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Remake

Foto: DP.
Foto: DP.

Concluida la jornada de trabajo, hacia las seis de la tarde, y mientras se lava para quitarse el barro de los brazos y de las manos, de la cara e incluso del pelo, el hombre rememora lo ocurrido durante el día.

A las siete de la mañana, dos autobuses les habían recogido, a él y a otros casi doscientos extras, cerca de Alexander Platz. Fueron transportados hasta el lugar del rodaje, a unos cincuenta kilómetros de Berlín. En medio de una gran explanada rodeada de bosques de abetos, el equipo de decoración había levantado unos barracones, unas garitas y unas empalizadas. Aquello podía parecerse a un campo de concentración. Junto a una de las empalizadas, unos operarios excavaban una gran zanja, que bien podría simular una fosa común. Nada más bajar del autobús, fueron conducidos directamente a una gran carpa donde se habían instalado los departamentos de vestuario y maquillaje. Allí les fueron dotando de gruesos y raídos abrigos —algunos con la estrella amarilla que distinguía a los judíos—, zapatos viejos y pantalones o faldas de aquella época. Mientras lo hacían, los ayudantes de dirección —una chica norteamericana y dos alemanes— les explicaron que se rodaba el remake de una película dirigida en 1980 por Franz Koblezsky. Una explicación innecesaria, pensó el hombre, puesto que la prensa llevaba semanas anticipando la noticia del rodaje, y, de paso, comentando la película original, que, en su momento, había obtenido justo reconocimiento internacional. Como suele decirse, éxito de público y de crítica, ya que a la película le fue otorgada la Palma de Oro a la mejor dirección en el festival de Cannes, y también fue nominada para varios Óscar.

El hombre decide no seguir lavándose. Imposible desprenderse de todo el barro. Ya se duchará en su casa, piensa. Prefiere salir de la carpa y ponerse a la cola de extras que ya se está formando ante la roulotte que hace las veces de oficina de producción, donde el pagador-contable les abonará lo estipulado.

Hacia las diez de la mañana, y mientras seguían los preparativos para el rodaje, hicieron un par de ensayos. A esa hora, el sol empezaba a calentar ya, nada raro para estar a finales del mes de junio. El vestuario, sin embargo, correspondía a un día invernal, pues, como también les explicaron, figuraba que la escena transcurría en pleno mes de febrero. Por ello, los técnicos de efectos especiales habían encharcado a fondo toda la explanada, como si llevara lloviendo semanas sin parar. Además, las ramas de los abetos cercanos estaban cubiertas por una fina capa de nieve artificial. Es posible que así consigan una imagen invernal, pensó el hombre, mientras, como todos los demás extras, empezaba a sufrir un calor sofocante bajo su grueso abrigo. Un calor que, desde luego, no padecía el muy numeroso equipo de rodaje, entre cuyos atuendos predominaban los pantalones cortos y las camisetas. Fueron instados a fijarse en los ocho o diez compañeros más cercanos, formando así pequeños grupos que debían de mantenerse unidos cuando se repitieran los planos.

«Es para que tengamos racord» le dijo al hombre una chica que se había situado junto él. Era una animosa y espigada muchacha, de apenas veinte años, que parecía entender mucho de cine. Enseguida hizo observar a sus compañeros de grupo que las escenas se rodarían con tres cámaras. Una de ellas, sobre una gran grúa, para los planos generales. Las otras dos, una sobre un largo travelling y la otra dotada de un steady cam, para rodar planos medios o cortos. «Rodamos en cine 70 mm» dijo también sin disimular su admiración. Fueron también instados a no mirar directamente a las cámaras y a mantener en todo momento una actitud y un semblante que reflejase dolor, abatimiento, desesperación. «¡Con este calor y este barro! ¿Qué quieren, que tengamos cara de cachondeo?» —exclamó un extra bastante enfadado.

Poco después, el director —un norteamericano bastante joven— pidió silencio. «¡Silencio! ¡Silencio, vamos a rodar!» ordenó repetidas veces el ayudante de dirección, provisto de un potente megáfono. Instantes después, en medio del más absoluto silencio, se escucharon las voces de rigor: «¡Motor!». «¡Rodando!» —contestaron uno tras otro los tres operadores de cámara— «¡Sonido!». «¡Grabando!». «¡Claqueta!». «¡Acción!»

Una y otra vez, los extras avanzaron chapoteando sobre el barro desde los barracones hasta una de las empalizadas, para acabar deteniéndose al pie de la fosa común. En ocasiones, la cámara situada sobre el travelling acompañaba su movimiento, mientras que la que iba con el steady cam los rodeaba o serpenteaba entre ellos a gran velocidad. No obstante, las cosas no debían de salir bien, puesto que volvían a repetir el plano.

En las pausas, mientras los extras volvían a primera posición, una legión de auxiliares les ofrecía botellines de agua. Por su parte, el personal de vestuario y de maquillaje retocaba sus atuendos o sus rostros. A unos les quitaban algo del barro que habían acumulado. A otros, los que se habían ido limpiando con las mangas de los abrigos, se lo añadían.

Después de unas cuantas tomas, les hicieron avanzar más deprisa, incluso correteando un poco. A sus ochenta años, el hombre sentía que empezaban a dolerle los huesos. Y además, el calor. El hombre no quería pensar en las órdenes que recibía. Tan sóoo quería obedecerlas. Para distraerse, hacía cábalas sobre la forma en que gastaría el dinero que iba a ganar. Por una parte, lo sensato sería colmar su despensa y nevera de alimentos, permitiéndose algún que otro lujo —un buen solomillo de buey, por ejemplo—. Por otra, el cuerpo le pedía gastarse todo en una excelente cena, invitando a su amiga Julie en su restaurante preferido, donde era bien acogido. Una cena regada con un exquisito vino blanco. O mejor aún, con champán. Llegaron ante la zanja y se detuvieron. «En una de estas, nos piden que nos caigamos rodando dentro de la fosa común, se dijo el hombre. Esperemos que no». Vuelta a primera posición. «Esta vez repetimos por sonido —dijo la animosa y espigada chica— ¿no habéis escuchado el ruido del avión?». El hombre, que no había escuchado ningún ruido, siguió con sus cábalas. Tampoco le vendría mal contratar a alguien que hiciera limpieza a fondo en su pequeño piso. Que quitara la mugre de paredes y cristales. Y el polvo a los libros. Y que sacudiera bien la alfombra.

A las doce se suspendió el rodaje durante una hora, para comer. Los extras aprovecharon para despojarse de sus abrigos y refrescarse un poco. El hombre cogió una de las bandejas —ensalada, salchichas con chucrut y pan— y fue a sentarse solo, algo alejado de los demás extras y más alejado todavía de las mesas reservadas para el director, los productores y los jefes de equipo. Los extras charlaron entre ellos de todo un poco. De sus trabajos, de fútbol y de política. La chica animosa y espigada aprovechó para contar a unos y a otros que estudiaba para ser directora de cine, y que ya había realizado varios cortos. Todos la animaron y le desearon un gran porvenir. Algunos le dijeron que querían ser actores o actrices. Se intercambiaron sus correos electrónicos. La chica merodeó un poco alrededor de la mesa donde se sentaba el equipo de dirección y acabó charlando un rato con ellos. Saltaba a la vista que aquel ambiente de rodaje la deslumbraba. Lógicamente, pensó el hombre, la chica sueña con triunfar. Con hacer grandes películas, a ser posible en Hollywood, y alcanzar el Parnaso de los elegidos. ¿Quién no sueña con ello? Cerca ya de finalizar el descanso, la chica fue a sentarse junto a él café en mano. Incansable, quiso propiciar la conversación —preguntándole si había visto la película de Koblezsky—, pero en seguida se dio cuenta de que el hombre no tenía ganas de hablar. Cuando la chica se fue, el hombre pensó que tampoco sería mala idea gastarse el dinero en un viaje a Freiburg, para visitar a su amigo Brandt, quien —si no estaba de mal humor—, lo atendería espléndidamente durante unos días.

Por la tarde, el calor fue en aumento, y el camión cisterna recorrió la explanada encharcándola aún más. Pero el rodaje fue más variado. Divididos en varios grupos, les hicieron salir o entrar de los barracones, arrodillarse para implorar perdón o arrimarse a la empalizada simulando que buscaban un hueco para escapar. A los extras varones —a excepción de los más ancianos— les dieron unas palas y les dijeron que se pusieran a cavar en la fosa común, su propia tumba. Otros extras, a quienes habían vestido como soldados alemanes, les apuntaban con fusiles. El hombre siguió haciendo cábalas: tan pronto se inclinaba por la opción más sensata —llenar la despensa—, como se decantaba por las otras alternativas —cenar con Julie, visitar a Brandt—. Rodaban planos cada vez más cortos, y uno de los ayudantes de dirección les instó a que fingieran frío. Tiritando, subiéndose las solapas de los abrigos, frotándose las espaldas unos a otros. Algunos, entre ellos la chica animosa y espigada, lo intentaron. Pero enseguida les daba la risa, con lo que se malograba el plano.

La cola ha ido avanzando y el hombre se encuentra ya bastante cerca de la roulotte de producción. Abierta por uno de sus laterales, la pequeña roulotte aloja al pagador-contable, quien, sentado tras una mesa, va entregando a los extras sobres con dinero, previa firma de un recibo. Después de tanta cábala, lo único que le ha quedado claro al hombre es que el dinero que le paguen alcanzará para gastarlo en una sola opción. En ningún caso podrá dividir la cantidad y destinar parte a una y parte a otra. «Bueno, se dice, tampoco tienes que decidirte ahora mismo. Ya tendrás tiempo, espera a tener el dinero en el bolsillo».

Sumido en sus pensamientos, el hombre no ha reparado en que la chica animosa y espigada se encuentra un poco más allá en la cola, llegando ya frente al pagador-contable. Solo se da cuenta cuando la chica, antes de decir su nombre y recibir su sobre, se vuelve hacia él y le dedica un sonriente saludo, quizás una despedida. Piensa entonces que le hubiera gustado haber sido más simpático con ella. Más amable y conversador. «Pero claro, se dice, ¿cómo hacerlo? Yo, precisamente yo…» Es entonces cuando al hombre se le forma un nudo en la garganta y nota el picor de las lágrimas a punto de anegar sus ojos. «Vamos, se dice, ¿te vas a poner a lloriquear ahora como un crío, o como un viejo chocho?». Solo quedan tres extras delante de él, después será su turno. «Has aguantado todo el rodaje. Pensando en qué te vas a gastar el dinero, has aguantado todo el rodaje sin pensar». Ya sólo queda un extra para que sea su turno. El hombre prepara su documento de identidad. «¿Vas a echarte a lloriquear? ¿O vas a levantar bien alta la cabeza, con todo tu desdén y tu orgullo?».

Altivo y sereno, orgulloso y hierático, el hombre llega frente al pagador-contable.

Nombre y documento de identidad —dice mecánicamente el pagador-contable.

Nombre: Koblezsky —el pagador-contable le mira fijamente unos instantes—. Koblezsky, Franz.

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4 Comentarios

  1. Pablo Madico

    Hermoso, triste, elegante.

  2. Qué buen texto. Mas que un artículo es un cuento corto. Felicitaciones!

  3. ESTE TEXTO ES LA PUTA POLLA. Perdón por mi francés.

  4. Luis Gabriel Forero

    ¡Gracias!

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