En la tenue frontera que se dibuja entre el visionario y el loco no es difícil imaginar a David Cronenberg, en una de esas mecedoras que veíamos en los wésterns, balanceándose con la parsimonia de un tipo normal. Sin embargo, nada hay mas alejado de las convenciones que Cronenberg, el inventor de la nueva carne, el hombre que podría ocultarse bajo tu cama cuando apagas la luz y esperar allí el momento para darte el susto de tu vida, para después largarse sin darse ninguna prisa. El ladrón que entraría en tu casa a husmear en tu vida y no se molestaría en llevarse nada, simplemente porque puede.
David Cronenberg, canadiense, que ha hecho de la frialdad una vocación y convertido sus obsesiones en nuestros miedos, jamás fue un director de cine al uso. Cuando debutó con Vinieron de dentro de…, aquella película que transcurría en un bloque de apartamentos donde se expandía un virus de transmisión sexual que convertía a sus portadores en maníacos, ya dejo a más de uno con el hipotálamo echando chispas. Su manera de rodar, quirúrgica, naturalista, rozando un realismo enfermizo, enervaba y cautivaba a un tiempo. Para él, el cuerpo humano era un recipiente que se adecuaba a sus caprichos, un simple hueco donde depositar a sus criaturas, ya fueran mutaciones convertidas en experimentos fallidos o adictos a canales de televisión clandestinos que acababan perdiendo la chaveta. Para el realizador nada era extraordinario, todo procedía según lo previsto, como si fuera un relato de Richard Matheson donde la normalidad acaba siendo la anomalía.
No tardó mucho en encontrar el atajo directo a ese lugar de nuestros cerebros donde se forman las pesadillas y se dedicó a agitarlas como el que trata de encontrar insistentemente algo que no se supone que deba de estar allí. La mosca, Videodrome, Scanners, Inseparables, ExistenZ, Crash… la materialización de la narrativa una vez tamizada por la mente del canadiense adquiría un fascinante aspecto de horror cotidiano pero a la vez sofisticado. El horror de Cronenberg no era desordenado, ni irracional y él no era un señor agitado que corría escaleras abajo para alertar a la vecindad. El cine de este nativo de Toronto era el de un cronista, el de un simple observador al que nunca se le acelera el pulso. Lo mismo puede decirse de su tratamiento de la violencia que acababa pareciendo el resultado de una serie de operaciones matemáticas, una formula racional cuyo desenlace era que alguien perdía la cabeza (literalmente) o cualquier otra parte del cuerpo. Sin ambages, sin marear la perdiz: como la vida misma.
El cine de Cronenberg acaba siendo un ladrillazo en el rostro del espectador, una suerte de jeroglífico disfrazado de tarde en el parque cuyo final es imprevisible. Por eso nadie ha revisitado a Ballard como él, capaz de relacionarnos de forma relajada y tranquila con seres humanos que se excitan con los accidentes de coche y excitarnos a nosotros por el camino. Para él no hay tabúes, ni cortinas que separan a los hombres de las bestias, ni habitaciones oscuras donde suceden cosas horribles. El terror para Cronenberg puede ser un tipo en el sofá de su casa abriéndose el estómago para encontrar una pistola o dos gemelos ginecólogos inventando un nuevo instrumental de aspecto alienígena para una operación imposible.
Ahora la editorial Anagrama publica Consumidos, lo último del director de Una historia de violencia o Promesas del este, un libro que arranca con la historia de un matrimonio de intelectuales. Él la mata y se la come. El ahora escritor lo cuenta como el que escribe en su casa la lista de la compra y en sus palabras suena de lo más razonable. Luego nos acompaña por un paseo que se detiene en quirófanos, hoteles y restaurantes decorados con fotos de mujeres afectadas por el cáncer. Caníbales que se comen a sí mismos, periodistas locos de atar que viven existencias que podrían resumirse en el espacio que ocupa el asunto de un email y fugitivos que devoran a sus seres queridos en nombre de una concepción radical del amor.
El túrmix de Cronenberg, que es tan hábil con la pluma como con la cámara, es aterrador, y bajo esa apariencia de narrativa rutinaria, de relato lineal, se esconde una fábula sobre la caducidad de nuestros cuerpos y la irremediable putrefacción del tejido social que conlleva el deterioro cognitivo; la muerte de la singularidad a favor de un mundo heterogéneo, uniformado y previsible: el asesinato del individuo a manos de la tecnología.
El de Toronto no es tipo de medias tintas y tampoco necesita presumir de complejidad. No hay en Consumidos una prosa deliberadamente barroca o críptica, incluso cuando el asunto lo demandaría, sino que Cronenberg se limita a amenazar con un golpe de estado a nuestras neuronas, recordándonos aquella frase de John Doe en Seven: «Si quieres que la gente te escuche no puedes limitarte a darles una palmadita en el hombro, hay que usar un mazo de hierro, solo entonces consigues su atención absoluta». El mazo de hierro del canadiense le aplasta a uno la percepción hasta desestabilizarle, sin una palabra de más, ni una de menos. Con una galería de personajes que harían sonreír a Chaucer y que el marqués de Sade escribiera un par de páginas más, y un camino tortuoso que insinúa tanto como expone. Una ruta (literaria) llena de baches donde se visitan los nueve círculos del infierno que ya conocíamos y un décimo que se inventa el escritor, al que no se puede negar una perversidad de tintes kafkianos.
Consumidos es en realidad lo que Von Clausewitz definía como «la continuación de la política por otros medios»: la guerra. Una guerra sangrienta contra la uniformidad y el conformismo, una novela —a pesar de todo— profundamente humana y por eso turbadora hasta decir basta. Si Carl Jung afirmaba que es mejor reconciliarse con la parte oscura que todos poseemos y evitar así que ella se adueñe de nosotros, podemos dejar de preocuparnos por Cronenberg: hace tiempo que domó al dragón. De hecho, ha conseguido amaestrarlo.
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