi un centenar de fábricas y tomase el control de industrias y laboratorios privados.
El Imperio inició una campaña de «reclutamiento femenino» con mensajes como «Ellas también cumplen su parte» o «Sus vidas dependen de ellas». Cientos de miles de mujeres se «alistaron» en el ejército industrial. Hacían turnos de doce horas y cobraban la mitad que los hombres. Aun así, el salario era mejor que en el resto de trabajos no cualificados (granjas, fábricas textiles y servicio doméstico). El Gobierno acordó con los sindicatos que, cuando los soldados volviesen a casa, las mujeres abandonarían sus puestos. Al final de la guerra había casi un millón de munitionettes. Después del conflicto, Reino Unido les dio una palmadita en la espalda, las mandó de vuelta a la cocina y en las primeras elecciones de la posguerra (diciembre de 1918) limitó el derecho al voto a las mayores de treinta años.
Cuando la batalla de Somme estaba acabando, el doctor R. Murray Leslie empezó a tratar a una joven de veintiséis años que durante un mes había sido «supervisora en el departamento de TNT» de un arsenal. «Asegura que no usaban máscaras de gas ni otras precauciones. Después de catorce días se dio cuenta de que su pelo, originalmente rubio, se estaba poniendo pelirrojo, pero su salud general no sufrió ningún cambio […]. Un mes después de dejar el trabajo su piel empezó a amarillear. […] Dos semanas más tarde empezó a notar un sabor extraño en su boca después de las comidas, que describe como «sabor a úlcera». Vomitaba de vez en cuando y tenía diarrea —tres o cuatro veces al día, de color pálido—. Su orina empezó a ser oscura —como el color del «té fuerte»—. Una semana después de ingresar le salió un sarpullido por todo el cuerpo. Cree que ha perdido peso […]. Durante tres meses no tuvo la menstruación».
El médico publicó el caso en la revista de la Real Sociedad de Medicina, donde su colega, el doctor Parkes Weber, mencionaba otro caso de envenenamiento por TNT en el que la paciente estaba muriendo de anemia aplásica (su médula ósea no producía suficientes células sanguíneas nuevas). La munitionette con ictericia tuvo mejor suerte. El tratamiento fue «simple pero efectivo»: bicarbonato de sodio, una sustancia que combate el exceso de ácido en el cuerpo (acidosis). Tardó cuatro meses en volver a trabajar, esta vez como criada, y dos más en recuperarse «más o menos»; el médico no estaba seguro de las secuelas a largo plazo.
Los especialistas llegaron a la conclusión de que la joven había seguido «envenenándose» un mes después de abandonar el arsenal por el polvo que había retenido en el cuero cabelludo: «La paciente manejaba bolsas de TNT constantemente y asegura que durante el mes que estuvo empleada en la fábrica, y durante el mes siguiente, no se lavó la cabeza ni una sola vez».
***
Las chicas de Gretna cocinaban el porridge del diablo. Mezclaban ácido nítrico y sulfúrico, algodón, agua y etanol a cara descubierta para producir nitrato de celulosa, al que después añadían nitroglicerina para obtener cordita. Lo llamaban así porque el mejunje —blanco, grumoso y removido en ollas circulares— recordaba al puré inglés que se prepara con avena y agua o leche caliente. El Ministerio de Municiones levantó el complejo en unos meses, a raíz de la crisis de proyectiles. Los edificios se extendían a lo largo de quince kilómetros y cerca de ellos se construyeron varios asentamientos para alojar a los operarios (unos veinte mil, la mayoría mujeres). En 1917, Gretna producía unas ochocientas toneladas de cordita RDB a la semana, más que el resto de las plantas del país juntas.
A finales de 1916, Sir Arthur Conan Doyle visitó la fábrica. «La nitroglicerina por un lado y la nitrocelulosa por el otro se amasan en una especie de porridge del diablo. Esas chicas sonrientes y vestidas de color caqui que remueven el material con sus manos volarían en átomos si cualquier pequeño percance ocurriese. Pero nada ocurre y ellas siguen sonriendo […] es un pequeño margen entre la vida y la muerte». El escritor añadía: «Me quito el sombrero ante las mujeres de Gran Bretaña. Todos los esfuerzos de los militantes [contra el sufragio femenino] no me impedirán ser un defensor de su voto, porque quienes han ayudado a salvar el Estado deben también poder guiarlo».
Amy Elizabeth May fue una de esas mujeres que respondió a la llamada de la patria y después de la guerra se quedó sin empleo. Trabajó en Woolwich empaquetando cohetes y fabricando detonadores; es posible que la señorita West le sirviese alguna cena. Antes de incorporarse al arsenal había sido criada en varias casas. «Fui porque no paraban de decir que el país te necesitaba. Me dijeron: «Tienes que pasar una inspección médica y tienen que comprobar que no eres un hombre que está intentando escaquearse». Mi hermana mayor trabajaba en el arsenal. Estaba toda amarilla y con el cabello pelirrojo […]. Ella cobraba un poco más, pero se lo merecía por tener que ir así (risas). «La gente las llamaba canarios»… Eso era una canción».
¿Dónde están las chicas del arsenal?
Trabajando día y noche,
con las mejillas sonrosadas
por un pequeño pero preciado salario.
La gente las llama canarios,
trabajamos por los chicos al otro lado del mar.
Si no fuese por las muchachas de las municiones,
¿dónde estaría el Imperio?
Pero no todos pensaban lo mismo. Caroline Rennles trabajaba en una planta de Kent y a veces viajaba con sus compañeras en un tren distinto al habitual. «Los revisores nos conocían y decían: «Vamos, chica, sube aquí», y nos abrían los vagones de primera clase. Y estaba todo lleno, oh, todo lleno de funcionarios sentados, y algunos nos miraban como si fuésemos insectos y otros murmuraban: «Oh, desde luego que están poniendo su granito de arena». Algunos eran muy agradables y otros nos trataban como si fuésemos la escoria del planeta. Por supuesto, no podíamos vestir ropa bonita porque el polvo se filtraba en la ropa. No te podías poner nada coqueto allí…».
Pese a todo, la vida encontraba grietas por las que colarse. La octogenaria Amy recordaba en 1975, en una entrevista con el Museo Imperial de la Guerra, cómo las chicas metían notas en las municiones, ponían su nombre y su dirección y algunos soldados respondían. Uno de ellos le envió una postal de seda diciéndole que iría a visitarla. «Dije: «Oh, dios mío, ¿qué voy a hacer con él?». Porque yo no era muy brillante tratando con soldados y marineros… (risas). ¿Y qué crees que ocurrió? ¡Que mi madre se lo llevó a beber algo! Me reí mucho. Oh, sí, muchas chicas metían notas en los proyectiles…».
Una gran pequeña historia dentro de la Gran Guerra. Muy interesante y triste de recordar.
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