Teniendo en cuenta la coyuntura política en la que nos encontramos, no deja de ser llamativo seguir detectando en internet y redes sociales la amplia vigencia de la postura que podríamos llamar «cualquier tiempo pasado fue mejor» o «la degeneración postmoderna». Según esta corriente, la modernidad solo trae perversiones, vulgarización de valores que antes eran como la fabada de tu abuela: sólida, indiscutible, inamovible y eterna.
Pues bien, se trata de una deformación debida a la falta de perspectiva histórica. O en otras palabras, un sesgo como una catedral. La falta de escrúpulos, el oportunismo como fin en sí mismo y la poca vergüenza se pueden encontrar fácilmente en el pasado, si bien hay que reconocer que el bochorno que dejan a su paso suele ser limpiado por el Photoshop de los historiadores para disimular un poco y dignificar pasajes que no pasarían ningún filtro patriótico.
Por otra parte, es difícil la catalogación de los principales arribistas como tales, dada la problemática identificación de sus motivaciones. Aventureros, diplomáticos, espías, agentes dobles, intrigantes en la sombra y en general todos aquellos que realizan las labores de desatascar las alcantarillas del Estado son susceptibles de llevar esta etiqueta, aunque dedicarse a este tipo de menesteres tampoco es un indicador de arribismo pata negra. Si no, hagan la prueba con personajes de ficción como Frank Underwood. La cualidad esencial que diferencia a un auténtico desahogado no es la habilidad para la manipulación, sino la peligrosa ausencia de un par de rasgos imprescindibles para sobrevivir en política: uno, el conocimiento suficiente como para anticipar las consecuencias de tus decisiones y dos, tener una idea clara del propósito de ellas más allá de la promoción personal. Sí, estamos hablando de cierta clase de ideología, valores o creencias centrales. Algún tipo de brújula.
Por ello, este tipo de personajes son desconcertantes para historiadores y otros cotillas profesionales. El oportunismo se puede rastrear al menos desde Alcibíades, pero no es necesario irse tan atrás; la historia de España presenta algunos ejemplos palmarios muy suculentos. En este sentido, la vida y obra de Johan Willem Ripperdá, secretario de Estado en tiempos de Felipe V alberga lecciones muy instructivas.
Este vividor nació en Groninga en el seno de una familia noble, rica y católica muy vinculada a los jesuitas. El joven barón de Ripperdá dio precoces muestras de su talento al cambiar de religión nada más heredar con el fin de medrar en los Estados Generales de su provincia. También pulió el arte de inventar todo tipo de patrañas y regalar la oreja de su audiencia, método por el que consiguió que lo nombrasen embajador de Holanda en Madrid, donde aterrizó en 1715. Toda una tierra de promesas para un espabilado como Johan, como veremos.
En contra de la creencia popular, la España de la época de los Borbones no se limitó a decaer y decaer, alejándose sin pausa del ritmo de las demás potencias europeas; las medidas modernizadoras, aun parciales, obtuvieron resultados que podrían haber cristalizado de no ser por una serie de factores diversos. Uno de los principales fue la ignorante, desagradable, ambiciosa e intrigante segunda esposa de Felipe V, la parmesana Isabel de Farnesio. Como quiera que al casar con el rey este ya tenía dos infantes de su anterior matrimonio, el principal objetivo de este mal bicho fue colocar a los retoños que iba teniendo en algún trono europeo, preferiblemente en Italia.
Dado que Felipe V era un hombre atormentado y mentalmente enfermo cuyo mundo oscilaba entre la religión y el sexo, Isabel lo manipuló administrándole el grifo de lo segundo, así que cuando lean que Felipe decidió esto o aquello, sospechen de la Farnesio en la sombra. Este personaje tan dañino no dudó en sacrificar los recursos trabajosamente reunidos por reformistas como Patiño en aras de su interés particular; en 1717 y saltándose a la torera todos los tratados internacionales empezando por el de Utretch, una flota española (construida para proteger en el Atlántico el comercio colonial), invadió Cerdeña y Sicilia poniendo Europa patas arriba.
Ante tan flagrante violación de la paz continental, Francia, Inglaterra, Holanda y el Imperio —ese que están pensando no, el Sacro— le declararon la guerra a España, hundieron su carísima flota, invadieron el país con un ejército al mando del duque de Berwick (sí, el del asedio de Barcelona) y en resumen, le dieron una mano de guantazos tan grande a la monarquía que hubo que pedir corriendo perdón y dar marcha atrás. La pareja real accedió a echar a su primer ministro, el cardenal italiano Alberoni —cuando este únicamente siguió instrucciones de la reina— y trató de conseguir una buena boda para Carlos (futuro III), primogénito del Bicho. Por el capricho de la Farnesio, España había perdido insustituibles hombres, barcos y dinero a cambio de nada. Y lo peor, había conseguido enemistarse con casi todo el mundo. Es en este escenario donde irrumpirá nuestro héroe para rematar al herido, que parece que aún se mueve.
Hay que reconocer que Ripperdá sabía moverse en ambientes palaciegos; su facilidad para los idiomas y para proponer todo tipo de proyectos que casualmente coincidían con los deseos de su interlocutor —aunque se tratara de disparates— le granjearon una buena fama, apuntalada por sus fiestas y recepciones. También le ayudó la calculada escenificación de su nueva conversión al catolicismo, matrimonio con dama española mediante. En 1718 se había ganado el favor de la palurda de la reina presentando un plan para dañar a Inglaterra mediante el establecimiento de fábricas textiles locales.
De aquí nació la Real Fábrica de Paños de Guadalajara, para la que Ripperdá fue a Holanda a reclutar mano de obra especialista, cosa que «subcontrató» mientras se dedicaba a sus labores. El caso es que los estudiosos no se ponen de acuerdo a la hora de valorar su gestión, oscilando entre el desastre y el éxito rotundo. Teniendo presupuesto para gastar y sin competencia ninguna, fracasar en poner en pie una fábrica es poco menos que un epic fail. Ahora bien, al no haber mercado tampoco para las telas, acabó como todos los intentos institucionales de crear industria de la nada. Eso sí, nuestro protagonista escaló al cargo de superintendente de todas las fábricas reales, desde donde vislumbraba mayores horizontes para trepar. Se postuló como secretario de Hacienda en 1720, pero Felipe V, que además de demente era bastante desconfiado, encargó unos informes a sus agentes en los Países Bajos sobre el pollo en cuestión antes de darle la llave de la caja de los dineros. Los negativos resultados del paso de Ripperdá por Holanda enfriaron el meteórico ascenso; parecía que la carrera del barón se frenaba, pero aquí entrará a jugar en su favor la política internacional.
Después de haber hecho el Saddam Hussein por Europa del sur, España se avino a rendirse en 1720 en La Haya y devolver lo ocupado. La reconstrucción de las relaciones diplomáticas pasó en primer lugar por recuperar la amistad con Francia, para lo cual se acordaron varias bodas reales: Luis XV, de once años, se casaría con una infanta española, y el heredero local, Luis I el breve, con una princesa de la casa de Orleans, por entonces regentes.
Este movimiento parecía apuntalar las alianzas tradicionales, pero las relaciones hispanofrancesas siempre han sido una piscina de barro y no es oro todo lo que reluce, precisamente debido a las particularidades de los Orleans. Si uno quiere buscar en la historia ejemplos de familias desestructuradas, la aristocracia es todo un parque de atracciones para psicólogos y psiquiatras. Felipe II de Orleans, el regente, era famoso en toda Europa por lo desenfrenado de las orgías que organizaba allá donde iba, en las que participaba toda la familia. En este sano ambiente de excesos sexuales, embarazos clandestinos, comida y alcohol en abundancia y algunos fallecimientos a consecuencia de tales costumbres se crio el pequeño psicópata de Luis XV. No es extraño que al llegar a España Luisa Isabel de Orleans los reyes la examinaran de arriba abajo hasta cerciorarse de que no tenía sífilis, por lo que Luis I tardó dieciocho meses en poder catar a su perturbada esposa.
Durante el extraño episodio de la abdicación de Felipe V y los ocho meses de reinado de Luis I, la reina adolescente dio abundantes síntomas de lo que hoy se cree un posible trastorno límite de la personalidad: ataques de bulimia, correr desnuda por las habitaciones de palacio, subirse a los árboles y organizar numeritos sin fin. En París, mientras tanto, los franceses consideraban deshacerse de la infanta-niña española y casar a Luis XV con otra candidata. Así que en plena desconfianza mutua, se desarrollaban con una lentitud desesperante las conversaciones de Cambrai para encontrar acomodo a los hijos de la Farnesio. Tres años se tiraron los diplomáticos a mesa puesta para debatir el asunto, por lo que la reina empezó a considerar (para alarma del embajador inglés Stanhope) cambiar radicalmente de política y acercarse al Imperio de otra manera. La guinda la puso el escándalo de la cancelación del bodorrio francés con las consiguientes devoluciones de princesas.
Y aquí es donde refulge esplendoroso Ripperdá, que enseguida se puso la chapita de proaustriaco y le contó a la reina veleta todo lo que ella quería escuchar. Él iría a Viena a negociar con el emperador, por supuesto. Conseguiría esposas regias para todos. Es más, incluso el Imperio para Carlos, por qué no. A pesar del pequeño detalle de que España y el Imperio llevaban veinticuatro años en guerra y sin relaciones diplomáticas, cosa que ambos iluminados no tuvieron en consideración. El hombre adecuado para esto era sin duda Ripperdá, pues si salía mal era perfectamente sacrificable, así que en 1724 viajó a Viena en secreto. Aparentemente debía negociar un tratado entre ambas potencias, pero en realidad su misión era colocar a los dichosos Farnesitos.
¿Cómo consiguió el barón su propósito? Pues a base de derrochar dinero a manos llenas; nada más llegar a Austria no tuvo el más mínimo inconveniente en airear su condición de enviado plenipotenciario. Aduló al emperador hasta la náusea mientras le llenaba la cartera con sobornos y promesas de más pagos, sin olvidar las imprescindibles fiestas. Con estos manejos propios de empresas constructoras modernas, Ripperdá obtuvo un logro que pasará a los anales de la historia junto al Gran Premio de Fórmula 1 de Valencia o el Aeropuerto de Castellón: el Tratado de Viena de 1725.
En esta alianza todas las ventajas eran para el emperador, que recibía subsidios a cambio de vagas promesas de una boda para el infante Carlos, y poco más. Ello a pesar de que Ripperdá sabía perfectamente que la princesa prometida iba a casarse con otro lechuguino de la casa de Lorena. Pero mantuvo la boca cerrada y volvió corriendo a España en triunfo apoteósico: la capacidad de autoengaño del ser humano no tiene límites y así el barón se trocó en duque, grande de España, secretario de Estado y primer ministro en la práctica.
No parecía importar que a los ojos de todas las cancillerías España se volviera el centro del Eje del Mal, un país muy poco fiable foco de inestabilidad diplomática. Los ingleses se hacían cruces y el pragmático Stanhope no podía comprender cómo un «impertinente e insolente», «este insensato» dirigía la política española. Pero la cortedad de miras se paga cara y pronto se le vio el cartoncillo al flamante duque. Vamos, en cuanto Austria envió a Madrid su primer embajador en cinco lustros, el conde Lothar de Könnigsegg, eventualidad que en su endiosamiento Ripperdá no pareció prever. En cuanto el apuesto diplomático teutón empezó a reclamar el cumplimiento de los términos del tratado, Ripperdá se lanzó a una frenética huida hacia adelante, tratando de recaudar dinero de los exhaustos súbditos hispanos como fuera y proponiendo cada vez más descabellados planes. Pero era demasiado tarde y el engaño quedaba al descubierto.
La caída de Ripperdá fue estrepitosa. El rey le cesó de sus cargos, le retiró los títulos y ordenó su detención, pero en una esperpéntica escena fue el holandés a refugiarse en la embajada británica armado con una botella de vino en cada mano. Un destacamento de soldados asaltó la legación, violando la inmunidad diplomática, y lo llevó preso al Alcázar de Segovia. El epílogo de la vida de este maestro de arribistas no deja de ser tragicómico. Logró fugarse de la prisión y exiliarse en Marruecos, donde volvió a intentar lo de siempre a escala reducida: le puso la cabeza loca a la madre del sultán, intrigó para conquistar Córcega y entre un disparate y el siguiente, estudió convertirse al islam. Murió en 1737 en Tetuán antes de efectuar su tercer cambio de religión.
Y así concluye el fugaz pero destructivo paso de Juan Guillermo por la historia de España, dejando el consabido rastro de secuelas que el cortoplacismo, la vanidad y la inconsciencia suelen legar cuando ocupan la alta política. Por cierto, si en algún momento de la narración se les ha venido a la cabeza algún que otro nombre de rabiosa actualidad, no tiene nada de casual ni sorprendente: ya saben, en caso de duda hagan el test de Ripperdá y no se equivocarán.
¡Bravo!
Somos así.
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De acuerdo en que Juan Guillermo fue un arribista de libro. Discrepo en lo de Italia. En España siempre se pensó que la pérdida de Italia en el tratado de Utrecht era un abuso y una manifiesta injusticia, por ser posesiones españolas antes de la llegada de los Habsburgo, como Nápoles, Sicilia y Cerdeña o conquistas propias, caso de Milán. Por eso cualquier iniciativa «italiana» encontraba eco en la corte de Madrid e incluso la actitud inglesa al inicio de esta campaña fue bastante tibia. El exceso de ambición hispana y la alarma británica al comprobar la eficacia naval hispana llevaron al combate abierto. Cierto que la Farnesio era ambiciosa para con sus hijos, pero esa ambición casaba muy bien con las aspiraciones hispanas. Buen artículo.
Sí y no. Me explico. Las ambiciones de la Farnesio coinciden con las reclamaciones sobre Italia, pero es sin muchas dudas el primer factor el decisivo (obviamente aprovechando el viento de cola del segundo); también se habían considerado abusos e injusticias cuestiones como Gibraltar, Menorca o el Asiento de Negros, por ejemplo. La primera aún anda pendiente en algunos nostálgicos, la segunda se acabó resolviendo…en definitiva, no era imperativo recuperarlo manu militari tan pronto y menos sabiendo que todas las potencias europeas importantes, todas, iban a responder. Es una falta de realismo político y estratégico impresionante, imperdonable y un derroche innecesario de recursos y prestigio. La prueba es que sólo hubo que esperar a la Guerra de Sucesión polaca unos años después, para obtener lo que se pretendía.
La verdad es que el Ripperdá este me parece un poco flojo, aunque el artículo está bien para conocer que apenas sale en los libros de Historia.
Lean la biografía de Fouché por Stefan Zweig, para conocer a un arribista de los pies a la cabeza.
Un tipo que consigue molestar a todas las potencias europeas de la época y provocar una crisis internacional de tal calibre no sé si definirlo como flojo. Sí es cierto que fue un paso fugaz, pues no pudo mantenerse en la cúspide mucho tiempo, pero su pequeñonicolasismo no le habilitaba para tal hazaña. Hay que tener en cuenta que aquí somos muy dados a eliminar vergüenzas también, que no se vean. Gracias por la sugerencia.
A ver: molestó, pero no hizo nada más que molestar. Un pequeño malentendido, que enojó va a alguna cabeza empolvada, pero no provocó ninguna guerra como sí hizo, y esta sí que fue un pájaro de cuidado, Isabel de Farnesio.
Tal como está contado el asunto, a mí me parece una mezcla de listillo y mosca cojonera con vocación de parto de los montes. Fouché, en cambio, sobrevivió y prosperó durante 20 años con regímenes antagónicos. Tyrion Lannister o Meñique serían aprendices a su lado.
Claro, pero entonces estaríamos hablando de grandeza en el empleo la falta de escrúpulos, en un Vicepresidente Underwood y Ripperda tiene esa cualidad de esperpento y patetismo que le distingue. Quizá no he logrado exponer la diferencia como pretendía, pero creo que mantenerse mucho tiempo en la cumbre tiene que ver con otro tipo de político.
Y yo me pregunto, ¿qué hay de malo en usar el bien público para fines privados? Deberíamos entenderlo ya como una acción tan común y placentera como aliviarse en el retrete o comer un buen chuletón. Lo que vivimos no es nada nuevo, está en nuestra condición de humanos codiciar.
Que un holandés errante o bien una consorte parmesana usen su escalón social para obtener la satisfacción de su ego o un terrenito en Italia lo veo lógico. Todos usamos los medios a los que alcanzamos para lograr un objetivo, ¿quién no ha alardeado de ser, tener o conocer para ligar?, (cada uno a su nivel, claro).
Las historias siempre se repiten, vea usted los orígenes del crac del 29 y de la crisis del 2008, a pesar de que el tema tratado se ha repetido constantemente y se seguirá repitiendo sin duda.
Crecer y vivir o estancarse y morir Sr. García.
Ripperdá es un personaje novelesco, siempre me ha seducido, a pesar de su paso fugaz por la corte madrileña y el tragicómico Tratado de Viena de1724. Su exilio en Marruecos y su final ya adquiere tintes de cuento de William Beckford. En cambio no me parece adecuado el tratamiento tan duro que hacéis de Isabel de Farnesio que, efectivamente, fue una intrigante, pero no hacía más que ajustarse al modelo de las alta política matrimonial que practicaban todas las monarquías de Europa. Tenemos que tener en cuenta, y no es para justificarla, que es la mujer de un rey demente, sucio, que además la maltrataba. Además, expulsó de España a la bruja más bruja del mundo, mucho peor que ella: la Princesa de los Ursinos.
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