Con solo veintinueve años recién cumplidos, a Boris Becker le pesaban las piernas como si llevara toda la vida corriendo de lado a lado de la pista o, más bien, de la línea de saque a la red. En parte, tenía razón. Desde su aparición meteórica como campeón de Wimbledon en 1985 habían pasado ya doce temporadas, cada cual más agotadora que la anterior. Su juego de saque y volea seguía funcionando, por supuesto, pero la exigencia era cada vez mayor: Becker veía cómo sus rivales de siempre —Edberg, Lendl, Wilander…— se iban retirando poco a poco y su única ilusión era seguir dando guerra a los de su generación: Agassi, Sampras, Courier…
Otra cosa era lo de los chavales jóvenes que estaban a punto de irrumpir a lo salvaje en el circuito. Competir con iguales está bien. Competir con críos como Kuerten, Safin, Hewitt o la incansable cantera de españoles que surgían uno tras otro —de Bruguera a Berasategui, de Berasategui a Albert Costa, de Albert Costa a Álex Corretja y así sucesivamente— se estaba convirtiendo en un suplicio.
Por eso, cuando el vigente campeón del Open de Australia vio el sorteo que le deparaba la edición de 1997 no pudo evitar fruncir el ceño. Su rival sería Carlos Moyà. Por supuesto, había motivos para el optimismo: Moyà era demasiado joven, solo veinte años, y después de dos temporadas en el circuito sus resultados fuera de la tierra batida habían sido modestos. En general, el rendimiento de las «ratas de tierra», como llamaba la prensa francesa a nuestros compatriotas, solía ser decepcionante en pistas rápidas, aunque ya por entonces se palpaba la sensación de que ese tópico podía cambiar en cualquier momento, exactamente desde que Álex Corretja le forzara cinco sets al mismísimo Pete Sampras en los cuartos de final del US Open de 1996, aquel partido que el número uno del mundo ganó en el tie-break definitivo entre vómitos.
Por eso mismo, Becker también tenía muchas razones para mostrarse precavido. De entrada, Moyà, como hemos dicho, era español y contra un español sabías que ibas a tener que correr una barbaridad, mucho más de lo que el alemán acostumbraba a hacer en sus partidos… y, además, el mallorquín ya le había derrotado contra todo pronóstico un par de meses antes en París-Bercy, es decir, en pista cubierta, una auténtica hazaña ante uno de los mejores jugadores de la historia sobre esa superficie.
Para poner en perspectiva esa victoria, hay que recordar que, inmediatamente después, Becker fue finalista de la Masters Cup y como colofón a un año brillantísimo ganó la Grand Slam Cup, ambos torneos bajo techo y contra los mejores jugadores del ranking.
Teníamos por lo tanto a un jugador en un gran momento de forma, estrella mundial y campeón de la anterior edición contra un posadolescente que rondaba el top 25 y que nunca había pasado de segunda ronda en un Grand Slam, aunque ya contara con dos torneos ATP en sus vitrinas —Buenos Aires y Umag, su gran fetiche— y unas cuantas finales, incluyendo una muy reciente: en Sídney, donde solo Tim Henman, otro posadolescente que había deslumbrado el año anterior en Wimbledon, le pudo derrotar.
Becker buscaba un partido rápido y sin concesiones, Moyà estaba encantado de verse en la pista central de un gran torneo, sin nada que perder, con todo el futuro por delante. Desde el principio se vio que aquel español era distinto: alto, fornido, pelo largo recogido en una cinta de Nike, camiseta sin mangas para combatir el calor y una derecha demoledora que complementaba un saque más que decente. El campeón empezó imponiéndose en el primer set por 7-5 y cedió el siguiente en el tie-break, para recuperarse en el tercero con un claro 6-2 a su favor. A partir de ahí, las pilas se le agotaron.
Moyà parecía fresco como una lechuga y Becker sudaba como un pollo. Sus problemas con el servicio, su gran arma, se multiplicaron. Consiguió diecinueve aces pero a costa de cometer hasta dieciocho dobles faltas. Eso no fue lo peor: con su segundo servicio, apenas ganó el 26% de los puntos jugados. Moyà no se limitaba a defenderse y tirar bolas liftadas al revés, sino que atacaba, atacaba y atacaba. En cuanto una bola se quedaba corta, derechazo y a por la siguiente. Hasta dieciséis oportunidades de break disfrutó sobre el servicio del antaño «Boom Boom» Becker. Convertir seis le bastó para ganar el partido en cinco sets, los dos últimos con relativa comodidad.
El público alucinaba, no solo por la sorpresa sino por la planta del balear. De la noche a la mañana, había nacido una estrella.
El inicio del esplendor de la «Spanish Armada»
El Open de Australia es un torneo atípico. Durante muchos años las grandes estrellas del tenis —Borg, Connors, McEnroe, Lendl en sus primeras temporadas, incluso Agassi posteriormente— prefirieron tomarse el mes de enero de descanso en vez de cruzarse el mundo para encontrarse canchas a cuarenta grados de temperatura en pleno invierno europeo. Quizá por eso, siempre fue el Grand Slam más propicio a las sorpresas.
En lo extradeportivo, el público se entregaba sin medida. No hay tantos grandes eventos en Australia como para desperdiciar uno de esta índole. El triunfo de Moyà ante Becker le proporcionó no solo un cierto eco mediático sino el inmediato apoyo de dos sectores clave de la afición: las adolescentes, prendadas del físico, y la comunidad homosexual, que siempre se había volcado con Edberg y que ahora tenía un nuevo ídolo. Moyà derrochaba juventud, alegría, sonrisas y unos brazos musculosos a la vista de todo el mundo. Tras unos años en los que los tenistas españoles rehuían también la visita a las antípodas, parecía que por fin el esfuerzo surtía efecto: la final de Sídney y ahora esta victoria ante Becker. ¿Por qué parar ahí?
En segunda ronda esperaba Patrick McEnroe, el hermanísimo, dando sus últimas bocanadas. Quizá todavía algo en las nubes por su triunfo inicial, Moyà cedió el primer set pero se impuso claramente en los tres siguientes (6-0, 6-3. 6-1). De esta manera batía su mejor registro en un torneo del Grand Slam y se colaba entre los veinte primeros del mundo por primera vez en una carrera bastante precoz, no en vano llegó al top 100 con dieciocho años y, de hecho, no bajó de esa posición en el ranking hasta su retirada en 2010, es decir, quince años después. No mucha gente lo sabe, pero solo otros ocho jugadores en toda la historia han conseguido superar su consistencia y longevidad.
Con el apoyo de los aficionados y el incipiente interés de la prensa española como viento de cola, Charly pasó por encima del alemán Karbacher en tercera ronda para conseguir un puesto en los octavos de final, frente al imprevisible sueco Jonas Bjorkman.
Bjorkman era ante todo un buen jugador de dobles, lo que no impidió que coqueteara con el top ten durante un par de temporadas en individuales. No sacaba muy fuerte, pero sabía colocar el servicio donde más daño hacía y culminar después la jugada con una buena derecha o, más habitualmente, una subida a la red. Moyà lo pasó realmente mal ese día: ganó el primer set y de repente entró en barrena perdiendo los dos siguientes por 6-1 y 6-4. A su favor, sin embargo, seguía jugando el calor, el cansancio de un rival varios años mayor que él y la pasión de la grada. No solo eso, también ayudaba la sensación de estar participando de algo histórico: con Albert Costa y Félix Mantilla ya en cuartos de final, el mito de la «Spanish Armada» traspasaba fronteras y conseguía por fin un buen resultado en Australia, tierra inhóspita donde nunca ningún español había sido capaz de alzarse con el trofeo hasta que Rafa Nadal rompiera la maldición en 2009.
El caso es que Moyà reaccionó entre carteles de «Moya the destroyer» y gritos de apoyo. Los dos últimos sets acabaron 6-2 y 6-4 a su favor. En cuartos de final esperaba un compatriota, Félix Mantilla, un rival habitual en challengers y torneos de tierra batida de categoría menor. Ante Mantilla había ganado su primer título, en Buenos Aires, en 1995, y ante Mantilla había perdido la final de Oporto al año siguiente. Félix no era un jugador con un gran talento, pero había que matarle si querías ganarle un partido. Que le pregunten al propio Federer. Resistente como pocos, abanderado de la tradición hispana de pasar siempre una bola más que el rival, Mantilla sí que era un verdadero invitado sorpresa a esa ronda, y plantó cara como se esperaba de él, forzando cuatro sets ante un rival cada día más entonado.
No fue suficiente, por supuesto. Charly Moyà conseguía su quinta victoria en Australia y se ganaba un puesto en semifinales contra el pétreo Michael Chang, finalista el año anterior y número dos del mundo.
Nunca vimos a nadie jugar así en pista dura
Chang conocía perfectamente la sensación de explotar deportivamente en el lugar adecuado y el momento preciso. Con diecisiete años, sigue siendo el campeón más joven de la historia de Roland Garros, cuando sorprendió a Ivan Lendl en octavos de final con aquel saque de cuchara y superó a Stefan Edberg en la final, privándole del único torneo de Grand Slam que el sueco no pudo sumar.
Desde aquel título de 1989 habían pasado ocho años casi y Chang no había logrado revalidar sus laureles. Eso sí, bajarle del top ten era imposible. Su juego se adaptaba perfectamente a la tierra, a la pista cubierta y sobre todo al cemento al aire libre. No era un tipo espectacular, ni mucho menos, pero corría como un demonio y su juego defensivo era con diferencia el mejor del circuito. Aparte de la final en Australia de 1996, Chang había sido también finalista del US Open de aquel año y del Roland Garros de 1995, un título que llevaba escrito el nombre de Thomas Muster desde antes de que empezara el torneo y que acabó, por supuesto, en manos del austriaco.
En definitiva, Chang estaba en el mejor momento de su carrera, a punto de cumplir los veinticinco años y su favoritismo era arrollador. Todos los expertos convenían en que Moyà ya había hecho más que suficiente llegando hasta ahí y que sus largos partidos tenían que pasarle factura tarde o temprano. Aparte, por supuesto, el tema de la experiencia: para Charly era su primera semifinal de un torneo de Grand Slam, el estadounidense de origen chino sumaba ya seis, tres consecutivas en Melbourne.
Lo que vimos aquel día es difícil de explicar casi veinte años después. Moyà no solo ganó sino que pasó por encima de Chang. Derecha tras derecha, arrinconó al diminuto estadounidense y le derrotó en tres sets (7-5, 6-2 y 6-4). Nunca habíamos visto a un español jugar de esa manera en pistas rápidas. Aquello era una auténtica revolución para alegría de uno de sus grandes mentores, el por entonces capitán de Copa Davis, Manolo Santana, que siempre dijo que Charly acabaría ganando Wimbledon, aunque a la postre ni siquiera se quedó cerca.
En cualquier caso lo que tocaba era ganar Australia, romper el gafe hispano y derrotar a Pete Sampras. Tarea muy complicada, desde luego. Para empezar, Sampras llevaba casi cuatro años instalado en el número uno del mundo y su fiabilidad en las grandes citas era brutal: diez finales de Grand Slam jugadas y ocho ganadas hasta el momento. «Pistol» Pete era un jugador al que podías ganar en Memphis o en Sttutgart o desde luego en casi cualquier torneo de tierra batida. Incluso podías sorprenderle en primera o segunda ronda de un Grand Slam… pero una vez llegaban las rondas finales era inalcanzable. Se habla mucho de su servicio y con razón, pero su derecha era un misil y su capacidad de concentración solo puede compararse a la de un Nadal o un Djokovic una década más tarde.
Sampras sabía cómo ganarte y cómo hacerlo con el menor esfuerzo posible. No era un gran talento, los que hayan leído la famosa autobiografía de Agassi lo sabrán, pero mientras todos los compatriotas de su generación copaban los primeros puestos del ranking aún en la adolescencia, él esperó a 1990 para directamente ganar el US Open cuando no le conocía casi nadie. Era un animal competitivo y desde luego el ambiente en la central a favor del español no iba a intimidarle.
«Hasta luego, Lucas», la anécdota de una final olvidable
De aquel partido entre Carlos Moyà y Pete Sampras se habla poco porque hay poco de lo que hablar: fue una masacre. Sampras se limitó a romper el servicio del español al principio de cada set y luego dejarse llevar con el suyo. El único momento de zozobra llegó ya en la segunda manga, cuando, con empate a tres juegos, el balear tuvo bola de break a favor. De haberla convertido, quizá todo habría cambiado, pero de hipótesis no vive el deportista y el caso es que no ganó el punto, no ganó el juego, cedió su siguiente saque y ya con dos sets a cero en contra, se dejó llevar hasta una derrota que probablemente no hiciera justicia a su magnífico torneo.
En la entrega de premios, y eso sí suele recordarse, soltó su célebre «Hasta luego, Lucas», al parecer una especie de apuesta con un amigo en recuerdo del mítico Chiquito de la Calzada, esa pesadilla recurrente que nos acompañó durante casi toda la década.
En cualquier caso, aquello fue un antes y un después. Para Moyà y para el tenis español. Es cierto que las lesiones no permitieron ver la mejor versión de Charly, pero aun así fue campeón de Roland Garros en 1998, finalista del Masters ese mismo año y número uno del mundo en 1999, el primer español en conseguirlo. Llegó a semifinales del US Open y fue capaz de ganar en Cincinnati, una de las pistas más rápidas del circuito. Siempre se le acusó de ser irregular y no dar el cien por cien, quizá por sus relaciones con chicas guapísimas y su carácter en apariencia relajado, como si, en definitiva, el tenis no fuera más que un juego.
Lo que queda, sin embargo, son las estadísticas: no solo los quince años consecutivos entre los cien primeros sino su empeño por sobreponerse a las lesiones. Después del bajón de 2000 resucitó en 2002 con cuatro títulos y en 2003 con otros tres, los mismos que sumó en 2004. Por supuesto, se clasificaría para el Masters en las tres ocasiones. Incluso cuando ya había cumplido treinta años y su nivel no se acercaba al de antaño, con serios problemas en el hombro y la espalda, Moyà fue capaz de alcanzar los cuartos de final en Roland Garros y el US Open en 2007. Sus verdugos fueron ni más ni menos que Nadal y Djokovic, respectivamente.
Con todo, la importancia de Moyà se hace más visible en su influencia sobre el resto de tenistas españoles, que vieron que podían ganarle a cualquiera en cualquier pista. Antes de Australia 1997, solo Bruguera parecía apto para competir en grandes torneos. En los años siguientes, Corretja ganó el Masters, Ferrero disputó una épica final contra Hewitt en 2002 y Feliciano López llegó hasta tres veces a cuartos de final de Wimbledon.
No queda ahí la cosa: antes de la irrupción de Moyà, España nunca había ganado la Copa Davis. Es más, hacía treinta años que no jugaba una final. Desde entonces, la ha ganado cinco veces. Por problemas de lesiones y por la enorme competitividad que encontró en su camino, Charly solo pudo participar en una de ellas, la de 2004 en Sevilla, consiguiendo además el punto decisivo y culminando el trabajo que había iniciado en el primer partido ante Andy Roddick un crío de dieciocho años recién cumplidos llamado Rafael Nadal.
Buen artículo. Lo de jugar sin mangas sucedio bastante después, casi al final de su carrera. De hecho, en aquella época estaba prohibidas.
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Siempre he sostenido que Moyà ha sido el tenista español más talentoso que ha habido. Lástima que no se entregara al 100 % en los entrenamientos y a la exigencia del circuito ATP. A pesar de ello lo que logró únicamente a base de talento está al alcance de muy pocos.
No. No estoy de acuerdo. Sin acritud, pero debiste de ver poco tenis o eres muy joven. Mucho antes que Moyá (que no discuto su talento, aunque si me aburría bastante verlo jugar con ese juego de fondo de pista, revés a dos manos y trallazo limpio. Como casi todo el tenis desde hace 15 años hasta ahora, vaya) talento tenían Santana, Manuel Orantes , incluso Arilla o Couder. Talento tenia Bruguera , y en general, muchos españoles (hablando solo d elos españoles) pero, personalmente , no creo, ni de lejos, que Moyá fuese muy talentoso o el mas talentoso, como Vd. apunta. Es o era, otro tipo de tenis basado en la fuerza física y tantas y tantas horas de entrenamiento; sin casi juego variado, sin subidas a la red,consecuentemente sin voleas, sin lobs (o como se escriba) dejadas, es decir, mucho mas previsible y aburrido (siempre opinión personal), pero llevo viendo y jugando al tenis desde hace casi 50 años…y hace unos cuantos a buen nivel. No se puede comparar el tenis de los último 15 años al de hace 20, 30 40 0 50 años. Ahora (desde hace 15 años, aprox.) entre las pelotas,que las raquetas imprimen una potencia tremenda y casi no hay lugar para las sutilezas, el juego de dejadas, voleas,etc. el tenis se ha vuelto bastante aburrido. El último jugador genial, un tal McEnroe , que subía a la red con el segundo saque, por ejemplo. Y en Wimbledon. Bueno y Federer, of course. Salud
Coincido con tus opiniones en gran medida. Se vé que tenemos ya unos cuantos años a las espaldas ( y también viendo y jugando al tenis, en mi caso, como simple aficionado ).
El tenis actual, en efecto, es fuerza y trallazos, y poco más. Antes se hacían mas cosas con la bola: dejadas, cortados, virguerías, cambios de lado, etc. No se fiaba todo a la velocidad de la bola.
¿Era mejor, era peor ? difícil saberlo; era mas variado, en todo caso.
Soy relativamente joven (39), he jugado al tenis a nivel de competición (incluso jugué contra Moyà cuando no era conocido en el 89), sigo jugando, he visto y veo todo el tenis que puedo, así que permíteme que tumbe tu presunción no desprovista de condescendencia. Bruguera no era un jugador talentoso, era el prototipo de jugador español de tierra, una roca atrás que no se caracterizaba precisamente por sus incursiones en la red. Cuando hablo de Moyà como talentoso me refiero a que fue el tenista más diferente de cuantos han aparecido en España en los últimos 30 años, y sí, creo que tenía algo que lo hacía especial (más allá de su físico y la estética que gastaba), una facilidad especial para ganar puntos sin demasiado esfuerzo, a diferencia de lo trabajoso que le resulta por lo general al jugador español de tierra. Su problema fue que (a diferencia de lo que mencionas), nunca se molestó por dedicar al tenis horas de entrenamiento, sino que se dejaba llevar, y consecuentemente no era tan fuerte mentalmente en la pista (eso es algo que se trabaja en sesiones estajanovistas y con mucha psicología y trabajo mental). Por decirlo al modo de Segurola: El tenis le dio a Moyà mucho más que él al tenis. Las épocas pretéritas de Gimeno, Santana, Arilla etc, no son comparables, ni siquiera lo son las de McEnroe, Lendl o Wilander, aunque estén más próximas. Por cierto, se te ha olvidado mencionar a dos grandes tenistas en la estela de McEnroe, uno con resultados pobres, Tim Henman, y el otro, a quien las lesiones privaron de un mejor palmarés: El gran Patrick Rafter, un tenista capaz de jugar bien en todas las superficies y que de no ser por su prematura retirada a causa de las lesiones habría marcado época. Además, era una delicia técnicamente.
Hombre,os estáis olvidando de Juan Carlos Ferrero,que a mi entender tenía mucho más talento que Moyá,otra cosa es que el físico no lo acompañase.
Siempre lo percibí más como modelo que como deportista. Era mono pero blanducho.
Te olvidas de Noah y sobre todo de Edberg, puro espectáculo.
Sí es cierto que después de los Vicario, Bruguera, Berasategui, Arrese y sus contemporaneos A.Costa, Mantilla, Corretja, etc que se limitaban basicamente a liftar bolas altas, aguantar la bola a y correr, vino este chico con más recursos: había un español que sacaba bien, voleaba, atacaba la bola y era capaz de jugar en otras superficies que no fuera solo tierra batida. Era un jugador que se diferenciaba y mucho del resto de los jugadores españoles. Orantes, Santana y demás, eran otros tiempos y creo que no es comparable.
saludos
Pues ale , a mirar revistas de moda que el deporte no es lo tuyo.
Totalmente de acuerdo.
Y yo. A Molla siempre le vi diferente y es que los que sabemos de tennys esas cosas las notamos albuelo.
La hostia gratuita al gran Chiquito ni la comparto ni la entiendo.
Según el autor, Pete Sampras «no era un gran talento». Comentario rdículo
Esto es un buen trabajo periodístico….a ver si en Marca lo leen y aprenden un poco
El artículo no está ni bien ni mal pero contiene varios errores. Lo primero, la traducción correcta de la expresión «rats de la terre» sería algo así como «los obsesos de la tierra» pero en el buen sentido. Es decir, alguien que entrena muy duro para ser bueno en algo. Normalmente la expresión «rats de…» se utiliza para referirse a las bailarinas en tono admirador. No hay más que leerse el artículo de L’Equipe para comprobar que su tono era más bien positivo y laudatorio. Lo segundo, Chang era de origen taiwanés y no chino. De hecho, su padre fue diplomático taiwanés. Lo tercero, Moyá no jugaba sin mangas por entonces, eso vino después. No hay más que buscar sus fotos en Google para ver que en el Open de Australia de 1997 llevaba manga larga. Por otra parte, escribir que Sampras «no era un gran talento»… en fin, lo que hay que ver.
¿Taiwanés?¿Era uno del 0,15% de población de origen autóctono o de familia china?
Despues del nivel técnico.de los comentarios anteriores este no va a estar a la altura pero bueno allà voy, Hasta luego Lucas no era un homenaje a Chiquito sino a Crispin clander, la meta imitación que Florentino. Fernàndez cuando inventó un personaje que era claramente de inspiración chiquitistaní
Por cierto, lo olvidaba: porfa, más artículos de tenis en JD. Estoy bastante harto de la supremacía, por no decir presencia apabullante, del fútbol en los medios de comunicación, como si no existiera otro deporte.
«Sampras no era un gran talento. Quien haya leído la famosa autobiografía de Agassi sabe de lo que hablo».
Agassi no dijo exactamente eso. Agassi cuenta, a grandes rasgos, que fue un talento tardío. De ahí a poner en boca de Agassi eso…
Lo que hay que leer. Sampras es Top 10 de tenistas de todos los Tiempos. Era un absoluto fuera de serie. Pero parece que ahora sólo tiene talento Federer.
¿Djokovic demostrando fuerza mental 10 años después que Nadal? Ya en 2011 le puso en su sitio y de eso hace cinco años.
Buena entrada reivindicando a ese gran tenista que fue Moyá.
«Sampras no era un gran talento». Las cosas que hay que leer…