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Litio y Viagra para la película de Felipe V

Retrato del rey Felipe V de España, por Jean Ranc (DP).
Retrato del rey Felipe V de España, por Jean Ranc (DP).

Siempre pensé que sería un material fantástico en manos de Kurosawa o de Kubrick por aquello de la shakesperiana ampulosidad con fundamento o de la belleza triste de Barry Lyndon a la luz de las lentes de la NASA. Como ya no ruedan, sugeriría los nombres de Haneke o de Cronenberg (incluso un Terry Gilliam desatado) que seguro escarbaban en las honduras patológicas y en los conflictos del prota con su mente, su sexualidad y su conducta, enfrentados a una atosigante realidad y a una responsabilidad que ni los de la Marvel. Que me perdonen (o no), pero nunca imaginé a Díaz Yanes, mucho menos a Garci —o serie de La 1 con vestuario de Cornejo— metidos en biopic tan estupendo. En la improbable circunstancia de que me sentara frente a un productor de Hollywood para convencerle de la idoneidad de un guion (esa oportunidad efímera de persuasión y charlatanería llamada pitch), le descerrajaría que se trata de la vida de un pobre niño de sangre azul que creció sin el cariño y sin coleguillas; al que ninguneaban mientras su estirpe jugaba al cu-cú y se columpiaba entre el barroco y el rococó; que ejercía de nieto invisible para su engolada parentela, consagrada a una rutina de opereta de comer, cagar, acostarse y levantarse. Puntearía las aristas de un joven inestable, sumergido en una cárcel de inseguridad y silencios. Sin recreaciones innecesarias (los productores siempre tienen prisa) habría que relatar vivazmente cómo en medio de una adolescencia frustrante y de ausencias, ¡voilá!, se abre mágicamente un testamento que le señala que con diecisiete años se ha de mudar lejos de su palacio parisino para heredar y reinar en un vasto imperio en peligro que necesita unas reformas estructurales e ilustradas de no te menees. Y encima para ponerse a vivir en una ciudad lóbrega y enfangada, en un adusto alcázar de un país ocre, cuyo idioma no habla ni papa y donde la gente arroja los excrementos por la ventana, agua va. Pongamos que hablo de Madrid, 1700. Pongamos que hablo de Felipe V, nuestro primer Borbón.

¿Quieren ustedes, reverendísimos productores, más chicha, conflicto, un poquito de acción? Pues el (anti)héroe emigrante, sumido periódicamente en etapas de desequilibrio emocional y mental, hacía de tripas corazón, aparcaba la abulia, y vencía su mal congénito psicosomático para guerrear bizarramente catorce horas diarias a caballo jugándose el tipo en la batalla (último monarca patrio en hacerlo), y aparcaba su postración para atender la acción de gobierno con energía y sentido de Estado, aunque en el fondo todo aquel papeleo le provocara un perezón morrocotudo. Eso sí, la glotonería (¿bulimia?) a toda hora y el cuerpo cavernoso siempre erguido. Apodado —no sin cierta ironía— «el Animoso», no paró de follar durante ¡jornadas, semanas enteras! con las dos mujeres de su vida. Y cumplía el campeón toditos los días en el tálamo casi hasta su muerte con sesenta y cuatro años. Sin transición mediante, entre la alcoba y los despachos, buceaba en las ciénagas de la nostalgia y se negaba a tratar a nadie durante días. Enmudecía semanas. «Quien no habla no reina», justificaba. Como un chiquillo al que le esconden el Scalextric. Quizá por el París perdido, quizá por el espectro de la niñez robada. Tim Burton se relamería…

Venerados productores, a veces, muchas veces, todo le estallaba en la mollera. En su cruce de cables colisionaban un fatum divino ineludible (o sea, sumisión ciega a la Providencia), una misión de geoestrategia orquestada por su abuelo francés Luis XIV (sentimiento de marioneta, pactos de familia)—, más una fidelidad incólume para con sus esposas en materia sexual (tentaciones, culpa cristiana) y a la que añadir una tristeza paralizante que le siguió cual pena negra toda su vida y que finalmente degeneró (acabó como una regadera). ¿Diagnóstico global? Bipolaridad a compás de minué. «Vapores», según los médicos de la época, como bien glosa Louis de Rouvroy, duque de Saint Simon, en Memorias (1739). En el diván de la historiografía se recuestan astenia abisal e hiperactividad alternas, místicismo y complejísimas relaciones internacionales que aún colean, como ese Alcatraz gobernado por macacos, cartones de Winston y empresas fantasma llamado Gibraltar.

Un agitadísimo cóctel de espanto y euforia bullía bajo la peluca empolvada de Felipe V, primera piedra de una dinastía que sigue sancionando leyes en esta algarabía de nacionalidades que de momento se llama España. Por no hablar del problema catalán: de aquellos lodos borbónicos, estas desconexiones en marcha. Tras los decretos de Nueva Planta (1707-1714), se desintegra la Corona aragonesa, se persigue el idioma catalán y se abole el somatén, especie de patrullas vecinales en busca de criminales reunidas al tañir de las campanas. Desde entonces, el único ejército propio que ha quedado en Cataluña es el Barça, que diría Vázquez Montalbán.

Proclamación de Felipe V como Rey de España en el Palacio de Versalles, por François Pascal Simon Gérard (DP).
Proclamación de Felipe V como Rey de España en el Palacio de Versalles, por François Pascal Simon Gérard (DP).

Otra muesca en el haber del borbón: ostentar el reinado contemporáneo patrio más longevo, desde 1700 hasta 1746, abdicación por en medio (1720) y vuelta a empezar, porque se le muere un hijo heredero a los ocho meses de cederle el trono (Luis I el relámpago) y la segunda esposa le vuelve a arropar con la púrpura solo para que ella siga maquinando a discreción. Ya lo tituló el historiador Henry Kamen en su libro —que publicó en 2000 a regañadientes obligado por Temas de Hoy— Felipe V. El rey que reinó dos veces, basado en la que fuera su propia tesis doctoral. Desmenuzado con perspectiva, el periodo que le tocó gestionar al borbón ha sido mayormente estudiado desde esa etopeya psicológica, conducta que contaminó un programa político tendente a un reformismo ilustrado copiado de París, y en el que delegó en una mezcla de habilidad, desidia e irresponsabilidad hasta el fin de sus días. Aquella sí fue la primera Transición (centrípeta), con fortalecimiento del Ejército, las artes y las administraciones para un país que echó mano del primer superministro a varias pistas, José Patiño, y de tecnócratas foráneos que apuntalaron la aúlica acción de gobierno. Sí se pudo. Todo para el pueblo pero, obviamente, pasando de él.

Pese a tanto claroscuro, Felipe V no ha tenido quien le escriba (ni quien le ruede). Pocos sabuesos de la historia (Pedro Voltes, Calvo Poyato, Carlos Seco…) han mirado detrás de los cuadros glorificadores de Van Loo, de Jean Ranc, de Meléndez para discernir entre la locura y la verdad, desbrozar logros y culpas del hombre que según la fuente consultada, o puso en marcha la modernización de España o se dejó arrastrar por los espectros de su cerebro y las maquinaciones de su ecosistema palatino. El cine podría resucitar muchos debates. Y ensancharlos. Y radicalizarlos. Cualquier biopic bigger than life ha de arrancar con una elipsis. O con un parto…

Vino al mundo Felipe de Anjou en medio de la teatralidad de Versalles en 1683. Pompa y circunstancia de la que no sería más que un actor secundario a tenor de que nunca heredaría el trono de Francia por cuestiones de orden sucesorio, segundo hijo del delfín Luis. En aquel palacio-escenario, el heliocentrismo de su abuelo Luis XIV le dejó orbitando fuera de cápsula. Pero todo cambió, de repente, al morir sin descendencia el endemoniado Carlos II de Habsburgo. El lobby francés le había comido tanto la oreja al último rey de los Austrias en su lecho de muerte que acabó testando a favor de Felipe y no de ningún otro candidato austriaco. Aquella intriga llena de exorcismos y aberraciones, largamente cocinada por el cardenal Portocarrero, fue bautizada como el «complot de los hechizos». Dos infantas de España, Ana y Maria Teresa de Austria (emparentadas con dos reyes de Francia, Luis XIII y Luis XIV, respectivamente) refrendaban la legitimidad sucesoria.

Retrato de la reina María Luisa Gabriela de Saboya, por Miguel Jacinto Meléndez (DP).
Retrato de la reina María Luisa Gabriela de Saboya, por Miguel Jacinto Meléndez (DP).

Era el 9 de noviembre de 1700 y en veintiún días Felipe se estaba mudando a Madrid. Lo que encontró en la Villa y Corte (tras atravesar España y su tipismo), resultó como cuando te vas de erasmus y te topas con un cuchitril de colchón insondable donde vas a tener que pasar una larga temporada. Casi sin tiempo para desembalar los clavicordios, y con los caniches correteando entre bultos del tenebrista Alcázar (que luego ardió en la Nochebuena de 1734 más rápido que el Windsor), Felipe V se vio enfrascado en una guerra civil larvada. Aunque al principio juró en todas las Cortes sin desacato a su figura, ya que Castilla, Aragón, Valencia y Cataluña dieron el visto bueno al nuevo francés sin rechistar y con jubilosas manifestaciones populares en las calles. Sin embargo, el resto de potencias no reconocieron al soberano y apoyaron la (justa) reclamación del archiduque Carlos de Austria, hijo de Leopoldo I, de tal manera que lo arrancó como una disputa dinástica (que enfrentó a España y Francia con Inglaterra, Holanda, Saboya, Austria y Portugal) desembocó en una guerra civil donde amplios segmentos como la nobleza o el campesinado que habían perdido privilegios, abrazaron la causa austracista. Hubo batallas gloriosas que algunos aprendimos entre los billares y las pellas de BUP. Sobre todo la de Almansa (1707), que decantó la guerra a favor de los Borbones tras vaivenes militares y logísticos donde la contienda se vio totalmente perdida. Entre 1713 y 1714 se cerró este episodio crucial en la historia de España con la Paz de Utrecht y el Tratado de Rastadt, en la que para que los enemigos reconocieran legítimo a Felipe V tuvimos que desprendernos de Gibraltar y Menorca. A verano de hoy, la isla balear camina en abarcas con calcetines de raquetas bordadas, vive en casas rojo almagre y bucea en ginebra Xoriguer; el Peñón es un rareza histórica de contrabando, una colonia donde comprar colonia.

Antes de los centralizadores Decretos de Nueva Planta —que en el caso de Cataluña fueron unas leyes de castigo donde volaron por los aires los fueros de Aragón y el idioma catalán, sobre todo en la Administración— al soberano le había dado tiempo a dar el sí quiero sin conocer siquiera a María Luisa Gabriela de Saboya. Le apañaron el tema porque emparentar con la hija de los duques de Saboya alfombraba el paso a las posesiones transalpinas de la Corona española. María Luisa era dulce, grácil, con buen talante y sabios consejos bajo el miriñaque. Pequeñísima. No fea del todo. Tenía trece años cuando fue desvirgada cuatro noches después de su noche de bodas el 11 de septiembre de 1701. Ambos se hicieron de rogar en un juego de tensar la cuerda sexual. Cuando consumaron, la chiquilla le inyectó tanto ardor a Felipe V en la cama que el esposo vivió una etapa de vigor y equilibrio espiritual inusitados. Y eso que en un momento de máxima tensión política, María Luisa le sugirió largarse a virreinar a Perú, soberanos por el mundo. Tan benéfico influjo acabó en 1713. La saboyana palmó de tisis y tuberculosis. Derruido, devastado, Felipe se hundió. Pero dejó una escena conmovedora y apabullante digna de un travelling de David Lean. Él cazaba, y a sus espaldas, a media distancia, el cortejo fúnebre transportaba los restos de su esposa camino del sueño eterno de El Escorial. Ni se giró. Aplomo y consternación regia…

Seguidamente llegó a su tálamo con dosel Isabel de Farnesio. Con rapidez, la parmesana se apoderó del ansia viva del marido, incapaz por conciencia de amancebarse en adulterio con amante alguna. Percatada, ella le cortaba el suministro sexual si no se doblegaba a sus dictados. Así reinó Farnesio a su antojo, escondiéndole la viagra y su propio tesoro íntimo. Porque el débil Felipe necesitaba sexo a toda hora, si bien al delegar en ella también se despojaba del tormento de reinar. Fornica, divide, delega y vencerás. Realmente se enamoraron el uno del otro, aunque Farnesio trazó sus días en palacio como una intriga calculada de engaños, malas artes y mala leche. Como postrero triunfo, colocó a sus hijos en diferentes Cortes (y su hijastro Fernando VI, al que denostó, murió loquísimo recluido en el castillo de Villaciosa). A Isabel tampoco le importaba un bledo el pueblo. «Los españoles no me aman, pero yo les odio también», espetaba.

Retrato de Felipe V e Isabel de Farnesio, por Louis-Michel van Loo (DP).
Retrato de Felipe V e Isabel de Farnesio, por Louis-Michel van Loo (DP).

Lo bueno fue que dejó un legado artístico considerable. Para alejar el riesgo de una segunda abdicación, hizo construir en Segovia el Palacio de la Granja de San Ildefonso en 1741, que con su aire versallesco y su calma serrana haría olvidar a Felipe lo inestable de su temple. Lo llenó de obras de arte. Fuentes con Neptunos y Dianas, tritones, laberintos y parterres aplacarían el azogue interior del soberano. Fue una época en la que se fundaron varias academias (la Española, la de Historia, la de Medicina…) en un intento de despotismo ilustrado emanado del modelo francés y que aún perdura. En paralelo, comenzaron las obras del Palacio Real sustentado sobre la pira humeante del Alcázar. La calma mental no duró demasiado. Empeoró. Y mucho. Farnesio ideó entonces una serie de jornadas de asueto en Sitios Reales para el relax del esposo, quien estaba dando unos síntomas alarmantes. «Una sombría melancolía cortada de violencia al fin de su vida, hizo de él el ser extraño, insociable, caprichoso e incapaz del que hablaban en una mezcla de asombro y piedad, las cortes europeas», relataba el hispanista francés Alfred Baulliart en su obra Phillipe V et la cour de France (1890). Ya se atisban ramalazos de malos tratos (que los hubo) por parte de Felipe a Farnesio, además de que el soberano despachaba, semidesnudo, en calzones, con los pelos y las barbas más largas que «las de Nabucodonosor» y «las uñas largas como de fiera», que le impedían caminar con natural garbo. Carga las tintas Antonio Domínguez Ortiz en La Sociedad Española del siglo XVIII, volumen de 1959. «Felipe V era un anormal (…) sus obsesiones y ridículas manías parecerían increíbles si no estuvieran atestiguadas por numerosos y veraces conductos (…) Solo la esperanza de ser rey de Francia le hacía recuperar la lucidez y la actividad. Meses enteros se negaba a cambiarse de ropa despidiendo un olor pestilente (…)», dejó escrito.

En los Alcázares de Sevilla iban a pasar unos pocos días hasta disipar los vapores. En vista de la gravedad, el retiro de la corte itinerante se prolongó cinco años. Al revés del cuento del beso y el encantamiento, el rey creía que era un rana y trataba de montar en los caballos de los tapices. Salía a pescar, solo y de noche, en el patio del Sitio, donde se le habilita un librillo con peces y, sentado en taburete, esperaba horas a que picaran. Vestía ropas de su mujer por temor a ser envenenado y masticaba contra ponzoñas y conjuros una mezcla de tabaco y triaca. Trataba los asuntos de Estado en plena madrugada, dormía una hora, y descolocaba a su séquito con una agenda enloquecida. Solo el canto del castrado Farinelli ¡durante toda la noche y siempre las mismas cuatro tonadas en bucle! le hacía salir de su prisión mental. Hay una película que abunda en la vida, estelar y desdichada, de Carlo Broschi. Se estrenó en 1994, fue dirigida por Gerard Corbiaur y el francés Jacques Caudet encarnó al encandilado y tontorrón Felipe V que contrataba al ruiseñor sin escroto por una suma que ni los jeques del Manchester City.

Además de pocos escritores (al contrario que la vasta historiografía dedicada al loado Carlos III), apenas hay revisiones fílmicas del primer borbón. Por lo terrible y antagónico de su transitar, Felipe V merece una obra maestra tan maldita como su reinado, un de esas que arruinen un estudio, como Corazonada o Las puertas del cielo, y luego se conviertan en largometrajes de culto que se encargan en un videoclub de Malasaña. En los extras del DVD los actores lloran narrando lo calamitoso del rodaje y confiesan que aman al director por ser un hijoputa despótico, inhumano y sublime.

En 1947, hubo una versión española dirigida por ese mito kitsch con aliteración llamado Luis Lucia en la que Felipe V tuvo los rasgos del apuesto Fernando Rey. La peli llevaba por título La princesa de los Ursinos, en la que la maquiavélica Ana Mariscal arramplaba todo el protagonismo como escudera de la reina María Luisa de Saboya y dejaba un aforismo que ni Séneca jugando a la brisca: «En España todo es español». El papel del monarca reunía la mejor caspa historicista de la época, y en pantalla se abundaba en la españolización de un gabacho que, despechado, se emancipa de las directrices que emanan de Versalles para ponerse la rojigüalda por capa. Patrañas en celuloide. Muchos «vapores» no se hubieran escapado de la cocorota de Felipe V si hubiera ceñido la corona francesa, esa que siempre soñó íntimamente y a la que tuvo que renunciar. De modo que le habría venido mejor el litio mañanero a que a Tony Soprano para gestionar un país a contrapelo. Ya imagino al mejor Milos Forman rodando a contraluz en Segovia. Interior. Primera luz del día. Se abre plano. Un viejo soberano agonizante, vaciado e insomne, desde su versallesco dormitorio mira sin enfocar sus fuentes mitológicas de La Granja —cual patos que migran de una piscina— y se repite atormentadamente: «¿Por qué sucede lo que sucede?».

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13 Comments

  1. Cide Hamete

    ¡¡¡ El talibán gramatical al ataqueeee!!!!

    DETENTAR
    verbo transitivo
    1.
    Poseer una cosa, disponer de ella o atribuírsela de forma ilegítima o indebida; especialmente poseer o atribuirse el poder.
    «el poder del emperador era a la vez político y religioso, aunque este último fuera detentado por las autoridades religiosas, es decir, por los sacerdotes»
    2.
    Ejercer un cargo público o tener una dignidad, especialmente de forma ilegítima.
    «el traidor detentó la presidencia de la nación durante 20 años»

    El rey Borbón no detentaba el poder sino que lo ostentaba.

    Muy buen artículo, todo sea dicho. Era uno de mis personajes favoritos en los lejanos años universitarios

  2. Pingback: Litio y Viagra para la película de Felipe V

  3. Anonimo

    – «se le habilita un librillo con peces» Será «lebrillo» ¿no?
    – «Vestía ropas de su mujer por temor a ser envenenado» ¿?

  4. Felicisimo Garcia

    Un artículo que se deja leer, un poco enrevesado desde mi punto de vista. Ahora, tiene un error de bulto, ya que el derecho de Felipe a ser rey le venía de su bisabuela Ana de Austria, hija de Felipe III y mujer de Luis XIII, y de su abuela Maria Teresa, hija de Felipe IV y esposa de Luis XIV. De hecho, Felipe fue bautizado con ese nombre porque su abuelo le cedió sus derechos al trono

    • Javier Caballero

      Perdón por el desliz (disloqué a las infantas) y se agradece lectura y aclaración. Efectivamente son Ana y María Teresa de Austria.
      Muchas gracias y un saludo

  5. Claire van Kampen, la mujer de Mark Rylance, escribió su primera obra teatral hace unos años. Farinelli y el rey, que interpreta Rylance.
    http://www.shakespearesglobe.com/theatre/whats-on/west-end/farinelli-and-the-king
    https://www.youtube.com/watch?v=I54jj8gpByo

    • La vi en Londres hace unos meses. No me convenció, un poco más de topicazo de España negra y toreros.

  6. Inocente

    Una duda, se hace esta afirmación: «……donde volaron por los aires los fueros de Aragón y el idioma catalán, sobre todo en la Administración». No hace mucho, en un artículo en El País (no recuerdo quien lo firmaba) el articulista afirmaba que Felipe V lo que hizo fue cambiar el latín por el castellano en la administración. Aunque obviamente hay una clara intención homogeneizadora no es lo mismo cambiar el catalán por el castellano que cambiar el latín y no hacerlo por el catalán. ¿Alguien puede aclarar esta duda?

    • Felicisimo Garcia

      Inocente, la lengua castellana se usaba en los documentos oficiales desde la Baja Edad Media enla Fotos de Castilla, supongo que en la Corona de Aragon sucedería lo mismo con la lengua de cada reino, aunque no lo sé a ciencia cierta. Saludos

      • El castellano en la administración fue impuesto por Alfonso X el Sabio en el s. XIII, siendo la primera corte europea en sustituir el latín por la lengua propia del lugar. El resto de cortes europeas fueron copiándolo a lo largo de la Edad Media, y para el s. XVI quedaban pocas cortes que utilizaran el latín en la administración (Los Estados Pontificios, básicamente).

        Lo que hizo Felipe V fue eliminar el catalán de la administración, sencillamente, del mismo modo que los reyes franceses llevaban varios siglos de batalla con las lenguas propias de Francia (bretón, occitano, etc…).También es cierto que los nobles y clases pudientes de la Corona de Aragón llevaban varios siglos utilizando el castellano habitualmente, y para ellos no fue un trauma.

        El trauma fue para los campesinos que, como era normal en la época, nunca se habían alejado más de 50 km. de su pueblo, y que no tenían ni medios ni, en realidad, necesidad de aprender un idioma nuevo para tratar con la administración.

  7. Felicisimo Garcia

    De nada, Javier, un saludo

  8. Julián

    Cazar y fornicar mucho es algo natural en los individuos de su saga, eso a los amantes de las esencias españolas les parecerá gracioso. Los valencianos que padecimos especialmente su locura asesina «por el justo derecho de conquista» no lo recordamos con especial cariño, vale recordar que según cuentan los historiadores asesinó al 7 % de la población del Reino de Valencia.

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