Bajo tierra, en las entrañas de alguna montaña afgana, visualicen túneles artificiales y alfombras deshilachadas, un puñado de señores, todos ellos ataviados con turbante y luciendo barba de varios meses, si no de varios años, decide secuestrar cuatro aviones. Dos de ellos, no necesito recordárselo, se usan para desmoronar las torres gemelas. 2759 muertos. Pocos meses más tarde, el actor Robert De Niro, la productora Jane Rosenthal y su marido —y magnate inmobiliario— Craig Hatkoff fundan el Festival de Cine de TriBeCa con el autoproclamado objetivo de revitalizar el sur de Manhattan tras los atentados del 11 de septiembre. Recién concluida la decimoquinta edición, el balance no podría ser más positivo: 6739 películas presentadas a concurso, ciento un largometrajes seleccionados, setenta y dos cortos, veintitrés instalaciones de realidad virtual, cuarenta conferencias, tres millones de visitantes. Todo ello entreverado en un programa deliciosamente abrumador. El coste de oportunidad de cada decisión alcanza cotas absurdas. Es posible renunciar a una charla conmemorativa sobre Taxi Driver a cargo de Scorsese, Jodie Foster y el propio De Niro (cuarenta añitos ya: «¿Hablas conmigo?») a cambio de acudir a un encuentro con Francis Ford Coppola. Intuyo que el trueque merece la pena. Síganme.
El evento en cuestión tiene lugar en un teatro de Chelsea, un barrio al norte de TriBeCa, epicentro del festival que a su vez linda con el distrito financiero al sur y con Canal Street al norte —de hecho, el nombre de TriBeCa proviene de contraer las primeras sílabas de las palabras «Triangle Below Canal»—. Treinta y cinco minutos antes del comienzo ya hay decenas de personas agolpadas frente al edificio. Les hablo de personas con pases o credenciales, o que han logrado adquirir entradas durante la venta anticipada. Hacia la izquierda hay una segunda cola mucho más larga que la primera. Se trata de una multitud de rezagados que espera conseguir alguna de las entradas de última hora. En el interior hay aproximadamente treinta hileras de asientos. De ellas, unas cinco o seis filas, en torno al 20% de todo el teatro, se componen de «asientos reservados», rotulados con carteles de papel celeste plastificado. Los «asientos reservados» se llenan bastante rápido. Otro par de filas están formadas por «asientos reserva premium», con carteles de una tonalidad de azul marino que parece negro por culpa de la falta de luz. Sus ocupantes llegan pocos minutos antes del comienzo, o no llegan nunca. También se han apartado un 5% de asientos para minusválidos. Todos los asientos son de cuero, muy cómodos y espaciosos, con un único reposabrazos extraancho entre cada par de asientos y que sería a un reposabrazos ordinario lo que una persona uniceja es a otra persona con las cejas normalmente separadas. Coppola entra en la sala y el público aplaude a modo de saludo, mientras los afortunados poseedores de entradas de última hora siguen llenando a cuentagotas los «asientos reservados», los «asientos reserva premium» y, pese a la aparente ausencia de limitaciones psicomotrices de los recién llegados, los asientos para minusválidos que han quedado sin ocupar.
Coppola comienza hablando del proyecto en el que anda embarcado: una saga de películas sobre la historia de la televisión vista a través de una familia de origen italiano. «Muy al estilo de mi propia familia». Para ello, piensa servirse de una técnica que él mismo denomina «cine en directo». Su descripción hace pensar en una especie de obra teatral filmada con planos cinematográficos. El moderador la describe de esta forma y Coppola entra en una serie de contradicciones, explicando que por el momento es incapaz de aclarar los detalles porque aún se encuentra en fase de experimentación. «No puede haber progreso sin experimentación. Cuando los pioneros del cine decidieron realizar primeros planos se les tachó de atrevidos. O cuando se veía a un villano atando a una mujer a las vías del ferrocarril y luego se proyectaba un tren en marcha, insinuando que la mujer estaba en peligro inminente de muerte, también se consideró atrevido. En aquel entonces no era obvio que los espectadores fuesen a entender lo que estaba ocurriendo». Se sobreentiende que lo mismo podría suceder con su nuevo proyecto.
Coppola se expresa con el aplomo de los médicos que han pronunciado por enésima vez el mismo diagnóstico y saben perfectamente de lo que hablan. Es fascinante prestar atención a este visionario, que predijo la llegada del cine digital antes de que el común de los mortales supiese siquiera de la existencia de los ordenadores. Coppola asegura que pronto no habrá diferencia entre el cine y la televisión. «Muchas de las producciones televisivas de nuestro tiempo, como Los Soprano o Breaking Bad no son obras televisivas, sino cine». Y él está convencido de que los gigantes de internet acabarán controlando el cine. «Facebook va a necesitar contenidos en algún momento. Ver fotos de tus nietos [en las redes sociales] todo el día es muy aburrido. Así que van a necesitar producir contenido». Aunque no menciona ejemplos concretos, es imposible no pensar en Un viaje a la Isla Unicornio, una película producida por YouTube que se estrenó en febrero de 2016, a bombo y platillo, en el mismísimo Teatro Chino Grauman de Los Ángeles, cuna de clásicos como El mago de Oz o La guerra de las galaxias.
«Obviamente, todo esto va a acarrear tremendos cambios técnicos. Pero será solo una evolución, igual que ha habido evolución en el ámbito de las novelas». Jay McInerney, el escritor encargado de moderar el coloquio, intenta dárselas de listillo afirmando que, en esencia, la novela no ha experimentado grandes cambios técnicos en los últimos siglos. «Claro que sí», le replica Coppola, «El Quijote y las obras de Goethe son muy distintas a las novelas decimonónicas francesas, desde Rojo y Negro de Stendhal hasta las historias de Victor Hugo. Y sigue evolucionando. Pensemos en La broma infinita de Wallace». Definitivamente, Coppola no es únicamente director de cine, sino un intelectual del copón. Recuerden que Apocalypse Now nació de la obsesión de este italoamericano por El corazón de las tinieblas, la novela de Conrad. Y recuerden de paso, y si no lo recuerdan escuchen a Coppola rememorarlo, que «pese al éxito de El Padrino, nadie quiso financiar Apocalypse Now porque no era suficientemente comercial. Tuve que pedir un préstamo y endeudarme. Estuve muy enfadado con Hollywood durante una temporada. Una mañana incluso tomé todas mis estatuillas de los Óscar y las tiré por la ventana. Se estropearon mucho. Mi madre fue a recogerlas y unos días más tarde se presentó en la Academia pidiendo que se las sustituyesen por estatuillas nuevas. Dijo que las había dañado la criada… Por aquel entonces los estudios empezaron a mostrarse muy reacios con los directores que querían realizar proyectos demasiado personales. Por eso me metí en el negocio de las bodegas. Gracias a las bodegas no tengo que preocuparme por ser comercial».
Quien tampoco necesita preocuparse por ser comercial es Tom Hanks y, sin embargo, parece que hay pocos actores reconocidos con una trayectoria más fabulosamente comercial que la suya. Sus sesenta minutos «tribecanos» son un desfile de bromas guasonas, gesticulación exagerada e inagotables imitaciones de colegas de rodaje, colonos británicos del siglo XVIII y astronautas del Apolo 13. Su expresión favorita, o al menos la que repite en más ocasiones durante la charla, es «dar mil vueltas a algo». Por ejemplo: «Las malas experiencias le dan mil vueltas a las buenas. Analizar tus fracasos es doloroso, pero te ayuda a ser consciente de lo afortunado que eres cuando una peli funciona». O: «No me gusta contar historias sobre el presente. Los documentales le dan mil vueltas al cine en lo que respecta a eventos que están ocurriendo ahora mismo». Ah, y si Tom Hanks pudiese irse de cervezas con uno de sus personajes, no se lo pensaría dos veces: Charlie Wilson le da mil vueltas a cualquiera. El excongresista Wilson no solo era capaz de meterse desnudo en un jacuzzi de Las Vegas con dos strippers tras consumir cantidades ingentes de sustancias adictivas, sino que además pasó a la historia por mover la compleja madeja de hilos de la Operación Ciclón, a través de la cual la CIA reclutó y equipó durante más de una década a los muyahidines afganos. Si vuelven al comienzo de este artículo, fíjense lo que son las cosas, entenderán que el Festival de Cine de TriBeCa ni siquiera habría existido de no ser por la cabezonería de Charlie Wilson. O sea, yo estoy aquí, escribiendo, y ustedes ahí, leyendo, gracias al bueno de Charlie.
Tras una breve hora en presencia de Tom Hanks, no parece descabellado concluir que no se trata, o no primordialmente, al contrario que Coppola, de un intelectual, sino de un pedazo de actor que busca, ante todo, entretener a su público. Hanks es un show en sí mismo. Y no hay nada malo en eso, por supuesto. Al contrario: resulta tremendamente refrescante. Del mismo modo que resulta refrescante oír cómo se pasa el concepto de verosimilitud por el mismísimo forro. «La gente me pregunta si antes de rodar La milla verde investigué a fondo cómo eran los corredores de la muerte en la Louisiana de los años treinta. La respuesta es que no. Por lo visto los guardias no estaban equipados con la clase de armas que nosotros empleamos en la película. Pero para mí lo importante es establecer una cierta lógica que contribuya a la narración y luego respetar esa lógica, incluso si no es del todo verosímil».
El último trabajo de Hanks, Un holograma para el rey, se estrenó durante el propio festival. Basada en la novela homónima del norteamericano Dave Eggers, la película cuenta las peripecias de Alan Clay, un hombre de negocios divorciado que decide volar a Arabia Saudí con la esperanza de prestar servicios de telecomunicación a los miembros de la Casa de Saud, i. e. la familia real. Clay atraviesa una crisis existencial: problemas económicos, una exmujer belicosa y una hija asfixiada por el coste de la educación universitaria estadounidense. Todo de lo más monótono y carente de interés, en opinión de quien suscribe. Claro que quien suscribe se ha vuelto alérgico a la autoficción y detesta los relatos hueros en los que, al más puro estilo borgiano, un hombre es todos los hombres —en este caso, un hombre es igual que otros cientos de millones de hombres (divorciados)—.
Mucho más original es Mr. Church, el drama con el que Eddie Murphy regresa a la gran pantalla (y a las bien asfaltadas calles de TriBeCa) tras cuatro años de inadvertida ausencia y en el que interpreta a un educado cocinero que, por azares de la vida, acaba trabajando en casa de una presunta enferma terminal. O incluso King Cobra, un escalofriante recorrido por los inicios del adolescente Brent Corrigan en los desmanes de la industria pornográfica gay. Ahora bien, el largometraje más original de cuantos pude ver durante el festival (por supuesto, no alcancé a verlos todos) se titula El clásico y lo firma el director noruego-iraquí Halkawt Mustafa. El clásico cuenta la historia de otro Alan, también en plena crisis existencial. En este caso, la crisis en cuestión se debe a la oposición del comerciante Jalal a un posible matrimonio entre su hija Gona y el propio Alan II que, casi olvidaba mencionarlo, es enano. Bajo el lema «Dos hombres pequeños con grandes sueños», Alan II y su hermano mayor se embarcan en un peligrosísimo viaje entre Kurdistán y España con el objetivo de entregarle unos zapatos a Cristiano Ronaldo. Todo ello con la esperanza de que Jalal, fanático del Real Madrid, se quede embelesado con la hazaña y acceda a concederle la mano de su hija. Hilarante/emotiva.
Y hablando de diversión, y de emoción, y de gente pequeña, en la sección de cortos, compitiendo con actores de la talla de Meryl Streep (168 cm), Matthew Modine (192 cm) y Natalie Portman (160 cm), Danny DeVito (147 cm) presentó una comedia familiar (su hijo Jake es el productor y DeVito actúa en ella junto a su hija Lucy) titulada Curmudgeons, o Cascarrabias, cuyos protagonistas son dos ancianos gruñones, uno de ellos minusválido, que deciden casarse tras varias décadas de romance homosexual encubierto. («¡Ahora que es legal!»). Casi tan entrañable como El clásico.
Dicho esto, hay que aclarar que TriBeCa es mucho más que una retahíla de cortometrajes, largometrajes y celebridades hollywoodienses. De hecho, TriBeCa es al menos —puede que sobre todo— dos cosas más. En primer lugar, es un foro de discusión social sin parangón. Los espectadores y oyentes no van solo en busca de cine, sino que aprovechan la presencia de creadores y activistas para debatir, denunciar y explorar los límites de sus propias conciencias, ya sea como colofón a un documental sobre la Iglesia de la Cienciología a cargo del genial Louis Theroux o tras los estremecedores testimonios anti- y proabortistas que se engranan en Aborto: historias contadas por mujeres. Al final de este último trabajo, por cierto, media docena de mujeres entrevistadas durante el film hacen su aparición en la sala y toman la palabra junto a Tracy Droz Tragos, la directora. Una de ellas resulta ser una ferviente militante antiabortista que confiesa haber interrumpido tres (!) de sus embarazos antes de acabar plenamente convencida de que el aborto es una práctica repugnante e ilegítima y completamente anticristiana, y que la razón por la que se dio cuenta únicamente tras llevar a cabo sus propios abortos fue, al parecer, y apuesto a que Freud se lo habría pasado pipa con tamaña confesión, el haber descubierto unos años antes que su propia madre estuvo a punto de poner término al embarazo que le trajo a ella al mundo, embarazo que además de ser indeseado era fruto de una violación incestuosa que su difunta madre habría hecho lo imposible por ocultar a todo el mundo, excepto a sus propios padres, a su tía Emily, a algunas misteriosas vecinas y a su hermano pequeño Jack. (Durante la charla no queda claro cómo la militante antiabortista descubrió estos insólitos hechos, ni por qué dicho descubrimiento la había convertido en una de las típicas herreras con cuchara de palo que son tan triste y cansinamente abundantes entre las religiones de todo el planeta). Gracias a esta revelación, y a un oportunísimo exacerbamiento de su fe, la sujeta en cuestión intuye que ninguna mujer norteamericana debería tener derecho a abortar y se pasa la vida fomentando piquetes de lo más groseros y estrambóticos frente a las clínicas de Planned Parenthood. Recuerden que el susodicho tema vuelve a estar en el candelero del Tribunal Supremo norteamericano y que Estados Unidos es probablemente el país más conservador del mal llamado «mundo occidental». (Estoy obviando Polonia & Company, claro está).
Estados Unidos es, por añadidura, el país con el mayor gasto militar del mundo: 596 miles de millones de dólares en 2015, seguido por China (215 millones) y Arabia Saudí (87,2 millones). De esto, por supuesto, también queda constancia en TriBeCa, donde abundan las películas y documentales en torno a la guerra y sus consecuencias: Tiger Raid, sobre dos mercenarios norteamericanos extraviados en el caos de Irak del que Alan II será víctima en su afán por reunirse con Cristiano Ronaldo; National Bird, sobre las consecuencias humanas del controvertido programa de drones de las fuerzas aéreas estadounidenses; Do Not Resist, que aborda la creciente militarización de la policía; Tras la primavera, una elocuente mirada a la vida en el campo de refugiados sirios de Zaatari, en Jordania; o Shadow World, sobre la corrupción institucional/estatal en el opaco mundo del comercio de armas. Shadow World, por cierto, está basado en un prolijo estudio de quinientas páginas, que por intereses vitales y literarios devoré el año pasado, en el que su autor, el sudafricano Andrew Feinstein, arremete contra las prácticas «comerciales» de Estados Unidos, Reino Unido, Arabia Saudí y medio continente africano, entre otros. ¿Que si es mejor el libro o la película? ¿Conocen la anécdota que Hitchcock le contó a Truffaut en relación con las adaptaciones del papel al celuloide? Al parecer, en una ocasión el maestro del suspense le mencionó al enfant sauvage de la nouvelle vague una caricatura aparecida en The New Yorker en la que se veían dos cabras engullendo una pila de rollos de película mientras una de ellas le decía a su compañera lo siguiente: «En lo que a mí me concierne, me gustaba más el libro». Por desgracia, en este caso, y contrariamente a la película, el libro de Feinstein no viene acompañado de lúcidas lecturas a cargo del uruguayo Eduardo Galeano. De modo que es difícil pronunciarse.
En TriBeCa hay más preocupaciones bélicas de las que podría abordar en este artículo, pero sería imperdonable no mencionar La bomba, una instalación multimedia de 360º que pretende alertar a los espectadores sobre los peligros de un eventual holocausto nuclear. Además de la instalación en sí, situada en el Gotham Hall, el festival contó con un coloquio a cargo de acérrimos activistas antinucleares, entre los que se encontraba el actor Michael Douglas. (Descubrir que Douglas lleva toda su vida luchando por el desarme nuclear es uno de los hallazgos más curiosos de mi carrera, casi comparable a la noche en la que me encontré a Jude Law tomando cervezas en Coco Jambo, un garito arenoso en la ciudad congoleña de Goma, a la que Law había acudido con el loable propósito de participar en un concierto y reivindicar «un día de paz mundial»). En vista de todo lo anterior, y de lo mucho que omito, creo que no exagero un ápice al decir que TriBeCa se ha convertido en un foro de discusión social sin parangón. Imagínense la siguiente coincidencia: una tarde de sábado aparece en el festival el actor Michael Douglas, junto a otros defensores de su causa, abogando por la no proliferación y solicitando públicamente a los futuros candidatos presidenciales, «y parece que van a ser Trump y Hillary Clinton, con opiniones diametralmente opuestas», que se pronuncien claramente sobre su política nuclear. Apenas tres días después, en un discurso que acaba ocupando las portadas de todos los periódicos norteamericanos, Trump clarifica por primera vez, sin ambages, su posición al respecto, que puede resumirse de la siguiente forma: arremetidas contra Irán y Corea del Norte, críticas a la supuesta mano blanda de Obama y un claro compromiso por evitar la «atrofia» del arsenal nuclear estadounidense, «que necesita desesperadamente ser modernizado y renovado». (Todo lo contrario de lo que exige Michael Douglas). Llámenlo una coincidencia, si quieren.
La segunda (o enésima) razón por la que TriBeCa es mucho más que una retahíla de cortometrajes, largometrajes y celebridades hollywoodienses es que el festival lleva varios años apostando fuerte por una insólita combinación de cine y realidad virtual. Este año, la «Galería Virtual» contaba con veintitrés películas —la mayoría de ellas producciones de corta duración que oscilan entre los cinco y los quince minutos—. Uno se pone unas gafas Oculus Rift, HTC Vive o Samsung Gear VR, según la instalación, se arropa las orejas con ayuda de unos conspicuos auriculares y, de repente, se siente transportado a cientos o miles de kilómetros de la sala rectangular, teñida de tonos azules y violáceos por una treintena de focos halógenos colgando del techo, en la que en realidad se encuentra. Algunas instalaciones trasladan al visitante a la inaccesible franja de Gaza, otras le sitúan sobre un lago helado, bajo el mar, en el espacio estelar, en las calles de Brooklyn, a lomos de un dragón, en una celda de aislamiento o incluso en lo más recóndito de la selva. Y hay algo tremendamente perturbador en todo esto. Verán, no les estoy hablando de pantallas de 360º al estilo de La bomba, ni de imágenes tridimensionales, sino de sentir por períodos de entre cinco y quince minutos que uno se encuentra d-e v-e-r-d-a-d en Gaza, bajo el mar, en el espacio o en lo más recóndito de la selva. Y si la experiencia resulta tan perturbadora es porque, en cierta medida, de una forma tan palmaria como inverosímil, determinados aspectos de ella parecen más reales que la propia realidad. Incluso para alguien que ha pasado un año de su vida en la selva colombiana, como es mi caso, las selvas virtuales de TriBeCa se antojan más genuinas que las originales. Digamos que vivir en la selva colombiana fue en cierta medida menos real que visitar uno de los paisajes virtuales propuestos por los creadores de TriBeCa. O que las selvas de TriBeCa se parecen más a la imagen selvática que el mal llamado «ciudadano occidental» adquiere después de leer a Kipling, Márquez o Conrad.
Aquí es cuando las cosas empiezan a complicarse con problemas metafísicos irresolubles y con dilemas espeluznantes sobre el mundo que estamos construyendo. Coppola augura que las compañías de internet pronto estarán creando su propio contenido cinematográfico. (Muchas lo hacen ya). Contenido que aspirará no ya a controlar toda nuestra socialización a través de la red, sino todo nuestro tiempo de entretenimiento. En 2014, seguro que lo recuerdan, Facebook adquirió Oculus VR, uno de los mayores gigantes en el incipiente mundo virtual. Con Facebook convirtiéndose en la sexta compañía más valiosa del mundo y, según The Economist, en la droga más adictiva, con plataformas como Netflix, YouTube y Amazon desbancando de forma paulatina pero quizás imparable a los estudios tradicionales, y con el irrefrenable auge de tecnologías capaces de alejarnos de la sucia materialidad en la que andamos inmersos, me sorprendería que no acaben cumpliéndose las más temibles profecías de Foster Wallace y su embaucadora broma infinita. Algún día podremos consumir durante horas y horas un entretenimiento más veraz y placentero que el mejor polvo de sus vidas. De hecho, el auge de estas tecnologías es tal que en TriBeCa se rumoreaba que el próximo proyecto de Steven Spielberg será íntegramente virtual. Habrá que esperar a la decimosexta edición para comprobarlo. Entre tanto, les auguro un mundo virtualmente feliz.
Fotografía: Jose Serralvo