Intuyo que no ha de ser casualidad que el académico Pedro Álvarez de Miranda haya ubicado el texto titulado «Espúreo» al principio del libro Más que palabras. La contienda que mantienen desde hace años espúreo y espurio, en la que se han visto implicados insignes representantes de nuestras letras, es una alegoría de las distintas actitudes con las que se puede afrontar el conocimiento de una lengua y, como tal, una excelente forma de emprender la lectura de la obra y de percibir la postura de su autor.
La palabra en cuestión ya fue motivo de disgusto y dardo para Fernando Lázaro Carreter, ilustre representante de la intransigencia lingüística, al menos en el imaginario colectivo. Contaba Lázaro Carreter que Francisco Umbral le escribió para hacerle notar que había utilizado espúreo en un artículo —don Fernando, no don Paco—, habiéndole comentado con anterioridad —don Fernando a don Paco— que lo correcto era espurio e «invocaba a los testículos» —don Paco— para que le dijera cómo se escribía el dichoso vocablo. Mientras le doy vueltas a cómo superar ambigüedades sin tantos incisos, no puedo evitar esbozar una sonrisa maligna imaginando la misiva y la reacción, y se me pasa. Lázaro Carreter alegó en principio un error de edición, para después defender la forma espuria —es decir, espúreo— y reconocer no solo su falta, sino su reincidencia y preferencia:
Y estoy completamente seguro de que, sometido el asunto a referendo, el número de hablantes que optan u optarían por la forma espúreo superaría con mucho a quienes prefieren la legítima espurio. ¿Incultos? Sin duda, pero, puesto a mojarme, confesaré, si no escandalizo, mi predilección por aquella; la empleé alguna vez, y en algún libro anda registrada mi «falta». Sin embargo, al enviar la aludida crónica, intenté blindarme contra posibles censores, bien en vano como he dicho, utilizando la forma canónica.
Fernando Lázaro Carreter, El dardo en la palabra.
Tenemos involucrados nada más y nada menos que a Lázaro Carreter, en pleno brote democrático, y a Francisco Umbral. Pero Álvarez de Miranda no menciona esta archiconocida historia; en una renovada versión —el diablo me tienta con remake—, el protagonista es Javier Marías, quien, al igual que Lázaro Carreter, manifiesta preferencia por espúreo y lo utiliza con frecuencia, la mayoría de las veces justificándose después por su uso. A partir de uno de esos casos en los que Marías utiliza el vocablo, amparándose en los precedentes de Galdós y Baroja, el autor del libro desarrolla una reflexión que va mucho más allá del límite entre lo correcto y lo incorrecto.
Casualmente, Marías relataba recientemente en un artículo las discrepancias que se producen entre ellos en la comisión de trabajo de la Academia en el que resume muy bien las ideas que defiende Álvarez de Miranda y que planean sobre gran parte de los temas tratados en el libro.
A estas alturas, quizás algún lector se estará preguntando cómo cojones se escribe la palabreja, como dijo Umbral. Los hablantes ávidos de respuestas claras las encontrarán. El autor recomienda la forma etimológica espurio, como no podía ser de otra forma; pero no solo eso, explica minuciosamente el porqué y cómo, llegado el caso, no tendría ningún problema en aceptar la forma bastarda. No en vano, en otras ocasiones nuestra lengua reconoció a sus hijas ilegítimas y repudió su genealogía. Con igual rigor disecciona diversas cuestiones fraseológicas, léxicas, gramaticales y ortográficas, siempre con un enfoque de tolerancia, salvo en alguna cosa, como es el tema del género no marcado. No recelo de su intención declarada y evidente de desdramatizar, tanto en el capítulo dedicado en el libro como en el reciente artículo «O todos o ninguno», pero sí de la interpretación radical de los que utilizan como arma arrojadiza las voces con autoridad. Reconozco que hablo por los labios de la herida, a falta de un referente ilustre con el cual justificar este arrebato. Como desagravio, la exposición sobre el tratamiento de los géneros en el capítulo «Modisto» es una referencia que deberían leer todos aquellos que alguna vez hicieron un chiste sobre el género femenino en profesiones.
Por si alguien pudiera hacerse una idea equivocada: Más que palabras no tiene absolutamente nada que ver con un repertorio de gazapos ni es un manual de reglas de buen uso. Es una recopilación de disertaciones sobre diversas cuestiones lingüísticas exponiendo datos y razonamientos y dejándonos a la vista el método, el esqueleto, del estudio filológico, aliviado de la pesada carga erudita, y con una perspectiva que puede sorprender a los que esperan respuestas dogmáticas e invita a descubrir aspectos más interesantes de la lengua.
«Hasta en las mejores familias (literarias), el que tiene boca se equivoca», señala Álvarez de Miranda al final del episodio «Espúreo». Yo diría, aunque pierda la rima, que el que tiene cerebro se equivoca, porque no hace falta ni llegar a pronunciar una palabra para que los mecanismos de la lógica nos inciten a regularizar lo irregular, a asimilar formas conocidas, a simplificar… y, al mismo tiempo, procesar lo aprendido para intentar que «lo correcto» salga por nuestra boca. Entender los mecanismos que producen los errores es la forma más interesante y eficaz de evitarlos, y de no alarmarnos por la llegada del apocalipsis si los detectamos, porque puede que algún día adoptemos esa palabra espuria de la que ahora renegamos.
Más que palabras
Pedro Álvarez de Miranda
Prólogo de Manuel Seco
Galaxia Gutenberg 2016
Un ejemplo notable de esas «formas bastardas» triunfantes es murciélago, que viene de murciégalo (ratón ciego). Soy un defensor empedernido del juicio de los hablantes y de lo contraproducente y absurdo de las instituciones de regulación lingüística. Pero no puedo evitar que me duelan los ojos al ver en la prensa española cómo los sustantivos femeninos que empiezan con a ya no solo llevan antepuestos los artículos «el» y «un», sino también los demostrativos «este» y «ese»: «este agua es muy buena», «el crimen se cometió con ese arma». Que el cambio lingüístico siga su curso y que la RAE no meta la cola, pero de ese agua no beberé.
Hola, Roberto.
El caso de murciélago, y otros similares, se trata en el libro, así como el uso, incorrecto, de demostrativos masculinos con nombres en a tónica, que representa un tercio de los registros, es decir, una cantidad muy elevada, pero que según el autor no debe llevar a la adopción de posturas ‘tolerantes’ («tampoco ferozmente represoras», apostilla).
Así que estás en total sintonía con su postura.
En Tierra de Campos el «murciégalo» ha sido siempre, y sigue siendo, «murciégalo» (en realidad, siempre se denomina «murciegalito»).
Claro, cuando salgo de mi variante, de hecho vivo en Madrid, digo murciélago, pero tengo la sensación de estar transigiendo, de estar rindiéndome ante la mayoría equivocada. Pero es la mayoría, qué le vamos a hacer.