La música es consustancial al género humano. Existe en todas las culturas sin excepción y se le concede gran importancia. Es una disciplina abstracta cuya maestría asociamos con la inteligencia. No sabemos bien cómo se originó, aunque vamos entendiendo mejor su estrecha relación con la morfología del cerebro y podemos lanzar hipótesis acerca de la función que vino a cumplir en nuestra especie. En cualquier caso, el ser humano es musical por naturaleza, esto es un hecho probado. Incluso las personas que afirman tener menos talento poseen ciertas habilidades musicales innatas que quizá no son comparables con las de los músicos profesionales, pero que son bastante complejas de por sí y requieren una elevada especialización cerebral. Por ejemplo, cualquier individuo humano es capaz de seguir un ritmo sencillo, adaptándose a él si cambia. Es un proceso tan automático que parece surgir por sí solo en los niños y se requiere de ciertas enfermedades o lesiones graves para que no funcione. Esta habilidad musical, y algunas otras, no son una exclusiva humana. Aunque son raras en el reino animal, están presentes en varias especies. Sin embargo, nuestros parientes más próximos en la naturaleza carecen de ellas. De entre los primates, orden al que pertenecemos y que engloba a varias de las especies más inteligentes del planeta, somos los únicos con capacidades musicales. Nuestros parientes más cercanos, chimpancés, gorilas y orangutanes, pese a que poseen una nada despreciable capacidad para el pensamiento abstracto, tienen menos competencia musical que algunos pájaros mucho menos inteligentes que ellos.
Existen unas doscientas cincuenta especies vivas de primates, aunque según la clasificación taxonómica que consultemos ese número puede variar. Casi todas ellas habitan regiones tropicales y subtropicales, con marcada preferencia por las zonas arboladas, aunque un primate particularmente exitoso se permite el lujo de habitar casi cualquier clima del planeta: el humano. Los primates pueden ser clasificados de diversas maneras según distintos criterios, pero para entendernos buscaremos la manera más sencilla, según sus características externas. Podemos hablar de tres grandes grupos que cualquiera puede distinguir con facilidad incluso sin tener la más mínima noción de biología. El primer grupo es la familia de los homínidos, que nos incluye a nosotros, los humanos, y a nuestros parientes cercanos, los «grandes simios»: chimpancés, gorilas y orangutanes. No descendemos de ellos como algunos dicen equivocadamente, sino que compartimos con ellos un antecesor común, así que puede decirse que somos hermanos de sangre. El segundo grupo de primates es el de los pequeños simios. El tercer grupo, el menos evolucionado (en el sentido de que sus características se consideran más primitivas y cercanas al ancestro) es el de los «prosimios», que incluye a lémures, aye-ayes, gálagos y tarseros, animales que a simple vista pocas personas meterían en el saco de los parientes de los humanos. Algo que sucede con los primates es que la terminología es un poco confusa, sobre todo cuando comparamos el léxico español con el inglés, dominante en los textos científicos. En español, el término «mono» se utiliza indistintamente para grandes y pequeños simios, pero en inglés existen dos palabras diferentes: ape designa a los grandes simios y monkey únicamente a los pequeños, lo cual explica que Planet of the Apes, la famosa novela convertida en película, no se llamase Planet of the Monkeys. A veces, con el afán de resolver esta discrepancia, se recomienda usar «simio» como sinónimo de ape, pero esto suena muy forzado, por no decir erróneo. Primero, porque desde la perspectiva etimológica los pequeños monos también son simios (la palabra, procedente del latín, significa «de nariz chata» y tradicionalmente se les ha aplicado sin problemas). Y segundo porque en inglés sí existe la verdadera traducción de «simio», el término simian, que, como en español, incluye a todos los primates excepto a los humanos y los prosimios. Dicho sea como curiosidad, en algunas taxonomías antiguas llegó a incluirse al ser humano en la categoría de los grandes simios; hoy ya no se hace pero la idea nunca me pareció disparatada. Por aclararnos, aquí usaremos «simio».
Los humanos somos, pues, una variedad más de entre varias en un reducido grupo de especies con las que tenemos muchas cosas en común; tantas, que hoy se discute si algunas características que en otro tiempo creíamos privativas de nuestra especie no son también compartidas por los grandes simios, como el lenguaje. Por ejemplo, sabemos que los demás homínidos no pueden controlar ni realizar ciertos movimientos con los órganos de su garganta, como las cuerdas vocales, lo cual crea una imposibilidad física para que puedan articular el habla, imitando palabras como hacen los loros o los cuervos. No obstante, algunos investigadores que han enseñado a homínidos a comunicarse mediante signos (como David Premack o Francine Patterson) sostienen que los grandes simios pueden interiorizar ciertas reglas abstractas de lenguaje. Esa idea tiene sus detractores, quienes se preguntan si de verdad esos animales están procesando un lenguaje de manera análoga a como hacemos los humanos o si se trata de un simple fenómeno de uso de símbolos que, combinado con una hábil imitación y observación, permite que algunos simios hayan engañado a los investigadores (entre los más fieros escépticos se ha contado el famoso Noam Chomsky). De todos modos, aunque en el peor de los casos nos hallásemos ante ese fenómeno de imitación y no de auténtico procesamiento lingüístico mental, no cabe sorprenderse de que sean los chimpancés o los gorilas quienes más habilidad muestren para construir frases con signos de diversos tipos. Es difícil, si no imposible, trazar una scala naturae de los animales según su grado de inteligencia debido a lo diverso de las capacidades intelectuales que deberían medirse, a la dificultad que conlleva medirlas y al enorme sesgo subjetivo que conlleva siempre la interpretación de los datos. Pero sí pueden realizarse algunas afirmaciones generales, y nadie pone en duda que, después de los humanos, varias especies de primates están entre las más inteligentes sobre la faz de la Tierra, junto a delfines, cetáceos o elefantes. Por citar un célebre estudio, el primatólogo Tetsuro Matsuzawa demostró que un chimpancé puede tener una memoria a corto plazo tan buena o incluso superior a la de un niño menor de cinco años.
Así pues, parece chocante que algunas especies animales mucho menos brillantes demuestren superior capacidad musical. Como sabrán, YouTube está repleto de vídeos muy graciosos en los que vemos a cacatúas que siguen el ritmo de diversas piezas musicales. Estas cacatúas casi siempre aparecen contentas y excitadas por lo que están oyendo. Esto, por descontado, no significa que las cacatúas entiendan la música del mismo modo que los humanos, por más que también la puedan percibir como un estímulo positivo. Pero hay algo que sí podemos medir de manera científica, y así sabemos que las cacatúas no solamente pueden seguir el ritmo de una canción, sino que llegan a adaptar sus movimientos cuando el tempo es aumentado o disminuido. También se ha observado que algunos pájaros, como los alcaudones, cantan a dúo o trío, y sus intercambios vocales llegan en algunos momentos a producir la equívoca pero impresionante sensación de que hubiesen ensayado la pieza; esto no es así, como es lógico, pero sí demuestra que son capaces de escucharse mutuamente y coordinar sus cantos, una habilidad nada sencilla. Ningún simio puede hacer estas cosas. Es más, su relación emocional con la música parece ser muy superficial y parecida a la de los gatos, por trazar un paralelismo que conocemos bien en nuestra vida cotidiana.
Se han realizado muchos experimentos con el fin de estudiar la relación entre los primates y la música, y los resultados nunca han dejado de sorprender, aunque rara vez, por no decir nunca, de manera positiva. Los primates reaccionan a la música como muchos otros animales, pero parecen interpretarla como mero ruido de fondo. Por ejemplo, en una ocasión se colocaron altavoces en una zona habitada por monos tamarinos que jamás habían escuchado música humana para comprobar no solamente su reacción inicial, sino también qué estilos eran más de su agrado, si es que había alguno. Los resultados hubiesen desbaratado cualquier apuesta. Por ejemplo, se mostraban tranquilos escuchando a Metallica, que no parecía inquietarles lo más mínimo, mientras parecían evitar activamente la música de Mozart, hasta el punto de alejarse para buscar una zona en silencio en la que poder relajarse fuera del alcance del (para ellos) horrísono compositor austríaco. Con otras músicas sucedía lo contrario y salían de las zonas silenciosas para acercarse a los altavoces, indicando que a veces la apreciaban.
La reacción de estos monos no tenía nada que ver con un gusto musical, al menos no con uno similar al de los humanos. Como decía, parece que los simios reaccionan a la música de manera parecida a los gatos. Es decir, dependiendo de si la música que oyen contiene sonidos parecidos a los que ellos mismos emiten, o a los que ellos asocian a situaciones de alarma, de tranquilidad, de felicidad, etc. Tanto con gatos como con primates se ha hecho el experimento de componer música ejecutada con instrumentos humanos pero que imita las inflexiones y cadencias del «lenguaje» de estos animales; tanto felinos como primates han respondido como se esperaba, interpretando la música como un sonido ambiental que no tiene significado emocional alguno excepto cuando captan frecuencias y cadencias que de antemano ya significaban algo para ellos. Sin embargo, no parecen captar elementos intrínsecos de la música como el ritmo. Esta distinción es importante, porque algunas personas habrán visto a su gato o su perro reaccionar ante la música y pueden haberlo atribuido a una explicación antropomórfica, creyendo que la música les afecta de la misma manera que a nosotros. Así pues, aunque es verdad que distintas piezas pueden provocar distintas respuestas en animales, es erróneo pensar que despiertan en ellos sentimientos similares a los nuestros. Ni siquiera en los elefantes, que sí tienen cierto sentido del ritmo, pues algunos de ellos aprenden a golpear instrumentos con una cadencia constante. Incluso pueden alternar golpes en dos bongos, manteniendo el tempo con una precisión asombrosa (de la que que los grandes simios parecen carecer). Pero incluso en los elefantes existe un matiz: aunque disponen de un metrónomo interno bastante fiable, no pueden adaptarse a un ritmo externo que estén escuchando. Las orquestas de elefantes típicas de Tailandia no consiguen tocar al unísono, porque, aunque cada uno de sus miembros esté cumpliendo escrupulosamente con su propio sentido del tempo interno, no son capaces de adaptarse a un ritmo externo. No pueden coordinar sus movimientos con lo que oyen. Lo cual sorprende, sobre todo si lo comparamos con su pasmosa habilidad pictórica. Algo parecido puede decirse cuando en algunos circos se ve a animales que «bailan» al ritmo de la música; en realidad solo están siguiendo indicaciones de sus domadores.
La gran pregunta es: ¿qué extraña conexión hay entre los seres humanos y las cacatúas, que comparten una habilidad fuera del alcance de chimpancés, orangutanes y elefantes? Decíamos que en los humanos, el sentido del ritmo y la musicalidad son capacidades innatas. A partir de cierta edad, cualquier niño pequeño responde de manera visible al ritmo y se moverá de acuerdo a la música que esté oyendo con tanta facilidad, que nos producirá la sensación de que la música está directamente inserta en nuestros genes. Y será una sensación acertada: la música es algo genético. Cualquier persona puede seguir una cadencia musical sencilla sin pensar (salvo casos de daño neurológico) y también las personas sordas adaptan sus movimientos a un ritmo dado. Todo lo musical —y sobre todo lo rítmico— es tan connatural a nuestra especie y se desarrolla a tan temprana edad que podríamos llegar a creer que se trata de algo básico y primitivo, pero las capacidades musicales o rítmicas no son tan primitivas; de hecho son excepcionales en el reino animal. El secreto reside en el cerebro. En sujetos humanos se ha observado una relación muy estrecha entre las zonas cerebrales que procesan la audición con otras que procesan el movimiento (y también con zonas encargadas de producir emociones o sensaciones de recompensa). Esto nos sucede a todos; así pues, no hace falta ser Buddy Rich para que uno pueda decir que tiene «sentido del ritmo». Basta visitar cualquier parvulario, donde niños muy pequeños siguen cualquier ritmo con una precisión que demuestra que comprenden la cadencia que escuchan y que su cuerpo responde a ella sin esfuerzo. La profundidad de las raíces neurológicas de la música no es una suposición; el célebre médico y divulgador Oliver Sacks, en su libro Musicofilia, describía cómo la música puede devolver temporalmente el control a enfermos de Parkinson e incluso a pacientes que habían perdido su capacidad de iniciar movimientos voluntarios por causa de una encefalitis (de los que hablaba en su libro Despertares). En ocasiones, algunos pacientes ni siquiera necesitaban escuchar música y les bastaba con imaginarla para poder efectuar ciertos movimientos que de otra manera ya no podían realizar; incluso los encefalogramas reflejaban esa mejoría momentánea. El poder de la música sobre el cerebro humano es, pues, enorme.
La clave de todo podría residir en la capacidad de hablar. Se desconoce si en la historia humana apareció antes el habla que la música, pero existen muy buenos motivos para creer que ambas capacidades están íntimamente ligadas en nuestra historia evolutiva. Incluso se baraja la posibilidad de que una de ellas pudiese haber surgido de la otra. El acto de hablar conlleva la generación espontánea de cadencias y prosodia, porque el habla es rítmica y tiene una melodía propia. Es más; cada idioma humano posee un ritmo y una melodía diferentes. Tanto, que algunos estudiosos han sugerido que distintas culturas podrían haber desarrollado diferentes formas musicales por la influencia del idioma que hablan. Al menos, eso parece indicar un experimento en el que diversas personas, cuando escuchaban secuencias monótonas de golpes, agrupaban estos golpes en compases musicales que casi siempre eran similares a los empleados en su propio idioma. También se cree que algunas lenguas muy melódicas, como el mandarín, facilitan que sus hablantes tengan una mayor capacidad para distinguir entre tonalidades musicales que los hablantes de lenguas occidentales con una prosodia más plana. Pero lo más relevante es que la relación entre habla y música podría explicar por qué las cacatúas responden a la música mejor que los simios. Las cacatúas parlotean constantemente; no dicen nada con demasiado sentido —que sepamos— y desde luego no utilizan un lenguaje como el nuestro para comunicarse en voz alta, pero pueden articular sonidos muy complejos. Tanto, que imitan la prosodia de una conversación humana y también la pronunciación de palabras concretas casi a la perfección. Su habilidad vocal es tan grande que a algunas cacatúas, si no fuera por el peculiar timbre de su voz, se las podría confundir con una persona (a los cuervos, que también hablan y tienen la voz más grave, sí se los puede llegar a tomar por personas). Pero, aunque el parloteo de las cacatúas no contenga un mensaje abstracto, les sirve para relacionarse con otras cacatúas o con los propios humanos. El que sepan imitar sonidos o adaptarse al parloteo de sus congéneres cumple una función social muy importante, y esto explica que sean tan sensibles a la música, aunque como en el caso de otros animales nos equivocaríamos al asimilar sus gustos a los gustos humanos. Las cacatúas suelen preferir estilos como el pop, el rock, el country o la música clásica, y mientras algunas disfrutan con el heavy metal, otras se ponen nerviosas o se enfurecen (otro curioso estudio mostraba que a los loros también les gusta el rock pero les pone de muy mal humor la música electrónica). Responden mucho más a la música que cualquier simio. Pero sobre todo: sus cerebros procesan ciertos elementos de la música de manera parecida a como hacemos los humanos. También muestran una fuerte conexión entre las zonas auditivas y las motoras.
Esto puede extenderse a otros pájaros. Un estudio realizado con gorriones silvestres demostró que su cerebro respondía a la música de manera parecida al cerebro humano. Esto es, activando y conectando entre sí regiones cerebrales a las que se atribuyen funciones emocionales y de recompensa. Esto sucedía cuando escuchaban el canto de otros pájaros pero también cuando sonaban determinados estilos de música humana. Además, la respuesta que daban a la música parecía variar según el contexto social en el que estuviese inmerso el pájaro, como nos sucede a las personas, o si por ejemplo se trataba de una hembra fértil. Como es lógico, cabe asociar estas habilidades al hecho de que para los gorriones también es importante la interacción social mediante sonidos vocales complejos, mediante una especie de «habla».
Es un indicio más para especular con la posibilidad de que el habla, o la articulación de sonidos complejos para comunicarse, favorece que el cerebro de determinadas especies desarrolle un circuito bastante complejo de respuesta emocional ante los sonidos articulados de la música. Otros animales que no hablan ni componen melodías para comunicarse entre sí no son por completo indiferentes a la música, pero casi; como poco, puede decirse que sus reacciones componen un abanico mucho más restringido y más ligado a las asociaciones onomatopéyicas.
La música, pues, no es un producto directo de la inteligencia sino que podría requerir también del habla. Los vínculos con la música serían un fenómeno paralelo al del uso de algún tipo de habla, parloteo o canto complejo que tenga una función social y sea, por lo tanto, capaz de despertar emociones vinculadas con las relaciones entre individuos de la misma especie. O de otra especie, como nos han enseñan las cacatúas, para quienes la música humana es un acontecimiento social de primer orden. Nuestros amigos los simios, por desgracia para ellos, no sienten este vínculo. Su parecido con los humanos es casi siempre asombroso, pero su cerebro no procesa la música como en humanos o pájaros. Existen indicios de que un simio podría entender los conceptos que hay detrás de las palabras —mientras que las cacatúas las imitan pero sin saber lo que dicen— y, sin embargo, el que su desarrollo evolutivo les haya privado del habla los aleja también del mundo de emociones complejas asociadas a la música. No podemos esperar que un simio aprenda a tocar «Cumpleaños feliz» en un piano y menos siguiendo un tempo, pese a que son lo bastante inteligentes para conseguir metas más complicadas en otros ámbitos no musicales. Sus cerebros no trazan las conexiones necesarias y nunca podrían coordinar sus dedos con el ritmo. Es más, ni siquiera entenderían qué demonios estamos tratando de enseñarles, porque estaríamos intentando introducirles en un mundo del que ellos están genética y evolutivamente separados.
Al parecer, el tema de los elefantes pintores es todo un ingenioso truco en el que el cuidador del animal ejecuta sobre su oreja una serie de indicaciones que van guiando al elefante en sus trazos. De hecho, cada elefante sólo es capaz de pintar una sola imagen y, por supuesto, es totalmente inconsciente del significado de su labor.
http://www.dailymail.co.uk/sciencetech/article-1151283/Can-jumbo-elephants-really-paint–Intrigued-stories-naturalist-Desmond-Morris-set-truth.html
Pingback: A los simios no les gusta la música
Entre los del primer grupo hay que añadir los bonobos, inexplicablemente el autor no lo menciona.
Hola Hjalvinos.
Personalmente, para este artículo he incluido los bonobos en el grupo de los chimpancés, aunque te concedo que quizá debería haberlos mencionado de manera distintiva como «chimpancés enanos». No creo que resulte crucial para el tema tratado, pero por si acaso te aclaro mi postura.
Un cordial saludo.
Un caso extremo de imitación de todo tipo de sonidos, incluyendo voces y música, es el del pájaro lira australiano, también vinculado con su necesidad de comunicación y acercamiento a la pareja para procrear. Desde el punto de vista de la educación musical es muy interesante ya que pone en entredicho la muy valorada habilidad de reproducción exacta de un fragmento musical como síntoma de que detrás existe una gran inteligencia musical pero, y siguiendo también la orientación del artículo, es aún más interesante apreciar que esa habilidad musical, así como otras en principio de base mecánica, están más relacionadas con el aprendizaje derivado de la interacción social que el individual, cosa que debería ser suficiente como principio pedagógico para la renovación de la mayoría de currículos de escuelas y conservatorios.