El trillado terreno de las rivalidades entre dos partes, desde la realidad entre Mozart y Salieri —tan enjundiosa para ficcionar— a la ficción de Los duelistas (Ridley Scott, 1977) —tan certera en su definición de un patrón típicamente humano—, puede ser dividido en diferentes parcelas. Si como más conmovedora consensuaríamos aquella en la que los rivales terminan por ser amigos (el happy ending de la comedia romántica), una parcela especialmente interesante, por retorcida, sería la de quienes siendo originalmente amigos-para-siempre terminan por ser rivales. En ocasiones sin admitirlo, como Guardiola y el descansado de Vilanova. Como Felipe y Guerra. Y la rivalidad, en su esencia, consiste en desear aplastar o en aplastar directamente al oponente. En anhelar su fracaso sobre todas las cosas. Por eso siempre consideré que el apretón de manos subsiguiente a una partida de ajedrez comprende tres dimensiones: la arrogante de la parte ganadora y la resentida de la parte derrotada. La cínica, por tanto, como marco general. Luego viene el arrepentimiento: ¿por qué se me ocurriría destripar sin remedio el reloj-calculadora que me regalaron por la comunión?
La película Dig! (Ondi Timoner, 2004) documenta los recorridos paralelos de The Dandy Warhols y The Brian Johnstone Massacre durante la segunda mitad de los noventa y el último cambio de milenio. Ambas bandas patearon los escenarios cuando el indie se consolidaba como un estilo más, justo a la salida de los funerales del grunge y el britpop. Con patentes de estilo y raigambres semejantes —básicamente un fuerte acento sesentero y aromas de neopsicodelia pop—, entre los dos grupos-colegas sobresalía la figura del Johnstone Massacre Anton Newcombe, uno de esos espíritus multicreativos del rock en cuyas entrañas no paran de cocerse nuevas recetas y combinaciones. La próxima canción orientalizada con arreglos de sitar; la siguiente retrofuturizada por un Roland RE-201 Space Echo. Pero fueron los Warhols quienes sobresalieron a nivel popular a golpe de grandes singles. Inició la escalada con «Not if You Were the Last Junkie on Earth», el segundo single de The Dandy Warhols Come Home (1997). Y la jugada fue rematada por «Bohemian Like You», el sencillo estrella de Thirteen Tales from Urban Bohemia (2000). Partiendo de otra apropiación más de un riff de Keith Richards, «Bohemian…» es de esas canciones con la capacidad de quedar marcada a fuego en el oyente, asociándose a algún momento particular o periodo general de su vida. Esas canciones con poder de evocación, como cuando un olor a panadería retrotrae a un obrador de la infancia. Y en este caso con el simbolismo añadido de coincidir con el paso por la frontera entre dos milenios.
En el documental asistimos a cómo los Massacre, quienes mantienen la pureza de sus orígenes básicamente porque su estatus permanece igual, se muerden las uñas por dentro al ver cómo su banda hermana asciende escalones. Los videoclips, las portadas de revistas mainstream, los fans, las fans. Como el éxito profesional de un amigo del alma contrastando con tu estancamiento. Como si una ex de la que sigues enamorado echa los polvos de su vida. Y los privilegios derivados del estatus (algunos aún lo llamarían karma), como cuando una de las bandas sale indemne después de que la pillen con droga y la otra acaba entre rejas por una situación análoga. Esa alegría triste, que la historia de otro impidiera desarrollar la suya, los lapidó de por vida. Tampoco los Warhols se acercarían a las cotas de reconocimiento propiciadas por su gran himno pop, pero a esas alturas el relato ya estaba amortizado y la fraternidad perdida e irrecuperable.
En su novela La información Martin Amis se explayó con uno de esos antihéroes que tanto juego producen lo mismo para el novelista a la hora de flagelar a un tercero que para el lector que gusta de reírse de los sinsabores ajenos. El protagonista en cuestión es Richard Tull, un novelista que acaba de completar su última obra. Durante el relato va entregando sucesivamente su última galerada a editoriales o conocidos. Con idéntico resultado: a la que alguien empieza a leer, sufre una pronunciada jaqueca. Un libro con propiedad-migraña, como el St. Anger de Metallica. El mejor amigo de Tull, Gwyn Barry, también es novelista, si bien su obra carece de la enjundia intelectual del otro, es ligera y comercial. Y severamente exitosa. Mientras Tull sufre para conseguir que siquiera lean su libro de cara a poder publicarlo, la última novela de Barry se vende como churros. Y en esas circunstancias el karma hace el resto: donde a uno todo le sale mal en vida, en otro todo es dicha. Salir a la calle y que la primera pisada del día sea sobre una mierda de perro frente a levantarse con la sonrisa del gato de Chesire tatuada en la jeta. El remate de la novela (ojo, spoiler) es cuando Tull descubre al fin con quién le es infiel su esposa. En efecto, el amigo. Este lo hizo necesitado, quizás, de llevar la humillación del otro a su último extremo. Impelido acaso por una pulsión masculina de dominar todo el escenario. O movido, pudiera ser, por una envidia no admitida del talento ajeno que no se tiene. Aquello que nunca poseerá. En estos presupuestos de desdicha cotidiana de uno y bajeza moral del otro me pregunto dónde carajo se encuentra la felicidad. Y así respira La información, una novela de reflexión amarga a cuyo término el lector ha reído lo suyo. Con moralina como debe ser: en este caso, que al final todo se sabe.
En lo personal, de la biografía de Amis sobresale lo obvio: que es hijo de escritor. Y a lo largo de las décadas la relación con su progenitor hizo correr la controversia a raíz del poco aprecio que este expresó para con la obra de su hijo. La respuesta más punzante de Martin fue dispensada, precisamente, en forma de libro. Uno de esos en los cuales el novelista se pone el traje de la realidad histórica. En este caso para desnudar, o eso quiso, la complicidad ideológica de intelectuales occidentales, entre los que se contaría, oh sorpresa, su propio padre, respecto de las atrocidades del régimen soviético de Stalin. El ensayo no se anda con indirectas ni sarcasmos: a Kingsley le dedicó un capítulo entero en forma de carta. Y de propina incluyó otra epístola no privada a su amigo-de-toda-la-vida Christopher Hitchens. Y de semejantes ajustes de cuentas se propagaron réplicas y ese tipo de controversia que se retroalimenta (no pudo participar Kingsley, que nunca leyó el agravio porque llevaba casi diez años muerto). Escribir a quien no vive es como hacerle poemas a quien ya no te quiere: un fin privado inalcanzable.
Las parejas de cómicos, he aquí un clásico popular y mapa hablante de los equilibrios interpersonales. La que formaron Jerry Lewis y Dean Martin sobresale en términos históricos por haber sido el primer dúo de este tipo en alcanzar éxito masivo en televisión. Fueron pioneros asimismo en explotar el concepto de personaje guapo y talentoso (sus canciones) de Martin acompañado de la antítesis bufonesca que abanderaba Lewis. Un hermano rarito y otro listo (que no inteligente). La senda recorrida por Tom Cruise y Dustin Hoffman en Rainman (Barry Levinson, 1988). Pareja profesional entre 1946 y 1956, Dean y Jerry coprotagonizaron dieciséis películas y compartieron espectáculo en vivo en diversos escenarios, siempre con el denominador común de un éxito que desembocaría en la mencionada aparición televisiva: la Colgate Comedy Hour que se emitió entre 1950 y 1955. Eran tan diferentes entre sí que ensamblaron un Tetris perfecto. A nivel personal, el agraciado Dean constituía una suerte de ideal para Jerry por su gracia natural y física; la labia y el sex appeal. Pero tampoco parece que Dean, que antes de que todo sucediera fue un cantante de segunda en clubes de segunda, hubiera llegado lo lejos que llegó de no conectar con Jerry y alcanzar así un estrellato que le abrió estrellatos ulteriores. De carrera actoral y cantante; de las amistades en Las Vegas.
La relación no profesional entre estos dos da forma al tópico sobre cómo compañeros cercanos acaban ignorándose entre sí. Una larga distancia separa el estatus de pobres diablos que ambos tenían cuando se conocieron (antes-de, Lewis hacía carrera disfrazándose de Carmen Miranda) de la posición de estrellato que obtuvieron como pareja artística; y una larga distancia se abrió entre la amistad primera y la frialdad última de su relación personal. Fuera de las tablas, actuaciones y ensayos, se evitaron de manera mutua. Y esa ausencia de aprecio se prolongó durante las décadas siguientes. De inseparables evolucionaron a incompatibles. Algunas de las diferencias que les complementaron terminaron por fragmentarles; así, la filosofía bon vivant de Dean colisionaba con la ambición y profesionalidad de quien acabaría protagonizando El rey de la comedia. En el invierno de su existencia (cumplió noventa años en marzo) el propio Lewis terminaría haciendo las paces a su manera con un Martin que dejó este mundo hace ya veintiún años. Esto lo hizo Jerry en 2005 a través del libro Dean and Me (A Love Story), revisión en clave positiva de aquellos años de gags encadenados en la que entre las revelaciones de anécdotas flota una rendida admiración hacia su excompañero. Es lo que llamaríamos un ajuste de cuentas en sentido positivo.
La tendencia humana a sesgar los recuerdos ha motivado que algún opinador o intelectual dedique especial énfasis a que el análisis histórico-político delimite con precisión los campos de la ficción y la realidad para que no se toquen entre sí. Que el primero se introduzca en el segundo habría propiciado que mucho relato histórico constituya, en realidad, una versión novelada y ajustada a los deseos o sentimientos de quienes lo propagan.
El problema, entiendo yo, es que la ficción proviene de la realidad que se inspira en la ficción ideada a partir de algo imaginado y no es posible imaginar nada que no se haya experimentado o percibido previamente. Si no me he explicado lo resumo: huevo-gallina rebotando contra su propio eco como el niño-robot de Inteligencia Artificial en su nave submarina. ¿Tampoco? Simplificaré con un título de disco de Spacemen 3: Taking drugs to make music to take drugs to.
Ficción y realidad son, en definitiva, otro yin-yang más. Cómo podemos desgajarnos de la primera si ya desde la infancia desarrollamos relaciones «personales» con objetos inanimados. Desde el peluche tipo Mimosín al consolador XXL bautizado como, yo que sé, Petrus. El fenómeno se ha complicado sobremanera con la realidad virtual y, precisamente, la inteligencia artificial. Y en terreno ficcional, la película Her (Spike Jonze, 2013) prefigura un futuro inmediato y por tanto sí plausible y evidente.
En Toy Story 3 (Lee Unkrich, 2010) Pixar trata la dolorosa ruptura unilateral del niño con sus juguetes. Los compañeros emocionales y lúdicos que de ser fuente de vida y vivencia y confidencia pasan a la categoría de residuos de una etapa para la cual no hay retorno. ¿Y por qué transmite emoción esa fractura si el juguete, el plástico, carece de vida? ¿Qué empatía puede producir semejante relato en un adulto que pasó esa fase? ¿En quien asumió sin trauma que, como los cohetes que van hacia la luna desprendiendo paulatinamente partes del chasis, el viaje hacia la madurez conlleva que la persona vaya despojándose gradualmente de ilusiones e infancia?
El dolor, amigos, es que esos juguetes sí son personas. Metáforas de quienes resultan abandonados por alguien para quienes, ay, ya no sirven. Afincados al pozo de los recuerdos sin maldad o intención lesiva de quienes siguen su camino por otro lado. Sin intención lesiva se puede hacer el mayor daño y en cambio es posible no cumplir el objetivo de causar dolor aun con toda la determinación y voluntad de hacerlo. El objeto no tiene cualidades humanas pero el humano tiene la capacidad de sentirse como un objeto. Los juguetes fueron cornudos cuando su dueño prefería mirar la tele. Y luego es peor: vampirizada su existencia servil de entretener al amo, llegó el momento en el que quedaron abocados a la categoría paria de periódico del día anterior.
Luego se desarrolla en la película una peripecia positiva y optimista en la capacidad de los juguetes de hacer piña, no conformarse con yacer en el rincón de lo postergado, vivir una aventura en el empeño y por supuesto cosechar resultados óptimos de semejante siembra. No se resignaron como Baloo cuando Mowgli recibe la llamada de la especie. Esta vivencia de lo aparentemente inanimado es una moraleja psicológica, la misma que receta la persona médica o amiga a quien le llora el peso de haber perdido para siempre un amor que se quería eterno. Una receta útil, sin duda.
El dilema, empero, estriba en la cantidad de almas que habiendo adquirido la condición de solitarias, despechadas u olvidadas, son incapaces de seguir tan sensato consejo. Y esa otra reacción, antagónica a la de los juguetes de Toy Story, esas personas incapaces del odioso concepto de «rehacer sus vidas» explican, por otro lado, el apego que se le tiene también a los finales infelices. La adoración al ex impide a esos juguetes ver a ese ex en su justa medida: un aprovechado. Un convenido.
Y en esa otra fórmula, el espectador vibra también por pura identificación. Otra vez la empatía o el puro sadismo por la derrota ajena. La elección, al servicio del consumidor. Al final y desde el principio, se trata de querer ser felices. Lamentablemente, la existencia de la felicidad requiere de la existencia de la desdicha. Como el cómico payaso necesita del cómico listillo.
Estoy viajando lejos para retomar contacto con mi ex de hace algunos años, para así saber si mi intuición, que me dice que no estoy en la situación de Toy Story 3, está en lo cierto. Enhorabuena por tu artículo. Gracias.