Una escena fantasmagórica, casi lírica, llena de melancolía y desazón: a escasos minutos del ruido urbano, un bosque misterioso donde todo es inmenso, hasta el tiempo. Con agónica lentitud, alzando la mano embozada en un guante negro de raso —un gesto quedo, angustiado, como de espejo—, Madeleine roza apenas el tronco del árbol seccionado y murmura:
Aquí nazco y allí muero; para ti solo un instante y no te diste cuenta.
Antes, la cámara se había acercado al legendario tronco de sequoia del parque Muir de San Francisco. El tronco muestra el paso del tiempo: más de mil años. Y en cada anillo de crecimiento, una etiqueta que nos muestra de manera inusualmente espacial lo pasajero de la historia de nuestros días. En el centro del tronco, el año 909, en la periferia, 1939, año en que se corta el árbol. Un ser vivo de más de mil años, asistiendo, ignorando, resistiendo al paso del tiempo.
Era Vértigo, del genial Alfred Hitchcock y la que hablaba era Kim Novak a un James Stewart intrigado y confundido por una historia que iba a desarrollarse con una maestría inigualable. Sonando, en el misterio del aire, la música sutil, pero poderosa, de Bernard Herrmann. Solo un instante y no te diste cuenta.
Los anillos de crecimiento que se ven en el tronco responden a las estaciones, son rítmicos: cuando hay más sol hay más luz y calor, promoviendo la división de las células y, como resultado, el crecimiento global del árbol. El paso rítmico del tiempo queda debidamente marcado con la precisión de un reloj estacional. El tiempo, esa dimensión extra que nunca viene y siempre se va, es el resultado del ritmo. ¿O es el ritmo el resultado del tiempo? Ritmo, tiempo, tiempo, ritmo, 1, 2, 3, 4, sunshine, moonlight, good times, boogie.
El tiempo en el deporte es un elemento crítico. Cuando se acaba, ya no hay gol que se pueda meter, ni canasta que se pueda embocar, ni touchdown, ni jaque mate que se pueda dar. Cuando a Rafa Nadal le meten un warning por pasarse más de veinticinco segundos antes de sacar, le están recordando que las reglas son las reglas y que todo tienen un ritmo y… pues eso, unos tiempos. En ajedrez, el tiempo solo comenzó a ser importante en el siglo XIX. Antes no, antes se jugaba hasta la extenuación. La partida podía durar días, hasta que el adversario, con los nervios destrozados, claudicaba sin remisión. Se volvió tan extremo que se comenzó a poner coto a tanto pensamiento, imponiendo ritmos de juego a duración fija.
Entonces nacieron los maravillosos relojes de ajedrez, conectados uno al otro para que el jugador fuese administrando el tiempo (su tiempo) y el del oponente. Primero se usaron los relojes de arena; imagínense, el juego mental, el diálogo de voluntades, gobernado por la caída gradual de granitos de sílice. Cada jugador tenía uno y, cuando no le tocaba jugar, lo dejaba acostado… Claro que eso suponía que, en medio de la partida, uno tenía que acertar hacia qué lado había que darle la vuelta, no sea que se añadiese tiempo al contrario, por casualidad. Pronto aparecieron los relojes mecánicos con unas estructuras pendulares en forma de balancín: cuando un jugador hacía la jugada, bajaba su reloj, parándolo, mientras que el reloj de su oponente subía, y se volvía a poner en marcha. Este tipo de relojes, aunque estéticamente muy interesantes, eran poco prácticos: cada vez que se bajaba el reloj se corría el riesgo de romperlo. Finalmente a alguien se le ocurrió poner dos relojes en una caja fija, con una varilla que unía uno con otro, de tal manera que solo había que tocar la varilla para pararlo, en vez de tener que desplazar al propio reloj. Desde entonces los relojes de ajedrez han evolucionado bastante poco; solo en los últimos años, con la llegada de los relojes digitales, se han modificado para ofrecer muchas más opciones, entre ellas la de poder jugar con incrementos. Cada vez que un jugador hace un movimiento, al tocar el reloj no solo se para su tiempo sino que recibe un incremento prefijado. De esta manera se evita la temible caída de bandera, es decir, perder por tiempo antes de poder efectuar una jugada.
Y así han aparecido muchos ritmos de juego que, con la posibilidad de jugar en la red se han multiplicado en varias direcciones. Básicamente están las partidas de ritmo vertiginoso, las de ritmo rápido, las de ritmo medio y las de ritmo normal. A estas le añadimos las partidas por correspondencia, que las podemos denominar de ritmo lento. Y ya está. Ahora se pueden hacer las combinaciones que se quiera entre el tiempo total de la partida para cada jugador y el incremento por cada jugada. Por ejemplo, las famosas partidas bala o relámpago pueden ser de un minuto en total para cada jugador (no por jugada, sino por partida, al cabo del minuto se cae la bandera). En estas partidas hay que tener muchos reflejos, capacidad para calcular en pocos segundos y ganas de meterse un chute de adrenalina. Son partidas divertidas, algunas completamente alocadas y, en ocasiones, surgen posiciones muy interesantes. Un gran jugador de este tipo de partidas es el GM americano Hikaru Nakamura, a quien se le puede ver jugar día sí y día también en chess.com, uno de los múltiples portales de juego existentes en la actualidad (chess.com es el más popular; si quieren ponerse a jugar ya, háganse una cuenta en ese portal o en cualquier otro, como ICC, el más clásico, o los pujantes chess24.com y lichess.org, este último de dominio público). Las partidas rápidas dejan un poco más de margen para pensar. Un ritmo típico en estas partidas (conocidas como blitz) es el de cinco minutos para cada jugador (diez minutos es el total de la partida). En las de ritmo medio se puede llegar a media hora para cada jugador y en las de ritmo normal, las que se juegan en torneos y en la liga, pueden ser desde una hora y media para cada jugador a dos horas. Los incrementos pueden ser desde un segundo por jugada en las rápidas hasta treinta segundos por jugada en las de ritmo normal, en las que, después de hacer diez jugadas, ya se han cosechado cinco minutos). En las partidas de ritmo normal, puede haber también un incremento fijo, por ejemplo de una hora, después de llegar a la jugada cuarenta; las posibilidades son múltiples: el ajedrez está lleno de ritmos.
Y la vida también está llena de ritmos; la vida es ritmo: moléculas que se sintetizan siguiendo ritmos precisos, células que se dividen acompasadamente, el ritmo cardíaco de sístole y diástole, el ritmo cerebral de las ondas alfa, beta, gamma, delta y theta, la sincronía rítmica de las neuronas. Y todos estos, sin excepción, comienzan con las estaciones y la noche y el día. Dos ritmos que se acoplan y que determinan la posibilidad de que haya vida en nuestro planeta. Dos elementos foráneos, a los que agarrarse como si fueran un marco de referencia dentro del cual la reunión feliz de materia produjo el proceso de la vida. Hay otros, como el de los trescientos sesenta y cinco días alrededor del Sol o el ritmo lunar de veintiocho días alrededor de la Tierra, con su influencia gravitatoria sobre las mareas. Todo lo que ocurre dentro de nuestro cuerpo, los periodos de sueño, la temperatura, la secreción hormonal, la activación cardiovascular, la función renal, la división celular y el metabolismo está regulado a través de los ritmos. Moléculas que se sintetizan siguiendo un compás rítmico, en sincronía con los periodos de luz y sombra. Hay una zona del cerebro que está especialmente estructurada para seguir los ritmos de luz y sombra; tiene un nombre supercalifragilístico: el núcleo supraquiasmático, que actúa como si fuera un marcapasos de los ritmos. Los ritmos se traducen en las células a través de su maquinaria de transcripción de ADN y de traducción en proteína gracias a un bucle de retroalimentación negativo. Estos bucles son el pan y la sal de la vida molecular en las células: mientras una molécula activa la síntesis de otra, esta, a su vez, inhibe la primera. Así se mantienen en equilibrio síntesis con ritmos que dependen de la velocidad de todo este proceso.
La sincronía neural permite la memoria y el aprendizaje y los ritmos de atención y la vigilia y el sueño y, claro, el ajedrez. Sin esos ritmos, todo sería distinto. Sin sunshine, sin moonlight, todo el proceso evolutivo se habría desarrollado de otro modo, con distintos productos finales, distintas especies, distintas formas, distintas vidas. Es difícil decir siquiera si la vida se habría podido organizar bajo unas condiciones uniformes, sin esos ritmos; no habríamos nacido, no habríamos muerto, nadie se habría dado cuenta. Pero hay tiempos, hay ritmos, hay vida: Blame it on the Boogie!
Ultimamente he empezado a jugar en chess.com, no sabía que un GM pasaba su tiempo por allí