Viene de la primera parte.
Quiso la casualidad que, mientras se producía el sitio de Wounded Knee —un grupo de nativos americanos cercados por la policía y el ejército—, se celebrara la 45 edición de los Premios Óscar. Marlon Brando había sido premiado por su papel de Vito Corleone en El Padrino. Una película, un actor y una actuación a los que se les han dedicado todos los superlativos habidos y por haber. Pero Brando no quiso recoger el premio en protesta por el tratamiento de los indios en la televisión y en el cine y de paso por el asedio de Wounded Knee. En su lugar había enviado a Sacheen Littlefeather, «Pequeña Pluma», de madre blanca y padre apache, una activista pro derechos de los indios y aspirante a actriz. Tenía delante a ochenta y cinco millones de espectadores viendo la gala por televisión.
En principio iba a leer un texto que le había dado Brando, pero el director de la gala, Howard W. Koch, le advirtió que su discurso no durara más de un minuto, o haría que la arrestasen. La activista salió al escenario y rechazó la estatuilla que le ofrecía un desconcertado Roger Moore, y pronunció unas palabras explicando que no podía leer el discurso de Brando porque no había tiempo, pero que el galardonado no se había presentado en protesta y para llamar la atención por el trato que recibían los indios en la industria cinematográfica.
A Littlefeather, cuyo nombre verdadero era María Cruz, todavía la odian. Recientemente, el locutor Dennis Miller, que viene del Saturday Night Live y es de derechas, se mofó de que la candidata demócrata al Senado Elizabeth Miller declarara que tenía ascendencia cherokee, diciendo: «Es tan india como la tía buena stripper que mandó Brando a recoger su Óscar por El Padrino».
Pequeña Pluma tampoco es que hiciera mucho para eludir los chistes a su costa, dos meses después de la gala de los Óscar apareció desnuda en Playboy. Una decisión de la que se arrepentiría, pero que ahí quedó para siempre. Como nota curiosa, dijo en una entrevista años después que tras el follón se había ido a Europa a ver «de dónde venía el hombre blanco», ya que «¿no hacen ellos turismo por nuestras reservas?». El viaje la llevó a Madrid, donde probó los buñuelos y, sorprendida, declaró: «El pan indio viene a ser exactamente lo mismo… lo tomamos de los españoles».
Después de este incidente en la gala, apareció Clint Eastwood para entregar el premio a la mejor película. Se marcó un chistecito, dijo: «No sé si debería dedicar este premio a todos los cowboys de las películas de John Ford». Charlton Heston declaró después de la gala que el gesto había sido «una chiquillada» y que los indios necesitaban mejores amigos que Brando. Más pertinente fue una acusación que realizó la Columbian Coalition, una asociación de italoamericanos que le acusó de cometer una tremenda contradicción. Mientras se quejaba, decía la carta publicada en el New York Times, de que los indios son retratados de forma estereotipada, acababa de recibir un premio por «difamar», según ellos, a los italoamericanos en El Padrino. «Estamos de acuerdo en censurar a la industria del cine por la representación estereotipada de las minorías que hace solo pensando en los beneficios económicos que le reporta, pero los actores también son culpables cuando se prestan a representar estos papeles».
Pequeña Pluma, a la salida de la gala, recitó el discurso completo de Brando ante los medios, que lo publicaron al día siguiente. Venía a decir que durante doscientos años en Estados Unidos se les había enviado a los indios el mensaje de que, si abandonaban las armas, todos podrían vivir juntos, pero cuando las bajaban se les mentía, asesinaba y expulsaba de sus tierras. Se los había convertido en mendigos en la tierra que habitaban desde tiempos ancestrales y, encima, con la representación que se hacía de ellos en las películas, caracterizándolos como salvajes asesinos, el daño que se estaba haciendo a los niños nativos americanos era incalculable.
Al Wounded Knee, sitiado por la policía, Brando no consideró oportuno acudir porque, según dijo: «Todo lo que necesito es que me detengan y darles una excusa para decir que era un plan para conseguir titulares». Así que se esfumó del país rumbo a Tahití, donde tenía su pequeño paraíso privado, y desapareció unas semanas. A la vuelta, viajó a Nueva York para dar una entrevista al periodista de televisión Dick Cavett en la ABC. Uno de los nativos que estaba sitiado en Wounded Knee, Russel Means, recuerda en Reel Injun que, en el peor momento, cuando rodeados por el ejército y la policía pensaban que no iban a salir con vida de ahí, ver lo que pasó en la ceremonia de los Óscar les dio la vida.
En la entrevista en la ABC, a la que Brando acudió con algunos indios, dijo que todo lo que se sabía en Estados Unidos sobre los nativos era por las películas, por el cine. «Todo nos lo ha enseñado Hollywood, una imagen de los indios como salvajes, feos, repugnantes y sanguinarios». Todo lo que hace el indio está mal, seguía, pero en Estados Unidos se habían firmado cuatrocientos tratados con diferentes tribus de nativos y nunca se cumplió uno solo de ellos. «Nos gusta vernos como nos ve John Wayne, como un país que lucha por la libertad, por lo correcto, por la justicia, y, sencillamente, no es así, somos voraces, agresivos, destructivos, torturadores y monstruosos, arrasamos de costa a costa causando el caos entre los indios, por eso esto no se cuenta, porque no queremos ver esa imagen de nosotros mismos».
Cuando Stevan Riley recopiló todas las cintas que Marlon Brando grabó al final de su vida hablando consigo mismo, unas doscientas horas editadas en el documental Listen to me, Brando, el actor se refería a este episodio en uno de sus monólogos con la voz quebrada con esta sentencia: «Los americanos no quieren encarar la verdad, vivimos en una tierra robada».
Encima, cuando salió de la entrevista en la ABC, dio una vuelta por Chinatown con su entrevistador, un paparazzi le quiso tomar unas fotos, y Brando le pegó un puñetazo en la cara. El fotógrafo, Mr. Gaella, acabó con la mandíbula rota y le tuvieron que dar nueve puntos en la cabeza. Brando fue al hospital con una herida infectada en la mano. El hostión que se llevó ese fotógrafo apareció en todos los medios ensombreciendo la denuncia, pero, en sentido metafórico, el golpe también se lo llevó la conciencia americana.
Porque, ¿qué se conocía de los indios, de su idioma, de sus personajes históricos, de su ropa o de sus costumbres? Por lo general, nada. Solo las chorradas que aparecían en las películas. Lo mismo es válido para nosotros. ¿Sabemos algo de las tribus de nativos americanos? Los que peinamos canas y crecimos con películas del Oeste en cada sobremesa podríamos dibujar indios, hablar como ellos, sobre todo reproducir sus gritos, y confeccionar un disfraz de «piel roja» y ponerle nombre al personaje, Toro Sentado, en nueve de cada diez casos, por supuesto, pero ¿tenía eso algo que ver realmente con los nativos americanos? Ni de coña.
Se presentaba la frontera este-oeste como la división entre la civilización y los bárbaros. María Dolores Clemente, autora de El héroe del wéstern: América vista por sí misma, considera que el género cinematográfico del wéstern ofrecía una visión adulterada de ese proceso histórico, al mismo tiempo que mostraba al «piel roja» como aglutinante de una población muy heterogénea. Los salvajes que cabalgaban en hordas nunca existieron en la realidad. Pero mostrar una imagen de un antepasado anglosajón heroico que se enfrentaba a tales peligros para levantar un país del caos llenaba de orgullo a los espectadores. Esta profesora explicó en la revista Área Abierta que, mientras que para los colonialismos católicos el nativo contaba para convertirlo y explotarlo o, en el mejor de los casos, educarlo y contar con él, los protestantes en América tenían otra filosofía:
El protestantismo, con la libre interpretación de la Biblia y la importancia concedida al Antiguo Testamento, exaltó las virtudes del individuo y contribuyó a la creación de unos de los ideales más constitutivos de los actuales Estados Unidos: la creencia en el «Destino Manifiesto». Los colonos, ya fueran anglicanos puritanos, cuáqueros, etc., pensaban que estaban allí gracias a la voluntad de Dios, y que este les había concedido una nueva oportunidad en un paraíso virgen, una «tierra prometida» que debía ser conquistada y explotada. Dios, no obstante, no daba facilidades y los colonos y pioneros debían demostrar su valor enfrentándose y dominando no solo una naturaleza hostil, sino también a unos habitantes bestiales y paganos (…). De esta forma, el nativo americano fue considerado como un elemento anquilosado y anacrónico, una especie de «antepasado malévolo» que debía ser extirpado y exorcizado en el avance de la civilización.
Valga como ejemplo Duelo en Diablo, de Ralph Nelson en 1966, en la que un destacamento del ejército tiene que transportar un cargamento de municiones por territorio apache. La idea general de la película es que nada puede cambiar a los indios, pase lo que pase seguirán siendo unos salvajes y, por lo tanto, la única salida es acabar con ellos.
Porque ese «destino manifiesto» era la creencia de que Dios había escogido a Estados Unidos para expandirse entre el océano Atlántico y el Pacífico. John L. O´Sullivan lo enunció en 1845: «El cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia, para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno. Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino». Bajo esta ideología, el nativo era un extranjero en su propia tierra. No en vano, en el cine eran mostrados en incontables ocasiones como los atacantes.
El Senado estadounidense estudió en 1969 durante dos años la imagen de los nativos en la sociedad, y el informe del comité concluyó que la percepción de los indios en Estados Unidos era un estereotipo que se reducía a «vagos, borrachos y sucios». Las razones que explicaban esos tópicos había que buscarlas, concluía, en «la historia creada por el hombre blanco para justificar la explotación de los indios, una historia que se recuerda continuamente en la escuela, la televisión, los libros y las películas».
El cambio de mentalidad de los cineastas se fue produciendo paulatinamente, no solo con el impacto que causó Marlon Brando con sus protestas simbólicas —un año después de la mencionada gala de los Óscar les donó a los nativos las tierras de su familia que había heredado, unas dieciséis hectáreas, una serie de acciones que le sirvieron para colarse en la letra de la canción de Neil Young «Pocahontas», del Rust Never Sleeps—. Tras la Segunda Guerra Mundial habían aparecido, digamos, ciertos escrúpulos con las actitudes de marcado carácter genocida.
Broken Arrow de Delmer Daves en 1950 ya mostraba un mensaje positivo sobre los indios. Era obra del guionista comunista Albert Maltz, que no aparecía en los créditos, porque le metieron en la lista negra ese mismo año durante la caza de brujas. El guion fue premiado y otro guionista, Michael Blankfort, un compañero que le puso el nombre para que lo aceptaran, figuró como ganador hasta 1991, cuando se rehabilitó la memoria de los profesionales señalados por McCarthy. En la película los indios de Arizona eran personas razonables y sensibles, aunque en los estudios sobre este género cinematográfico se suele tachar el perfil del protagonista nativo de esta película como artificial e impropio de un indio. Pero su director declaró algo tan revolucionario entonces como que quiso retratar a los indios «como seres humanos». En 1954 Daves volvería con Drum Beat y un protagonista con el perfil de Ethan Edwards (John Wayne en Centauros del desierto de John Ford, que se filmaría dos años después), un racista sediento de sangre india que, en esta versión previa, cambiaba sus puntos de vista al entrar en contacto con los indios a los que debía combatir.
También cambiaron las tornas con Devil´s Doorway de Anthony Mann en 1950, donde un indio condecorado por su heroísmo en la guerra de Secesión al licenciarse y volver a su pueblo comprueba que sus familiares y los miembros de su comunidad viven en la miseria víctimas de injusticias de toda clase, por lo que inicia una nueva lucha, esta vez contra el sistema. El único pero era que el protagonista, Robert Taylor, era un blanco con la cara pintada de mala manera. Tampoco lucía mucho mejor un Burt Lancaster maquillado en Apache, rodada cuatro años después, en la que su personaje se enfrentaba por su cuenta y riesgo al ejército en lo que se estaba mostrando a todas luces como un genocidio contra su pueblo.
En Across the Wide Missouri, William A. Wellman, con Clark Gable como protagonista, volvía a la temática de las bodas mestizas del cine mudo que detallamos en la primera parte de este artículo. Era en una historia de tintes ecologistas y pacifistas. A Gable su padre le dijo tras verla que nunca había visto a los indios representados de esa manera en una película.
En los años sesenta, con la lucha por los derechos civiles revolucionando el país, otra visión de los indios aún más equitativa se vio reflejada en el cine y la televisión. Jay Silverheels, un actor nativo, exboxeador, que saltó a la fama interpretando a Tonto, el indio de la serie El llanero solitario, cuando alcanzó fama mundial empezó a ser un portavoz más de las reivindicaciones de los nativos y fundó en 1968 el Indian Actors Workshop, una escuela de arte dramático para indios, en la que se les enseñaba a ir más allá de los clichés de los papeles que tenían asignados por su raza y que además ofrecía educación en otras disciplinas. Se estaba produciendo una toma de conciencia colectiva.
En la pantalla seguía cambiando el rol. En The Unforgiven, en 1960, una familia que había recogido a un bebé indio se enfrentaba a los nativos que querían recuperarlo, pero también al racismo de su comunidad, que rechazaba a la cría. El racismo contra los indios no era ya el instinto de supervivencia de un sheriff o un soldado curtido en mil batallas contra ellos, sino algo censurable, una actitud racista más de los blancos. Las audiencias en aquel tiempo de apertura empezaron a ser más favorables a este tipo de temáticas que tan solo unos años atrás habrían ocasionado protestas y vituperios de toda clase, apunta Angela Aleiss en el libro Native Americans and Hollywood Movies, y empezó a surgir un rol inédito hasta entonces y nuevos géneros para abordar el tema.
Al principio de la década de los sesenta (…) en el peor de los casos, los nativos americanos eran hostiles oponentes de la civilización; en el mejor, eran víctimas y perseguidos en una sociedad racista. Unas pocas películas rompieron esta dicotomía y crearon el personaje del «Indio Romántico» asociado a animales populares, como Tonka (1958) [un caballo blanco domado por un indio] Island of Blue Dolphins (1964) [un niño indio y su perro] e Indian Paint (1965) [un poni]. Otras películas intentaron resolver las tensiones entre indios y blancos a través de la ironía. En la comedia del Oeste Cat Ballou (1965), Jackson Two-Bears (Tom Nardini) es un sioux «civilizado» entre un grupo de inadaptados. El educado comportamiento de Jackson representa a un indio que rompe con los estereotipos: viste ropas contemporáneas, rechaza el alcohol y habla un inglés perfecto (incluso corrigiéndoles la gramática a los demás). Hatari! (1962), una aventura épica africana, trataba acerca de la armonía racial a través de las transfusiones de sangre: un hombre blanco tenía la única compatible con un nativo americano herido (Bruce Cabot).
Más adelante, Abraham Polonsky, otro comunista incluido en la lista negra —fue calificado por un congresista como «un ciudadano muy peligroso»—, cuando dejó de trabajar con seudónimo lo hizo para dirigir Tell Them Willy Boy Is Here, un wéstern que enfatizaba la denuncia de genocidio. Era su regreso tras un veto de dieciocho años. El protagonista, Robert Redford, es otro «Ethan Edwards», un sheriff que busca por el desierto a un indio acusado de asesinato, aunque fue en defensa propia. Este, perseguido, en una sociedad que se ha impuesto a la suya arrinconándola, dice en un diálogo que dará título a la película: «Al menos se acordarán de Willie Boy».
Y en 1970 el lavado de conciencia empezó a ser la norma. En Soldier Blue, otra vez de Ralph Nelson, aparecía una escena icónica. El jefe del poblado indio, que tiene un acuerdo de paz firmado con el ejército y confía en él, cabalga con una bandera de Estados Unidos y una blanca para evitar que los soldados arrasen el poblado en venganza por un atraco. No le servirá de nada.
Little Big Man, de Arthur Penn con Dustin Hoffman de protagonista, era un repaso a la historia de Estados Unidos en la que el hombre blanco era presentado como una plaga que acababa con todo y no respetaba el medio ambiente como los indios, que sabían ver el espíritu de cada elemento de la naturaleza, de las piedras al agua, el viento… Y en A Man Called Horse de Elliot Silverstein un lord inglés secuestrado por los sioux se irá transformando poco a poco en uno de ellos. Las costumbres y vestuario de los nativos estaban reflejados con fidelidad. El director cuando se documentó quedó maravillado por el comportamiento de las tribus, que anteponían el interés del grupo al del individuo, al contrario que la cultura estadounidense. Y por ahí le vinieron los problemas. Una escena, en la que los sioux abandonan a una anciana en la nieve porque ya no puede valerse por sí misma y es una carga, enfureció a los activistas nativos del momento, con el aludido anteriormente Russel Means a la cabeza. Silverstein replicó que ese comportamiento sería «salvaje» si lo juzgaras desde una óptica judeocristiana, porque los indios a lo único que obedecían era a la supervivencia de la tribu en un duro entorno natural. Además, la película había contratado a un historiador de la cultura sioux como asesor técnico, Clyde David Dollar, pero que era de raza blanca. También por este motivo se las tuvo que ver con Means, era un intruso. Diversas asociaciones de derechos humanos denunciaron que mostrar a los indios de esa manera no hacía más que subrayar la superioridad del hombre caucásico. Todo en vano. La cinta recaudó seis millones de dólares en un año y tuvo dos secuelas: The Return of a Man Called Horse (1976) y Triumphs of a Man Called Horse (1982).
En Chato´s Land, de 1972, con Charles Bronson, el protagonista ya era un mestizo, medio indio, que se enfrentaba a un grupo de blancos sureños bastante psicópatas, al estilo típico del cine americano de uno contra todos al que nos acostumbró posteriormente su actor protagonista. Más calidad cinematográfica tuvo Jeremiah Johnson, también del 72, en la que Robert Redford huía de la civilización y encontraba la paz en plena naturaleza virgen, donde tenía que ganarse el respeto de los indios. Al final la cinta terminaba con una escena de paz entre el blanco y el indio, un mensaje al país del director Sidney Pollack —que contó entre los guionistas con el enfant terrible John Millius— que lo que traicionaba era la verdadera historia de Jeremiah, quien, en palabras de Eward Anhalt, otro de los guionistas, asesinó a doscientos cuarenta y siete nativos y se comió sus hígados. De hecho, era conocido por sus hábitos caníbales. Muy lejos del personaje que representó Redford.
La década de los setenta transcurrió en esta dirección mientras el género se apagaba e iba pasando de moda. Los wéstern crepusculares solían denunciar el racismo contra los indios y hacían predominante la figura del buen salvaje. En todos los ámbitos de la ficción los indios empezaron a ser retratados como hombres de exquisita sensibilidad, profunda sabiduría y gran espiritualidad. Un ejemplo paradigmático era Will Sampson, el loco cuerdo de Alguien voló sobre el nido del cuco. Claro que con el nuevo modelo y el final de la era hippy, que apreciaba los mitos del pasado edénico, los indios de nuevo interesaron menos y se pasaron de moda.
No fue hasta en el inicio de los noventa cuando en Bailando con lobos se volvió a rodar un wéstern de gran relevancia en el que los nativos tenían personalidades complejas. Premiada con siete Óscar, había palabras de Jon J. Dunbar, el personaje interpretado por Kevin Costner, que eran todo un lavado de conciencia:
Nada de lo que cuentan sobre los indios es cierto. No son mendigos ni ladrones. No son el coco. Son educados y tienen un sentido del humor con el que disfruto.
Los indios me atraen mucho, más allá de la curiosidad. Hay algo sabio en ellos, y en parte me atraen.
Claro que mestizaje, el justo. La mujer que Dunbar encuentra en la tribu con la que toma contacto y con la que inicia una relación no era nativa, sino una blanca acogida por los indios. Además, a estas alturas ya era tarde. En Reel Injun se recogen críticas a la película como que se trata de «las historias de un blanco con indios de fondo». Pero al hombre blanco le funcionó. Bailando con lobos ganó ciento ochenta y cuatro millones de dólares.
Ocurría lo mismo con El último mohicano, rodada dos años después por Michael Mann, que venía de producir Miami Vice, una serie de acción donde los protagonistas eran un blanco y un negro, ambos situados en un mismo plano y unidos por una fuerte amistad, amén de los modelitos ochenteros que nadie tiene valor hoy día de rescatar en esta fiebre revival. Los nativos sentían desapego ante una historia así, para empezar, porque el protagonista estaba interpretado por un blanco, Daniel Day-Lewis, y se suponía que era mestizo. Al igual que en Bailando con lobos, los indios formaban parte del atrezo. Así lo explica Silvia Martínez en el libro El cine, otra dimensión del discurso artístico:
La película de Michael Mann no es la elegía al indio desaparecido, sino el homenaje a los colonos de la frontera americana del siglo XVIII, al valor de los fundadores del país a quienes se vuelve constantemente, tanto en el cine como en literatura, en busca de las raíces de la identidad americana. Los verdaderos héroes de la película son Hawkeye y Cora, ambos blancos, buenos y fuertes, y por tanto con un futuro por delante.
Películas que reconforten a los nativos con su identidad elaboradas por blancos en este periodo se pueden contar con los dedos de una mano. Hay excepciones, como Banderas de nuestros padres, paradójicamente filmada por el cowboy Clint Eastwood. El indio de la película estaba humanizado. Hubo una labor de documentación recorriendo las reservas y estudiando los problemas de la comunidad india para tratar el alcoholismo del personaje —que en el fondo es un cliché sobre los nativos, pero también una realidad— sin caer en los estereotipos.
Pero, según Reel Injun, lo que necesitaban y demandaban los nativos era que un nativo escribiera el guion de una película dirigida por un nativo y protagonizada por nativos. El primer hito de lo que sería el cine nativo independiente, que ahora cuenta con festivales y literatura, fue la película Smoke Signals de Chris Eyre, un indio cheyenne. El argumento trata de dos chavales que tienen que salir de su reserva en busca del cadáver del padre de uno de ellos. También contaba con elementos biográficos. Chris Eyre creció en Portland en una familia adoptiva blanca. Pero cuando cumplió dieciocho años buscó a su familia biológica y entabló una relación con ella. Con su debut cinematográfico logró ganar tanto en Sundance como en el Festival de Cine Indígena de Estados Unidos.
En la banda sonora por supuesto aparecían músicos nativos. Jim Boyd, que puso tres canciones en la película, fue integrante durante los años ochenta del grupo de hard rock XIT, que se mencionó en la primera parte de este artículo. La única canción de un blanco es de Dar Williams, una cantautora country-folk.
De esta manera, Eyre se rebelaba contra la idea de que los nativos siempre tuvieran que representar un rol político en el cine americano. Ya fuera como salvajes o como buen salvaje. Aquí había una historia de perdón y redención que no puede entenderse sin el contexto de la marginación y exclusión de esta comunidad en Estados Unidos y los problemas asociados que acarrean este tipo situaciones, alcoholismo, miseria, pobreza, etcétera. Aún hoy siguen teniendo menor esperanza de vida y más alta tasa de suicidios que el resto. Por lo que ellos luchaban es por aparecer en la ficción como ellos mismos, con sus problemas, con sus historias. Seres humanos, no personas de alta carga simbólica que se cruzan con un blanco y sus vicisitudes.
Pingback: El papel, o papelón, de los indios en el cine ( y II): lavando la conciencia
Muy buen artículo. La historia se repite una y otra vez en el mundo: Mesoamérica, las tierras de África, todo con la bendición de un dios por cierto, muy parcial… El cine como posición política con sus banderas ha influído, muy claro, en la psiqué de los buenos americanos del Norte del continente, en este caso de tu texto.
Muchas gracias por el artículo.
He visto ese documental que mencionas, Reel Injun, 56 minutos recomendables. Supongo que cada bando cometió sus barbaridades como suele ocurrir en estos casos, pero es innegable que casi arrasan una cultura y su riqueza, aunque lo mismo me quedo corto con el casi.
Saludos
Lo que más mola es que luego la leyenda negra la tenemos los españoles…..
Más que los españoles, los castellanos, que conquistaron, entre otras tierras, lo que es el Pais Vasco-Navarro; históricamente cierto.
No sé si te han contado algo de que los primeros pobladores de Castilla eran vascos…
Y los castellanos que invadieron Navarra eran vascos (Ignacio de Loyola, por ejemplo) al servicio de la Corona de Castilla.
Y castellanos en América eran, sobre todo, andaluces y extremeños…
Vamos, que no te cuentes una película de buenos y malos (o de indios y vaqueros)
Dios tiene un sentido del humor de lo más curioso. Se le aparece a unos pocos de los humanos y deja a otros sin información de su divina presencia, a su suerte, como paganos, para que los primeros los sometan, aniquilen, expolien, evangelicen, o lo que se les ocurra en Su nombre. Y todavía hay gente que se cree los cuentos de la biblia….
Echo en falta, entre las películas nombradas, la de HOMBRE, protagonizada por Paul Newman… En los minutos finales de la misma, sí que se hace una auténtica autocrítica del tema indio, y hay una conversación de las de Oscar.
Parece mentira que se pueda encontrar a veces un trato más justo a los indígenas en subproductos que en películas de calidad.
Un ejemplo: en la sere de TV «Walker».
Sí, la de Chuck Norris. Independientemente de la calidad de la misma, los que hayáis visto los capítulos en los que el protagonista, mestizo de indio y blanca, nos muestra el modo de vida de sus parientes, están contados con un tacto y un respeto que aún me asombra viniendo de quien viene, oigan.
Me quedo con la autocrítica que hizo creo que fue Bruce Willis: el genocidio indio norteamericano fue mayor en número y más rápido que el de los judíos en la II Guerra Mundial.
Al hilo de la cinematografía del western.
Es evidente que cada quién tiene sus baremos en función de parámetros distintos. Por más que se quieran mirar objetivamente, siempre afloran cuestiones subjetivas. En mi caso, es cierto que me da pena, por un lado, el que las películas de corte histórico no reflejen mejor y fielmente la realidad del momento, en la medida que se pueda claro está, y es por eso que valoro más películas como Billy dos sombreros (a pesar del aparentemente ridículo título). Y es que una buena historia, no tiene que estar reñida con la realidad. Y además sería didáctica que buena falta nos hace. Entretener enseñando, es evidentemente mucho mejor, que el puro divertimento.
No digo que plásticamente por ejemplo no tengan momentos espléndidos. Cuantas veces los magníficos trabajadores de detrás de la cámara, han sacado adelante guiones infumables. La estampa de los jinetes en cualquiera de sus variantes crean por si solas momentos inolvidables.
Pero todo éso se pierde con una torpeza y pobretería tanto del guión, como de la puesta en escena, “noches americanas”, y todos los demás defectos que luego cito.
De otra parte me gusta el cine espectáculo, y por ello echo en falta el que no se aproveche la oportunidad de mostrar aspectos que a los viajeros de la época les impactaron, como por ejemplo el espectáculo nocturno de un Pohwow (reunión esporádica de campamentos de tribus nomadas confederadas, sioux, dakotas, lakotas, cheyennes, etc. ) debía ser maravilloso. La tienda cónica (tippi ó wingham) de piel decorada con anchas cenefas de coloristas dibujos, con la fogata interior, se comportaba como una enorme tulipa (pantalla) de piel, que proyectaba difusamente la luz a su través. Imagínense varios millares de ellas en la noche, en un asentamiento de la inmensa pradera. Alucinante¡¡¡.
O que decir de los asentamientos del norte, iroqueses, algonquinos, etc. Con sus tallados y pintados totems iconográficos, con sus maravillosos vestuarios de fiesta, sus variadisimos y espléndidos tocados, etc. Ó la celebración multitudinaria de una especie de partido de fútbol-hockey-rugby que duraba días. Ó la pesca de la ballena de las tribus del pacífico, con una especie de traineras de enormes troncos vaciados y maravillosamente tallados. Ó, ó, ó, ….
El molestarse por ejemplo, en recrear las técnicas de fabricación, de las canoas de corteza de abedul, de los arcos, de las flechas, los penachos, de los edificios comunitarios aislados térmicamente para aguantar los frios polares del norte (ya quisiéramos para nuestras viviendas actuales ése coeficiente de aislamiento). Esos planos de detalle incrustados de cuando en cuando, de momentos íntimos de la vida diaria (un silex curtiendo una piel, alguien decorandose la cara (no las estúpidas dos rayas hechas con los dedos) y el cuerpo, los maravillosos y efímeros dibujos con arenas coloreadas, etc. etc.) le aportarían realismo a la historia y acercarían al espectador hasta conseguir sumergirlo e integrarlo en la acción.
Por contra hasta en recreaciones de mucho presupuesto como «Bailando con lobos» sacan a cuatro pringaos en un somero campamento, que más parece una excursión de scouts sucios.
Y no hablemos:
Del racismo descarado que no permitía la mezcla racial (en las parejas mixtas del protagonista con la nativa, guapísima eso si, en las que indefectiblemente ella acababa muriendo de un modo u otro), eso de que perdurase la pareja, “anatema¡¡”.
De la tergiversación vomitiva de los hechos históricos.
Del intento de justificar los múltiples genocidios, acusando como mucho a un asesino paranoico y dejando impolutos al resto de todas las personas y estamentos implicados directísimamente en ellos (que bueno es el pueblo americano¡¡¡). Y no solamente con los nativos, sino con comunidades como la rusa por ejemplo, que por capricho de la Asociacion de ganaderos (el capital) encargan al ejército que lo acepta sin pestañear, que los masacren sin piedad. O en las represiones a sangre y fuego, seguimos con el ejército, de huelgistas de trabajadores del ferrocarril que sólo exigían unas miserables mejoras que les permitieran sobrevivir. Etc. etc. etc.
Y del paternalismo repugnante, en los films vistos supuestamente desde el lado indio. En las que era indefectiblemente un anglosajón el que les “sacaba las castañas del fuego” a los pobrecitos nativos (incluido “Bailando con lobos”). Eso sí, una vez semimasacrados y perdiendo todo lo que tenían, empezando por sus territorios.
Con razón ya desde niño, mis simpatías estaban con los “indios”, y con sus modos y valores de vida (hospitalidad, valor propio y reconocimiento del ajeno, ecologismo, espiritualidad, comunión con la naturaleza, estética y plástica, etc. etc.).
No obstante, con todo, atesoro el sueño que nos dejó; ése modo de vida natural, de unos y otros del espíritu de superación y supervivencia, del compañerismo, y de los inmensos paisajes (tan desaprovechados).
Espero que retomen el género, con los medios actuales, para filmar epopeyas (que material hay para “dar y regalar “). A ser posible en los territorios del centro norte. Como ya he dicho, dan mucho mas juego sus inmensos, bosques, praderas, lagos, enormes ríos, y montañas, vestuario y plástica.Y que los nativos sean éso, nativos.
Estamos un poco hartos de los “secarrales” de los alrededores de Holywood, y con nativos luciendo por todo tocado un trapo ceñido a la cabeza).
Y si las siguen haciendo por el suroeste. Que aprovechen de verdad tano los ricos elementos etnográficos que los hay, y la multitud de paisajes grandiosos originales y curiosos, que tambien los hay en abundancia. Y que no parezca que estamos en Almería.
Vale que se están haciendo algunas pelis dignas, pero en general son de tipo “intimista”, muy centradas en dramas lugareños, con tres o cuatro personajes a lo sumo. Y que no apotan la grandiosidad que la mayoría esperamos.
Como serían de máaalas y pobretonas en todos los sentidos (salvo las honrrosas excepciones), que hasta hicimos buenos, algunos de aquellos infumables “spagueti westerns”.