A los que por suerte o por desgracia por lo primero que nos interesamos de este mundo fue por la música, Robert Mapplethorpe, antes que uno de los fotógrafos más impactantes de Nueva York, será siempre el novio de Patti Smith. Su historia, su romance, era una de tantas apasionantes historias que anidaban en Por favor mátame, el libro de Legs McNeil y Gillian McCain que construía a través de testimonios la gestación del punk en la gran manzana.
Otro ilustre fotógrafo, Leee Black Childers, contaba ahí que veía siempre a Patti y a Robert en la acera de enfrente del club Max’s Kansas City sentados, esperando, porque no les dejaban entrar. Ella iba con pintas interesantes para el local, con la ropa rota y sucia, pero él parecía un poco naíf para acceder al templo donde se encontraban los roqueros más ilustres del momento poniéndose finos. Una foto describe perfectamente el ambiente del local, es en la que salen Lou Reed, David Bowie e Iggy Pop mordiendo un paquete de tabaco y con una camiseta del que quizá fuera el cuarto en discordia, T. Rex, para completar los cuatro jinetes del apocalipsis de aquella época. Entre los habituales en directo, los Heartbreakers de Johnny Thunders y Walter Lure, de los que hablamos aquí.
Childers decía que si a él no le hubiesen dejado entrar, se habría vuelto para casa. Pero Patti y Robert no. Se plantaron ahí, hablando con todas las personas conocidas que veían acercarse, hasta que les admitieran. Una actitud muy punk, dijo el fotógrafo. Ambición solamente, si se atiende al retrato que queda de ellos en todos estos libros. Ella quería ser una estrella del rock o nada, él un artista de éxito o nada. Lo tenían entre ceja y ceja. Sus conocidos dicen que ni atendían a razones.
Para conseguirlo se presentaban en ese bar de moda con los labios pintados, las uñas, rímel, todo lo que estaba en su mano para llamar la atención. Se comportaban como superestrellas de Warhol, pero, según dijo Jack Walls, modelo y pareja tiempo después de Mapplethorpe, «nadie les daba ni la puta hora».
Hasta ahí, nada que no pase en cualquier capital de comarca cada fin de semana, pero luego la cosa se ponía más interesante. El productor Terry Ork ya advertía que, aunque hacían una gran pareja, él tenía pinta de «católico llevado por el mal camino». A partir de ahí, el pintor Duncan Hannah relataba la patada al armario de Mapplethorpe, que fue tipo gol de Nayim. Alguien se lo dijo a Patti, que su novio en realidad era gay, y ahí empezó a estropearse una relación que hasta el momento había sido idílica.
Jack Walls lo ponía en contexto. Llegaron a Nueva York justo cuando se produjeron las revueltas de Stonewall, los disturbios que dieron origen, aunque fuera simbólico, al movimiento de liberación gay tal y como lo conocemos, y salió mucha gente del armario. Algunos que ni siquiera eran gais, se mofa. Robert de repente se encontró con que estaba todo el mundo follando por las esquinas. Concretamente, en la calle 14, en unos camiones vacíos graciosamente destinados al transporte de carne, es donde empezó a hacerse un cruising multitudinario. Ante ese fenómeno, alguien tuvo la «buena idea» —sigue Walls— de abrir un par de locales destinados a tal fin, como el Mineshaft y en Anvil, y así surgió la movida que llegó al gran público gracias a la película Cruising de William Friedklin con Al Pacino de protagonista. Locales para encontrar sexo con desconocidos, sadomasoquismo, fist fucking, lluvia dorada, etcétera. Cuando Robert conoció todo eso nunca quiso volver.
Volver o no porque en un principio le costó aceptar su homosexualidad. Según el escritor y músico Jim Carroll, quien le dijo que leyera libros cuando Robert le preguntó cómo podía ser más sofisticado para seducir a las celebrities y ser aceptado por la jet, tuvo una etapa de transición en la que estaba tratando de convencerse a sí mismo de que al menos era bisexual. Ahí no tuvo éxito.
Lo conmovedor de la historia, por lo que la recordamos como tantas otras cargadas de fuerza de ese libro, es que Patti no hizo un drama. Al principio se sintió excluida de sus relaciones, cuando su pareja se lo hacía con hombres, y luego directamente desistió e inició su propio camino. Si tu novio se va con otros tíos no hay nada que puedas hacer, explicaba pragmática cuando le preguntaban. Su relación desde ese momento pasó a ser fraternal. Se siguieron queriendo pero de otro modo.
Años después, llegó Just Kids, el libro de recuerdos que escribió Patti sobre su relación. Ahí confesó que en aquellos tiempos pensaba erróneamente que un hombre se volvía homosexual si no había una mujer que pudiera salvarlo. Una idea ingenua y ridícula, pero acuñada en épocas de desinformación y absoluta oscuridad. No obstante, se negaba a aceptarlo porque la relación que le unía a Robert fue excepcional. Se conocieron de casualidad en el momento más vulnerable imaginable de Patti. Acababa de dar en adopción al hijo fruto de un embarazo no deseado y, en consecuencia, se había marchado de casa de sus padres. Por casualidad topó con Robert nada más llegar a Manhattan y su romance tuvo tanto de amor como de tú y yo juntos contra el mundo. Era un refugio.
El pasado abril hemos podido seguir completando esta historia. HBO ha estrenado un documental centrado en el Robert fotógrafo. Mapplethorpe: Look at the pictures, donde vuelven a aparecer todas estas historias, algunas disimuladas, unas corregidas, otras aumentadas. El lujo, lo más relevante quizá, es cuando podemos ver a la familia del fotógrafo y escuchar sus opiniones y testimonios. Un anciano padre que sale de su casa para colocar bien en el mástil la bandera de su país, de Estados Unidos, ya lo dice todo.
Mapplethorpe fue monaguillo. Un cura cuenta que desde esos días mostró interés por el arte, que le gustaba pintar y que parecía muy influenciado por Picasso. Se cuentan anécdotas triviales que ponen de manifiesto que era un niño malo y travieso, pero al mismo tiempo no era nada machote. Le apodaban con el nombre de un dibujo animado que salía en televisión anunciando cereales y destacan que el único deporte que practicó era el salto con el palo pogo, actividad en la que era «muy competitivo».
De su vena artística da buena cuenta un amigo que recuerda que, cuando estudiaban, tenían un mono; un mono «que no paraba de masturbarse y de lanzarnos mierda». Un día el mono se murió y, como tenían que hacer algo con huesos para un examen, Robert cogió el cadáver, lo coció y se hizo con el cráneo. Luego llamó llorando a su amigo, hundido por lo que había hecho, por las escenas que no conseguiría olvidar de cómo había manipulado el cadáver de su amiguito peludo y sobre todo por cómo olía todo.
Cuando se unió a Patti, no se señala que él, con los sombreros de ala ancha que llevaba, parecía un paleto salido Dios sabe de dónde, todo lo contrario que ella. Solo se limitan a describir que ambos eran muy andróginos y que ahí residía su encanto en aquella era preglam. Apuntan a que Robert aportó mucho al trabajo de Patti, que la enseñó a ser artista. A pensar en lo que hacía como en un arte, como en algo sagrado. Y lo que sí que subrayan que ya estaba en los libros es que la ambición de Robert era infinita. «No encontraría una palabra para definirla», dice una amiga.
Los primeros trabajos de Mapplethorpe fueron hechos con las páginas de revistas pornográficas gay. Las recortaba y coloreaba a su gusto reinterpretando las escenas. Otro aspecto muy interesante de su formación autodidacta —puesto que antes nunca le interesó la fotografía, aunque su padre fuera un gran aficionado, ni cursó ningún tipo de estudio— es que aprendió este arte comprando fotografías viejas en los mercadillos de segunda mano. Ahí estaban todas las lecciones que necesitaba, en esos retratos de gente de tiempos pretéritos que seguramente ya estuviese muerta.
Cuando se lanzó a la temática sexual, contextualizan que toda la ciudad estaba obsesionada con el sexo de una manera o de otra. Todos los fotógrafos, escritores, poetas… todos trataban temas sexuales. Sin embargo, Robert eligió la temática sadomasoquista, que iba mucho más allá. Nadie puso el foco en aquella oscuridad de la escena gay underground de Nueva York.
No le llegó el éxito de inmediato. En una de sus primeras exposiciones solo vendió una fotografía y la galerista, para darle su apoyo, le compro el resto. Como agradecimiento Mapplethorpe le regaló un autorretrato en el que posaba metiéndose algo por el culo. Su marido se escandalizó, se sintió insultado y quiso romperla. Ella dice que le contestó en aquel momento: «Calla, calla, que pronto pagarán mucho dinero por esta fotografía». Y así fue.
En esa etapa de sexo explícito fotografió prácticas de fist fuckin en primer plano, a un caballero metiéndose el meñique por la uretra, sexo anal con crucifijos… Todo lo más escandalizador posible. Un repertorio que no buscaba más que provocar, epatar, según su biógrafa, dar la nota conscientemente, pero que alternó con fotografías de flores, bellísimas, que enviaba de cuando en cuando a su familia. Preguntado en el documental por este apartado de su trabajo, su padre admite que esas le gustan mucho.
Una segunda obsesión la sufrió con los negros. Le encantaba fotografiarlos, decía que eran como de bronce, que sentía que hacía esculturas con el obturador. Es algo que se puede percibir con claridad cuando ahora se repasan esas instantáneas. Se nota una técnica depuradísima, una obsesión por la simetría y un gusto de corte grecolatino por el cuerpo humano. Sin embargo, desde las típicas perspectivas moralistas le acusaron de explotar a los afroamericanos. Mapplethorpe se tuvo que defender explicando que solo fotografiaba lo que le gustaba y a las personas con las que le gustaba estar. Que no había más secreto que ese.
Los años que dedicó a buscar un pene negro perfecto, enorme y estilizado, también le supusieron un problema con la crítica. Al final dio con él en el modelo Milton Moore, del que fue amante. Comentan que es la única persona por la que le vieron llorar. Las polémicas llegaron, según un experto entrevistado en el documental de HBO, porque si bien mostrar miembros gigantescos de forma explícita era ya un problema per se, no solo el puritanismo desataba las pasiones en contra, sino la envidia. Muchos críticos, comenta, se sentían intimidados por esos penes. En cualquier caso fueron estas las fotos que empezaron a hacerle rico. La celebérrima Man in polyester suit, donde posa el propio Milton, se vendió por dos mil quinientos dólares en su día, que ya era mucho. Luego se ha llegado a pagar por ella cuatrocientos setenta y ocho mil.
Otro encontronazo con los moralistas lo tuvo con su fotografía de los modelos Ken Moody y Robert Sherman, un blanco y un negro con la cabeza rasurada ambos. Salían juntos, uno con los ojos abiertos y otro cerrados. Eso dio lugar a muchas interpretaciones. Si el negro formaba parte del subconsciente, que por eso estaba como en un segundo plano, el de la culpabilidad del blanco. A día de hoy, Robert Sherman, el blanco, cuenta que la única razón por la que la fotografía se compuso de esa manera es porque él tenía el cuello más largo, lo que le permitía apoyarlo sobre el hombro del negro y no al revés, pero los críticos más comprometidos ideológicamente todavía le siguen dando vueltas a la foto.
Mucho coqueteó también Mapplethorpe con los famosos de la época. Explican que ahí sus intenciones eran claras. Esa gente compraba fotografías, así que pululando a su alrededor, seduciéndolos con retratos, conseguía disparar su fama y su prestigio. Es algo que tuvo muy claro desde antes de conseguir vender una sola fotografía. No obstante, Susan Sontag dijo: «Ser fotografiada por Mapplethorpe es diferente a ser fotografiada por ninguna otra persona. No busca el momento decisivo. Sus fotografías no quieren ser reveladoras. No plantea una relación depredadora con sus sujetos. No es un voyeur. No trata de captar a nadie desprevenido. Las leyes del juego, tal como lo propone Mapplethorpe, son que el sujeto debe cooperar. Mapplethorpe lo quiere fotografiar todo; esto es, todo lo que pueda posar. Por más amplia que sea su tema, él no podría convertirse en un corresponsal de guerra o fotografiar accidentes en la calle. Lo que él busca es lo que puede llamarse Forma, es la propiedad, la esencia o el ser de algo. No la verdad sobre algo, sino su versión más poderosa». Algo tiene el agua cuando la bendicen.
Como a muchos de su generación, el sida le pasó factura. Un testimonio revela que algo que le fastidiaba mucho era haberlo cogido él y no los demás. A los que sabía que habían llevado una vida sexual tan activa como la suya les preguntaba si se habían contagiado y, si la respuesta era negativa, se enfadaba: «¡Por qué yo entonces!», gritaba desconsolado.
Cuando lo asumió, si es que la noticia de tu propia muerte puede asumirse, hizo un bastón rematado con una calavera. De nuevo una actitud punk. Vitalismo ante la inminencia del final. También empezó a trabajar de forma estajanovista durante los últimos años, porque entre otros motivos algo que le daba mucha rabia era no tener tanto dinero como Warhol, a quien quería desbancar. Sin duda montó más escándalos. En la última retrospectiva que le hicieron acudió toda su familia, con los sobrinos incluidos, y casi les dio un síncope al ver los puños y los dildos actuando en libertad.
Murió con cuarenta y un años no sin antes hacer una fiesta con caviar y champán en su mansión. Allí pidió a sus allegados que no le escondieran nada a su biógrafa, que quería que su vida se contase tal y como fue. Luego ella quizá se extralimitó en las licencias que se permitió sin tener en cuenta el gesto de su biografiado. Antes de acabar el documental su hermano cuenta cómo fueron los últimos minutos, los que Patti Smith vivió por teléfono, según reveló en Just Kids; él le pregunto si se estaba muriendo y sin rodeos le contestó que sí. ¿Qué iba a hacer si no?, se pregunta.
El final del vídeo está dedicado a las controversias que siguieron generando sus obras después de muerto. En el museo Cocoran Gallery of Art de Washington se suspendió una exposición, lo que produjo manifestaciones a favor de la libertad de expresión. En Cincinatti, sin embargo, ocurrió lo contrario. La gente se manifestó en contra de las fotos. Las imágenes de un manifestante con una pancarta en la que se lee «No me hagáis pagar por el fist» demuestran el cariz surrealista de las movilizaciones y que la estupidez es una condición que nunca se esfuerza por disimular.
El responsable de ese museo fue procesado. Le acusaron de tenencia de material obsceno y de su exhibición. Llegó a opinar sobre el escándalo hasta el mismísimo presidente del gobierno, George Bush padre, y no fue a favor de las libertades precisamente. Declaró que se sentía «profundamente ofendido» por haber visto esas «basuras subvencionadas con dinero público».
Hasta en nuestro país hubo problemas. Tras una exposición en Gijón, una asociación cultural, el famoso Círculo Cultural Juan Vázquez de Mella, pidió la excomunión de los responsables del museo y acusó al PSOE de «propagar aberraciones y hacerlas pasar por normales». Su nota explicativa decía así: «Mapplethorpe es un invertido cuya obra expone impúdicamente sus vicios y depravaciones (…) cómo es posible que tal propaganda de lo antinatural se haga en Gijón a costa de los impuestos de sus vecinos (…) cualquier iniciativa destinada a impedirla [la exposición] debe ser bienvenida». A día de hoy, las opiniones de sectores amplios de la sociedad seguirían yendo en el mismo sentido, por desgracia, pero expresadas en estos términos públicamente podrían ser consideradas un delito de odio. Tan mal no estamos.
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