1. Denis Stock y Anton Corbijn. Una foto no es un recuerdo
Acuérdate: James Dean camina por una calle mojada por la lluvia con el Times Square de fondo. Con las manos en los bolsillos de su largo abrigo (que le llega hasta las rodillas), agarra con la comisura de los labios un cigarrillo y eleva la mirada, no se sabe adónde, con un gesto dividido entre la sonrisa amarga y el frío que aplasta sus hombros. Los edificios se difuminan por la neblina, el suelo mojado produce un reflejo roto del caminante y la valla metálica de hierro que se pierde en perspectiva arrastra un aire de símbolo, una muralla o una frontera que nos cierra el paso. Dennis Stock, el fotógrafo de esta instantánea, lo consiguió: esta imagen se volvió un túnel del tiempo, como diría Don Draper proyectando diapositivas en un carrusel de Kodak, y, lo más increíble, también se convirtió en un icono dentro de la educación sentimental de millones de personas, una imagen con la consistencia y fuerza de un recuerdo. Con la salvedad de que no era un recuerdo, por supuesto, pues ese instante no era nuestro, «un implante en la memoria, un recuerdo de otro», tal como le recordaba Deckard a la replicante en Blade Runner. Así que, junto al mito que dejó la muerte temprana de James Dean a sus veinticuatro años, ¿qué había hecho Dennis Stock para que sus fotografías sobre James Dean para la revista Life se volvieran mágicas?
Mucho tiempo después, Anton Corbijn dedicó su película Life (2015) al encuentro de Dennis Stock y James Dean como pago de una deuda en la que pocos habían reparado. James Dean había sido hechizado y nadie hablaba del brujo. Corbijn, que se ha dedicado toda la vida a rastrear el aura de los artistas, sobre todo de los músicos, sabía de lo que hablaba, y Life tiene ecos autobiográficos obvios. La fotografía para Corbijn, como para Stock, está más cerca del trabajo del fabricante de sueños que del compulsivo registrador de instantáneas de la vida. No la caja de zapatos para las fotografías familiares, sino el dispositivo que narra mitos. Al fin y al cabo, como dice Susang Sontag parafraseando a Wittgenstein, el significado de una fotografía depende de su uso. Así que aquí viene la gran pregunta: ¿para qué usamos las fotografías? Colgamos más de doscientos cincuenta millones de fotografías a Facebook cada día, Instagram exige cada vez más tiempo para su escrutinio, los móviles disparan fotos con la misma frecuencia (o más) con que hacemos llamadas, y, sin embargo, no somos conscientes de que las sociedades se están volviendo compulsivamente sociedades de fotógrafos.
Creo que va siendo hora de que rumiemos la fotografía, digo, no en busca de ninguna antología perfecta de sus pensadores (trabajo para académicos) sino para encontrar señales de tránsito para orientarnos en este magma de imágenes.
2. Walter Benjamin. Una foto no es Real
El pensador que menos ha escrito sobre fotografía y tal vez el más citado sobre el tema, sobre todo por su artículo «La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica» (1935), no más de diez mil palabras que tendrán con el tiempo el efecto de un meteorito. En ese texto casi sagrado Benjamin acuña un concepto que se ha hecho muy popular: afirma que en la era industrial la obra de arte se atrofia, es decir, que el objeto artístico sometido a su reproducción mecánica pierde ese halo mágico irrepetible, único, que él llama «aura», un término que define (atentos) como «la manifestación irrepetible de una lejanía, por cercana que pueda estar». Vale, muy bien, hermosa la imagen, ¿pero qué quiere decir? Benjamin es consciente de que su concepto-imagen no es muy claro, porque retorna a él varias veces para subrayar el significado ritual implícito en el término «aura», pero desiste de desentrañarlo más.
El término «aura» cumple una función dentro del texto, a la manera de una metáfora, más que ser un concepto analítico: remarca con una figura retórica esa idea de que la reproductibilidad técnica destruye la autonomía que la obra de arte no-mecánica tiene. De esa manera, Benjamin postula su tesis: si la fotografía o el cine, procesos mecánicos y por tanto industriales, carecen de ese aura, es imposible que sostengan su autonomía. De esa forma, según Benjamin la obra de arte mecánica podría usarse como se quiera desde la política, incluso con fines fascistas, como denuncia en la «estetización de la guerra» que practica el nazismo, del que habla al final del texto en una de las páginas más premonitorias de toda su obra. En fin, según Benjamin, la fotografía es un arte idóneo para la propaganda y la manipulación.
Estas ideas de hecho ya estaban explícitas en su conferencia «Breve historia de la fotografía»(1931), la primera vez que aborda el concepto de aura aplicado al arte. Texto singular y bellísimo, en el que rastrea el origen de la fotografía con el fin de imaginar el futuro de esta nueva tecnología, «Breve historia de la fotografía» es también una lección magistral sobre la necesidad de una alfabetización de la imagen, de la urgencia de aprovisionarnos de herramientas para leer y decodificar las imágenes que nos desbordan. Al final de la conferencia se pregunta:
«No el que ignore la escritura, sino el que ignore la fotografía», se ha dicho, «será el analfabeto del futuro». ¿Pero es que no es menos analfabeto un fotógrafo que no sabe leer sus propias imágenes?
He ahí una de las grandes cuestiones que se repiten constantemente en todos los autores leídos para este artículo: ¿sabemos de verdad leer nuestras imágenes, lo que de verdad dicen estas? O dicho de una manera más radical, a la manera de Vilém Flusser, ¿no será que hacemos las fotografías que quiere la cámara fotográfica? Y contra esa máquina, afirma Benjamin, debemos rebelarnos y señalar al culpable, en un pasaje enigmático en el que asocia el arte de la fotografía con el del del detective:
No en balde se ha comparado ciertas fotos de Atget con las de un lugar del crimen. ¿Pero no es cada rincón de nuestras ciudades un lugar del crimen?; ¿no es un criminal cada transeúnte? ¿No debe el fotógrafo —descendiente del augur y del arúspice— descubrir la culpa en sus imágenes y señalar al culpable?
3. Roland Barthes. Una foto es una fantasmagoría
Roland Barthes, quizá el crítico y semiólogo francés más famoso del siglo XX, dedicó toda su vida a descomponer y a estudiar la cultura, a veces bajo la sombra de las modas estructuralistas, y otras yendo por libre, dejándose llevar por sus epifanías, como en sus textos más famosos como Mitologías o El imperio de los signos (dedicado a Japón). A la fotografía le dedicó muchas horas y el último libro que publicó en vida, La cámara lúcida (1980), un texto más cercano al diario ensayístico o a un borrador de notas, donde presenta intuiciones fulgurantes. Quizá el concepto más conocido sea su distinción entre studium y punctum a la hora de ver una fotografía: el studium sería la parte técnica de la imagen, la cuestión puramente cultural. Casi todas las fotografías serían vistas y decodificadas desde este campo. El punctum, en cambio, es el pinchazo que nos provocan algunas fotografías, un lazo afectivo con la imagen, bien por asociación emocional con un recuerdo o una experiencia, bien porque el referente de la fotografía está conectado con nosotros. Piensa, por ejemplo, en una fotografía tomada a alguien muerto o ya desaparecido con el que mantenías un vínculo: de algún modo, el fantasma se nos aparece en la foto, algo queda, un residuo permanece, y es imposible permanecer insensibles ante esas imágenes, como las fotografías que conserva Roland Barthes de su madre ya muerta. Por eso, afirma Barthes, la fotografía no es tanto un icono como un indicio, es decir, el referente real deja una huella en la fotografía, esta captura de algún modo una emanación del pasado, «como una magia». Después de todo la fotografía lo que hace es recordarnos que «esto ha sido», no más, «una evidencia que es a la vez una locura». Por eso Barthes no deja de hablar de que la fotografía es un arte cercano al teatro de la muerte por culpa de esa inmovilidad y rigidez en que nos congelan las imágenes:
Es conocida la relación original del teatro con el culto de los muertos: los primeros actores se destacaban de la sociedad representando el papel de muertos: maquillarse suponía designarse como un cuerpo vivo y muerto al mismo tiempo: busto blanqueado del teatro totémico, hombre con el rostro pintado del teatro chino, maquillaje a base de pasta de arroz del Katha Kali indio, máscara del Nò japones. Y esta misma relación es la que encuentro en la foto; por viviente que nos esforcemos en concebirla (esta pasión por «sacar vivo» no puede ser mas que la denegación mítica de un malestar de muerte), la foto es como un teatro primitivo, como un cuadro viviente, la figuración del aspecto inmóvil y pintarrajeado bajo el cual vemos a los muertos.
Fotografíamos por una pulsión de muerte (1), según Barthes, lo que explicaría, según Susang Sontag, ese significado simbólico del «shot» o el disparo al tomar una fotografía: disparamos para matar al objeto. Qué cosas, ¿verdad? En contra de este poder mágico de la foto, sin embargo, Barthes afirma que lo que la sociedad industrial está haciendo con ella es domesticarla, generalizándola, trivializándola, de tal forma que «todo se transforma en imágenes», con el empobrecimiento conceptual que esto supone. Y Barthes termina con una conclusión que nos suena a posmoderna:
Las sociedades llamadas avanzadas consumen imágenes, no creencias; son, pues, más liberales, menos fanáticas, pero son también más falsas (menos auténticas), cosa que nosotros traducimos, en la consciencia corriente, por la confesión de un tedio nauseabundo, como si la imagen, al universalizarse, produjese un mundo sin diferencias (e indiferente).
Tedio y simulacros: parece que Baudrillard está condensado enterito en este párrafo.
4. Vilém Flusser. Una foto es una alucinación
Menos famoso que Benjamin o Barthes, el austriaco Vilèm Flusser (2) es sin embargo el gran filósofo de la fotografía, el más riguroso, el más transgresor. Es más: este resumen nervioso y torpe no le va a hacer ninguna justicia, así que lo que mejor que podrían hacer es buscar su librito, Hacia una filosofía de la fotografía, que tiene poco más de setenta páginas, y léerselo de cabo a rabo. Me lo agradecerán. Mientras tanto, quédense que lo que plantea Flusser es, a grandes rasgos, una filosofía en contra de la idea de que la cámara reproduce la realidad o la refleja. En absoluto: la caja negra impone sus categorías, sus condiciones y reglas y, contraria a nuestra supuesta libertad, lo que nos proporciona la cámara es el mundo que se pliega a esta, un mundo «informado por el programa interior del aparato». Es decir, Flusser defiende que la fotografía no es una forma de conocimiento sino una magia, una especie de alucinación que ha trastocado lo real hasta el punto de que «la realidad se ha revestido de los símbolos de la imagen».
Al descifrar las imágenes se debe tener en cuenta su carácter mágico. Es un error descifrarlas como si fueran «eventos congelados» (…) Las imágenes tienen la finalidad de hacer que el mundo sea accesible e imaginable para el hombre. Pero, aunque así sucede, ellas mismas se interponen entre el hombre y el mundo; pretenden ser mapas y se convierten en pantallas. En vez de presentar el mundo al hombre, lo representan; se colocan en lugar del mundo a tal grado que el hombre vive en función de las imágenes que él mismo ha producido.
Dicho de una manera más sencilla: hemos aprendido a leer lo Real desde la fotografía, y no al revés, y poco a poco solo aceptamos como Real lo que tiene la cualidad de «fotográfico», en una cultura de masas uniforme y tiránica. Flusser llega incluso a afirmar que la fotografía solo favorece el automatismo y, por extensión, un mundo de autómatas: «El universo fotográfico programa una sociedad de dados, de ajedrecistas, de funcionarios».
La cámara fotográfica, la caja negra inventada en el siglo XIX, se ha impuesto al individuo, lo ha devorado, y el individuo piensa ya en «categorías fotográficas», encerrado en estas. Por eso, concluye Flusser, la única libertad posible es jugar en contra de los aparatos («juguetes que simulan el pensamiento», los define en su glosario), que tienden a la redundancia. Esa es su esperanza, una filosofía de la fotografía que aliente «la única forma de revolución» en un mundo dominado por los aparatos. De ahí que al final encuentren sentido las palabras premonitorias con las que se abre su libro (cuya primera redacción data de 1983, recordemos), y que la deriva tecnológica de nuestro presente ha confirmado:
Este ensayo se basa en la hipótesis de que la civilización humana ha experimentado dos momentos de cambio fundamentales desde su comienzo. El primero ocurrió alrededor de la última mitad del segundo milenio a. de C., y puede definirse como «la invención de la escritura lineal». El segundo —del cual somos testigos— puede llamarse «la invención de las imágenes técnicas».
Un invento, el de la caja negra, el del dispositivo que crea fotografías, que no vino solo a capturar fantasmas, sino a transformar la realidad y la manera que tenemos de concebirla.
5. Susan Sontag. Una foto es la recreación esquizoide de un instante
Periodista, novelista, activista política, Susan Sontag se hizo muy conocida (y sobre todo en España) por un libro, Sobre la fotografía (1977), que recopilaba sus artículos en torno a la fotografía publicados originalmente en el New York Review of Books. Aunque no tiene una matriz global, y su redacción tiene altibajos, quizá este sea el mejor texto para introducirnos en el pensamiento sobre la fotografía: explica con gran claridad tópicos recurrentes en el discurso académico sobre la imagen, estudia algunos de los fotógrafos pioneros del siglo XX y se atreve a criticar la hegemonía de la foto y el pensamiento único que está generando. En el libro de Sontag hay mucho más que ese lugar común (que ella acuñó, cierto) de que el turismo y la familia son los grandes impulsores de la foto.
La idea más luminosa, sin duda, es la que sostiene que las imágenes fijas son más memorables que las imágenes móviles, y aunque ya lo habían dicho muchos, Susan Sontag lo expresa con más conocimiento de causa: en el cine, el movimiento no nos deja recrearnos con la imagen; la fotografía, en cambio, permite la demora, «relacionarnos con un instante», hasta el punto de que, afirma Sontag, «la experiencia pasa por la fotografía», adelantándose con su frase cuarenta años a la pulsión fotográfica que han traído los smartphones. Lo que dice Sontag, además, nos permite entender por qué al cine (3) se oponen radicalmente medios narrativos como el cómic o la fotonovela (como el cortometraje La Jetée de Chris Marker), pues estas han hecho de la inmovilidad su virtud, y permiten, «abiertos al escrutinio, instantes que el flujo del tiempo reemplaza inmediatamente». Curiosamente, esa es la concepción de La sal de la tierra (de Wim Wenders) sobre el trabajo del fotógrafo Sebastiao Salgado: un documental pensado para que vayamos al cine a ver dos horas de fotografías.
Otra de las ideas que más critica Sontag es el prejuicio arraigado de que la fotografía es una herramienta de la verdad. Las fotos incitan a la ensoñación sentimental, dice, no generan un conocimiento ético o político, e incluso pueden llevar a provocar una distancia o una insensibilidad ante el acontecimiento, en contra de lo que tendemos a pensar, pues, ¿cómo tiene que ser la foto del muerto para que la muerte me pinche? La fotografía ha creado, como decía Flusser, una revolución psíquica y «un nuevo hábito de visión», que favorece la cosificación de la realidad. Es un medio débil, concluye Sontag, para comunicar la verdad, al igual que tiende a una concepción muy conservadora de la belleza, «que transforma la historia en espectáculo», y cita la famosa foto del Che muerto, yacente sobre un camastro, que imita la perspectiva en escorzo de los cuadros de Mantegna o Rembrandt, para sostener que la fotografía despolitiza el acontecimiento, lo transforma en una cuestión puramente formal.
Quizá las ideas más novedosas del libro están en la relación que encuentra entre la fotografía y el surrealismo, un movimiento artístico cuya influencia se dejó notar en todos campos. Afirma Sontag, por ejemplo, que el surrealismo tendía a descontextualizar los objetos, tal como hacen las fotos (que recortamos y guardamos aquí y allá, desconectadas de su experiencia original), y también se dedicaba a acumular objetos en búsqueda de asociaciones imprevistas, y eso es lo que hace precisamente el fotógrafo, quien «sigue los pasos de un trapero», busca, acumula y acumula, con más imágenes (propias y ajenas) que tiempo físico para verlas.
6. Joan Fontcuberta. Una foto es siempre una manipulación
Incluir entre todos estos nombres sagrados el de Joan Fontcuberta quizá parece un sacrilegio para algunos, pero la verdad es que en la piel de toro es el más lúcido y ágil teórico de la fotografía, una tarea que ha continuado con su propia práctica fotográfica, que no se limita a capturar instantáneas sino a servir de reflexión sobre el oficio y sus límites, una metafotografía alerta y consciente. En El beso de Judas, fotografía y verdad (1997), un breve ensayo de prosa transparente, reflexiona sobre la manipulación como base de la fotografía, incapaz (como todo acto humano) de reproducir de forma fidedigna lo real. Crítico con las nociones clásicas de verdad y belleza, Fontcuberta hace una genealogía de la fotografía, desde las teorías de que era «un espejo con memoria» hasta las más recientes, en las que cuestiona incluso la supuesta objetividad del fotoperiodismo (4), pues que «los sucesos frente a la cámara hayan sido alterados lo menos posible» no significa que no haya manipulación de otro tipo.
Hace un lustro Fontcuberta publicó La cámara de Pandora, La fotografí@ después de la fotografía (2010), una especie de registro del fin de la fotografía tal como la conocíamos. Ahí afirma, por ejemplo, que la manipulación (antes cargada de connotaciones peyorativas para el espectador) ahora se ha vuelto el centro mismo de la fotografía, transformada además en un juguete para el hombre moderno: la foto digital como muesca en la pantalla, tal como vemos en Instagram o Facebook, desprovista de soporte, «sin lugar y origen»; la foto como ecosistema, con un crecimiento magmático y disparado, que hace tiempo ha desbordado ya a la realidad. O mejor dicho: la ha reemplazado.
Cada sociedad necesita una imagen a su semejanza (…) La materialidad de la fotografía argéntica atañe al universo de la química, al desarrollo del acero y del ferrocarril, al maquinismo y a la expansión colonial incentivada por la economía capitalista. En cambio, la fotografía digital es consecuencia de una economía que privilegia la información como mercancía, los capitales opacos y las transacciones telemáticas invisibles. Tiene como material el lenguaje, los códigos y los algoritmos; comparte la sustancia del texto o del sonido y puede existir en sus mismas redes de difusión. Responde a un mundo acelerado, a la supremacía de la velocidad vertiginosa y a los requerimientos de la inmediatez y globalidad. Se adscribe en definitiva a una segunda realidad o realidad de ficción que, en equivalencia a las cibervidas paralelas como Second Life, resulta «antitrágica, expurgada de sentido y de destino, convertida en resguardo y en cultura de la distracción».
Fotos que citan fotos, fotos que se copian unas a otras, simulacros dentro de otros simulacros. El crimen perfecto. Borges se equivocó: la pobre limosna antes del fin no son las palabras, son las imágenes.
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(1) Ya lo había dicho Benjamin en su «Breve historia de la fotografía» cuando habla de cómo los primeros daguerrotipos exigían que los retratados se mantuvieran inmóviles como espectros durante horas.
(2) Vilèm Flusser es una suerte de encarnación de Walter Benjamin: escapó a los nazis huyendo a Inglaterra y luego a Brasil, donde vivió casi cuarenta años. Al final de su vida publicó sus obras más famosas, dedicadas a la fotografía y a la sociedad posindustrial. Murió a los setenta y un años en un accidente de automóvil no muy lejos de su localidad natal, en la ciudad de Praga.
(3) Evidentemente, hay un cine muy consciente de su deuda con la fotografía y, por tanto, con el trabajo del director de fotografía, entre los que se encuentran genios como Vittorio Storaro, Néstor Almendros o Christopher Doyle. Otra cuestión es si lo que vemos en la pantalla en movimiento son de verdad fotografías.
(4) Desconozco entonces qué diría Fontcuberta sobre aquella polémica en la edición del World Press Photo del 2015 en la que se le retiró un premio a Giovanni Troilo por presentar una fotografía con un pie de foto equivocado: incluyó en su serie de fotos sobre la ciudad belga de Charleroi una tomada en el barrio periférico bruselense de Molenbeek. Esa fue razón suficiente para su descalificación.
Una fotografía, solo una. Cómo fotógrafo que soy, una sola foto es una burda manipulación, una mentira y acaso es malo?. Pero creo que se generaliza demasiado, acaso no manipulamos nuestra vida? no nos manipulan constantemente? Vivimos en una sociedad manipulada y casi todo lo que sale está manipulado. Por eso pienso que la pregunta inicial del artículo se podría extrapolar a cualquier disciplina artística. ¿Pero qué demonios es una pintura? al igual que la fotografía, en sus comienzos, retrataban la realidad, recuerdo que a Dorothea Lange, el gobierno de estados unidos la envió para que capturara lo que realmente estaba pasando en la gran depresión, después está la manipulación que se hagan con esas fotos y con qué clase de propaganda política se podrían utilizar. No me quiero extender demasiado, pero la fotografía me parece tan rica, con tantos matices y con tantas posibilidades que a esa pregunta yo respondería: Una fotografía es LUZ, un lienzo en blanco.
Excelente artículo que plasma la fotografía como pensamiento. No coincido para nada con el comentario de Francisco. Cualquiera es, hoy en día, fotógrafo (antes, los artistas no se definían a sí mismos como tal, eso lo dejaban en manos de la crítica). El artículo no viene a dar respuestas, sino a plantear un dilema que ha estado presente desde sus inicios. Definir un objeto o sujeto es reducirlo y limitarlo, por el simple hecho de que las palabras (esa sucesión de signos a las que le atribuimos un sentido según el contexto) están a su vez limitadas por nuestra experiencia y competencia cultural (y ,muchas veces, sólo son repeticiones de dichas tradiciones: que digas que es «LUZ» no revela nada, sólo es la repetición del concepto que todos sabemos. Una mera definición que promueve el desencanto). Los autores iban más allá de las simples clasificaciones, trascendían el mero concepto y buscan «el alma», ya sea en la máquina, en lo impreso, en el fotógrafo mismo, en el sujeto u objeto retratado, etc. Apunto lo de leer «Hacia una filosofía de la fotografía» de Flusser. Un saludo.
Un artículo de los que el autor puede estar orgulloso, pues siembra ideas y sobre todo, enfoca objetivos que iluminan la nueva fotografía, la que deberíaser la nueva fotografía. Si bien la pintura encontró la libertad artística total cuando apareció la fotografía, esta última se está aferrando demasiado, todavía hoy, al orden de comunicadora de la verdad. En una conferencia que impartí a niños en Colombia sobre las mentiras de la fotografía, les proyecté una foto ganadora del WordPress. Se trataba de una toma cenital del patio de un colegio con las sombras de los niños como principales protagonistas. El fotógrafo había utilizado un gran angular; las líneas del patio, que seguro eran rectas, se veían curvas. Retoqué la foto, puse las líneas como son en realidad en el patio del colegio, rectas, unidas con ángulos rectos. Mostré ambas fotos a los niños. «Esta foto -dije refiriéndome a la retocada que mostraba la realidad del suelo del patio- está retocada con Photoshop. Y esta otra es la original que ha ganado el premio. ¿Cuál os parece mentira?». Los niños se quedaron, unánimente, con la foto no retocada, con la foto deformada por la lente del objetivo. La nueva fotografía debería promoverse hacia el valor de los contenidos, retocados al máximo si es necesario. Lo importante es la veracidad del mensaje.
(Y por cierto, la cámara oscura no se inventó en el siglo XIX, sino la manera de fijar la imagen para que perdure en el tiempo; aunque ya nos damos cuenta de que el sentido que pretende darnos el autor es el verdadero, no el de la apariencia con su frase «recortada»).
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