No hay pueblo que pueda tener un gobierno de hombres justos. Tendría que haber un medio social sano, cuerdo, en perfecto equilibrio. Es decir, que para sostener una utopía habría que inventar otra. (Pío Baroja, Memorias de un hombre de acción).
Cuando se propuso un primate como ancestro del ser humano en lugar del barro divino, algunos se lo tomaron muy mal. A lo mejor pensaban que se estaban metiendo realmente con sus abuelos calificándolos de macacos, o sencillamente oían una campanilla de alarma recordando que para mantener privilegios hay que fortalecer barreras, y no derrumbarlas. La religión es un mecanismo perfecto para mantener a la gente convencida de lo que sea a pesar de la evidencia, de la razón, de la coherencia y de las estadísticas, sin tener que dar explicaciones o rebuscar apaños que parezcan sensatos. Y fue así que mono y barro se quedaron por mucho tiempo como dos antepasados diferentemente probables, pero igualmente posibles en el mundo de las esperanzas, espejismos que justifican y sujetan cualquier realidad demasiado cruda de aceptar y de aguantar a lo largo de una vida. Aunque hemos tardado siglo y medio por lo menos, en nuestra sociedad europea la teoría de la evolución goza hoy en día de un estado de salud decente, aunque a menudo, paradójicamente, se transmita con los mismos mecanismos automáticos y rituales del conocimiento religioso. Se sigue representando la evolución como un proceso lineal, gradual y progresivo, una autovía que lleva a una meta y que procede desde formas imperfectas hacia etapas siempre más eficientes, en una cadena de eslabones perdidos que se han perdido por despistados y por defectivos. Pero las evidencias apuntan en dirección opuesta desde hace casi medio siglo, sugiriendo secuencias de grupos de especies que se sustituyen sin más en función de cambios ecológicos inconstantes, generando caminos sin rumbo y con un poco de azar. Se sigue también pensando que un chimpancé o un macaco son formas primitivas que probablemente puedan representar modelos de nuestros ancestros remotos. Pero sabemos ya desde hace mucho tiempo que, como todas las especies actuales, estas son formas muy especializadas, que han seguido un camino evolutivo independiente, con sus características y sus cambios, alejándose durante millones de años de aquel antepasado que teníamos en común. Sobre todo aún no se ha entendido que no descendemos de los primates: somos primates. Somos partes de un grupo zoológico que ha tenido cierta diversificación, partiendo de un modelo común y luego experimentando ideas alternativas. Una de estas alternativas somos nosotros.
Frente a muchas cuestiones para las que hoy en día ya tenemos las ideas más claras, hay otras que se han quedado bastante atascadas. Desde luego no hay que tener miedo a confesar que nuestra especie ha sido el resultado de un proceso muy diferente al de los demás, en el sentido de que nos hemos metido en un experimento más peculiar y el resultado ha sido algo muy distinto al de los otros linajes. Cada especie tiene sus características y sus unicidades, pero los humanos hemos recorrido un camino inusual, que nos ha llevado a un lugar muy diferente. Esto por sí mismo no representa necesariamente un motivo de orgullo, y no olvidemos que este planeta está todavía dominado por medusas, cucarachas y otros bichos que se quedan con la medalla del tiempo de perdurabilidad en esta tierra, la medalla del número de especies, y la medalla del número de individuos. Hasta si pensamos en homínidos extintos, un «bruto» como Homo erectus ha triunfado a lo largo de dos millones de años en tres continentes, cuando en cambio nuestra especie lleva por ahí solo doscientos mil años y, dicho de paso, no promete durar mucho más. Vamos, que a la luz del éxito evolutivo no destacamos particularmente, pero desde luego podemos fardar de ser diferentes, de haber inventado mecanismos nuevos, de haber introducido reglas distintas. Y aquí nos paramos: ¿cuánto de distintas?
Esta cuestión se viene planteando desde las primeras etapas del evolucionismo. Los debates se han llevado a cabo con muchas opiniones pero pocas hipótesis que sea posible medir o cuantificar, con lo cual después de siglo y medio nos hemos quedado con un cansino empate dialéctico. La primera opción sugiere una diferencia de grado (continuidad), interpretando a los humanos como primates que han potenciado lo que tienen los demás monos. La alternativa propone un cambio discreto (discontinuidad), la invención de un «algo» nuevo que los otros no han inventado. Desde luego el hecho de que sigamos en este debate desde hace un siglo y medio nos sugiere que, si es que hay en nuestra especie algo distinto, está muy bien escondido y no se debe de notar mucho. Hasta la fecha muchos factores que supuestamente nos caracterizan como especie (como por ejemplo el lenguaje) no contestan a la pregunta, y solo la desplazan a otro nivel de investigación. Hay comportamientos que nos hacen humanos porque, hasta la fecha, no se han descrito nunca en otros primates, pero sorprendentemente a menudo no van en la dirección que pensamos. Por ejemplo no se conoce, en primates no humanos, el suicidio, o el llanto. Pero esto no nos vale, porque lo que queremos encontrar como distintivo de nuestra especie es algo que sea positivo, algo de lo que sentirnos orgullosos. Y no damos con ello.
Cuando una pregunta sigue sin tener respuesta a pesar de los esfuerzos dedicados a encontrarla, puede ser también que, sencillamente, la pregunta esté mal formulada. Cabe de hecho la posibilidad de que el debate sobre continuidad y discontinuidad de nuestra naturaleza sea más bien una cuestión de terminología. Al fin y al cabo, cada cambio se basa en el material que hay disponible anteriormente (continuidad), aunque sea con una profunda reestructuración de sus elementos o de sus procesos, y, al mismo tiempo, hasta un cambio nimio puede, en sus mecanismos sutiles, representar una pequeña revolución y generar diferencias contundentes (discontinuidad). Así que al final el debate sobre continuidad o discontinuidad entre nosotros y los otros primates es posible que se reduzca a una cuestión de escala y de definiciones.
Ahora, el estudio comparado, en zoología como en antropología, suele tener como interés principal la localización de las características particulares de cada grupo o de cada especie. Son aquellas características que la hacen única, y las que explican su historia personal. Desde luego, entender la historia de una especie quiere decir sobre todo entender sus peculiaridades. Pero el afán de localizar estos caracteres distintivos a menudo llega a cegarnos, centrándonos solo en las diferencias y no en las similitudes. Desde luego, son las similitudes, y no las diferencias, las que pueden revelar escenarios mucho más completos, factores mucho más profundos, y menos fáciles de localizar a la luz de nuestra propia linterna. Un árbol luce por sus hojas, pero se sustenta en sus escondidas raíces.
En los años sesenta del siglo pasado Irenäus Eibl-Eibesfeldt, discípulo de Konrad Lorenz, aplicó los principios de la etología animal a las poblaciones humanas. Comportamientos universales, detectados en poblaciones con culturas muy diferentes, delatan un sustrato natural, una estructura interna, mecanismos que vienen de una organización antigua, a veces asociados a adaptaciones evolutivas con todas sus ventajas, y a veces solo recuerdos y vestigios de nuestra historia filogenética, en muchos aspectos anacrónica pero aún bien consolidada.
Es curioso cómo los caracteres más conservados y primitivos se delatan quizás no tanto en nuestras excepcionales capacidades individuales, sino en la estructura social, en las relaciones del grupo, anclados en nuestros códigos internos para defender la unidad biológica más esencial para la supervivencia: la tribu. El grupo es reservorio genético, protección, recurso ecológico y su programa filogenético está tan blindado que no hay cultura o inteligencia que pueda con ello. Entre los rasgos que tenemos más compartidos con los demás primates están los vínculos inmutables e invariables de nuestra estructura social.
En los primates, la complejidad social ha sido siempre reconocida como factor fundamental asociado a las capacidades cognitivas y a sus potencialidades evolutivas. Robin Dunbar, un antropólogo y primatólogo inglés, a finales del siglo pasado describió una llamativa correlación entre tamaño del cerebro y tamaño del grupo social. En los primates, y solo en los primates, las especies con cerebros más grandes tienen grupos sociales más grandes. Así que los dos factores, tamaño del cerebro y complejidad social, se influyen, se potencian, y a la vez se limitan el uno al otro. Los humanos, con nuestro gran cerebro, no nos alejamos de esta regla que vale para todos los monos, y nuestro grupo social promedio (alrededor de ciento cincuenta individuos —número de Dunbar—) cumple con el patrón esperado por el tamaño cerebral que efectivamente tenemos. Nuestro gran cerebro «permite» relacionarnos con alrededor de ciento cincuenta personas, pero no da para más: aunque nuestra cultura nos ofrece la oportunidad de ampliar la tribu, nuestro cerebro limita las posibilidades efectivas de gestionar más «unidades sociales». Estos vínculos sociales compartidos con los macacos según variaciones de grado y de escala, los encontramos tanto en los cazadores-recolectores como en los empleados de una multinacional. Incluso internet no puede con ellos, y seguimos funcionando en la red con nuestros límites de monos, aunque con dinámicas diferentes. Por ejemplo, en el caso del tamaño del grupo social, las estadísticas sugieren que nuestra capacidad de gestión de las relaciones digitales sigue siendo de ciento cincuenta unidades aunque, a diferencia de una tribu de la selva, nuestras ciento cincuenta casi no se conocen entre sí, formando parte de una «red» en lugar de «un grupo». Los cambios de estas dinámicas son enormes, esenciales, pero los límites de nuestra biología macaca están ahí, y sería mejor conocerlos para no tener problemas a la hora de meternos en situaciones culturales que puedan chocar violentamente con ellos.
Es precisamente al entrar en las dinámicas de grupo cuando el ser humano manifiesta abiertamente los límites de aquellas características que se presumen tan típicas y evolucionadas en nuestra especie, como raciocinio, sensatez, lógica o capacidad de análisis. Es posible que los vínculos de grupo solo amplifiquen algunas inconsistencias de nuestras capacidades cognitivas y psicológicas, o quizás puede que introduzcan nuevos procesos, sacando a la luz un sustrato evolutivamente más antiguo que manda callar a nuestras capacidades cognitivas más recientes.
Estas informaciones sobre «lo que nos hace macacos» pueden ayudar a planificar la integración de nuestros cambios culturales, o pueden evidentemente utilizarse también para controlar a la multitud y aprovecharse de sus debilidades. Es lo que siempre se ha hecho a nivel político con la demagogia y el populismo, a nivel religioso con la manipulación de las esperanzas y de las promesas, a nivel social con el culto del circo y de los estímulos sexuales. Poder tener directamente las claves de estos comportamientos (es decir sus bases biológicas y filogenéticas) podría ser todavía mucho más efectivo, y por ende mucho más peligroso. Las empresas investigan y utilizan estos principios para vender sus productos, y ya tenemos bien desarrollados los principios del neuromarketing: investigar las dinámicas cerebrales para aprovechar sus mecanismos y convertir esta información en beneficio económico.
La demagogia es un ejemplo muy útil para observar los mecanismos tribales y sus paradojas, y ver cómo un truco sencillo aplicado al sentido de grupo manda callar a toda esta supuesta capacidad intelectiva de nuestro fantástico cerebro. Es una argucia que todos critican, pero que funciona siempre: afirmar lo que es obvio y compartido para difundir un sentido de comunidad y de pertenencia, para tranquilizar, para tender lazos. Afirmar lo que la gente ya conoce, y que ya se está esperando, aunque sea descaradamente elemental. Mi padre me enseñó a escuchar a los políticos en esta clave: «Tú imagina que dicen lo contrario de lo que están diciendo, y si el resultado no procede es que te están tomando el pelo descaradamente». ¡Probad, y ya veréis cuántos parlamentarios, ministros o directivos pasan el filtro de la sensatez! Una afirmación compartida, aunque pueda llegar a ser incoherente, no necesita aval. Es decir, cuando alguien hace una afirmación demagógica, aunque obvia, inútil, imprecisa o incluso falsa, no tiene que explicar nada a nadie. Pero si la afirmación se aleja de lo que la tribu supone conveniente, tiene que autotacharse de «opinión personal» para intentar evitar un conflicto directo. Es decir, si tu opinión se aleja del pensamiento común, aunque pueda ser patentemente sensata o acreditada por la evidencia, tienes que declarar a tu cuenta y riesgo la posición de alejamiento de la tribu, procurando ofrecer previamente un preámbulo que suene como una «declaración de no hostilidad» y asunción de las consecuencias: bandera blanca y desde luego propósito de enmienda. Es casi un pedir disculpas de antemano por tu visión diferente, porque si no tomas estas precauciones podrás ser presa fácil para los demagogos de todas formas y colores, que pueden hacerte pedazos sin tener que dar ninguna explicación. No olvidemos que la localización de chivos expiatorios comunes contra los que disparar emociones reprimidas y agresividad oculta es algo que se ha dado en todos los tiempos y todas las culturas y, cuando la manada decide que ha llegado la hora de descargar tensiones, mejor no estar en la lista de los candidatos. Al fin y al cabo, puede que sea un mecanismo para desahogar los nervios de forma comunitaria sin matarse unos a otros y sacrificando como cabeza de turco a los ajenos.
En las dinámicas sociales, las personas son como moléculas de un gas: una sola es imprevisible, pero cuantas más se junten, más predecible será el comportamiento colectivo con pocas y sencillas variables. Y esto porque los individuos son complejos, pero los grupos de individuos no lo son. El grupo nos hace macacos. Las dinámicas de la tribu son ancestrales, y son capaces de pasar por alto la razón, la evidencia, la coherencia o la sensatez. De hecho, uno de los pilares de cualquier grupo es la hipocresía social, es decir, un acuerdo silencioso de aceptación de la incoherencia, acuerdo indirecto pero espontáneo, inconsciente pero nunca disimulado, compartido pero nunca pactado, cómplice pero no culpable. Es probable que la hipocresía social sea algo necesario para la cohesión y el mantenimiento de grupos, sobre todo de grupos pequeños donde las relaciones están más vinculadas y son más vinculantes. Solo un buen nivel de omertá (la ley del silencio), de aguante y de pasotismo puede garantizar tener controlados conflictos y agresividad, sobre todo cuando los recursos (psicológicos, culturales, ecológicos o económicos) no dan para más. Entre diplomacia (presentar las cosas con ciertos colores), omisión (esconder la información) y falsedad (mentir) hay fronteras borrosas, que se cruzan sin demasiados problemas a la hora de evitar apuros con la manada. Ahora bien, en un macaco puedo entender mejor los límites, pero todo esto queda mucho menos elegante (y desde luego más difícil de justificar) en aquella única especie de mono que presume de cordura, llegando con toda humildad a apodarse a sí misma como sapiens.
Pero tenemos que recordarlo otra vez: no descendemos de los simios, somos simios. Cada grupo social se estabilizará en un cierto nivel de hipocresía que, alto o bajo, nunca será nulo. Y, ojo, un exceso de hipocresía más allá de aquel nivel promedio se critica, pero se tolera. Pero un defecto de hipocresía (es decir, una excesiva sinceridad) nunca será aceptado, y se perseguirá como un peligro extremo, riesgo de desestabilización de las dinámicas de la tribu que genera miedo e inseguridad. Un exceso de falsedad se admite, pero un exceso de franqueza se suele apagar con el fuego, la horca, el exilio, o una impiedosa damnatio memoriae que cancela el nombre del condenado de la historia colectiva, borra su existencia del pasado de la comunidad. Lo mismo pasa con la coherencia: cuando es escasa, no es muy difícil mirar para otro lado, pero cuando es demasiada, se tiene bajo sospecha, por si acaso se puede volver en contra de los intereses del clan. Un exceso de coherencia genera a menudo desconfianza y hasta discordia, ya sea en un contexto profesional o privado, dejando la sensación de que el individuo sigue reglas absolutas y no ajustadas a las expectativas del grupo.
Muchas de estas respuestas son automáticas, generando dinámicas que se forjarán solas en función de las relaciones entre individuos. Otras, en cambio, son el resultado del miedo, el miedo a quedarse fuera de la manada, o sencillamente a sufrir las consecuencias de un enfrentamiento. En El país de los ciegos de Herbert George Wells, la única persona vidente, en lugar de triunfar o de aportar a los que no pueden ver, se percibe como un incapaz, un loco, un inadaptado a la sociedad, posiblemente peligroso, y se le ofrece la posibilidad de integrarse solo si acepta «resolver su problema», quitándose los ojos.
Claro está que si nuestras facetas más incoherentes las encontramos en los grupos, las más «nobles» las encontramos en los individuos, seres independientes que a menudo sufren (o disfrutan) el destino de un camino solitario. Las sociedades suelen perseguir y hasta oprimir a los que se alejan de las reglas primitivas, pero luego aprovechan los avances morales, técnicos o culturales que aquellas mismas personas han aportado. Estas aportaciones, orgullo de nuestra supuesta superioridad, se suelen pagar con halagos cuando el responsable ya no puede cobrarlos, pero a menudo se pagan con el aislamiento o hasta la represión en el momento en que el mismo individuo intenta contribuir en vida a su sistema social. El grupo, un animal primitivo y emocional, suele enfrentarse cruelmente a sus propias células que evolucionan, aunque luego aproveche descaradamente la ventaja.
En nuestra especie, los únicos comportamientos más atávicos que los comportamientos sociales, probablemente, son los que están asociados a la reproducción, donde ni siquiera pensamos como monos, sino como mamíferos. Las dinámicas de grupo representan lazos, vínculos directos y compartidos con la historia natural de nuestro grupo zoológico más homogéneo, los primates. De estas dinámicas es conveniente conocer sus límites y sus potencialidades. Edward Wilson, un renombrado biólogo estadounidense acostumbrado a trabajar con los insectos y con sus complejas sociedades, ha intentado entender algunos procesos propios de nuestras sociedades humanas a la luz de las reglas de la naturaleza. Su conclusión es tajante: tenemos tecnología de los dioses, administraciones de la Edad Media y emociones paleolíticas. Y esto, damas y caballeros, tiene toda la pinta de no poder funcionar muy bien.
Qué diferencia con el artículo faccioso de hace unos meses sobre los sirios de Cristian Campos en este mismo medio.
Lo que allí era manipulación mediocre y tendenciosa del conocimiento científico aquí es reflexión abierta y honesta. La distancia entre el narcisismo y la sensibilidad.
Enhorabuena al autor.
Totalmente de acuerdo. De hecho, ya hace tiempo que a C. Campos le tengo en mi lista negra de colaboradores de JD, ya no me molesto en leer sus artículos.
Me quedo con lo de: «…no descendemos de los primates: somos primates.» Es algo que, a estas alturas del curso, está muy claro. Si entendemos esto, entendemos muchas cosas.
Entre paréntesis, gran artículo.
De pie y aplaudiendo. Enhorabuena, excelente artículo. Me he quedado con ganas de leer más sobre la función del chivo expiatorio y sus orígenes. Creo que el sacrificio humano, las vírgenes ofrecidas a los dioses para una buena cosecha, las sangrientas ofrendas aztecas y el bullying son todas manifestaciones de aquel. Entender a fondo este mecanismo pudiera ofrecernos una mejor convivencia.
Comparto una frase que leí alguna vez, que se me vino a la mente leyendo esto:»Quien es brutalmente honesto, lo es más por ser brutal que por decir la verdad».
Justo esa parte del excelente artículo me hizo recordar la noticia del alcalde mexicano que murió a causa de una turba. http://internacional.elpais.com/internacional/2016/07/30/mexico/1469868855_712424.html
Entonces, ¿se dan cuenta de la inutilidad de todo? ¿Para qué tener hijos, desgraciados y desgraciadas? ¿Para tener que decir a la sangre de tu sangre que «esto» es lo que hay? Propongo suicidios en masa, posteriores a arreglos de cuentas definitivos con nuestras manadas respectivas. ¡El apocalípsis ya!
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