No todo el cine se hace en Hollywood, pero sin Hollywood la gran pantalla no tendría una realeza. Las reinas y príncipes del cine pertenecen al Hollywood clásico. Cualquier aficionado conoce un puñado de películas estadounidenses en blanco y negro que constituyen los cimientos de toda la cultura cinematográfica, y los cuidadosos retratos plateados de grandes estrellas del pasado todavía cautivan nuestra imaginación. Cualquier tiempo pasado fue mejor, o eso dicen, y la nostalgia nos hace contemplar con ternura la cinematografía de décadas pasadas. El Hollywood de la década de los diez, hasta la de los cincuenta, es lo que hoy llamamos con admiración «cine clásico». Ciertamente, no hay un buen cineasta posterior que no reciba la influencia de todo aquel trabajo y el séptimo arte no se puede entender sin todo aquello. Sin embargo, no todo era tan perfecto como en las fotografías que colgamos en las paredes. Aquel Hollywood produjo grandes obras, sin duda, pero también era una industria en la que se prestaba poca atención al arte y donde los creadores, cuyas voces eran acalladas sistemáticamente, eran simples herramientas en manos de los ejecutivos; lo que pasa es que hemos preferido olvidar lo mucho de malo que tenía aquella época, aunque algunos de sus protagonistas no dejaban de quejarse sobre el bajo promedio de calidad del cine hollywoodiense. Cuando hoy pensamos en un «gran estudio» pensamos en grandes distribuidoras que de «estudio» ya tienen bien poco y que de toda aquella estructura apenas conservan más que unos nombres y unos logos. Cuando los grandes estudios, los de verdad, dominaban la tierra, Hollywood disponía de un arsenal de talento muy superior al actual porque no había televisión ni otras industrias audiovisuales que se llevasen su parte del pastel. Sin embargo, buena parte de ese talento era desperdiciado y la industria estaba plagada de problemas creativos. El llamado «sistema de estudios» produjo muchos de nuestros recuerdos más mágicos, pero también era una máquina de elaborar basura en cantidades industriales. Tanto, que era un sistema del que los críticos abominaban, y al que varios legisladores persiguieron por sus malas prácticas, aunque un cúmulo de circunstancias hizo que no se le pusiera la puntilla hasta 1948. El sistema de estudios fue responsable de algunas de nuestras películas favoritas, sin duda, pero si no se hubiese hundido jamás hubiésemos visto cosas como El Padrino o Star Wars. El cine se hubiese quedado estancado para siempre en los viejos hábitos, que no eran tan puros y brillantes como nos gustaría creer que fueron. Si el Hollywood clásico desapareció, fue porque estaba dominado por empresas que actuaban fuera de la ley.
Hoy estamos acostumbrados a una industria cinematográfica que funciona de manera modular. Explicado de manera muy gruesa: una compañía de producción realiza una película, después otra compañía —la distribuidora, papel que cumplen los grandes estudios de hoy—se encarga de ponerla en el mercado. Las salas de cine pueden decidir si les interesa esa película y negocian un acuerdo económico al efecto, por lo que los exhibidores tienen, al menos sobre el papel, la última palabra sobre qué películas se proyectan o durante cuánto tiempo estarán en cartel. Este proceso nos parece normal. Los actores y directores firman contratos por obra con la productora para cada película en la que trabajan, así que ejercen como freelancers, eligiendo de entre las distintas ofertas y guiones que llegan a sus manos. Pero en la llamada «edad de oro de Hollywood» las cosas eran muy distintas. Los grandes estudios dominaban la industria y controlaban con mano férrea todos los pasos anteriormente citados, desde la producción de la película hasta la proyección final. Un pequeño grupo de nombres, los grandes jefes, tenían un poder casi absolutista para decidir qué cosas llegaban a los cines. Todos los demás agentes involucrados, desde artistas hasta exhibidores, estaban bajo su control. Hollywood era la dictadura de un puñado de estudios, cuyo número variaba según se producían fusiones y adquisiciones. Toda competencia era arrinconada, comprada o forzada a trabajar para ellos.
En su momento de máximo apogeo, la industria estaba dominada por los llamados «Cinco Grandes» (Metro-Goldwyn-Mayer, Paramount Pictures, Warner Bros, 20th Century Fox y RKO Pictures), aunque dependiendo del momento histórico sus nombres habían ido cambiando. Su poder llegó a ser prácticamente omnímodo. No necesitaban productoras externas porque en sus instalaciones construían platós de interiores y de exteriores en los que podían rodar escenas ambientadas en cualquier entorno imaginable; en unas decenas o cientos de metros, un equipo de rodaje podía pasar de unos decorados que simulaban apartamentos a unos jardines que imitaban la selva tropical, y así rodar toda clase de películas sin parar. Todos los involucrados en cada película, técnicos y artistas, estaban a sueldo del estudio. Incluso las grandes estrellas eran simples empleados; si bien podían cobrar salarios verdaderamente astronómicos, tenían nula libertad. Debían trabajar para el estudio que los tenía bajo contrato, excepto préstamos ocasionales que a veces se hacían entre estudios por cuestiones de conveniencia. Las estrellas, por importantes que fuesen, rara vez tenían influencia en el proceso artístico y, si por ejemplo el estudio decidía encasillarlos en un tipo de papel o hacerles trabajar en películas poco interesantes, tenían que bajar la cabeza y aceptar su destino. A cambio se les concedía toda clase de lujos y caprichos, y además se cuidaba con mimo su imagen pública. De hecho, cuando un estudio se fijaba en un actor o actriz joven, los modelaban desde el principio; empezaban por cambiarles el nombre, y los apellidos judíos solían desaparecer, así como los latinos, salvo que los requerimientos del encasillamiento dictasen lo contrario (por eso a una tal Margarita Cansino, de raíces andaluzas, la conocemos como Rita Hayworth). Se les ofrecían clases de dicción, baile o pasarela. Se les enseñaba a caminar, a moverse, a vestir, a comportarse de manera elegante durante las apariciones públicas. Debido a esto había algo que distinguía a aquellas estrellas de las actuales, el glamour. Aquellos actores trabajaban duro para sus jefes, pero su imagen pública era cuidadosamente perfilada y se les hacía parecer dioses intocables e inalcanzables. Los Estados Unidos no tenían aristocracia ni realeza, así que las estrellas de Hollywood terminaron cumpliendo esa función. El glamour era considerado fundamental y los estudios peleaban con vigor para evitar que los trapos sucios fuesen conocidos por los espectadores. El control de la imagen proyectada por los actores era tan estricto que en muchas ocasiones se arreglaban romances —por lo general fingidos, entre dos intérpretes empleados por el mismo estudio— que incluían «citas» públicas ante la prensa, con lo que se añadía morbo a las películas que hiciesen juntos o sencillamente se obtenía publicidad gratuita gracias a las revistas de cotilleo. Y no era raro que, al terminar aquellas pantomimas ante los fotógrafos, ambos «novios» salieran pitando para retozar por separado con sus auténticas parejas o con su carrusel de conquistas. En Hollywood, además, abundaban los homosexuales, lesbianas y bisexuales, lo cual no era ningún secreto dentro del negocio pero sí se maquillaba de cara a una sociedad todavía muy cerrada. Eso sí, entre bastidores, a los actores se les permitía hacer lo que les viniese en gana; los estudios sabían que el sexo era uno de los alicientes para mantener contentos a sus grandes nombres. Es más, muchos ejecutivos y productores se comportaban del mismo modo, por lo general con aspirantes a estrella que, bien a sabiendas o bien de manera cándida, entraban en el mercadeo sexual que formaba parte del engranaje empresarial. Más delicado era el asunto de las drogas o del alcohol, que podía resultar más difícil de ocultar cuando llegaba a afectar al aspecto y la conducta de los actores. Mientras una estrella cumpliese con los duros rodajes y atrajese espectadores a la taquilla, se le concedía manga ancha y se ignoraban sus excesos. Pero cuando esos excesos le pasaban visible factura los estudios no tenían piedad y la caída de un intérprete podía ser tremenda. Hoy en día se permite que gente como Robert Downey Jr. presuma de sus antiguas aventuras con las drogas y pueda volver a trabajar en primera línea; es más, un pasado escabroso se ha convertido en una buena manera de obtener publicidad. Pero en el sistema de estudios sucedía todo lo contrario: ese tipo de publicidad era evitada a toda costa. Algo parecido pasaba si un estilo de película pasaba de moda; como los actores solían estar muy encasillados y tenían poca libertad artística, no era raro que se hundiesen junto a un género. Y cuando alguien caía de su pedestal, podía confiar en que nunca conseguiría recuperar su lugar, porque los estudios siempre tenían recambios a mano… para que nos hagamos una idea, en la década de los treinta la Metro-Goldwyn-Mayer tenía en plantilla a más de cincuenta actores de renombre.
Esto produjo un star system inmaculado cuya aureola hoy nos parece mágica. Las mayores estrellas cinematográficas de nuestros días parecen personas normales y nadie se molesta en evitarlo. Piensen en Scarlett Johansson, sin duda una mujer bellísima con carisma de estrella, que no solamente no reniega de su origen proletario sino que presume de él y se comporta con mucha naturalidad en público. La hemos visto concediendo entrevistas en donde se muestra como una persona cualquiera; incluso publicó una foto suya sin maquillaje en su cuenta de Instagram, reivindicando la belleza natural. Lo mismo hacen casi todas las demás estrellas del Hollywood actual. Pues bien, todo eso que a usted y a mí nos parece normal, ¡hubiese sido impensable en el sistema de estudios! Si Scarlett hubiese vivido en los años veinte, treinta o cuarenta, jamás se lo hubiesen permitido. Hoy la recordaríamos por vaporosas fotografías con vestidos elegantes, aire de princesa de cuento y siempre maquillada, peinada e iluminada con una precisión milimétrica. Puede que Bette Davis no fuese tan guapa como Johansson —era, eso sí, mil veces mejor actriz—, pero nunca verán una foto promocional en la que Bette Davis no desprenda glamour. Resultaba impensable verla en chándal o con patines, y mucho menos sin maquillar. Cuanto más etérea e inalcanzable pareciese una estrella, más despertaba el interés del público. Y si además era solitaria y esquiva como Greta Garbo, aún despertaba más curiosidad. Con los varones sucedía igual: tampoco se le hubiese permitido a Brad Pitt salir a comprar con bermudas y chanclas. Una estrella de Hollywood no debía parecer una persona normal, aunque muchas de ellas lo fuesen (otras, eso sí, se creían ese papel de ente divino y terminaban absorbidas por una egolatría delirante). Cuando se mostraban cercanas al público, que a veces sucedía, era siempre de manera calculada por el estudio ante una situación que lo requería. Aquella férrea política de control sobre la imagen de los artistas parecía funcionar tan bien que terminaría siendo adoptada por la industria musical, y un perfecto ejemplo es el funcionamiento de la discográfica Motown, cuya disciplina durante los años sesenta recordaba mucho al antiguo sistema de estudios. Hoy sigue sucediendo en la música, aunque de manera no tan exagerada y más de cara al público adolescente. Figuras como Justin Bieber, Katy Perry o las boy bands son publicitadas bajo esos parámetros, y se les elabora una imagen pública destinada a alimentar una fantasía. Es obvio que el público adulto del siglo XXI no es tan ingenuo y ya supone que estas personas no son lo que se pretende vender, pero de cara a sus seguidores más jóvenes e inmaduros, que las idealizan con pasión, sí funciona el engaño. Piensen en aquel día en que el niñato de Bieber escupía a sus seguidoras desde el balcón de su hotel; si muchas chiquillas le defendieron, pese a lo flagrante de su asquerosa actitud, se debía a que incluso con esos gestos desagradables necesitaban creer en él. Pues imaginen un proceso similar pero mucho más a lo bestia, aplicado a todo Hollywood y asimilado por una buena parte del público adulto de aquella época, que era más conservador y también más crédulo que el de nuestra época. La gente, afectada por crisis económicas devastadoras y conflictos bélicos, estaba muy necesitada de evasión y quería creer.
Con todo, este férreo dominio sobre los actores era el lado más visible del sistema de estudios, pero había otras facetas más relevantes. Lo que de verdad marcaba la diferencia de aquel cine con respecto al cine actual no eran los intérpretes o directores en sí mismos, sino el control total que los estudios tenían sobre la producción y la distribución de las películas.
El oligopolio
La historia del negocio ha mostrado que las películas más exitosas han sido desarrolladas mediante esfuerzos individuales más que por la producción en masa, donde no hay competición ni necesidad de tener especial atención a la calidad. El productor independiente al que se le niega el patronazgo de las mayores salas de cine no recibe compensación suficiente para competir con éxito contra otros productores independientes, y esto hace que descienda la calidad de las películas (W. W. Hodkinson, fundador de Paramount Pictures, en 1923).
El poder de los estudios se forjó en el mismo momento en que el cine mudo pasó de cortometrajes más o menos baratos al formato de los largometrajes con una mayor parafernalia detrás. Superestrellas como Charles Chaplin habían gozado de independencia creativa y se habían forjado un nombre mediante los cortos, pero aquella era una situación que no podía perdurar. Conforme avanzaba la década de 1910, los actores y directores empezaron a ser considerados herramientas por los ejecutivos. Algunos se rebelaron, aunque no todos consiguieron liberarse del yugo. El mejor ejemplo se produjo en 1919, cuando unieron fuerzas cuatro de las mayores estrellas del cine de su tiempo: nada menos que el director D. W. Griffith, la pareja formada por Mary Pickford y Douglas Fairbanks, y Chaplin, amigo de estos. Crearon United Artists, un híbrido entre estudio y distribuidora cuyo propósito era ayudar a los artistas a tener mayor poder de decisión, pero para que el invento funcionase se requirió de las más influyentes superestrellas del momento, que aun así no lo tuvieron nada fácil y antes de 1948 nunca pasaron del papel de segundones. Otros muchos actores y directores no saldrían nunca de la disciplina del studio system, sobre todo cuando los estudios aprendieron que lo mejor para apagar la rebelión era facilitar que sus estrellas llevasen una vida privilegiada con dinero, caprichos, fiestas, sexo y una aureola de iconos de la que no gozaba nadie más en el planeta.
Ese poder de los estudios no dejó de crecer durante los años veinte, hasta que se estableció un oligopolio que amenazaba con ahogar a todos los demás agentes de la industria. El mejor ejemplo de lo que sucedía era el circuito de cines de Detroit. A principios de los años veinte casi todas las salas de cine de la ciudad pertenecían a pequeños y medianos exhibidores, asociados en una cooperativa llamada Booking Office, con la que intentaban defender sus intereses frente a la creciente presión de los estudios para imponer condiciones de distribución cada vez más duras. Cooperativas similares surgieron en muchas ciudades del país, con el principal objetivo de erradicar la práctica del block booking, que podríamos traducir como «reserva en bloque» y que era una especie de chantaje comercial al que los grandes estudios sometían a los exhibidores. Funcionaba así: si usted tenía una sala de cine y quería atraer al público proyectando alguna buena película de un gran estudio, debía adquirir también una película mala del mismo estudio y proyectarla en doble sesión. Le gustase o no. Al principio, el block booking consistía en estas sesiones dobles, pero cuando los grandes estudios aumentaron su influencia empezaron a imponer la venta anticipada de paquetes anuales que las salas compraban, incluyendo abundantes cantidades de morralla de baja calidad que tanto exhibidores como público debían tragarse. Pues bien, cuando empezaron a proliferar estas cooperativas, la respuesta de los grandes estudios fue tajante. Empezaron a comprar las salas de cine para que ya nadie les discutiese lo que se debía o no proyectar. En Detroit casi todos los cines de la ciudad fueron comprados por el fundador de Paramount Pictures, Adolph Zukor, quien los agrupó bajo el engañoso nombre de United Detroit Theatres (un nombre que sonaba a asociación, pero que apenas ocultaba el siniestro hecho de que se estaba edificando un monopolio). El poder de Zukor sobre el negocio de la exhibición en la ciudad se volvió casi absoluto. Es verdad que hubo salas que no consiguió comprar, las cuales formaron una nueva cooperativa para intentar hacer frente al vendaval. Pero seguían necesitando las películas de los estudios para continuar abiertas y atraer espectadores, así que incluso estos últimos rebeldes terminaron rindiéndose a mediados de los años treinta, cuando firmaron un acuerdo que, en esencia, también subyugaba a las salas independientes a los deseos de Zukor. De esta manera, Paramount ejercía un monopolio regional de facto y Zukor se ganó el sonoro sobrenombre de «el Napoleón de las películas». En todo el país se producían casos similares y varios grandes estudios se repartían la tarta de los locales de proyección en las grandes ciudades. El oligopolio terminó estrangulando al circuito de salas e impidiendo una competencia efectiva. Ahora bien, ¿qué consecuencias tenía esto sobre el cine que veía la gente?
Conforme crecía el poder de los estudios, las salas de cine dejaron de discutir los contenidos, porque estaban obligadas a cualquier cosa. Y claro, esta ausencia de poder de decisión en los compradores afectaba considerablemente a la calidad de las películas. Hoy solamente recordamos las obras más brillantes de aquellos tiempos —que las hubo y muchas, sí, porque Hollywood concentraba casi todo el talento creativo del cine mundial—, pero también se producía mucha basura de muy baja calidad. Aunque es imposible de calcular, yo diría que el cine de los años treinta y cuarenta era, como promedio, inferior al de los años setenta. En los setenta ya no existía el sistema de estudios y los distribuidores tenían la competencia feroz de la televisión. Además debían convencer a las salas para que proyectasen sus películas, no podían imponerlas, por lo que la necesidad de intentar rodar buenas películas era mucho mayor. Pero en los años veinte y treinta era tan malo el estado del cine que incluso algunos jefazos de estudios se sentían incómodos con la situación. ¿Quieren un ejemplo? W. W. Hodkinson, que había sido fundador de Paramount, ya advertía en 1923 que la calidad de las películas iba a sufrir si permanecía el sistema de estudios. De hecho, en 1929 el propio Hodkinson terminaría abandonando el negocio del espectáculo para meterse en la industria aeronáutica.
Naturalmente, usted puede objetar: «Pero ¡hay películas de los treinta y cuarenta que son maravillosas!». Sí, esto es evidente. Pero no se contradice con lo que acabamos de contar. Los estudios, pese a su poder, seguían teniendo que producir algunas buenas películas al año, las que debían captar la atención del público. Por más que los exhibidores fuesen clientes cautivos y por más que muchas salas perteneciesen a los propios estudios, estos seguían compitiendo entre sí. Esas producciones importantes también debían aspirar a premios y críticas elogiosas, una publicidad espléndida que además servía para mantener alto el prestigio de cada estudio. Por ello, para estas películas insignia reservaban lo mejor de su arsenal: los guionistas más ocurrentes, los directores más brillantes, los intérpretes más famosos, los mejores decorados, los más reputados compositores, etc. No se les daba libertad, pero al menos añadían su saber hacer al método tan industrializado de aquel Hollywood. Como los estudios se ocupaban de la producción desde el primer paso hasta el último y trabajaban con plantillas bajo contrato, se produjo un fenómeno muy peculiar: la especialización. Cada gran estudio era conocido por un estilo propio. Paramount apuntaba a un entretenimiento masivo con las superproducciones a lo bestia de Cecil B. DeMille, pero también producían comedias ingeniosas al estilo de los Hermanos Marx. La Metro, que era la compañía más exitosa, se especializaba en películas marcadas por el glamour y muchas ínfulas burguesas, que permitían a la gente evadirse de la cruda realidad cotidiana gracias a figuras intocables como Greta Garbo, Clark Gable, Hedy Lamarr o Joan Crawford. La Warner, en cambio, prefería apuntar a un público más políticamente consciente con un cine más realista y figuras capaces de salirse del estereotipo de estrella inmaculada para interpretar a seres proletarios de carne y hueso, como Humphrey Bogart, Bette Davis y James Cagney, además de las desenfadadas aventuras de Errol Flynn. La Fox recurría a valores americanos más conservadores con los wésterns de John Ford y las honestas figuras de autoridad moral interpretadas por Henry Fonda o John Wayne. Casi en el extremo contrario estaba la RKO, que apostaba más por la innovación, y junto a los musicales hip de Fred Astaire y Ginger Rogers también albergaba a estrellas rompedoras como Orson Welles o Robert Mitchum. Cada una de las cinco majors, pues, demostraba una personalidad única. Pero, insisto, también tenían algo en común: dentro de la oferta anual de todas ellas había un buen número de películas nefastas de bajo presupuesto, cortometrajes para niños o seriales de aventuras por capítulos que las salas de cine debían encasquetar en sus carteles.
En aquel Hollywood feroz había también estudios medianos y pequeños, así como productores independientes. Los estudios medianos como Columbia, Universal o United Artists intentaban hacerle la guerra a los grandes, pero se veían cada vez más arrinconados porque no tenían tanto dinero como para entrar en la guerra de compra de salas. Irónicamente, estos tres estudios imitaban algunas de las malas prácticas de sus hermanos mayores, como el block booking, así que, pese a sus legítimas quejas sobre la situación, tampoco estaban completamente libres de culpa. Por otra parte, estaban los estudios pequeños de la llamada Poverty Row, especializados en serie B y cine de género barato (Monogram, Republic, etc.), que a veces producían en gran cantidad —Monogram por ejemplo podía llegar a producir más de una treintena de películas al año—, y también había productores independientes como David O. Selznick, Samuel Goldwyn y Walt Disney, que todavía no era el gigante que concebimos hoy. Todos estos agentes más pequeños se resignaban a aceptar las duras exigencias de los grandes estudios, proporcionándoles material para completar la oferta anual. Los estudios pequeños y los productores independientes que intentaban ir por libre solían terminar sucumbiendo a la carencia de un sistema propio de distribución. Algunos desaparecieron porque no podían meter sus películas en los cines comprados por la competencia. Como ven, en aquellos tiempos había dos maneras de hacer cine en Hollywood: malviviendo casi como subcontratas de los grandes estudios o intentando ir contra ellos… y a veces muriendo en el intento.
La larga e insólita batalla legal
Lo más curioso del studio system es que su existencia como oligopolio, que duró décadas, era básicamente ilegal. Los grandes se estructuraban como «corporaciones verticales», es decir, empresas que dominaban toda la cadena de producción de su sector, cosa prohibida por la ley. El cómo pudieron mantener durante tanto tiempo semejante estructura se debió a una combinación de confusión legal, desidia de algunos poderes políticos y circunstancias fortuitas que inhibieron la acción de diferentes Gobiernos. Veamos: la legislación estadounidense contenía una variada selección de normas contra los monopolios, las llamadas leyes antitrust, que pretendían evitar la concentración de poder económico de cualquier sector en unas pocas manos. La Ley Sherman de 1890 prohibía actividades empresariales que dañasen la competencia y el interés de los consumidores, lo cual por supuesto incluía los oligopolios. La Ley Clayton de 1914 regulaba de manera todavía más férrea los acuerdos y fusiones entre distintas empresas, práctica común entre los grandes estudios. La Ley Federal de Comercio, también de 1914, iba más lejos y señalaba como ilegal cualquier práctica comercial que la Administración considerase injusta para la competencia.
Todo ese cuerpo legal difícilmente podía ser ignorado, y de hecho los problemas se remontaban casi a los propios inicios de la industria, cuando la Comisión Federal de Comercio (FTC) declaró que el block booking violaba la competencia e intentó acabar con las malas prácticas. La ofensiva legal arreció en 1921 y en 1923 se abrió un caso contra Paramount. Varias figuras importantes testificaron, entre ellas Samuel Goldwyn, que había tenido que abandonar su cargo en Paramount por las presiones del tiburón Adolph Zukor, quien tras una fusión había dominado la empresa en solitario planteando un ultimátum al consejo («O se va Goldwyn o me voy yo»). Tras marcharse, Goldwyn se había convertido en productor independiente, pero afirmaba que le resultaba «muy difícil conseguir que mis películas sean exhibidas» porque muchos cines pertenecían a Paramount. Por si alguien pensaba que el testimonio de Goldwyn era una especie de venganza hacia Zukor, un ejecutivo que todavía estaba en Paramount, Harris Connick, padeció un ataque de sinceridad y confirmó que el plan de Zukor consistía en «adquirir cierto número de teatros en ciudades clave para que sus películas sean exhibidas sin falta en los cines de estreno» y que su intención era la de establecer un monopolio. También reveló que Zukor estaba intentando fusionarse con la que entonces era su principal rival, First National Pictures, aunque no lo consiguió (en 1928 First National sería adquirida por Warner). Después de aquellos testimonios había poco que hacer para las empresas con ansias de monopolio. En 1928 la propia FTC llevó a los tribunales a los que entonces ya eran los nueve principales estudios de Hollywood. La acusación salió triunfante y los estudios fueron declarados culpables… pero se produjo el desastre bursátil de 1929 y la economía empezó a hundirse a un ritmo de vértigo. De repente, el Gobierno estadounidense entendió que el cine era una necesaria válvula de escape para una población empobrecida y la Administración firmó unos controvertidos acuerdos que en la práctica anulaban la sentencia de 1928. Así, pese a que un juez había declarado ilegal el oligopolio, las majors volvieron a reinar durante los años treinta como si nada hubiera pasado.
En 1938 se dio el primer año realmente malo para el sistema, porque coincidieron tres circunstancias. Una, que la taquilla flojeó y la crítica se mostró muy decepcionada con el nivel de las películas. El segundo golpe se produjo a manos del individuo más insospechado: Walt Disney. Su entonces inaudita ocurrencia de rodar un costoso largometraje animado con altísimos valores de producción, Blancanieves y los siete enanitos, sacudió la industria por completo. Aunque en realidad estaba distribuida por RKO, la película sirvió para ensalzar a los independientes frente al sistema, porque no solamente fue un éxito enorme, batiendo todas las marcas del cine sonoro hasta entonces y superando con mucho a todas las competidoras de aquel año, sino que era una gran película. La prensa especializada, harta de los estudios, aprovechó para ensalzar a Disney por su apuesta individual hacia la calidad, tanto que se le terminó concediendo un Óscar honorífico ad hoc un año después de que se hubiese nominado la banda sonora de Blancanieves, por lo que Disney ¡fue reconocido en dos ceremonias distintas de los Óscar por una misma película! De repente, los estudios vieron empequeñecido su prestigio. Un productor independiente había realizado una película de dibujos animados que, tanto en calidad como en éxito, había humillado a los grandes.
Los Estados Unidos contra Paramount Pictures
El tercer golpe llegó de la mano de Thurman Arnold, asistente del fiscal general de los Estados Unidos y equivalente en el mundo empresarial de lo que Elliot Ness había sido para el crimen organizado. Es decir: un tipo honrado y absolutamente implacable que no se detenía ante nadie, por poderoso que este fuera. Excombatiente de la I Guerra Mundial y licenciado en leyes por Harvard, consiguió ser alcalde de su ciudad natal por el Partido Demócrata y ya era una figura con un expediente impecable cuando en 1938 dio el gran salto a nivel nacional. Se le puso a cargo de la sección antitrust del Departamento de Justicia. Y, bueno, Arnold no perdió el tiempo. Tan pronto se sentó en su despacho, empezó a llevar ante los tribunales a todo monopolio que tuviese a la vista, y trabajando en ello con una furia insólita (es la ventaja del sistema judicial estadounidense, que un solo fiscal motivado puede liarla muy parda ante poderes que antes parecían intocables). Durante los seis años que estuvo como fiscal antitrust se anotó victorias épicas, doblegando a las industrias petrolera, médica, alimentaria, química y de la construcción. También célebre fue su asalto al oligopolio de Hollywood. Apenas meses después de su llegada al cargo, Arnold redactó un informe de ciento diecinueve páginas repleto de quejas pronunciadas por productores independientes, exhibidores e incluso representantes del público. Muy astutamente, en el informe renunció a la jerga legal con la que suelen rodearse los profesionales del derecho, hasta el punto de que los abogados que representaban a Hollywood le acusaban de haber usado deliberadamente «jerga comercial». Pero como su informe planteaba la situación mediante lenguaje meridianamente claro, que podía ser reproducido por la prensa y fácilmente entendido por el público, su causa recabó muchas simpatías. Llevó a ocho estudios ante los tribunales (aunque el caso se conoce generalmente como «Los Estados Unidos contra Paramount Pictures»). Para cualquier observador externo, el fiscal Arnold tenía ganado el caso de antemano. Parecía que los estudios tendrían que eliminar sus malas prácticas y además vender las salas de cine que poseían. ¿El problema? Que el juicio se retrasó hasta 1940 y para entonces la situación política internacional lo había cambiado todo.
Los estudios volvieron a salirse con la suya. No solamente superaron la crisis de 1938 cuando en 1939 reaccionaron al golpe de Blancanieves, produciéndose el que para muchos fue el año prodigioso del sistema de estudios, con grandes películas y muy buenas taquillas. Además estalló la Segunda Guerra Mundial, y aunque los Estados Unidos no eran beligerantes, sus países amigos sí lo eran y el Eje ya era considerado un enemigo potencial. Washington volvió a considerar el cine como una importante arma de propaganda; de nuevo había que tratar con mimo a los grandes estudios. Así que, cuando en 1940 se produjo el anunciado juicio, la cosa se desinfló: tras dos semanas de vistas preliminares en el tribunal, la Administración Roosevelt dictó un «decreto de consentimiento», lo que en cristiano significa que llegaba a un acuerdo con los estudios cinematográficos y por lo tanto se suspendía el juicio. El decreto limitaba, pero no eliminaba, la práctica del block booking (de paquetes anuales se pasaba a paquetes de cinco películas que podrían ser evaluadas de antemano por los exhibidores), pero no obligaba a que los estudios vendiesen sus cines. Se les conminaba a no continuar comprando salas «sin autorización gubernamental», lo cual quería decir que «podéis seguir monopolizando la red de exhibidores mientras no os digamos nada». Condiciones blandas para cuyo cumplimiento, además, se concedía un periodo de gracia de tres años. Esto echaba por tierra el trabajo previo de Thurman Arnold.
Es más, en 1943, al terminar el periodo de gracia, los estudios no habían cumplido ni una sola de las condiciones de la sentencia. Pero el caso no se reabrió porque los Estados Unidos ya estaban en guerra, lo cual significaba que la visión de Hollywood como recurso propagandístico había tomado carácter oficial. Washington decidió olvidar por completo el «decreto de consentimiento» y los estudios volvieron a hacer lo que les daba la gana sin restricción alguna. ¿Y el fiscal Arnold? Como el esfuerzo bélico requería de la colaboración de todo el tejido económico estadounidense, incluyendo las empresas con ansias de monopolio en cualquier sector, la política antitrust empezó a ser dejada de lado. El combativo Thurman Arnold, que pese a la guerra seguía sin estar dispuesto a ceder ante los poderes económicos, se convirtió en una figura incómoda. Fue discretamente depuesto en 1943, y se le aparcó en un tribunal menor de apelaciones. Así, un hombre que tenía madera de fiscal general o incluso de secretario de Justicia terminó ocupándose de asuntos locales. Decepcionado, abandonó el cargo después de solamente dos años y decidió dedicarse a la práctica privada de la abogacía. Así, el mayor defensor de los consumidores frente a los monopolios quedó apartado de la política; era demasiado honesto. Puede que las películas de aquella época hablasen de Adolf Hitler y los japoneses como el enemigo, pero no deja de ser irónico que hubiesen sido ellos quienes les salvasen el pellejo a los grandes estudios. Hasta 1945 nadie tosió a los estudios. El pez grande se comía el mediano, y el mediano al pequeño. Los Cinco Grandes estaban ganando más dinero que nunca.
El crepúsculo de los dioses
El suicidio de Hitler y la derrota final de Japón fueron malas noticias para los grandes estudios. Acabada la guerra, Washington ya no tenía motivos para seguir consintiendo sus caprichos. Los productores medianos o independientes seguían peleando por acabar con el sistema, pero esta vez empezaron a conseguir resultados. Varios de ellos se asociaron para que el caso volviese a los tribunales y formaron la SIMPP, donde militarían Chaplin, Mary Pickford, Samuel Goldwyn, David O. Selznick y un joven Orson Welles. Un tribunal de Nueva York retomó el asunto ante el hecho evidente de que el «decreto de consentimiento» continuaba sin ser cumplido. Para colmo, algunos nuevos agentes de la industria veían con buenos ojos el proceso judicial. El excéntrico magnate y productor independiente Howard Hughes llevaba años deseoso de hacerse con el control de RKO, uno de los Cinco Grandes. Hughes pensaba que una sentencia contraria al oligopolio le haría más fácil comprar RKO, así que apoyaba con entusiasmo la posibilidad de una apelación. A esto se le llama «visión de futuro»: quería comprar una empresa aprovechándose de una posible sentencia contraria a los intereses de esa misma empresa. Qué individuo.
En fin, el juicio se celebró en 1946 y los tres jueces implicados dictaron una sentencia sorprendente que no gustó a nadie: se declaraba ilícito el block booking (mediante una muy imaginativa relectura del concepto de derechos de autor sobre la que cabía poca defensa, he de decir), pero se permitía que los estudios continuasen teniendo una estructura vertical, incluyendo la posesión de salas de cine. En realidad, por más que les fastidiase la condena del block booking, se trataba de una nueva victoria del sistema de estudios… pero esta vez hablamos de una victoria pírrica. La acusación apeló. El asunto llegó al Tribunal Supremo en 1948. Siete estudios estaban acusados: Paramount, MGM, Fox, Warner, RKO, Universal y Columbia. El dictamen del Supremo resultó devastador: todos los estudios debían vender las salas de cine que poseían, porque producir películas y «vendérselas» a salas propias era una práctica monopolística. El 3 de mayo de 1948, fecha de la sentencia, quedaría marcado como el principio del fin del sistema de estudios y del lento pero inevitable declive del Hollywood clásico. La primera consecuencia fue que ahora había mucha más competencia para colar las películas en los cines, por lo que subieron los estándares de calidad (resulta paradójico, pero la última etapa del Hollywood clásico produjo grandes películas por las mismas razones que terminarían llevando a su decadencia). Y claro, elevar la calidad significaba elevar los valores de producción, por lo que de repente era mucho más caro producir un largometraje competitivo. La progresiva eliminación de la censura también perjudicó a los grandes. Veamos cómo. En 1952, otro juzgado dictaminó que censurar una película iba en contra de la «sagrada libertad de expresión», por lo que el famoso código Hays de censura empezó a perder vigencia. Esta sentencia, conocida como «la Decisión Milagrosa», permitió que pequeños productores empezasen a atraer a su propio público usando armas que para los grandes estudios todavía resultaban impensables, como el desnudo o la violencia. Esto tardó unos pocos años en hacerse notar porque todavía coleaba la fiebre anticomunista del infame senador McCarthy y cualquier indicio de liberalidad era considerado inmoral y, por tanto, «antiamericano». Pero en 1954 McCarthy cayó en desgracia por llevar su inquisición anticomunista demasiado lejos (afirmó que había rojos en la justicia y en el gabinete de la Casa Blanca, lo cual era ya pasarse de la raya). El maléfico senador no pudo superar la pérdida de su poder, entregándose al alcohol y muriendo en 1957. Para 1958 la desnudez ya había regresado a la gran pantalla: los «documentales» sobre nudistas empezaron a proliferar como setas y un tal Russ Meyer estrenó su primer largometraje intelectual dedicado a su temática favorita: las tetas grandes. Esos productos se ganaban su público porque ni el cine de los grandes estudios ni la televisión se atrevían a tanto. Además, empezaron a proyectarse muchas más películas europeas, con lo que los espectadores americanos más exigentes descubrían que había todo un cine distinto más allá de Tinseltown. A toda esta nueva competencia había que sumar, por descontado, el auge de la televisión, por la que el cine perdió un enorme porcentaje de espectadores que nunca ha vuelto a recuperar. En resumen: películas más caras, mucha más competencia y mucho menos público eran el nuevo entorno en el que sobrevivir.
Los estudios medianos se adaptaron bien a ese entorno porque no arrastraban una estructura tan costosa y nunca habían disfrutado de la ventaja de poseer cadenas de salas, así que notaron poco cambio. Siendo empresas más flexibles, estaban mucho mejor preparadas para experimentar y ofrecer un cine diferente. La United Artists, por ejemplo, empezó a florecer más que nunca mientras los Cinco Grandes se agrietaban bajo su propio peso. El sistema de estudios se desmoronó, porque ya no resultaba posible mantener en pie aquellas taifas absolutistas. Los que sobrevivieron lo hicieron a costa de sudor y lágrimas. Tuvieron que cambiar sus políticas por completo. Uno de los grandes llegó incluso a sucumbir: RKO Pictures. Después de sufrir el paso del delirante Howard Hughes, la RKO perdió poder competitivo. En 1957 produjo sus últimas películas, pero era ya incapaz de distribuirlas por sus propios medios, así que fueron otros quienes las llevaron a las salas a lo largo de los tres siguientes años (esto explica que se estrenasen películas de RKO hasta 1960, pese a que desde 1957 ya no había nadie trabajando en los estudios). El estudio RKO fue disuelto legalmente en 1960, aunque en los años setenta la marca sería resucitada para aprovechar su aureola de clásico.
Los que sí sobrevivieron tuvieron que resignarse a que su poder sobre cada película empezaba a desaparecer porque los exhibidores y el público tenían mayor capacidad de elección. La calidad y la novedad eran factores determinantes en el nuevo cine. La nueva tendencia de producir menos películas pero más cuidadas favoreció que los actores taquilleros y los directores prestigiosos fuesen ganando voz y voto. El concepto europeo de «cine de autor» se empezó a trasladar a Hollywood. Siempre hubo cineastas extranjeros adoptados por Hollywood, cierto, pero antes habían tenido que doblegar su estilo a las exigencias del estudio. Bajo las nuevas circunstancias, creadores foráneos afincados en Hollywood como Alfred Hitchcock o Billy Wilder empezaron a expresar su personalidad de manera todavía más marcada, demostrando que su bagaje europeo todavía daba mucho de sí y los distinguía de entre quienes solamente habían trabajado para los grandes estudios americanos. Los cineastas nativos de Estados Unidos aprendieron la lección y la nueva hornada de directores estadounidenses que anteponían sus necesidades creativas a cualquier otra cosa alcanzó su apogeo durante los años sesenta y setenta, con los Kubrick, Coppola, Scorsese, Spielberg, Allen, Peckinpah, Polanski (aunque este de origen polaco y nacionalidad francesa), De Palma, Pakula, Scott, Pollack, etc. Estos directores no eran necesariamente más talentosos que sus predecesores, pero sí disponían de mayor libertad y por lo tanto de mayor capacidad de impacto entre las nuevas generaciones. Es más, sin esa libertad creativa no hubiese surgido algo que hoy nos parece tan representativo de lo establecido como la saga Star Wars, cuya producción (y no hablo solo de efectos especiales) hubiese resultado impensable en los años cuarenta, salvo como artefacto barato de serie B para rellenar sesiones matinales. Hoy cualquier director, guionista o actor puede elegir para quién trabaja y en qué película participa —siempre que tenga ofertas, claro— y puede incluso aportar ideas. Si el cine actual ha perdido calidad durante los últimos años se debe a que la televisión se está llevando las mejores ideas y las mentes más creativas, pero desde el punto de vista de estructura industrial nada impide que surja otro Kubrick. Y usted va a ver cualquier película sin que le hagan tragar una sesión doble con basura inclasificable. El precio, claro, es que ya no haya una Greta Garbo. Pero esto es cine, y nada en el cine es gratis.
Un artículo delicioso. Muchas gracias.
¡Mmmmm…! Lo hace usted compartir (al artículo) similitudes con un plato de natillas…
Los grandes y pequeños estudios produjeron innumerables obras maestras en las que no sobraba ni faltaba nada y en las que todo encajaba como un reloj suizo. Es bastante miope no darse cuenta que algo de «culpa» tuvieron los dirigentes/ propietarios de los mismos que además de ser unos feroces capitalistas eran poseedores un saber cinematográfico que ya quisieran muchos directores de ahora, de una intuición para descubrir actores inolvidables y sobre todo para conseguir un equipo de brillantes guionistas que trabajaban como negros, (eso es verdad) hasta conseguir un producto final en el que no sobraba ni faltaba una coma. (recomendable las Memorias de Frank Capra «El nombre antes del título»).
Muchos de los excesos de nuestros mas afamados directores/productores actuales no hubieran pasado un mínimo examen de estas personas que hubieran recortado sin piedad pero con una inteligencia preclara el metraje interminable y absolutamente innecesario de cine actual.
Basta con observar cómo, salvo en contadísimas excepciones, los «montajes del director» son mucho peores que el proyectado en su día.
En el cine como en la arquitectura y en otros muchos campos artísticos, cuantos más condicionantes, trabas y obstáculos existen se producen las obras más interesantes/emocionantes.
El «infame» y «maléfico» senador McCarthy probablemente tenía razón en que había comunistas tratando de subvertir desde dentro la cultura y la política norteamericanas, siguiendo la hoja de ruta de Gramsci. McCarthy luchaba contra la expansión del comunismo, una ideología totalitaria. ¿También se le llamaría «infame» y «maléfico» si hubiera tratado de desnazificar Hollywood?
McCarthy tenía razón al advertir del peligro de infiltración comunista, pero sus métodos eran inaceptables en un país libre. Es como si ahora, para evitar atentados islamistas, los países occidentales expulsaran a los musulmanes de sus territorios
Mónica, te recuerdo que en EEUU el Partido Comunista fue legalizado en los años 20 del siglo pasado (podría ser 1922 o 1923) y que a partir de entonces no fue prohibido. El problema, al margen de la posible infiltración (que no lo tengo tan claro) es que se metía en la cárcel o se impedía trabajar a gente sólo por ser miembros del partido, lo que no parece muy acorde con los principios democráticos, supongo
La víctima del macarthismo fue la América progresista entre la que se incluía algunos miembros y sobre todo exmiembros del PC o, lo que es lo mismo, los antifascistas de primera hora. Pero insisto, quien perdió fue EEUU y su Constitución. Las libertades que hay en aquel país (insisto: incluidas las que están contenidas en su Constitución) le deben mucho más a gente como Woody Guthrie o después Angela Davis que a Joseph McCarthy o a cualquiera de los infames delatores. Menos mal que al final hubo diques de contención al desastre absoluto y que en la oficialidad de EEUU no todo el mundo era MonicaF. Menos mal
No entedi la última parte . Monica
Muy interesante. Pero creo que el asunto de las salas de distribución sucedió al revés de como lo cuenta: los grandes exhibidores de los años veinte necesitaban películas para sus salas, por eso compraron o fundaron los estudios. Por ejemplo, Marcus Loewe. Tenía la mayor cadena de salas de cine, pero se dio cuenta que le resultaría más barato proyectar su propias películas que comprárselas a terceros, y así, de paso, se aseguraba el suministro. Primero compró Metro Pictures, luego Goldwyn Corporation (por cierto, la compañía que había crado la imagen del Leo, the lion) y, por último, la productora de Louis B. Mayer, formando así la Metro-Goldwyn-Mayer. Fíjense cómo al principio de cada película de la MGM pone que es una producción de Loew’s Inc. De hecho, las decisiones se tomaban en Nueva York.
Lo mismo exactamente hizo William Fox con Fox Pictures. 20th Century Fox se creó en 1935 con la ruina de William.
Mucho más sobre ese período en:
http://abretelibro.com/foro/viewtopic.php?f=31&t=40541 (Marcus Loew)
http://www.abretelibro.com/foro/viewtopic.php?f=31&t=40712 (William Fox)
http://www.abretelibro.com/foro/viewtopic.php?f=31&t=44742 (Darryl F. Zanuck)
http://www.abretelibro.com/foro/viewtopic.php?f=31&t=49564 (Samuel Goldwyn)
Muy bueno. Ahora una duda, no fue llamado el Napoleon de Hollywood el padre de JFK?
Buen artículo, pero subestima la calidad del cine del Hollywood clásico. Es verdad que los estudios eran un oligopolio con el control absoluto de toda la producción y distribución cinematográfica. Es verdad que los actores, directores, guionistas y técnicos tenían muy limitado margen de acción y creatividad. Pero fuera como fuese en cualquier año de entre los 20 y los 50 se pueden contabilizar decenas de obras maestras, en uno solo de cualquiera de ellos (por supuesto entre muchas otras que no lo son tanto), ¿Se podrían contabilizar decenas de obras maestras de hollywood en toda la decada de los 90 o en toda la de los 2000? Y poniendo de ejemplo 2 actrices comentadas: A día de hoy se siguen viendo y admirando (algunas) películas de Bette Davis, ¿Dentro de 60 o 70 años se seguirán viendo y admirando las de Scarlet Johansson?
Pero qué dises sikiyo? ¡Dentro de 70 anos ni quisiera sabrán quien era yo!
¡Sí, mujer, claro que sabrán quién fue usted! ¡¡Y será gracias a Jot Down!!
Yeso lo dices con rintintín, malahe? Es que port aventura te molestan mis interferencias?
Perdón quise decir interferenciones.
Creo que la pelea está desde siempre entre los que venden basura fácil de digerir y los que dan alimento de tres estrellas; por no irme muy lejos ahí tenemos a Miguel de Cervantes cargándose de un plumazo años y años de mamotretos de caballería (ya nadie los recordaría si no fuera por él). Ahora existe Internet, donde cabe todo y donde es muy difícil encontrar calidad; pero para eso tenemos el boca a boca de blogs, foros, redes sociales, además de nuestros gusto y olfato.
a la vista de lo que sucede en 2016 yo diría que Hollywood agoniza.
Jamás Hollywood es única .por y para siempre .aunque te cueste aceptarlo. Dios Bendiga a Hollywood con sin problemas . Como todo lo que se inicia a gran escala es ardúa tarea y tiene sus pro y sus contra. Es más fácil criticar q hacer . Hollywood es lo más maravilloso qhay . Si no te gusta no lo veas y te hará mejor .
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