Era una fría mañana a principios de abril en Hartford, Connecticut, y yo no andaba de buen humor. El comité de finanzas de la Asamblea General de Connecticut (CGA – Connecticut General Assembly) estaba reunido escuchando comparecencias sobre los presupuestos del estado, y en la lotería para determinar el turno de palabra me había tocado un número irritantemente alto.
Las audiencias en los comités legislativos en Connecticut son todas más o menos iguales. Llegas por la mañana, vas a la oficina del comité, sacas un número en la lotería y calculas a ojo a qué hora te tocará testificar. Es un proceso abierto al público; cualquier persona con interés en una proposición de ley puede enviar un testimonio escrito, ir al Capitolio, y explicarles a los representantes y senadores del comité de turno por qué deben votar a favor o en contra de ella.
Por supuesto, no es tan fácil como parece. Los días de audiencia se hacen públicos en la página de la asamblea general con algo más de una semana de antelación, en un día bueno. Las propuestas legislativas a menudo son una declaración de intenciones, con el texto real apareciendo sin avisar en algún momento indeterminado. Con suerte, el autor la habrá firmado; a menudo la propuesta nace «desde el comité» sin que nadie te sepa explicar qué quieren hacer. Cada comité tiene sus reglas y peculiaridades para apuntarse, con frecuencia medio escondidas en el obtuso boletín semanal de la CGA. Las intervenciones en la audiencia están limitadas a tres minutos, más el rato que los legisladores quieran utilizar con preguntas. Normalmente tienes suerte si alguno de ellos se limita a fingir atención.
Cada año, durante cuatro o cinco semanas entre finales de febrero y principios de abril, mi vida consiste precisamente en seguir de forma obsesiva qué está sucediendo en la CGA. Cada mañana en la oficina recibimos entre cuatro y seis correos electrónicos con una lista de todas las propuestas legislativas que han aparecido en los comités que cubren cosas que nos interesan (unas treinta, repartidas entre educación, infancia, servicios sociales, universidades, trabajo, presupuestos y finanzas), uno con los cambios en el boletín y otro con actualizaciones en el calendario legislativo. Cada mañana repasamos si hay alguna ley que debemos seguir en detalle, sea para apoyarla, sea para oponernos a ella, revisar si alguna de ellas va a ser debatida, sometida a audiencia, votada, enviada a otro comité o al pleno o estudiada por la oficina presupuestaria para evaluar su coste. Y, cada mañana, las cuatro personas del departamento de políticas públicas en mi oficina nos repartimos con quién tenemos que hablar, a quién tenemos que llamar, con quién tenemos que intentar conseguir una reunión o perseguirlo por el Capitolio, o a quién podemos encontrar que nos ayude en la tarea de intentar cambiar las cosas, mientras preparamos testimonios para audiencias, intentamos movilizar a activistas, aliados, amigos y familiares para que llamen a sus legisladores, y tratamos de convencer a algún aburrido periodista de que esta ley que elimina exenciones fiscales para aumentar los ingresos del estado es una idea excelente.
Soy lobista en una ONG en Connecticut que quiere eliminar la pobreza y crear oportunidades para todas las familias del estado, y durante el periodo de sesiones no tengo demasiado tiempo libre.
En esa fría mañana de abril del año pasado, entonces, estaba yo esperando mi turno en el comité de finanzas. Connecticut tenía un déficit de cerca de mil doscientos millones de dólares en un presupuesto de apenas veinte mil millones, y el comité tenía ante sí un paquete de medidas con ochocientos millones en nuevos impuestos para cerrar el agujero. El gobernador, un demócrata notoriamente tacaño, se oponía a la legislación. Durante toda la semana habíamos estado repasando los informes de la oficina presupuestaria línea por línea y haciendo estimaciones sobre el efecto de los recortes de gasto en las familias más pobres del estado. Toda esta información la compartíamos con otros activistas y ONG, intentando traer tanta gente como fuera posible a la audiencia para que testificaran a favor de una subida de impuestos. La sala estaba llena hasta la bandera, repleta de gente; un legislador me preguntó con sorna, antes de entrar, si toda esa multitud era culpa nuestra.
—La verdad, no lo sé —le dije—. No conozco a casi nadie.
Tras la comparecencia del director de la oficina presupuestaria (y una hora de preguntas), me di cuenta rápidamente de que no, no era culpa nuestra. Al final de la agenda de propuestas a tratar en la reunión andaba H.B. 6885, un bill aparentemente inocuo que volvía a la CGA otro año más a arruinarme la vida. H.B.6885 autoriza la venta de growlers (botellas de cerveza reutilizables de medio o un litro) en bares y cervecerías del estado. Este cambio legal debilitaría el monopolio que las tiendas de licores tienen sobre la venta de bebidas alcohólicas embotelladas en Connecticut, algo que no gustaba en absoluto a sus propietarios. Aunque el efecto real de la ley, de ser aprobada, era probablemente minúsculo (¿cuánta gente va al bar a que le llenen una litrona para llevársela a casa?), la Connecticut Package Store Association (el lobby organizado de estas tiendas) había tocado a rebato, trayendo a docenas de pequeños empresarios de la venta de alcohol para hablar sobre los perniciosos efectos sobre la salud que la venta indiscriminada de growlers iba a causar en el estado. Eso, y oponerse a liberalizar los horarios comerciales en el sector, que encima de ser un monopolio no van además a dar un servicio medio decente al público, no sea que beba demasiado.
Para hacer mi día aún más deprimente, resulta que la otra NRA (la National Restaurant Association, la NRA que realmente da miedo), mediante su afiliada en Connecticut, también había lanzado a sus afiliados a hablar a favor de la ley, con decenas de propietarios de bares y restaurantes esperando su turno. El gremio estatal de cerveceros, cómo no, también estaba presente. En otras palabras: me iba a tocar tragarme varias horas de tipos hablando sobre venta minorista de cerveza en el comité en que se iba a decidir sobre una de las mayores subidas de impuestos de la historia del estado.
La vida de un lobista tiene estas cosas. Puedes trabajar durante meses reuniéndote con legisladores, activistas, jefes de departamento, economistas y expertos preparando una propuesta de ley. Al empezar el periodo de sesiones, un legislador amigo la presenta en el comité, con el texto que has escrito tú con la ayuda de una docena de expertos. Puedes movilizar a decenas de personas para que testifiquen a favor, llamen a su legislador insistiendo que sea aprobada, reunirte con medio Capitolio, conseguir que sea considerara por el comité. Entonces, cuando el agujero fiscal hace que los líderes de la cámara anden desesperados buscando dinero, cuando tu propuesta finalmente es debatida, una pequeña horda de vendedores de cerveza consigue que los legisladores escuchen a gente hablar sobre litronas alrededor de once horas y sobre impuestos doce minutos. Todo el trabajo de meses acaba siendo aplastado porque algún genio colocó una ley sobre growlers en el calendario cuando no tocaba.
El proceso para hacer que una propuesta de ley sea aprobada en Connecticut, como en casi todos los estados americanos, es largo y complicado. En la CGA la inmensa mayoría de legisladores lo son a tiempo parcial (el periodo de sesiones dura entre tres y cinco meses), y andan absolutamente atiborrados de trabajo. No tienen apenas asesores (los senadores tienen uno o dos, y cuatro o cinco representantes comparten un asistente), deben prestar atención a los votantes de su distrito, participar y votar en tres o cuatro comités, recaudar fondos para su reelección y además legislar cuando tienen tiempo libre. El trabajo de los lobistas es a menudo ayudar a que los políticos hagan lo correcto, a veces inundándoles el contestador automático de mensajes de votantes airados, a veces ayudándoles a escribir legislación.
Ese día, con la subida de impuestos, nuestro trabajo había sido a la vez tranquilizarles, diciendo que estaban haciendo lo correcto, y darles miedo, diciendo que la alternativa era mucho, mucho, mucho peor. No soy economista, pero poner cara de gravedad y decir cosas como «necesidad histórica» y «crisis fiscal eterna» se me da bien. Mis tres minutos de relativa gloria fueron ignorados por casi todos los miembros del comité (algunos se habían ido a cenar, otros estaban en otras reuniones), pero aun así recibí un par de preguntas de un legislador amigo, consiguiendo algo más de tiempo. Un senador republicano despistado me preguntó cuál era mi opinión sobre el patrón oro y el dinero fiduciario, a lo que respondí educadamente que mis opiniones se limitaban a la necesidad del estado de Connecticut de recaudar más dinero, no a lo que hiciera la reserva federal. Después de eso, me levanté y me fui.
Si algo he aprendido en este trabajo, aparte de una cantidad francamente deprimente de reglas arcanas sobre procedimiento legislativo, es que la política es extraordinariamente complicada. La variedad, profundidad y dificultad de los problemas que un legislador debe afrontar y solucionar, incluso en un estado tan pequeño, pacífico y tranquilo como Connecticut, es francamente inmensa. Incluso en temas donde uno es supuestamente un experto (si hubiera una edición de Trivial dedicada a la aplicación de la regulación federal sobre SNAP y TANF en los estados os pegaría una paliza a todos), siempre hay cosas extrañas que nadie parece saber cómo funcionan, y siempre tienes que responder preguntas rebuscadas en cuarenta y ocho horas para testificar por qué una ley es una idea espantosa.
Debido a los problemas estructurales del presupuesto de Connecticut (podéis leer sobre ello aquí y aquí, si realmente os interesa), en la oficina hemos acabado hablando sobre impuestos con fluidez. No tenemos más remedio. Como lobistas de una organización progresista, parte de nuestro trabajo es ganarnos la confianza de legisladores de izquierdas para que cuando decimos que algo es una buena idea nos crean. Los meses de reuniones, llamadas, artículos publicados y testimonios, tanto por nuestra parte como por la de otras organizaciones parecidas, debieron servir de algo, porque el comité de finanzas votó a favor de parte de la subida de impuestos que habíamos ofrecido. El texto siguió, camino del pleno.
Dada la complejidad del proceso en sí y de los temas tratados, la existencia de lobistas es casi inevitable. Mi trabajo es representar los intereses de la gente con pocos ingresos en Connecticut, uno de los lugares más desiguales de Estados Unidos. Como navegar en el sistema y entender qué demonios está haciendo es tan difícil, el Capitolio está lleno de gente como yo, cada uno representando a uno o a varios grupos de interés. La distribución de los intereses representados con lobistas no es, por supuesto, un reflejo fiel de la sociedad, sino de los grupos que están organizados dentro de esta. Lo curioso, sin embargo, es que lo que uno ve no son grandes intereses nefandos y unos pocos lobistas de ONG completamente superados, sino un mapa complejo de intereses creados, casi todos de empresas y organizaciones que dependen de dinero público o regulación para sobrevivir o para ganar dinero.
El año pasado, en los interminables debates sobre la subida de impuestos, lo que no vimos fueron ciudadanos de clase alta quejándose de que les iban a subir el impuesto sobre la renta un punto porcentual, o propietarios de viviendas quejándose de que el estado les iba a recudir un crédito fiscal en cien dólares. Lo que vimos era gente que se dedicaba a cosas como la muy regulada y protegida profesión de decorador de interiores (no preguntéis por qué, nadie lo sabe) movilizándose en masa para que no les quitaran una exención fiscal sobre sus ventas. Por supuesto, a los beneficiados por este cambio (las familias que no se verían perjudicadas por recortes en sanidad) no se les ve nunca por el Capitolio.
Es un trabajo extraño. Le dedicamos muchas horas, leemos demasiado, hablamos con cientos de personas y trabajamos muy duro para ofrecer propuestas concretas, bien diseñadas y políticamente viables que pueden mejorar la vida para la gente con pocos recursos en Connecticut. Creas estrategias, montas campañas, organizas coaliciones, reclutas activistas e intentas cambiar las cosas. De forma casi inevitable, la mayoría de tus propuestas resultan ser demasiado caras, o no agradan a un legislador clave al que el presidente del comité le debe un favor, o chocan con la agenda de alguien, o no son prioritarias para los líderes del partido, y nunca acaban por ver la luz. Algunas sirven para plantar una semilla para el año siguiente.
De vez en cuando consigues que una ley, una idea o una propuesta por la que has trabajado durante meses con tu equipo y media docena de organizaciones sea aprobada. No sucede a menudo, y casi siempre la versión final ha sido enmendada, corregida y debilitada durante el proceso, así que no es nunca exactamente lo que estabas pidiendo. Aun así, esa ley, ese cambio, hace que todo el resto valga la pena.
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Acabamos el año, por cierto, con ochocientos millones de dólares en impuestos y cuatrocientos en recortes de gasto. En Connecticut uno puede comprar growlers en cervecerías. Por desgracia, los decoradores de interiores siguen sin pagar impuestos. Seguimos teniendo déficit.
Muy interesante la experiencia del «lobista».
Maravilloso artículo Roger, tiene que ser un trabajo apasionante. Todo el proceso de toma de decisiones y la importancia de los contactos me han hecho recordar la parodia que se le hacía al tema en los simpsons para cambiar la legislación que desvía por su vecindario el tráfico aéreo.
Por si me lee el autor: sin haberla leído, la obra de Dahl sobre los procesos de toma de decisiones en una ciudad de ese mismo estado, ¿no guarda un poco de relación con lo que describes en tú artículo?
Completamente. Es un proceso parecido, sí. No leo a Dahl desde hace siglos, pero siempre me hace pensar en ello.
Saludos desde Bruselas, otra tierra de lobbistas, sector en el que he estado implicado (ahora muy indirectamente). Algunas cosas son distintas (creo que aquí no se dan tantos personalismos, ni siquiera en el Parlamento Europeo) pero muchas del artículo son parecidas, incluyendo lo lento del proceso. Lástima de la opacidad de los Estados miembros. ¡Enhorabuena al autor, y suerte con la legislación!