Cesare Pavese murió el 26 de agosto de 1950 en Turín. Alejandra Pizarnik murió el 25 de septiembre de 1972 en Buenos Aires. Anne Sexton murió el 4 de octubre de 1974 en Boston. Gabriel Ferrater murió el 27 de abril de 1972 en Sant Cugat del Vallès. Los cuatro se suicidaron.
Hace unos cuantos millones de años, un homínido tomó la decisión de cruzar el río que tenía delante. El agua que bebía cada día, calma y plana en la orilla, golpeaba contra las rocas en el centro del curso con la violencia de un río golpeando contra las rocas que se interponen en su curso. Más que nada porque el lenguaje de ese homínido aún no había desarrollado el concepto de metáfora. Cuando llegó al otro lado, el hombre se convirtió en explorador y la civilización inició su camino. Desde entonces, siempre hemos querido ir más allá. Siempre hemos querido saber qué hay al otro lado, visitarlo, conocerlo, reconocerlo, dibujarlo, relatarlo. Siempre hemos querido escribirlo. Nos hemos plantado al borde de acantilados y en el extremo de playas, en la falda de montañas y en el principio de pistas de despegue. Hemos sumergido batiscafos en fosas marinas y hemos enviado sondas al espacio. Porque siempre hemos querido atravesar ese río. Porque siempre hemos querido cruzar todas las fronteras.
Todas excepto una.
En las páginas iniciales de三体, novela de Liu Cixin editada en inglés como The Three-Body Problem aunque su traducción más correcta sería «Tres cuerpos», la protagonista dice: «Quería con todas su fuerzas estar en ese pico. El único lugar adonde preferiría ir más que allí era el país desconocido al otro lado de la muerte del cual nadie ha regresado jamás». ¿Por qué? Quizás la pregunta es equivocada. Quizá preguntarse cuál es la razón que empuja a una persona a terminar con su propia vida sea una tarea estúpida. Primero porque el viajero no te va a responder, y segundo porque en la historia ha habido tantos casos que difícilmente se puede adivinar un patrón. Depresión, esquizofrenia, desesperanza, desengaño, euforia, hastío.
Pavese, Pizarnik, Sexton y Ferrater eran poetas. Pero cuando entras en Fin de poema, te das cuenta de que Juan Tallón no establece ninguna pauta. Elude conscientemente los instantes precisos de la muerte de cada uno de ellos y apenas repiquetea en sus posibles, supuestas o reales motivaciones; ¿La enfermedad mental obligó a Alejandra Pizarnik? ¿Anne Sexton sufrió un vaciado casi instantáneo de sus estructuras mentales mientras conducía cuarenta millas bajo el atardecer de Massachusetts? ¿El alcohol acabó con Gabriel Ferrater o quizás le salvó? Por no hablar de los desengaños amorosos de Cesare Pavese; eso es lo que él quiso decirnos, su artefacto de culpabilización. No es lo que Tallón nos resuelve. De hecho, tampoco se lo pregunta.
Sobre el papel, Fin de poema es una narración del último día de vida de cuatro poetas. Dentro del papel, la poesía es el vehículo que usa el escritor ourensano para despejar un camino, como un machete internándose en la selva. Porque eso es lo que hace Tallón: explorar el único territorio posible a ambos lados de la frontera de la muerte. El que se abre —o se cierra— en nuestra orilla, justo antes de que el viajero la cruce por propia voluntad. Así, Fin de poema se convierte en una cartografía emocional y física del suicidio. Desde el primer párrafo:
Cesare mira sin metafísica desde la ventana cómo se derrite la ciudad. Se derrite lentamente, igual que el sol de la infancia. Pasados unos segundos, que gasta en la prolongación de sus silencios, recorre descalzo el pasillo hasta la cocina, donde María enjuaga la ropa en el lavadero. Lleva un vestido de flores y el pelo suelto. Canta algo que él no identifica, oxidado y triste.
El dibujo es detallado y minucioso como el trabajo de un relojero frente a un centenar de engranajes desmontados. Pero Tallón no monta los engranajes, los rastrea, los reconoce, los recorre, los saborea. Y nos los cuenta. El crepitar de una cerilla en contacto con el tabaco prensado en el borde de un cigarrillo, el bramido del motor de un muscle-car, el olor de la ginebra agotada en el fondo de un vaso, la ciudad derretida al tacto de los ojos y el tacto de una pizarra escrita y borrada mil veces. Fin de poema alterna cuatro tiempos y lugares que, si bien nunca se conectaron, nosotros entendemos como un mapa completo. Nos adentramos por las peculiaridades biográficas, políticas y creativas de cuatro poetas; pero también por sus realidades materiales, sus casas, sus moteles, sus ciudades, sus bibliotecas y sus carreteras. Hasta desembocar, desde dentro del cauce del río, en la decisión última. En «el último desplazamiento del rey en ajedrez».
¿Es posible mapear un lugar tan complejo? Bueno, Juan Tallón no es dibujante, como ya he dicho más de una vez, es escritor. Habla en escritura porque piensa en escritura. Y ya han transcurrido millones de años y el lenguaje ha desarrollado casi todos sus conceptos. Así, igual que un cartógrafo necesita el cuadro de la leyenda para que los no avezados puedan entender su mapa, la metáfora es el mecanismo que Fin de poema emplea para traducir el territorio incomprensible del suicidio. Por eso «los sonidos se trasladaban a través de la pared con la limpieza con que se pasa un objeto pequeño de la mano derecha a la mano izquierda», «Carmen le lanzó a Gabriel una pregunta a la que llevaba mucho tiempo dando vueltas, a semejanza de un caldo casero que requiere lentitud y poco fuego», o «No pasó de la primera palabra. Se enzarzó en ella como en una tela de araña».
Es curioso, porque la metáfora es uno de los dispositivos esenciales de la poesía. El más molecular, una vez superadas la métrica y la rima. Quizá la fuerza apisonadora de la poesía acabó devastando todos los territorios de esos cuatro creadores y ya no les quedaba ninguno más por descubrir en nuestro lado de la frontera. A lo mejor Juan Tallón sí que establece una pauta.
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