Arte y Letras

De viajes y trenes

Bienvenidos a Europa.

Jot Down para Selecta

Decía Terry Pratchett en A todo vapor, su última novela de la serie de Húmedo von Mustachen, que «los aristócratas odiaban el concepto entero del tren porque alentarían a las clases bajas a moverse por el mundo y así no estarían siempre disponibles». Como casi siempre, el escritor británico tejía una estupenda cortina de cachondeo para ofrecer respuestas a las grandes preguntas. En este caso, que la principal consecuencia que los trenes trajeron al mundo fue la democratización del viaje. A ver, también trajeron otras cosas, claro; el avance de la industrialización, los puentes de gran calado, las timbas de póquer en movimiento y hasta una canción de Mocedades. Pero si hay algo que debemos al ferrocarril fue la posibilidad de que todos, sea cual fuere nuestra extracción económica o social, emprendiéramos un viaje.

Hasta ese momento, solo los más pudientes podían permitirse el viaje. Recorrían el país o el continente en carroza o caravana; e incluso cruzaban el océano en lujosos vapores por el mero placer de cruzarlo. Los demás recorrían trayectos. Las caravanas, los carromatos, las diligencias eran medios de transporte y, cuando ese trayecto era lo suficientemente largo como para necesitar el barco, entonces embarcaban para emigrar. Para no volver.

Ha pasado más de siglo y medio y, de alguna manera, sigue sucediendo lo mismo. El avión es un medio de transporte rápido; el coche —pese a lo que nos dicen los anuncios y On The Road de Jack Kerouak— es un artefacto para llevarnos de un sitio a otro; y los modernos cruceros se comportan como ciudades autónomas, remedos del rascacielos en conflicto social que J. G. Ballard describía en High-Rise. Sin embargo, el tren tiene la duración justa y el tamaño justo para que sigamos entendiéndolo como un viaje, como un camino de exploración donde tan importante es el destino como el propio recorrido.

El expreso de Leicester esperando para salir en la estación de St. Pancras en 1957. Fotografía: Ben Brooksbank (CC)
El expreso de Leicester esperando para salir en la estación de St. Pancras en 1957. Fotografía: Ben Brooksbank (CC)

San Miguel Selecta nos pide que tomemos ese tren, que busquemos y exploremos, que hagamos ese viaje. Un viaje que comienza con un paso, con el salto mínimo casi de fe que se produce cuando separamos el pie del andén y lo introducimos en el vagón. Dura menos de un segundo. Apenas unas décimas. Pero entonces esa separación sobre las vías se convierte en un barranco volando a kilómetros de altura. Da igual que sea un romántico convoy diésel o un ultramoderno tren de alta velocidad; como la nostalgia o el amor, se produce un cambio invisible e imposible de ignorar en el sistema parasimpático de todo aquel que cruza ese abismo de poco más de diez centímetros. Seguramente Rilke tenía razón cuando dijo que «el único viaje es el interior», porque ese salto implica dejar atrás la existencia estática. Y comenzar el viaje.

Quizá se trate de una fascinación primigenia derivada de ese instante inicial en el que el tren nos permitió a todos ampliar los confines de nuestra vida, pero el embeleso sigue ahí. En las curvas y las rectas de las vías y también en las estaciones, reducto de arquitectura utilitaria que se acepta, con el agrado del padre orgulloso, por los ciudadanos habitualmente reacios a considerar los edificios industriales como dignos de consideración patrimonial. Las cerchas de la antigua estación de Atocha, parpadeando entre hojas de palmeras y helechos arborescentes; los paraguas oblicuos que cubren la nueva, proyectados por Rafael Moneo hace dos décadas como un volumen de espacio permeable y fluido. Las esculturas ciclópeas de la fachada de la päärautatieasema, obra cumbre del romanticismo nacional finés construida por Eliel Saarinen en 1911. El neogótico cinematográfico de St. Pancras, que Harry Potter nos enseña en libros y filmes. El high-tech de Waterloo, en el Londres que Sir Nicholas Grimshaw colocó más cerca del futuro que del pasado, y de donde comenzaron a salir los Eurostar que cruzan el canal de la Mancha. Porque desde que Jenofonte escribió La expedición de los Diez Mil, todo viaje es una ruta de búsqueda y descubrimiento interior y exterior, hacia el exterior o hacia el interior. Y como universitarios que coquetean con la edad adulta y se van de Interrail, nuestro viaje va desde la periferia del continente hasta el corazón de Europa en una anábasis ferroviaria a veces suave, a veces traqueteante. Pero siempre íntima. Siempre exclusiva.

En su formidable ensayo sobre psicología de la percepción La dimensión oculta, Edward T. Hall explicaba por qué los andenes deben tener al menos el triple de ancho que el vagón. Es muy sencillo: las distancias y las proximidades con el otro desconocido —todos somos desconocidos para el otro— que aceptamos como estructura intrínseca del viaje no las toleraríamos fuera. En realidad, este mismo criterio se aplica a los aeropuertos y hasta a las estaciones de autobús, pero no podría existir un Interavión o un Interbús. Uno es demasiado rápido y el otro es demasiado pequeño. El tiempo del tren genera el preciso microcosmos del viaje. Ese lugar donde las relaciones se mueven entre lo efímero y lo perpetuo.

Los Diez Mil apenas se conocían antes de su viaje hacia Persia, pero pasaron a la historia en las páginas de Jenofonte como una banda de hermanos. Los Extraños en un tren dejaron de ser extraños para ser cómplices en la cinta de Hitchcock. La motocicleta que, en 1952, llevaba a Alberto Granado y a Ernesto Guevara por Sudamérica tenía la dimensión emocional de un planeta. Porque el viaje es un universo y ese universo descubrió la realidad de su continente a Guevara. Y le bautizó como el Che.

Imagen: Sony Pictures Entertainment.
Imagen: Sony Pictures Entertainment.

Y es que, una vez que has emprendido el viaje, el viaje no se detiene. Aunque viajes en automóvil o a pie. Las relaciones nacen y continúan. Con un apretón de manos en un mercadillo del Montparnasse, tras comprar una buena copia de La Gare Saint-Lazare de Monet. Con un coche de alquiler por la carretera 317, que meandrea hacia el Feldberg por la bisectriz de la Selva Negra alemana. Si se visita en invierno, nos encontramos con una coqueta estación de esquí; pero en verano quizá tengamos la suerte de asistir a uno de esos prodigios que solo aparecen cuando no se buscan: un mar de nubes rasgado en las agujas de los abetos que se separan escasos cien metros del pico. También podemos continuar en tren hacia Viena y seguir el camino del abrazo que Ethan Hawke y Julie Delpy se dieron Antes del amanecer, cuando ambos tenían veinticinco años y la noche en Centroeuropa todavía era tranquila y las promesas se sellaban en el último segundo. Paseemos por las tiendas de la estrecha Neubaugasse y descubramos algo que no sabíamos que queríamos pero ahora lo necesitamos. Caminemos unos metros al este, hasta la caja negra que es el Mumok, el museo de arte contemporáneo de la capital austriaca.

Y continuemos aún más. Más allá del Danubio y del Prater, hacia el norte, por los viñedos de Hollabrun en la Baja Austria. Allí nos cruzaremos con la Europa más desconocida y, por tanto, la más peculiar. La de los picnics improvisados en merenderos repletos de paté de ganso y salchichas de carne de caballo. La de los bares de carretera con pistas de bolos de madera y bodegas escondidas tras una trampilla. En estos lugares se practica un curioso lenguaje del regateo que no solemos asociar con el centro de Europa: si quieres que te enseñen sus mejores vinos y sus mejores cervezas, hay que interesarse por esa trampilla. No te la van a abrir de buenas a primeras, así que tienes que insistir, contar una historia, hacer un chiste, incluso cantar una canción. Y tampoco te la van a abrir. Entonces hay que demostrar —con verdadera vehemencia— que ya no te interesa y que, seguramente, ni siquiera es para tanto lo que tienen allí, bajo dos metros de tierra y pavimento de madera. Entonces ten por seguro que te van a meter dentro por mucho que te resistas.

Atardecer en las carreteras secundarias de la Baja Austria. Fotografía: Andrij Bulba (CC)
Atardecer en las carreteras secundarias de la Baja Austria. Fotografía: Andrij Bulba (CC)

Ya solo nos queda seguir nuestro viaje unas decenas de kilómetros más al norte. Hasta que los viñedos se convierten en campos de malta y los sauces y los olmos forman el curso del Moldava, el río que serpentea por el centro de la República Checa, y al que Bedřich Smetana lleno de música en su composición más universal.

Todos los artefactos de la sociedad son, al tiempo, motivo y consecuencia, porque la realidad no es un ejercicio de narrativa y las causas y los efectos no siempre están directamente relacionados. Por eso no hay una música exclusiva para un viaje; o por eso todas las músicas lo son. Porque, al ser el catalizador emocional más directo, casi cualquiera puede valernos en nuestra ruta. No olvidemos que el viaje es hacia adentro y hacia afuera y desde todos los lados y los ángulos. Sin embargo, quizá para cerrar un círculo ferroviario, lo mejor sería terminar con el otro gran compositor checo.

Como dice Anthony Bateman en The Guardian, Antonín Dvořák era un auténtico trainspotter; solía ir de visita a la estación Franz-Josef de Praga sin más intención que ver llegar y partir a los trenes, y a menudo charlaba con los conductores de las locomotoras sobre trayectos y velocidades. Nunca escribió nada directamente relacionado con el ferrocarril y ni falta que le hizo, porque esta «Humoresque nº 7» nos sirve perfectamente para entender lo que es un viaje. Un camino ligero y leve, un cosmos de relaciones con el mundo y con uno mismo, un cambio en la condición íntima de la existencia, estaciones y mercadillos, bares y ríos, boleras y bosques, campos de lúpulo y carreteras de hierro. Búsqueda y descubrimiento.

Toda búsqueda desemboca, inexorablemente, en un descubrimiento. Buscando en el Archivo Cervecero San Miguel, un registro que data de hace más de cien años, el primer referente es Selecta. Elaborada con tres lúpulos y tres maltas procedentes de Centroeuropa, San Miguel Selecta nos invita a viajar y a explorar, con el convencimiento de que ese viaje será libre y audaz y, si somos exigentes, tendrá sus frutos. Porque ser exigentes es una actitud que no tiene que ver con la extracción social o económica, sino con la propia naturaleza de la búsqueda. Y por eso es un privilegio. Por eso es selecto.

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