Una mujer fotografía la espalda de su hijo tras dejarlo en la cuna. Ya está imaginando cómo expondrá su material en la galería, y sigue retratando: «La taza de café cubierta de sedimento, el interior del retrete, la montaña de ropa sucia vista desde dentro afuera, un montón de verduras esparcidas entre otras peladuras, las sábanas arrugadas, su propia vagina, un puñado de condones en una caja dispuestos al azar, la ventana sucia, un montón de tierra con semillas vegetales enterradas, un cajón lleno de cachivaches del trajín cotidiano». Sigue con su tarea, pero el bebé se despierta llorando. Se acerca a él con la cámara y su hijo deja de llorar. A partir de ese momento, la fotógrafa ya no mira a su hijo directamente, sino a través de la cámara: es material de su próxima exposición.
El relato en el que aparece la fotógrafa es de Rosellen Brown, titulado «El buen gobierno de la casa». La mujer había decidido mirar a su hijo como objeto de trabajo, y eso la aleja de lo maternal, según una opinión ajena que llevan consigo todas las madres. Si repasas el listado de todo cuanto fotografía, te das cuenta de cómo la mujer se adapta al medio: aquello que tiene a su alcance es aquello de lo que decidirá hablar. Durante años de historia, con la literatura fue igual —a ratos narraban aquello que vivían y conocían (lo doméstico) y a ratos, aquello que leían (salvando los filtros sociales)—. De ahí que el costumbrismo y las emociones estén eternamente vinculadas a lo femenino, cuando se trata de arte; y cuando no, también.
Antes de la mujer y de Rosellen Brown, hubo otras mujeres que decidieron fotografiar todo cuanto tenían a su alcance, pero con vocación de artistas. Entre ellas, pionera, Lady Clementina Hawarden, una de las primeras fotógrafas mujeres olvidadas —como no podía ser de otro modo—. Lady Clementina hablaba de cuadros de costumbres porque era fotógrafa amateur, aunque su intención no era quedarse en lo superficial, sino ahondar y profundizar en la fotografía como arte y, por tanto, teniéndose a sí misma por artista. Pero ¿qué iban a fotografiar las burguesas victorianas de 1857? Sus casas, sus hijos, sus vidas domésticas, sus cuartos. ¿Con qué luz iban a jugar? Con las que entraban por sus ventanas, apartando las cortinas.
Autoexploración familiar
La mayoría de las mujeres de la época se acercaron a la fotografía como medio para comunicarse con ese mundo exterior al que tenían poco acceso, o uno limitado al menos, y para tomar ciertas riendas. Muchas de ellas lo vivieron como una autoexploración familiar, en la mayoría de casos se tenían los conocimientos básicos para hacer tarjetas y álbumes de los hijos y los parientes. No dejaba de ser el testimonio de un estatus y una exposición social —bastante parecido a lo que es la fotografía amateur de hoy—, otra manera de llevar un diario de la vida que se tuvo, de la que uno querría recordarlo todo, de cómo los hijos crecieron. La aristocracia victoriana vivía entretenida con aquellas máquinas pesadas y poco prácticas, y era de lo más habitual que hombres y mujeres exploraran aquel campo poco conocido. Era signo de glamour, una modernidad, y ningún aristócrata quería quedarse atrás.
Pero, como en otras artes, pronto se demostró que la fotografía podía ser algo más que puro divertimento, y es entonces cuando se enfrentan discretamente con los fotógrafos profesionales. Los amateurs que fotografiaban sin vocación, las amateurs que aprovechaban para retratar a sus familias, se dividieron en dos: los que querían dejar constancia de lo suyo, y los que intentaron transmitir con la fotografía. Entre ellos, Lewis Carroll, por ejemplo, que acabó vendiendo sus fotografías como objetos de valor, e incluso comprando alguna de Hawarden. Lady Clementina, en cambio, no quiso nunca vender sus fotos, aunque después las expusiera e incluso se ganara el reconocimiento de sus colegas con ellas. Su libertad técnica y su falta de formación —académica, masculina— la hicieron trabajar lejos del encorsetamiento de la sociedad y de la profesionalidad.
En la época las mujeres estaban idealizadas, eran consideradas espiritualmente superiores, con un halo de magia que las elevaba pero también las volvía inútiles, sobre todo si no pertenecían a las altas esferas, y aun así. Por eso quedaron recluidas en sus casas, con sus familias, preciosas jaulas de oro que los hombres habían construido muy amablemente para ellas. No es de extrañar, entonces, que todas ellas, incluida Lady Clementina y su visión liberal del mundo, acabaran retratando lo mismo aunque de distinto modo. Lejos de estancarse en una manera de fotografiar, introdujeron en la historia de la fotografía el género doméstico y el retrato.
La fotografía y la mujer
Friederike Wilhelmine Von Wunsch, Elizabeth Fulhame, Anna Atkins, Lady Eastlake. Todas ellas, artistas ninguneadas y olvidadas, fueron fotógrafas que contribuyeron con su visión particular del retrato y la fotografía amateur a que la historia se ampliara. Hasta entonces, para retratar a la familia y a los hijos se necesitaba un don: el de la pintura. Pero la fotografía ofrecía la oportunidad de hacerlo sin ningún talento, puesto que las máquinas hacían el trabajo que hasta entonces era exclusivo de los pintores. Las mujeres tomaron su breve formación y se lanzaron al arte sin mayores pretensiones: podían construir un relato de sí mismas gracias a la fotografía, plasmar sus vidas, el día a día, todo aquello que pasaba de espaldas a la sociedad masculina —lo doméstico—. Igual que las escasas pintoras conocidas de la época, las mujeres fotógrafas no tenían mucho que fotografiar o pintar, pero aquel ambiente que era puramente femenino, de algún modo vetado a los hombres, jugó a su favor: el terreno que tenían a su alcance, un terreno costumbrista y emocional, estaba complemente virgen en el arte. Paisajes, guerras, retratos… todo había sido explorado por el hombre, salvo la vida íntima de las mujeres, la complicidad con los hijos. Gracias a ello, las mujeres pudieron jugar con sus escenarios vírgenes. Lady Clementina trabajó con las ventanas y con los espejos de un modo íntimo y romántico, y utilizaba como modelos a sus hijas adolescentes, que posaban como no lo harían ante los hombres: en la más absoluta cotidianidad.
La estética clásica de las fotografías domésticas de las mujeres de la época vinieron acompañadas de tres aliados: el colodión húmedo (un nuevo procedimiento para revelar), la albúmina (tipo de copia positiva más utilizada en la época) y la estereoscópica (por primera vez, imágenes tridimensionales), que ayudó a dar profundidad en el nuevo género. La corona británica apoyó en todo momento a las mujeres fotógrafas, así que con estos nuevos procedimientos y la posibilidad de crear arte, quedaron absorbidas por su nueva afición.
Lady Clementina Hawarden
Hija de Catalina Paulina Alessandro —de origen español y de belleza exótica— y el almirante Charles Elphinistone-Fleming —un héroe marítimo—, Clad, como la llaman, crece como crecen las niñas de las familias acomodadas: buena educación y distinción, sin mayores complicaciones. La vida de Lady Clementina no se ve alterada hasta que su padre muere demasiado pronto, sumiendo a su familia en una crisis financiera. Aun así, la madre quiso mandar a sus hijas a Roma para que estudiaran un año. Los problemas económicos, de todos modos, no mejoraron hasta que Lady Clementina se casó con Cornwalles Maude, futuro cuarto vizconde de Hawarden y primer barón de Montalt. Es a partir de entonces cuando Lady Clementina puede volver a la realidad de las vidas acomodadas, y dar un paso adelante.
A pesar del descontento por parte de su familia política, el matrimonio no tuvo otra razón para casarse que el amor que sentían uno por el otro. Antes de que Lady Clementina diera muestras de su creatividad y su modo de ver el mundo, empezó a dar señales de la mujer que podría haber sido de no haber muerto, como su padre, tempranamente. Cornwalles y Clementina tuvieron diez hijos, y, para sorpresa de todos y en contra de lo que dictaba su condición social, Lady Clementina quiso ocuparse de todos ellos personalmente. La mujer quedaba recluida en la casa, pero las de buena familia convivían con las sirvientas, que hacían un poco más amable la carga pesada de la familia y la casa. Lady Clementina se modernizó, aunque para ello debiera esclavizarse más de lo que su estatus le exigía.
En 1856, su marido heredó unas tierras, de modo que la economía volvió a cambiar a mejor, y es un año más tarde cuando Lady Clementina, mujer valiente, se aficiona a la fotografía. Es entonces cuando empieza a mostrar en sus fotografías, sin aparecer jamás como modelo, las vistas de su casa, sus nuevas tierras, escenas cotidianas del día a día.
La familia Hawarden se instala poco tiempo después en Londres, y Lady Clementina conocerá y creará lazos con personas que la ayudarán a madurar la temática de su fotografía. La nueva residencia volverá a ser el marco de su arte, la única temática que explorará a fondo. Clementina participó en una exposición, y las fotografías que allí expuso dieron cuenta de la importancia que tuvo la incorporación de las mujeres para el género doméstico. Clad, además, juega con las ventanas y las cortinas, de modo que la luz que refleja en sus imágenes es una luz original. Pese a ser una fotógrafa amateur y que como inspiración tiene poco a su alcance, Clementina tiene un sentido de la estética muy parecido al teatro, y crea y recrea situaciones simbólicas y composiciones y decoraciones que la diferencian de todas las demás fotografías que se exponen.
Charles T. Thompson ayudó a Lady Clementina a exponer en la Sociedad Fotográfica de Londres, y allí no solo se llevó el reconocimiento de sus compañeros como artista amateur, sino que ganó una medalla de plata por su trabajo: fue la única mujer que lo logró. La vida creativa de la señora Hawarden estaba a punto de acabar, porque un mes más tarde moriría sin mayor reconocimiento que la medalla. Años después, y gracias a su nieta Lady Clementina Tottenham, su obra se expuso en el Victoria and Albert Museum. Donó las setecientas tsetenta y cinco imágenes que se conservaban de su abuela. Una de las imágenes de «Masterpieces of Victorian Photography», titulada The Toilet, era atribuida a Oscar G. Rejlander, pero era de Clad. Era una de las cinco imágenes que Lewis Carroll había comprado.
Las fotografías de Lady Clementina, pese a tratar la vida doméstica, usar sus hijas como modelos y decorar ella misma los escenarios, no era en absoluto naíf —palabra que eternamente está asociada a la cursilería y, por tanto, a lo femenino. Hay algo más profundo. La luz, los espejos, el semblante de las niñas, la puesta en escena teatral, los vestidos pesados, las miradas; las habitaciones vacías, los claroscuros, las parejas o el modo de doblar las escenas gracias a los espejos y los cristales: todo hace pensar que no hay nada casual en el arte de una mujer que ni siquiera nos ha dado tiempo a olvidar, porque nunca nos la presentaron como merecía.