Por mucho que se empeñe el vendemotos Paulo Coelho, el universo no conspira para que nuestros deseos se hagan realidad. Más bien al contrario, tendemos a pensar que la realidad se empeña en complicarnos la vida y que nuestra alma gemela es Calimero, aquel pollito negro italiano que se quejaba de que nadie lo quería. «¿Por qué me tiene que pasar esto a mí?», suele ser una muletilla habitual cuando nos dejamos las llaves dentro de casa o metemos la pata hasta el tobillo en un charco. Nos sentimos vigilados por algún duende esquivo, invocamos al maldito Murphy (y a sus secuaces) o pensamos que todo tiene que ver con algún tipo de rito de purificación kármica. Nos dejamos embriagar por el fatalismo cotidiano y no nos acordamos de las innumerables ocasiones en que la casualidad, la suerte o el destino (táchese lo que no proceda según las creencias del lector) nos han favorecido. Estas anécdotas cotidianas se afrontan con resignación, racionalidad o incluso con chispa, como hizo el humorista Paul Jennings al elaborar su teoría del resistencialismo, esa mezcla de resistencia y existencialismo que pretendía explicar el comportamiento rencoroso manifestado por ciertos objetos inanimados (las llaves que se esconden, los muebles que se empeñan en placarnos…). Pero estas pequeñas conjuras que hacen que nos sintamos, si acaso por unos segundos, el centro de las iras del universo poco tienen que ver con las conspiraciones reales que pueblan nuestras vidas… o las imaginarias que le dan saborcillo.
La letra de la ley
Pero, ¿qué es una conspiración? Sin duda es un término conocido, ubicuo en estos tiempos, si bien lo suficientemente escurridizo como para que su explicación se nos escape en una apabullante marea de significado. Es complicado alcanzar una definición satisfactoria sin apoyarnos en las habituales muletillas mediáticas, o sin recurrir a los estereotipos que la industria del entretenimiento nos lleva ofreciendo desde su popularización.
Si pretendemos encontrar una respuesta puramente lingüística y académica, el diccionario nos ofrece aridez y síntesis: «unirse contra un superior o un particular», mientras que entre las acepciones del término «conspirar» también encontramos «convocar, llamar alguien en su favor» y, de manera figurada, «concurrir varias cosas a un mismo fin». Sin duda, reconocemos algunos de sus elementos, pero tenemos la sensación de que hay más, algo que no puede ser encerrado en las endebles jaulas de las palabras. Las definiciones parecen fundirse con la materia que pretenden esclarecer, dejando vacíos e imprecisiones llamativas. Si dejamos atrás las restringidas definiciones del diccionario y recurrimos al derecho, la figura legal de la conspiración no arroja mucha más luz sobre nuestra duda.
En términos generales, una conspiración es un acuerdo entre dos o más personas para cometer un acto ilegal o lograr un objetivo lícito por medios ilícitos, aunque hay diferencias sustanciales entre las conspiraciones recogidas en el código civil (las llamadas colusiones en nuestras leyes, o pactos entre personas y organizaciones para perjudicar a un tercero) y las penales. Sin embargo, hay diferencias entre lo establecido en el Common Law (es decir, el derecho anglosajón, especialmente en Estados Unidos) y lo que aparece en la mayoría de los códigos europeos, muchos de ellos derivados del derecho romano: la definición, el contenido y el propio castigo de una conspiración difieren notablemente. En el caso del derecho penal angloamericano, la conspiración como figura legal tal vez sea el elemento más difuso y elástico de toda su legislación y está sujeta a todo tipo de interpretaciones. El acuerdo entre los conspiradores, por naturaleza, es lo primero que dificulta la clasificación de la conspiración y el reparto de las responsabilidades. ¿Es responsable uno de los conspiradores de los actos cometidos por otros, aunque no se conozcan? ¿Cómo debe ser el acuerdo alcanzado para que se considere conspiratorio? En la mayoría de las ocasiones, no hay manera de demostrar con pruebas fehacientes la existencia de este acuerdo y se aceptan las pruebas circunstanciales. Además, las legislaciones estadounidenses, tanto las estatales como las federales, suelen ser especialmente duras con las conspiraciones, considerándolas las peores amenazas para la sociedad a causa de la «acumulación de talentos delictivos» y al hecho de que la formación de un grupo dificulte la detección, pues la evidencia de la conspiración está circunscrita a los propios conspiradores y su reserva a la hora de testificar aumenta con el tamaño del grupo. También se tiene en cuenta que el propio acto del acuerdo sirve para cimentar y reforzar la resolución de personas que, por sí solas, carecerían de la decisión necesaria para cometer un delito.
Por todas estas circunstancias, en muchos estados norteamericanos el castigo para una conspiración que tiene como fin llevar a cabo un delito es igual de duro que la comisión de dicho delito (y si se lleva a cabo, su pena se suma a la del delito propiamente dicho; es decir, el castigo se duplica), lo que parece indicar que una parte importante de su legislación está teñida de un cierto talante paranoico. Sin embargo, en Europa, cuando existe el concepto de conspiración en el código legal correspondiente, el castigo suele ser el mismo o inferior al del delito implicado. En algunos países europeos la pena puede aumentar cuando el delito es cometido por varias personas que actúan en concierto, pero no existe el concepto de conspiración en sí mismo. En la mayoría de los Estados solo se castigan los acuerdos para cometer delitos (independientemente de si se llevaran a cabo o se quedaran en el intento) si se trata de delitos políticos contra el Estado, pero en ninguno se condenan los acuerdos para cometer actos que no fueran delictivos. Es decir, en algunos supuestos legislativos de los Estados Unidos se puede estar participando en una conspiración aunque el fin último de la misma sea la comisión de un acto legal, algo que parece un absoluto contrasentido a primera vista. No obstante, el término «conspiración» es grandilocuente y evoca imágenes de conjuras de poderosos y tramas de alto nivel, pero en la mayoría de los casos tienen raíces más mundanas y se ciñen a los acuerdos puntuales entre delincuentes de poca monta para cometer un delito.
Intrigas e intrigantes
Pero alejémonos de la maraña de tecnicismos legales y abordemos la cuestión desde otro punto de vista. Si nos atenemos a su naturaleza, y descartamos las intrigas más terrenales con fines puramente materiales, la gran mayoría de las conspiraciones de carácter político tienen como objetivo la consecución de poder o de conocimiento, cuando no de ambas cosas. De hecho, en la actualidad, las fronteras entre estos dos conceptos se difuminan cada vez más. La información es poder y el poder es información. A velocidad de vértigo hemos pasado de los sencillos mensajes codificados de épocas anteriores a las redes internacionales que se dedican a controlar los flujos de datos que recorren el globo. Detrás de todo ello hay pocos villanos al estilo de James Bond y abundan las tramas basadas en la eficacia, el secretismo y la técnica. Los bancos se ponen de acuerdo para manipular los tipos de cambio, las agencias de inteligencia criban océanos de datos privados para «protegernos», los poderosos evaden impuestos con la connivencia de bancos y multinacionales, las guerras sucias y a muchas bandas proliferan por todo el planeta… Ante estas maniobras a gran escala surgen adalides y francotiradores, figuras grises y a veces apisonadas por los hechos que desatan y por las organizaciones cuyas maniobras desvelan. La lista la tenemos fresca: Chelsea Manning, Edward Snowden, Julian Assange y Herve Falciani, entre otros, sin olvidarnos de su padre espiritual Daniel Ellsberg, que filtró al The New York Times y a otras cabeceras los llamados «Papeles del Pentágono» mientras ejercía de analista para la RAND Corporation y provocó una notable tormenta política durante la guerra del Vietnam.
La propagación y divulgación de estas maniobras podrían llevarnos a pensar que todo el monte es orégano y nos acerca al brumoso terreno de la fabulación y las teorías disparatadas (que abordaremos más adelante), pero no hace falta sumergirse en las procelosas aguas del misterio para encontrarnos con tramas y conjuras. El bíblico «que la mano derecha no sepa lo que hace la izquierda» ha sido la máxima descontextualizada por la que se han regido muchos protagonistas de la historia, sobre todo los que han rondado u ocupado posiciones de poder. Son innumerables los ejemplos, todos ellos merecedores de una mayor atención que la dedicada en estas pocas líneas: desde las repetidas conjuras promovidas en Roma por Catilina en la época tardorrepublicana al asesinato de Julio César a manos de Bruto y de sus compañeros conjurados, pasando por los numerosísimos complots renacentistas, en muchos casos originados por nobles de segunda fila demasiado embriagados por los escritos de Maquiavelo, o la conspiración de Amboise, intriga precursora de las sangrientas guerras de religión en Francia. Más cerca nos quedan el atentado contra el archiduque Francisco Fernando de Habsburgo, que pese a su torpe planificación logró su objetivo y sirvió de catalizador para la Primera Guerra Mundial, el Watergate o el asunto Irán-Contra, entre otros. Dondequiera que haya poder, habrá conspiradores.
Por otro lado, ¿puede establecerse un retrato robot del conspirador típico? Si se hiciese un listado con los rasgos de personalidad sobresalientes en los conjurados, ¿predominaría la ambición o la astucia? ¿La inteligencia o el sigilo? ¿La meticulosidad o la paciencia? ¿Es compatible el ingenio con la vehemencia? ¿Tienen algo que ver César Borgia y Montpensier, por poner dos ejemplos de lo más dispar? Además, cabría hacer una distinción global entre urdidores o ejecutores, titiriteros o marionetas. En resumidas cuentas, entre cerebros y peones. El destino de los primeros a lo largo de la historia ha sido diverso, pero los segundos suelen correr una suerte adversa, superados por los acontecimientos que desencadenan (aunque en otras ocasiones, las menos, quedan impunes). A veces, no obstante, la barrera entre conspirador y ejecutor se difumina y nos encontramos con personajes tan llamativos como Bruto o John Wilkes Booth.
En general, la historia se ha encargado de desenmascarar a las principales figuras de las conspiraciones, si bien se dan notables salvedades. Y, curiosamente, algunas de las excepciones más llamativas se han ido presentando a partir de la segunda mitad del siglo XX, coincidiendo con un fenómeno que no ha pasado inadvertido: la «nacionalización» de los servicios de inteligencia. En la inmensa mayoría de las conspiraciones históricas —dejemos de lado a nuestros queridos iluminados, rosacruces, templarios y demás sectarios que pueblan la pseudohistoria—, el paso del tiempo se ha encargado de identificar a cada uno de sus componentes y de diseccionar a conciencia sus movimientos y objetivos, desde la perspectiva desapasionada que proporciona la distancia temporal. A pesar de la magnificencia de los actos emprendidos o la grandiosidad de las consecuencias provocadas por la conjura, ningún conspirador de la historia ha contado con los recursos ni con el apoyo de las omnipresentes organizaciones de inteligencia gubernamentales que pueblan nuestro mundo contemporáneo; entidades que pueden derrocar gobiernos establecidos (o no) democráticamente, practicar sin recato asesinatos selectivos, iniciar guerras por motivos poco claros, crear listas negras de «desleales y antipatriotas» o convertirse en ejecutoras de la voluntad del gobierno que las financia; instituciones que, con su existencia a la luz del día y su volumen titánico, parecen contradecir la propia naturaleza sigilosa y oculta de las maniobras que ponen en marcha.
De la conspiración a la conspiranoia
En siglos pasados, las conspiraciones políticas siempre afectaban a otras personas, estaban alejadas de la rutina diaria, y solo sus posibles repercusiones se hacían sentir en el pueblo llano, como olas provocadas por algún maremoto lejano. Para la gran mayoría de la población, todo aquello siempre les sucedía a otros. Sin embargo, el mundo moderno se ha encargado de demostrarnos que se puede idear una conspiración a nivel planetario a la luz del día, con consecuencias al tiempo titánicas y funestas. Y lo más preocupante para el ciudadano de a pie es que muchas de las confabulaciones que les han tocado de cerca, sobre todo las de carácter terrorista, se han puesto en marcha con una frugalidad de medios sorprendente y ante las mismas narices de esas entidades de inteligencia omnipresentes y casi todopoderosas a las que nos referíamos antes. Para una gran parte de la población mundial —sobre todo, para los ciudadanos estadounidenses— el 11-S sirvió para corporeizar los terrores ocultos que poblaban sus sueños. Se vislumbró la naturaleza y la cara de la bestia, pero esta identificación del mal con un personaje concreto (en aquel caso Osama Bin Laden), destinada a exorcizar gran parte de los miedos, apenas fue transitoria y acabó convirtiéndose en una reducción simplista y peligrosa. Al final el diablo cayó abatido con una parafernalia impropia y extraña —discutida, entre otros, por el pulitzer Seymour Hersh—, pero la supuesta decapitación de Al Qaeda no ha servido para acabar con la expansión talibán en Afganistán y además ha dado alas a un nuevo e impredecible enemigo, el Dáesh. La respuesta a la conspiración terrorista fue la puesta en marcha de otra trama cuyas claves se ofrecen sin recato en los noticiarios de todo el mundo y que pasa por la fiscalización de las libertades personales, la desinformación y la globalización (en el peor sentido posible de la palabra). Orwell y Foucault se maravillarían al ver lo cerca que estamos del New World Order que anticiparon. ¿Y cuál es la única vía de escape para muchos? La paranoia. En este mundo que vivimos, cualquiera puede ser partícipe, voluntario o no, de una conspiración, y de ahí que junto a las conjuras e intrigas documentadas proliferen las teorías conspirativas más descabelladas.
«La teoría social de la conspiración es una consecuencia de la desaparición de Dios como punto de referencia, y de la consiguiente pregunta: “¿Quién lo ha reemplazado?”», escribía Karl Popper en su obra Conjeturas y refutaciones. Mientras tanto, el politólogo Michael Barkun descarta el plano teológico y abunda en la naturaleza de las teorías conspirativas al afirmar que encarnan tres principios básicos: nada sucede accidentalmente, nada es lo que parece y todo está relacionado. La necesidad de justificarlo todo, un empeño aparentemente sano y empírico, se convierte en una obsesión para los teóricos de la conspiración. No existen los hechos impredecibles ni los fenómenos aleatorios; todo obedece a un acuerdo entre personas o entidades interesadas en alcanzar algún fin, por lo general de carácter oscuro. La causalidad apisona al azar.
No es casual que en los Estados Unidos la conspiración haya pasado de ser un elemento de alta política a convertirse en una aberración mediática. La existencia de conjuras al parecer patentes para muchos pero nunca demostradas (como los asesinatos de JFK, Martin Luther King o Robert Kennedy, o la convicción de que Pearl Harbor no fue más que el cebo que Franklin Delano Roosevelt puso al alcance de un Japón excesivamente ávido), han hecho que las conspiraciones formen parte integrante del modo de vida estadounidense. Se suele fijar como fecha de inicio de esta inmersión conspirativa la del hecho que muchos consideran «el final del sueño americano»: el asesinato de JFK. Tras el controvertido carpetazo al asunto, y quizá como consecuencia de la revolución a favor de los derechos civiles de los años sesenta, se inició una fiebre revisionista en la historiografía estadounidense, aunque a la fiesta se sumaron historiadores serios y una extraña amalgama de juntaletras de espíritu acrítico. Aun así, y aunque la muerte de JFK sirviera de catalizador y fuera en aquella década cuando la expresión «teoría de la conspiración» adquirió el matiz peyorativo que aún conserva, el fenómeno de la revisión histórica en clave conspirativa había estallado en Estados Unidos varias décadas antes, en los años treinta del mismo siglo, y estuvo centrado en el análisis de la figura de otro padre de la patria, Abraham Lincoln.
Lincoln antes que JFK
Es apabullante el volumen de la bibliografía centrada en la figura de Lincoln, que solo es superado por Jesucristo y William Shakespeare en el número de registros dedicados a él en la Biblioteca del Congreso, pero hasta los años treinta apenas se había tratado uno de los aspectos más llamativos de su biografía: su final. Ese hueco lo ocupó Otto Eisenschiml, un químico de origen alemán, con su libro Why Was Lincoln Murdered?, evangelio del que se nutrieron varias generaciones de supuestos divulgadores y que abrió las compuertas a una riada de textos fantasiosos que alimentaron la avidez del público por las conspiraciones y las traiciones en el seno del gobierno estadounidense.
Lo cierto es que la figura de Lincoln, ensalzada por innumerables volúmenes que rozan la hagiografía aduladora, es más controvertida de lo que los españoles medios pensamos. A pesar de su, para muchos, talante mesiánico y su elevación a los altares de la democracia como gran emancipador de los esclavos, Lincoln fue una figura discutida desde el primer día de su mandato. Fue su ascensión al poder la que provocó la secesión de los estados sureños, y su actitud en tiempos de guerra con respecto a las libertades podría calificarse, cuando menos, de polémica: fue el primer presidente que suspendió el habeas corpus y no tuvo reparos a la hora de encarcelar rivales políticos o poner fuera de juego, con muy poco respaldo legal, a potenciales alborotadores. Por otro lado, su primera proclamación de emancipación solo afectaba a los esclavos de los estados sureños —es decir, a esclavos cuya suerte estaba más allá de lo que pudiera decidir el Gobierno federal—, manteniendo en vigor la esclavitud en los estados fronterizos cuyo apoyo Lincoln necesitaba asegurarse. Tampoco era plato de buen gusto de la facción más radical de su partido, que pretendía tratar al Sur como una nación enemiga vencida, e imponer durísimas condiciones a los díscolos estados hermanos. Con todos estos antecedentes, no era de extrañar que, movidos por el afán revisionista, los «pseudohistoriadores» como Eisenschiml se centraran en el aspecto de la vida de Lincoln menos estudiado: su asesinato.
Como en casi todos los sucesos relacionados con un misterio, además de los trabajos serios a cargo de profesionales reputados se generó una corriente alternativa de opinión en la que se encauzaron numerosas hipótesis (algunas plausibles, otras directamente disparatadas): desde el asesinato como el acto de un grupo de patriotas sureños que actuaban por cuenta propia, al atentado como producto de una gran conspiración cuyos hilos movían las principales figuras del gobierno sureño (Jefferson Davis y Judah Benjamin), pasando por la conspiración interna en las filas del Gobierno (aquí los sospechosos habituales suelen ser el secretario de Guerra Edwin Stanton y el vicepresidente Andrew Johnson), o incluso que Lincoln fue asesinado por una conjura instigada por banqueros internacionales o por la mismísima Iglesia católica. Eisenschiml optaba por la conjura interna y culpaba a Stanton, pero la proliferación de sospechosos y posibles tramas nos recuerda a lo que ocurrió apenas treinta años después de la publicación del libro del alemán con la bibliografía dedicada a diseccionar el asesinato de Kennedy.
Miserias y justificaciones
El desarrollo de una poderosa subcultura propia que ha invadido diferentes medios (desde la proliferación de tabloides sensacionalistas al reflejo de la conspiración en el mundo del espectáculo, cuya máxima expresión podría ser la serie de culto Expediente X) nos hace preguntarnos si el público americano está especialmente necesitado de alimentarse de conspiraciones y si sirven todas estas conjuras de mera justificación de muchos pequeños fracasos que pueblan sus vidas. A pequeña escala, tal vez les resulte útil echarle la culpa a alguien ajeno de la frustración del sueño americano y sea un ejercicio de «limpieza mental» la creación de todo tipo de agentes externos culpables de sus desvelos. Aunque de origen inglés, Terry Pratchett, preclaro siempre en su tono humorístico, explicaba este fenómeno en su novela Voto a bríos:
Y entonces se dio cuenta de por qué estaba pensando así.
Era porque quería que hubiera conspiradores. Era mucho mejor imaginar a un grupo de hombres en una habitación llena de humo, enloquecidos e impulsados al cinismo por el poder y los privilegios, conspirando mientras se bebían su coñac. Uno tenía que aferrarse a aquella clase de imágenes, porque si no tal vez se viera obligado a afrontar el hecho de que las cosas malas pasaban porque la gente normal y corriente, la misma que cepillaba a su perro y contaba cuentos a sus niños en la cama, era capaz de salir después a la calle y hacerle cosas horribles a otra gente normal y corriente. Era mucho más fácil echarles la culpa a Ellos. Resultaba del todo deprimente pensar que Ellos eran Nosotros. Si eran Ellos, entonces nada era culpa de nadie.
También habrá quien piense que la invasión de conspiraciones descabaladas en los medios es una maniobra diversiva que nos aparta de otras conjuras más mundanas, peligrosas y reales. Tal vez esta exacerbación del fenómeno conspiratorio no sea más que un reflejo platónico e imperfecto de la realidad, una realidad oculta que, a pesar de todas las precauciones, consigue tiznar con sus sombras la rutina cotidiana.
Propagaciones y contagios
Por supuesto, un elemento fundamental ha contribuido a esta «socialización» de la conspiración y a la propagación de su subcultura. Gracias a los medios de comunicación modernos, y sobre todo a internet, cualquiera puede extender por todo el planeta una teoría descabellada. Y basta con que la información esté medianamente elaborada y tenga visos de verosimilitud como para que cale hondo en la mente de más de un incauto. El fenómeno no es nuevo: la policía secreta zarista creó Los protocolos de los sabios de Sion, un disparatado panfleto antisemita revestido de misterio pseudohistórico, a principios del siglo XX con el fin de justificar la persecución a los judíos. Años después, los Protocolos formaron parte del corpus que la potente maquinaria propagandística nazi utilizó como coartada ideológica para el Holocausto. De la conspiranoia interesada y creada ex profeso al genocidio…
A la inversa, en el otro lado del espectro, ciertos grupos de interés empresarial y político aprovechan el talante peyorativo de la etiqueta conspirativa para intentar desacreditar fenómenos como el cambio climático tachándolo de conjura sin base, generando un negacionismo que choca frontalmente con el consenso científico. Por otro lado, también hay ejemplos de conspiraciones basadas en elementos reales, como el Proyecto MK Ultra, el Área 51 o el Programa HAARP, convertidos en cajones de sastre que sirven igual para un roto que para un descosido en un panorama conspiranoico ávido de nuevas sensaciones. A su lado, conjuras risibles encabezadas por reptilianos, annunakis o astronautas ancestrales que encuentran un hueco en la sociedad gracias a los medios de comunicación modernos pese a contar con la misma credibilidad que el célebre Carlos Jesús.
Internet es un océano de datos sin filtrar, es nuestra moderna biblioteca de Alejandría, pero cada vez es más complicado discriminar lo veraz de lo inventado. El acceso a tanta información pone a prueba nuestra capacidad de discernimiento, se difuminan los referentes de autoridad y cualquiera tiene voz para transmitir verdades o banalidades. Nos vemos asaltados a diario por un totum revolutum fomentado por una avalancha que solo nuestro espíritu crítico es capaz de cribar. Los efectos perniciosos son evidentes, aunque por otro lado, y como subproducto beneficioso, cada vez es más complicado impartir doctrina. Lo cierto es que la marea conspirativa se extiende y cada vez alcanza a más gente de todos los estratos sociales… e incluso a personas que en absoluto encajan con el perfil de crédulo o indocumentado, como les sucedía a Steve Jobs o a Gore Vidal. Casi nadie está libre de pecado, como puede confirmar el autor del libro Annals of Gullibility (Anales de la credulidad), el psicólogo Stephen Greenspan, autoridad en la materia de la detección de timos y bulos que, sin embargo, cayó víctima de la trama piramidal puesta en marcha por Bernie Madoff.
«A los teóricos de las conspiraciones de internet no se les suele hacer caso y se les considera un grupo “marginal”, pero las pruebas indican que una muestra representativa de los estadounidenses —independientemente de su etnia, sexo, educación, ocupación u otros aspectos diferenciadores— da credibilidad a algunas teorías conspirativas», escribía Harry G. West, profesor adjunto de antropología en su obra Transparency and Conspiracy. Los frentes se multiplican en forma de negacionismos de todo jaez o posturas acientíficas apoyadas en evidencias cuando menos endebles (y en la mayoría de los casos, inexistentes), pero cada vez es más fácil encontrar público para cualquier disparate concebido con cierto esmero.
Las brumas de la ficción
Como aprendieron a su pesar los protagonistas de El péndulo de Foucault, el libro sobre conspiraciones por antonomasia, es relativamente fácil crear una conjura. Lo difícil es pararla una vez puesta en marcha. Lo mismo le sucedió a Umberto Eco con su creación, que junto a su primera incursión en el terreno novelístico, El nombre de la rosa, abrió las compuertas a una riada imparable de obras de ficción histórica trufadas de misterios y confabulaciones. El recientemente fallecido escritor italiano fue, seguramente a su pesar, inspirador apócrifo de un buen número de textos de calidad variable (por lo general, escasa) que se apoyan en una fórmula más o menos fija: un misterio elaborado, una trama con gancho, un villano en las sombras y un enigma aparentemente indescifrable cuya divulgación haría temblar los cimientos de la civilización occidental… Pero no le echemos la culpa a Eco de todos los pecados cometidos por Dan Brown y sus imitadores. Él mismo se nutrió de un amplio surtido de fuentes para elaborar sus novelas: desde los folletines y las novelas populares al maremágnum de intrigas pseudohistóricas rescatadas en los años sesenta por «eruditos alternativos» como Louis Pauwels y Jacques Bergier, responsables del revival de los supuestos conocimientos ocultos con matices sobrenaturales. Según los autores del seminal El retorno de los brujos, libro que sirvió de combustible creativo para innumerables obras de ficción, son innumerables las conspiraciones en la sombra que la humanidad ha ido orquestando o imaginando con el paso de los tiempos, encabezadas por sociedades secretas, masones, rosacruces o alquimistas, y dirigidas en la mayoría de los casos por peces gordos del submundo ocultista, jefes secretos que aparecen de manera constante en las místicas orientales y occidentales. Estos pueden ser habitantes subterráneos o procedentes de otros planetas, seres extraordinarios y preclaros o incluso abominaciones ultraterrenas. Desde los Nueve Desconocidos encabezados por el príncipe hindú Asoka a los Superiores Desconocidos a los que Mathers, líder de la Golden Dawn, decía considerar jefes supremos de la secta, pasando por los delegados del colegio principal de los Hermanos de la Rosacruz, cuya voluntad supuestamente se manifestó en unos misteriosos carteles en el año 1622 en París, los iluminados de Baviera o el terrorífico escalafón de divinidades que pueblan diversas cosmogonías literarias.
Según Pauwels y Bergier, las capas de cebolla se superponen y en todas partes se ven indicios de intrigas y turbios manejos que nos apartan del auténtico saber y que, por tanto, nos impiden alcanzar un nivel superior de conocimiento y de poder. La historia se funde con la leyenda y se mezcla la destrucción de la biblioteca de Alejandría con el hundimiento de la Atlántida o la desaparición del supuesto tesoro templario. Desde la perspectiva conspiratoria, el verdadero conocimiento se nos muestra, se nos informa de su existencia, pero siempre queda un centímetro más allá de las puntas de nuestros dedos. Como se refleja en los textos gnósticos, estos datos extraviados, o excesivamente ignotos para ser interpretados de manera correcta, nos impiden acceder a nuestra divinidad perdida.
Como contraposición a este conocimiento elevado, a esta información pura que nos proporcionaría la divinidad, nos encontramos con los datos que sugieren otras clases de conspiraciones, igual de cósmicas pero, aparentemente, más aleatorias e irracionales. De ahí que Pauwels y Bergier reivindicaran la figura de Charles Hoy Fort y lo integraran en su panteón de hombres ilustres. Fort pasó de ser un mero recopilador de incongruencias, un chamarilero informativo especializado en hechos chocantes —lluvias de sangre, apariciones de animales fabulosos, icebergs volantes, bolas de fuego, objetos fuera de su tiempo— a un adalid que desafiaba la mismísima base del conocimiento aceptado y, por tanto, del poder establecido, un investigador que trataba de sistematizar y responder todos aquellos enigmas.
Estos sucesos eran lo bastante disparatados como para que ocuparan un mero pie de página o se convirtieran en carne de revista parapsicológica, pero terminaron empapando las páginas de un buen número de novelas y saltando a las pantallas de cine o televisión hasta hacerse un hueco en nuestra imaginación. Al fin y al cabo, estos medios necesitan un caudal incesante de elementos atractivos para satisfacer el verdadero y único fin de toda obra de ficción: la diversión del lector o espectador. Y las conspiraciones, reconozcámoslo, dan mucho juego. Por eso disfrutamos con las andanzas de Mulder y Scully y sus Expedientes X, o con la anaconda (más que culebrón) de intrigas políticas de la serie Scandal, o esbozamos una sonrisa más ante la aguda parodia de los tejemanejes de la NSA y de entidades similares que hemos visto en las dos últimas temporadas de The Good Wife.
La realidad supera la ficción
A estas alturas, y dada la longitud del texto, más de uno se estará preguntando —como Cicerón al ya mencionado Catilina— hasta cuándo seguiré abusando de su paciencia. El tema de fondo es inabarcable y el punto final se resiste a encontrar su lugar, pero hace poco finalicé el interesante El peligro de creer, un libro de Luis Alfonso Gámez de cuyo prólogo, escrito por José Antonio Pérez Ledo, tomo prestado un oportuno colofón. Pérez Ledo cuenta cómo ambos hablaban de la popularidad de las teorías conspiratorias que ponían en duda la llegada del hombre a la luna y defendía que a la gente que daba pábulo a dicha conjura tal vez le deslumbrara la dificultad de mantener en pie una farsa de tal envergadura durante cincuenta años, a lo que Gámez replicaba que lo verdaderamente maravilloso era haber llegado a la luna. Y, como acertadamente escribe Pérez Ledo, de eso trata ese libro (y, de manera mucho más modesta, este artículo): de cómo la verdad es siempre más maravillosa que la más maravillosa de las fabulaciones.
Pingback: Conspira, que algo queda
Ese guión indeterminado en el pie de foto de Expediente X…
Lo que temo es que hay una gran conspiración que oculta la existencia de todas las conspiraciones mediante la teoría conspiratoria, o como se dice ahora: «conspiranoia».
Va a resultar según el autor que los asesinatos de presidentes desde Lincoln hasta Kennedy fueron pura conspiranoia. Aqui se permite de tdod con tal de llenar huecos digitales .Lo que hay que leer.
¿Dónde afirmo tal cosa?
Donde has leido eso en este articulo?
El autor no dice eso, se limita a repasar algunas ideas conspiranoicas documentadas, algunas de las cuales se centran en la muerte de estas personas. Nada más. No, no hay que leerlo si no gusta o se juzga un llena-huecos.
Enhorabuena Óscar por el articulo, me ha encantado!
Imposible leer nada… la ínfima «talla» de su tipografía acabó por impedirme -tras sus grandes titulares- continuar descifrando el texto, por lo que ineludiblemente debo concluir en la necesaria CONSPIRACION que se delata por sí misma contra los «cortos» de vista que nos asomamos a esta indescriptible Sección. \\\\ Por favor, que alguien haga algo ¡se lo suplico!
Si dispone Ud. de Internet Explorer, pulse la ruedecilla que aparece en la esquina superior derecha de su pantalla y seleccione Zoom para aumentar el tamaño de la letra. Si dispone de Google pulse las tres rayas en la misma esquina superior derecha y elija acercar. Conspiraciones tecnológicas resueltas. De nada.
¿Y si estoy en un teléfono móvil?
Gracias, aunque yo utilizo Mozilla Firefox. Lo que hago es copiar y pegar el texto en un documento de Word, sale mas grande sin necesidad de nada más.
Pero si que es cierto, como dice OldtimerGent, que muchos articulos en periodicos o en webs en general tienen la letra tan pequeña que obliga a todas estas martingalas. ¿ No podrían salir mas grandes por defecto ?
El artículo es tan divertido como superficial. Es cierto que las teorías de la conspiración son generalmente respuestas ridículas e infantiles, pero los problemas que motivan muchas de esas teorías falsas son reales.
Desacreditarlas sin mencionar esos problemas -que son realmente producto de conspiraciones- es practicar la desinformación.
Entre estos problemas se encuentran la opacidad de los organismos públicos, la concentración del poder económico, la corrupción generalizada, y, como no, la manipulación que ejercen los grandes grupos de comunicación en de derribo como PRISA.
Paraísos fiscales y legislación, ilegalización y tráfico de drogas y armas, política de inmigración y asilo y tráfico de personas, tratados comerciales internacionales y grupos de presión, servicios de inteligencia y operaciones encubiertas, partidos políticos y financiación ilegal, sistemas educativos obsoletos y programas de ingeniería social, control de Internet y relación entre estados y grandes compañías, ausencia de supervisión del sistema financiero internacional, frenoa a las energías renovables…
Asuntos todos ellos en los que evidentemente no hay ningún rastro de conspiración porque vivimos en el mejor de los mundos posibles, y viva la madre superiora.
De acuerdo al 100%. Es exactamente lo que quería expresar yo: lo que se viraliza puede ser el absurdo, pero los problemas que cuestionan estas teorías tienen un trasfondo real, y hay que ser muy necio para no querer verlo… o al menos para no cuestionarlo si quiera.
Sumamente preocupado por el tema de la conspiranoia y como avanza mas y mas, la gente esta dispuesta a creer cualquier disparate y siempre se ataca a los mismos.
Yo soy gay, parece que estaba metido en una conspiracion misteriosa para limitar la tasa de natalidad de los heteros y volver gay a todo el universo, tambien dicen que tengo privilegios sin embargo nadie nunca me bajo un impuesto.
http://www.elpulso.es/el-movimiento-gay-se-planifico-para-limitar-la-natalidad/
Lo dice el rafapal, pero tambien lo dicen muchos ejpertos de Rusia today, y que casualidad son todos antisemitas los conspiranoicos ademas de homofobos tambien, solo que ahora le dicen anti sionismo.
Por si algun conspiranoico se lee esto sepan que no nos vamos a rendir nunca, los gays hemos sobrevivido a marginacion carcel y leyes represivas, no nos asustaremos por un monton de idiotas con gorritos de papel de alumnio en la cabeza.
Si las mujeres se inventaron el feminismo es porque ya estaban hartas. No nos metan a nosotros en la guerra de los sexos.
Ya en La Guerra Interminable de Haldeman se sondea esa tesis… y en cierto modo la compro, es una forma de combatir la sobrepoblación, racionalizar la concepción en un laboratorio y no renunciar a una placentera vida sexual. Eso sí, a muy largo plazo, y más acorde a una distopía que a un futuro brillante. Peor son los que achacan al mestizaje un orquestado genocidio de la raza blanca, con políticos de patronímico hebreo como prueba fehaciente del complot entre bambalinas… Por cierto, sobre los magnicidios de presidentes norteamericanos, por ahí circula, a medio camino entre la justicia poética, el desastre conspirativo y la maldición india, lo que Tecumseh les espetó…
«se sondea esa tesis… y en cierto modo la compro, es una forma de combatir la sobrepoblación»
A ver vos fitsnake, asi que yo y el 10 % de la sociedad que somos gays te impedimos a vos tener hijos ?
no me digas, no sera que uds los heteros usan condones se hacen abortos y se les ocurre tener hijos despues de los 30?
Por cierto si hay una conspiracion malefica de nosotros los gays para que uds no tengan hijos nos esta saliendo mal , ya 8000 millones de personas en el planeta y nosotros TAMBIEN , tenemos hijos.
A ver señores conspiranoicos porque no se buscan otros enemigos misteriosos ?, siempre tenemos que ser minorias de la sociedad que historicamente hemos sido marginados?
Dejen volar su imaginación, yo creo que hay una misteriosa conspiración de chinos swingers heterosexuales que estan fluorando el agua para que los cornudos se decidan a intercambiar a sus esposas ,
«se sondea esa tesis… y en cierto modo la compro»