Como todos los niños de la Castilla profunda, vine a este mundo a hacer el bien. Mi abuela, siempre tan guapa, católica y sentimental, buscaba cada Semana Santa un motivo nuevo por el que conseguir que me confesara. Entre aquellos muros eclesiásticos me susurraba algo al oído: «Este año has contestado mucho a mamá». Yo no entendía nada, pero acudía solícito a la quietud del confesionario, soltaba la retahíla que también ella me había buscado y salía de allí con el contador de pecados a cero y un billete de mil pesetas con la cara de Galdós en el bolsillo.
Incluso estuve sopesando muy seriamente acompañar al párroco de mi pueblo en calidad de monaguillo, aunque solo fuera por que hablaran de mí en un pueblo donde nunca nadie hablaba de nada. Luego descubrí que no eran estos ufanos motivos los que me arrastraban a barajar esta posibilidad sino más bien el hecho de que mi abuela pudiera soltar el billete de dos mil pesetas con la cara de Juan Ramón Jiménez.
Este afán recaudatorio ya descubría que poco de religioso tenía mi alma, pero yo seguía erre que erre dándole vueltas al asunto del monaguillo. Mientras, mi abuela acudía a mí como siempre recordándome lo malo que había sido ese año: «El otro día te escuché cómo decías no sé qué palabrota en el recreo». Así, entre careto de Galdós y careto de Galdós fui perdiendo el tiempo, los años fueron pasando y, cuando quise darme cuenta, el puesto de monaguillo ya estaba ocupado; en el billete, Galdós había sido sustituido por Hernán Cortés.
Durante todo ese tiempo yo me había refugiado en los libros de Julio Verne esperando poder, allí sí, decir todas las palabrotas que quisiera. Disfrutaba con los grandes héroes ideados por el genial escritor francés: ahora cruzas toda Siberia haciéndote pasar por Miguel Strogoff, ahora viajas de cráter a cráter bajo el nombre de Axel. En un primer momento llegué a pensar que mi afán por practicar el bien en este mundo me llevaba a fijarme en aquellos personajes que hacían el bien en el otro.
Y así seguían cayendo algunos como, por ejemplo, Phileas Fogg de vuelta por el mundo. El último personaje que me sedujo fue Nemo, el capitán del Nautilus. Aquí se produce el primer cisma familiar: en el pasado del capitán había más sombras que luces y, sin embargo, mi atracción por él crecía con cada página.
Poco tiempo después llegó Semana Santa y, con ella, la cantinela de mi abuela: «Te he visto robar una lata de cerveza del congelador». Pero ya era tarde. Me negué a tomar confesión entrando, de bruces, en un mundo de pobreza espiritual y económica que no abandonaría ya nunca más. Se acabaron los billetes de Galdós, las aspiraciones clericales y las almas purificadas. Más tarde descubrí no solo que mi interés por el mundo eclesiástico tenía que ver con la amplitud de mi hacienda, sino también que leía a Verne no por familiarizarme con el bien sino por escapar de ese pueblo donde todos seguían sin decir nada. Mi familia tomó una decisión tajante: empezaría el instituto en otro lugar alejado del pecado.
Oda al villano
El primer día de instituto, mi único amigo del pueblo me regaló una novela: El Padrino, de Mario Puzo. Yo no había visto las célebre trilogía, pero curiosamente leía a Vito Corleone con el mismo tono de voz que utilizó Brando en la película. Es más, aquel tipo que le pedía respeto a Bonasera tenía la cara de Brando, los algodones en la boca como Brando, el inexistente gato bajo el brazo como Brando. Pero, lejos de perderme en detalles absurdos, lo importante era que, por primera vez, sin contar a Nemo, me había topado con un cabrón al que adorar.
Para entonces ya me había echado un amigo en el instituto con el que intercambiar el único libro que tenía. Allá que se fue él con los sicilianos y aquí que me quedé yo con su tocho: Drácula, de Bram Stoker. Y así di un paso más hacia el abismo: este no mataba de manera elegante como Michael Corleone: degollaba a sus víctimas.
Aquello me atraía. Ya había perdido del todo el alma que mi abuela había labrado con tanto mimo y también los billetes de Galdós capaces de comprarla, así que buceé en aquella lectura disfrutando de cada párrafo. Por extraño que parezca, en aquel instituto de provincias un libro llamó a otro, y así fue como poco a poco pudimos intercambiarnos el único ejemplar que cada uno tenía, sin miedo a salir malparados de tan arriesgado trueque.
Por mis manos pasaron algunos ilustres: Cthulhu, a quien todavía hoy invoco desde la gran ciudad a pesar de que nunca causará el terror que causó allí, en la meseta segoviana; Sauron, al que siempre deseé mejor suerte cuando de enfrentarse con horteras como Gandalf o Frodo se trataba; Long John Silver, de quien heredé el sueño de vivir algún día con un loro en casa; Moriarty, de quien siempre pensé que su cociente intelectual era el único capaz de superar el exhibido por Holmes; Los padres de Gregorio Samsa, capaces de no apiadarse del adorable bichejo en el que se había convertido aquella mañana (después de un sueño intraquilo).
Como soy un hijo de la LOGSE, cuento con la ventaja de haber cursado solo dos años de instituto. Recuerdo perfectamente el día en el que comprendí que tocaba mudarse de nuevo. Acababa de terminar El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde. Esa misma noche salimos de fiesta para celebrar el final del curso.
Bebí el doble que Dorian y fumé el doble que Dorian. Eso sí, a la mañana siguiente alguien me despertó: «Hay que ir a por las notas». Por supuesto, no había ningún retrato al que cederle mi resaca. Había envejecido también el doble que Dorian y me juré no llevarme más la literatura a la vida. Esa mañana me lo dijeron. Me tocaba largarme a no sé dónde a estudiar en la universidad.
—Oye, las notas no se te han dado mal. ¿Qué vas a estudiar?
No sé lo que contesté. Pero sé que lo único bueno que saqué de aquellos dos años fueron una beca por la que ya no recibía billetes de Galdós pero sí un piso que hubiera firmado el más pobre de sus personajes. También sisé aquel maravilloso ejemplar de El retrato de Dorian Gray que, por supuesto, todavía hoy adorna mi estantería.
Oda al villano hispánico
Así fue como llegué a Madrid y lo primero que hicieron en la facultad fue clavarme un texto infumable de La Celestina. Sin embargo, aquella vieja arpía despertaba en mí un cariño especial. Era mala, sí, pero se deshizo del resto de personajes con la elegancia que otorga el destino. Gracias a la célebre casamentera me enteré de que estaba cursando Filología Hispánica. De rebote caí en la cuenta de que todos los villanos que me habían enamorado hasta entonces eran extranjeros, y que algo de hispanismo no me vendría mal en una situación así.
De esta manera descubrí a tantos y tantos malajes ibéricos: Lázaro, el pícaro que casi era tan malvado como sus amos; el Caballero de la Blanca Luna, encargado de devolver al Quijote al lugar del que nunca quiso acordarse; Don Juan, un tipo sin escrúpulos capaz de salvarse aun arruinando la vida de tantas mujeres; Segismundo, un preso vengativo para el que la vida era todo menos un sueño; Fermín de Pas, un tipo capaz de atormentar al mejor personaje que parió el siglo XIX; Bernarda Alba, una triste mujer cuyo único deseo es que sus hijas hereden tamaña tristeza; Tirano Banderas, un dictadorzuelo chapuzas al que cualquiera debería derrocar sin despeinarse; Los habitantes del piso de la calle Aribau en Nada, tan falsos y tan tristes como la época que les había tocado vivir.
Todos malos y todos inolvidables. Con ellos en la grupa terminé volviendo al pueblo, triste y derrotado porque volverían las tardes oscuras (tardes oscuras por las que ya había descubierto que se movían, por ejemplo, los villanos de Miguel Delibes) y también las confesiones (confesiones que, como su nombre indica, también aparecen por ejemplo en la poesía confesional americana).
Me bajé del autobús una tarde lluviosa. Allí me esperaba mi abuela después de tantos años. Seguía tan guapa, tan católica y tan sentimental como siempre.
—Vamos, hijo. Que con eso que has estudiado me parece que vas a tener que quedarte una temporada en el pueblo hasta encontrar trabajo.
Entonces me topé con la decisión más valiente que jamás había tomado: me confesé con mis seres queridos. Le conté a mi abuela que me atraían más los personajes malvados que los heroicos. Que disfrutaba más con el fracaso que con la victoria. Le conté las historias del confesionario, del billete de Galdós como único acicate para ir a la iglesia, de las novelas de Verne que me salvaron la vida.
Entonces ella definió toda mi historia con una frase. Una frase que todavía hoy tengo guardada en mi memoria.
—Eres demasiado joven para haber visto a Galdós en los billetes de mil pesetas.
¿Para cuándo una serie de artículos sobre la personalidad de algunos de estos «malos» y por qué seducen tanto?
Los villanos le dan vidilla a kas historias, pero justo por eso me planteé escribir un thriller sin villanos. El resultado, espectacular.
;-)
Tirar la piedra y esconder la mano.
O explicas la trama del thriller sin villanos o das el título de la obra para que podemos opinar.
Un saludo…
No termino de entender aquellos artículos que tienen al propio autor por protagonista. Menos aún, claro, cuando están escritos por un veinteañero. Creo, sinceramente, que sólo debe utilizarse la primera persona cuando va a contarse algo de mucho interés. Un saludo.
¿De verdad crees que el autor es el protagonista? Probablemente el autor tenga 45 años y no 20. Probablemente sea catalán y no castellano. ¿Qué más da? Es literatura. A mí me ha encantado el artículo. Enhorabuena al autor.
Totalmente de acuerdo. Un saludo.
El artículo está narrado en primera persona y cuenta vivencias de la infancia y juventud del autor, así que yo diría que este es el protagonista y el tema es su relación con «los villanos». Creo que el autor es madrileño y debe rondar la treintena. A mi también me ha gustado el artículo.
D’accord avec vous .
Buen artículo, ciertamente. ¿Qué hijo de la LOGSE ha visto billetes de mil con la cara de Galdós? Esos son los de la EGB, probablemente. Algo se se ha metido como un espejismo literario en la memoria del mal, ja, ja.
Hola:
¿y Grenouile, «uno de los hombres mas geniales y abominables de la historia», como lo define Patrick Süskind en la magistral «El perfume»?.
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