El centenario del nacimiento del poeta Juan Eduardo Cirlot (Barcelona, 1916-1973) ha traído consigo un descubrimiento feliz. El poeta también era novelista. Al menos así lo quiso en el verano de 1950 cuando escribió una novela, su única novela, cargada de un vacío asfixiante y duro como un adoquín. Hasta ahora una copia del manuscrito permanecía durmiente en el Archivo General de la Administración en Alcalá de Henares, mientras que el original del autor se había perdido en fatal mudanza. En su momento, debía haberla publicado José Janés, el editor que solicitó la autorización de la obra al órgano de propaganda pertinente. Según relata la propia hija del poeta, Victoria Cirlot, en el epílogo de la novela, que ha rescatado la editorial Siruela en el aniversario del escritor, la censura fue implacable con Nebiros, título que remite al nombre del demonio del pecado desconocido. La verdad es que más allá del interés histórico del funcionamiento de la burocracia franquista, los fragmentos de los informes de los censores tienen su gracia crítica, a veces incluso acertada, aunque abusen de cierto autoritarismo bilioso de púlpito e incurran constantemente en el spoiler avant-la-lettre. Vayan algunos ejemplos de la vapuleada Nebiros:
Libro fatalista, saturado de contradicciones y pesimismo, cuyo protagonista —un imaginativo sexual, tímido y sin fe—, después de un largo paseo por el barrio de los prostíbulos de su ciudad, en el que se le ocurren los más paradójicos y peregrinos comentarios, llega a la escéptica conclusión que toda ansia de superación y mejora espiritual es inútil. El libro además de pesado es peligroso por los disparates que dice, y la turbia sexualidad servida en descripciones pornográficas, y no está exento de cierto matiz demagógico.
Otro informe es mucho más sintético pero no menos categórico y demoledor:
De una moralidad grosera y repugnante. No se debe autorizar.
Efectivamente, Nebiros es un libro fatalista. El viaje espectral y noctívago de un personaje sin nombre por una ciudad portuaria anónima. Deudora de un existencialismo a la sazón muy en alza, la novela fluye según la corriente de los pensamientos sombríos de su protagonista. La acción es mínima y la sensación de asfixia pertinaz. No es de extrañar que el gris oficinista se convierta en un frecuentador de prostíbulos, menos por un deseo sexual perentorio que por regodearse en el barro. De hecho, es un mirón solitario y tristísimo. Lleno de nada. El relato, pese a que en ningún momento alude al presente histórico franquista, describe una realidad tétrica (en blanco y negro, como se acostumbra a decir en estos casos), timorata y soez. Qué duda cabe de que las descripciones de mugrientos prostíbulos portuarios (muy posiblemente barceloneses aunque nunca se dé una referencia concreta), las parafilias del protagonista y su nihilismo umbrío no podían ser del gusto de un régimen que requería de mucha fe y cinismo para mantenerse incólumne.
De poco sirvieron las gestiones del escritor César González Ruano para facilitar la autorización de Nebiros o del propio editor Janés, el cual en un último intento desesperado recurre a la adhesión de Cirlot: «Por los antecedentes políticos y sociales del autor de este libro, persona a la que de ningún modo se puede tachar, ni indirectamente, de subversiva, lo que sabemos por nuestro trato personal y porque sus documentos prueban su adhesión al régimen nacional». Sí, estas cosas había que hacerlas entonces. Aunque, bueno, enseñar las credenciales de «uno de los nuestros» es una costumbre que, en ciertos ámbitos sociales, se ha mantenido con el paso de tiempos y regímenes.
Sea como sea, Victoria Cirlot indica en el mentado epílogo: «Quizás la renuncia a hablar de Barcelona o España en Nebiros procediera del temor a la censura, lo que contribuyó a intensificar más el espacio de la interioridad y a difuminar en una espesa neblina el mundo exterior hecho de calles, paseos y plazas, todos ellos anónimos. Sin embargo, si la indeterminación fue por esa razón, está claro que no resultó suficiente».
De símbolos y cine
Pese a todo, esta novela censurada en rojo pecaminoso ha llegado justo en el momento oportuno y en una coincidencia simbólica que sería grata al autor. Juan Eduardo Cirlot fue un poeta y crítico de arte vinculado al surrealismo y a ciertas corrientes herméticas del medievalismo. Después de la guerra civil, trabó amistad con Alfonso Buñuel, hermano de Luis y que le introdujo en el arte de vanguardias. Años más tarde, llegaría a conocer a André Breton y se vincula al grupo artístico catalán Dau al Set, formado por el poeta Joan Brossa, el filósofo Arnau Puig y los pintores Antoni Tàpies, Modest Cuixart y Joan-Josep Tharrats. También desarrolla una labor intensa como musicólogo y crítico de arte. Entre sus obras mayores, que cualquier interesado en el arte debería tener en los anaqueles de su biblioteca, destaca el Diccionario de los símbolos. Sin embargo, la gran contribución literaria de Cirlot fue su obra poética. Durante años, sobre todo a causa de la corriente imperante del realismo social, el poeta se movió en círculos minoritarios y casi estuvo condenado a convertirse en un autor de culto. La recuperación de toda su obra lírica por parte de la editorial Siruela sirvió para conocer una de las poesías más originales y personalísimas de la última mitad del siglo XX. Tal vez sea el ciclo Bronwyn la etapa más célebre del escritor, y además entronca con otra de sus pasiones constantes: el cine. En 1966, en un cine de Barcelona, Cirlot ve El señor de la guerra de Franklin Schaffner. En el film, un caballero normando, interpretado por Charlton Heston, llega a una aldea celta para imponer orden feudal. Sin embargo, sufre una transformación inmediata cuando ve surgir de las aguas de un lago a la preciosa Bronwyn, interpretada por la actriz Rosemary Forsyth. En palabras de Luis Antonio de Villena: «Poco a poco (y uniendo a la imagen del personaje-actriz, muchos símbolos de diosas primigenias y el retorno de Ofelia) Cirlot forma, en torno a Bronwyn, un complejo mito poético sobre el amor imposible, los ángeles rilkeanos, las diosas trascendentes (Daena, diosa celta; Shekina, el aspecto femenino de Dios en las religiones hebraicas), la vida no vivida —la que no ha sido—, los que pudimos ser en otra edad, en otro tiempo, la transmigración, el retorno, el rechazo a «esta» realidad, la muerte como resurrección o renacimiento…».
Si en su vertiente poética el cine supuso un acicate para componer uno de los ciclos poéticos más célebres de la literatura española contemporánea, en Nebiros el séptimo arte es, en cambio, puro escapismo de uno mismo y de la realidad plomiza:
El efecto que produciría la sola idea de vivir un millón de años era el que él sentía ante el horizonte de tiempo asignado a la vida común del hombre. Por esto se sentía invenciblemente atraído por el cine. Aquello sí que era vivir. ¡Qué concentración de sentimientos, de ideas, de acción y de sentido! En el transcurso de una hora y media, uno, dos o más seres humanos podían experimentar todo lo que a veces no sería alcanzado jamás, en millares de instantes, por una persona viviente.
Ese mundo inalcanzable, al igual que en el ciclo poético de marras, va configurándose en la novela como una mitología erótica merced a las publicaciones cinematográficas:
Si hubiera habido revistas tal vez las hojearía; estaban más cerca de la vida que los libros. Revistas de acontecimientos, de cine; revistas con fotografías de mujeres semidesnudas, como las que no quiso comprar en la feria de libros de ocasión. Esas fotografías le harían recordar los años ardientes de su juventud, cuando todavía no había conocido la decepción de las realizaciones y se ilusionaba en el cine, viendo los muslos de Anita Page, que resplandecían blanquísimos sobre el gris de las medias, o contemplando cómo se desnudaba completamente Sally Eilers, cuya delicada figura y ondulada cabellera había perdurado en su memoria durante años, mientras oía confusamente el susurro de las parejas cercanas, formadas por hombres y mujeres que no sentían lo que él y que eran plenamente dichosos con el dominio de la realidad, abrazándose y acariciándose en lo obscuro, indiferentes a los ángeles de la cinta, puras formas de humo y luz.
Pero la flagelante educación y la pacata moral acaban imponiéndose:
Había tenido revistas de aquellas y las había destruido en los momentos de arrepentimiento, cuando se daba cuenta de que no debía fomentar sus rarezas y que, si quería corregirse, tenía que aplicar el máximo esfuerzo en quitarse a sí mismo los objetos de su desviado interés. Tan solo conservaba la que tenía en el cajón de la mesa del despacho y eso porque sus imágenes no eran obscenas y solamente el rostro lejano de Sybille Schmidt brillaba inciertamente entre las marchitas líneas de tipografía, sobre un papel con calidad de carne mortal.
Así pues, el mitómano cinéfilo se perfila como un vergonzante mirón que solo es capaz de conservar aquellas imágenes que no le resultan obscenas y obedecen a una mortalidad sin rémora lúbrica. De alguna manera, el autor establece el paralelismo entre la fascinación —de corte onanista— con las estrellas de papel satinado y las escapadas turbadas a los burdeles del protagonista de la novela.
Con tamaña osadía se entiende que para los censores franquistas fuera fácil tachar la mayor parte de las líneas de este libro y convertirlo en obra prohibida y maldita. Más de sesenta años han tenido que transcurrir para que los folios de Nebiros abandonaran el letargo de los archivos circunspectos y vieran la luz coincidiendo con la conmemoración del aniversario de su autor. Celebremos, pues, este centenario en el prostíbulo.
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