La última edición de MasterChef la ganó un vendedor ambulante; la anterior, una carnicera. Bisbal, antes de todos sus últimos discos más personales, y antes de Operación Triunfo, trabajaba en un vivero. En todas partes espera el talento a ser descubierto, porque el talento es la verdadera igualdad: no hace distingos sociales, ni raciales, ni de ninguna clase. Como es la cosa mejor repartida del mundo, la industria del espectáculo ha tenido que apresurarse a engendrar formatos que permitan a los genios que subsisten en el ostracismo alcanzar la fama que merecen.
El talent show es un programa de televisión, normalmente un concurso, en el que una serie de participantes procuran demostrar sus cualidades para según qué disciplina. Está dirigido por un jurado que se ocupa de discernir quién tiene el don y quién no. El programa insiste machaconamente a su audiencia que una persona normal (¡como usted!) puede cumplir sus sueños, y abandonar su vida adocenada para dar rienda suelta a su pasión, conquistar fama y prestigio y vivir la vida que tienen reservada las grandes estrellas. La vida mejor, que sabemos que existe porque la vemos en las revistas y en los programas de variedades, está también a su alcance. Usted no es mediocre: usted aún no ha sido descubierto.
«La industria cultural defrauda continuamente a sus consumidores respecto a aquello que continuamente les promete», escribieron Adorno y Horkheimer en La dialéctica de la Ilustración. Justo antes de esta sentencia, han hablado de cómo las continuas tundas que recibe el Pato Donald sirven a los espectadores para acostumbrarse a las que les toca recibir a ellos. La tesis general que se sostiene es que «la diversión es la prolongación del trabajo bajo el capitalismo tardío», esto es, que la industria cultural se ocupa de mantener el esquema de dominación que se ejerce en la fábrica durante el tiempo de ocio. En los años cuarenta se habla ya de algo llamado «religión del éxito», que había metido prisa a esa necesidad tan común de ser alguien en la vida. El cine de Hollywood empezó a cultivar esas esperanzas de medrar apresuradamente. «En lugar del camino ad astra per aspera, que implica dificultad y esfuerzo, se impone más y más el premio». El premio es, por supuesto, donación: no depende de quien lo recibe, sino de quien lo da; esto es, el éxito no es mérito del sujeto que lo experimenta, sino de otro, o del azar. Todos pueden ser el joven vendedor de periódicos al que le cae la lotería; todas pueden ser la preciosa dependienta de unos grandes almacenes ante la que cae rendido un joven millonario: el Hollywood de los años treinta sabe lo que deseas. Pero el mecanismo de dominación no solo se ejerce quitando de las manos del sujeto la oportunidad de su propia prosperidad, sino que esa adecuación de todos al premio es, en sí misma, alienante. Usted vale tanto como otro cualquiera, por lo que usted puede ser sustituido por cualquier otro.
Chicote mira a cámara con agresividad y gravedad e informa: «Esto es Top Chef. La competición de cocina más exigente del mundo busca al mejor cocinero profesional de este país». Luego se habla sobre el respeto a la profesión, la competitividad, el cuidado con los platos mientras se exhiben imágenes de los concursantes corriendo, peleándose, cayendo al suelo. Top Chef, como los otros concursos de cocineros, dice ir de cocina. Para reforzar esta idea, los miembros del jurado practican un código de honor que se sustancia en rasgarse las vestiduras cuando un participante no trata a una caballa con la dignidad que esta requiere. «Si destrozan una ostra me van a encontrar». El amor por el oficio, dicen, y toda esa parafernalia que circunda a la vindicación contemporánea de la cocina como una de las bellas artes. Lo cierto es que cualquiera que vea alguno de estos concursos sabrá quién ha recalado en la cocina tras una vida de penurias, o quién es una vieja gloria venida a menos; quién está peleado con su madre y quién con su novio, pero jamás cómo se asa una pata de cordero. Exactamente lo mismo pasa en el primo amateur del concurso, pero de una manera más burda: los concursantes de MasterChef tienen en este formato televisivo una oportunidad de salvación. «Mi sueño siempre ha sido ser un gran cocinero, pero…». Pero jamás pisé una escuela de cocina. El concurso crea la ficción de haber recuperado para la gloria de los fogones a talentos desperdigados por la aspereza de la vida; y finge enseñarles a cocinar, cuando simplemente se trata de una yincana sazonada con mensajes aleccionadores: «Te falta pasión». «Quiero oírte gritar “sí, chef”». Cuando a alguien se le abren las puertas del éxito, una respuesta templada es un grave insulto.
He preferido dos ejemplos groseros antes de mostrar el despliegue de los encantos de la industria cultural: se levanta el telón y aparece un señor tripón, con los ojos juntos y hundidos, y los dientes como un piano. Antes, en unas imágenes del individuo caminando azorado, la voz de un locutor nos ha contado que es un vendedor de teléfonos móviles. En una entrevista de campaña, entre cajas, él mira a cámara y dice que trabaja en una tienda, pero que su «sueño es pasarse la vida haciendo aquello que siente, que es para lo que ha nacido». El señor camina al centro del escenario. Frente a él, una chica del jurado, compuesto por dos tipos más, le pregunta que qué ha venido a hacer allí. «Cantar ópera», dice él. La cámara se vuelve a los miembros del jurado, que se sonríen. Se oyen risitas desde el público. El realizador vuelve a la entrevista de campaña, donde el señor, que aún no ha empezado a cantar, dice que su principal problema es que le falta confianza. Las imágenes vuelven al escenario, donde nuestro protagonista sonríe bobaliconamente, con una americana que le queda larga y una camisa mal remetida por debajo de la tripa y por encima del pantalón. Otro miembro del jurado, con una estudiada cara de escepticismo, le dice que comience. Le dan al play y empiezan a sonar las cuerdas del «Nessun dorma», la conocida aria de la Turandot. El tipo se arranca. La cámara rápidamente conecta con el jurado, que deja ver un tímido entusiasmo. «Ma il mio mistero è chiuso in me». El público aplaude y silba con júbilo. El jurado, atónito; en el patio de butacas una anciana se enjuga una lágrima. «All’alba vinceró». La chica del jurado también llora. El auditorio estalla en aplausos. Ha acontecido un milagro. El jurado comienza la valoración: «no me esperaba que un vendedor de teléfonos hiciera esto. Ha sido un respiro de aire fresco. Te lo digo sinceramente: absolutamente fantástico». «Tienes una voz increíble, si sigues cantando así puedes ser uno de los favoritos para ganar el concurso». «Creo que tenemos aquí el caso de un pequeño pedazo de carbón que se va a convertir en un diamante». Todo ha ocurrido de golpe: el auditorio no necesita el contexto de la ópera completa para enterarse de por qué ese señor canta lo que canta; siquiera necesita terminar de oírlo cantar. Las emociones se despiertan con una celeridad industrial. El aria ni está interpretada entera, solo unos versos, pero el respetable se ha puesto de pie en el tercero. Es un aria famosa, y los espectadores, porque la conocen, responden con fruición porque se sienten interpelados e iguales. Si apareciese alguien en el escenario y se arrancase con el «Verdi prati», un aria de la Alcina de Häendel, el resultado sería muy distinto.
Ustedes conocerán esta historia, porque el vídeo circuló viralmente por internet. El protagonista se llama Paul Potts y ganó la edición de Britain’s Got Talent de 2007. Cuando se mete el nombre en Google aparece una miniatura vestido con frac y pajarita blanca, como si viniese de dar un recital en el Metropolitan.
Este episodio lo tiene todo: un pobre hombre con una pasión, un aspecto físico risible, un jurado y un público incrédulo, casi jactancioso, que se dan de bruces con la repugnancia de sus prejuicios y que, en la misma metamorfosis del patito feo, quedan redimidos por la beatitud y la belleza. Y por añadidura, hay moralina: no juzgues a nadie por su apariencia. Lo cierto es que Paul Potts cantó para matarlo: una voz sin profundidad, estridente, descontrolada y con toques de balido de cabra. Sin entrar a juzgar las potencias vocales del aspirante a tenor, lo cierto es que no se puede cantar ópera sin pasar por un conservatorio. Como no se suele ser buen cocinero, quede entre nosotros, sin haber recibido la formación que corresponda. La industria cultural oculta las herramientas reales para llegar a aquello que ella finge dar acceso.
«La estrella no solo representa para el espectador la posibilidad de que también pueda aparecer un día en pantalla, sino también, y de forma más palmaria, la distancia que las separa. Solo a uno le puede tocar en suerte, solo uno es famoso […], bien podría ser él mismo y, sin embargo, nunca lo es». Sin embargo, la esperanza bobalicona sigue haciendo girar la rueda; como se justifican los veinte euros de un décimo de la lotería de Navidad: mi número también está en el bombo.
El mecanismo necesita, por supuesto, de una distorsión de los objetivos que dice conseguir: es evidente que si el bueno de Paul Potts tuviese los más mínimos conocimientos sobre música sabría que una formación desde el plato de ducha de su casa no faculta para dar recitales líricos, por mucho que sea tu sueño. Aun así, cada año, cientos de formatos similares expulsan a niñas rubias con vestidos pomposos que cantan el aria de la reina de la noche, o a críos prepúberes que se afanan en el «Lascia ch’io pianga». Siempre hay alguien destrozando el «Ave María» de Schubert y siempre el público llora y se conmueve, porque ha asistido a un acto de redención. Una redención repetida a cada rato, porque en cada nueva edición de cada nuevo talent show son descubiertos hombres y mujeres que suplen, a la perfección, a los que hicieron las delicias de la audiencia en la edición anterior. A Paul Potts le dio el relevo una señora llamada Susan Boyle, que cantaba una canción del musical de Los Miserables. Y supongo que tras de ella han venido otros tantos, porque lo propio de la industria cultural es la estandarización y la reproducción seriada: «la eterna reproducción de lo mismo».
Lo que sorprende es que funciona. La ficción de que lo que ocurre detrás de la pantalla es real es tan consistente que la audiencia se involucra de la manera más decidida que puede: con dinero. Si usted tiene un sueño puede lograrlo, cómo no, y además, puede ayudar a que otros lo logren. Esta debe ser la comunión de las almas. Sorprende, digo, porque el análisis que hemos remedado está desarrollado en un libro cuyo primer prólogo está fechado en 1944. Tenían razón: «la violencia de la sociedad industrial actúa en los hombres de una vez para siempre».
Gran artículo! y bienvenido!
Joder, que manera de dar en el clavo.
Para ilustrarlo recomiendo el segundo episodio de la primera temporada de «Black mirror», nunca he seguido los talent show pero desde que lo vi no puedo mirar uno sin ponerme enfermo.
A mí este capítulo que mencionas me impresionó muchísimo. Es una fábula cruel sobre cómo funciona el mundo, no solo el de los talent shows, modernos circos romanos donde buscamos, como en los realitys, el mal rollo, el encontronazo, el colmillo retorcido, la competitividad (qué palabra tan grosera, con ese retintín de las dos sílabas «ti» repetidas) más ruin y unas lagrimitas también, para sentirnos buenas personas (aquello de la empatía y tal) y lo camuflan de exhibición del talento, de afán de superación, creando unas falsas expectativas de triunfo a unos tipos que mañana serán olvidados y sustituidos por otros, y a seguir pedaleando.
Leyendo el texto, he pensado exactamente en lo mismo. Imprescindible ese capítulo de Black Mirror para entender los talent shows.
Pingback: El talent show y el capitalismo
No soy mucho de andarme con entusiasmos, pero joder qué pedazo de artículo. De lo mejor d Jot Down en mucho, mucho tiempo.
Enhorabuena.
(Aunque ya solo con leer lo bien que le prestas oídos al gran Adorno, y lo extrapolas a nuestros días, me has ganado).
Antonio, iba a decir lo mismo sobre el episodio de Black Mirror! jaja hoy la dáis todos en el clavo.
Coincido totalmente con el artículo. Y es incómodo. Me encanta.
Un artículo magnífico; ideas brillantes expresadas de forma brillante. Espero ansioso las duras declaraciones de Paulo Coelho al respcto…
Una dirección muy oportuna sobre crítica, en el sentido más pleno de la palabra sobre mediatización e la industria cultural. Felicidades al equipo y al autor del artículo por este texto. Espero que se mantenga el nivel para poder disfrutarlo.
una de las cosas que mas me pone enfermo de estos programas ademas del formato en si , es la absurda necesidad del publico de gritar y aplaudir nada mas soltar la primera estrofa/ me parece una falta de respeto que si alguien este interpretando una obra que se supone que hay que escuchar atentamente y disfrutar se dediquen por el contrario a gritar como un grupo de despedida de solter@ que acaba de ver entrar el stripper en la sala, parece como si rivalizasen entre si a la hora de sentirse especiales y tocados por el talento del artista en el escenario . mas parece una actitud emprendida desde el
borreguismo que desde la sinceridad, aplaudimos porque un cartel luminoso nos dice que es lo correcto
Bueno es algo impulsado desde el propio formato, de las pocas veces que he visto algún programa de este tipo nunca han llegado a cantar las canciones enteras. Montan arreglos para que aquello no se vaya más allá del minuto y medio o dos minutos (ya no aguantan ni los típicos tres minutos de la canción pop). Están deseando que acabe para enfocar al cantante corriendo hacia a los familiares emocionadísimos que estallan en abrazos y sollozos. Luego a meterles el micro y si alguno suelta la lagrimita ya han hecho pleno.
Hace unos días Teo Cardalda, otrora miembro de los emblemáticos Golpes Baixos y posteriormente perdido para la causa con el pseudogrupo Cómplices, declaraba, no sin razón, que el surgimiento de Operación Triunfo y posteriores talent-shows habían sepultado definitivamente a la música de interés en este país. El mismo Sr.Cardalda confesaba casi arrepentido haber promocionado los primeros discos de Nuria Fergó. Yo lo absuelvo, aunque no sin dificultad. Si algo me queda de esperanza, es leer este tipo de artículos y comprobar que bajo todo ese fango hecho a base de reaggeton, neoflamenco, y demás pastiches de la radiofórmula, existen también otras personas que buscan, rebuscan y disfrutan de los matices de una música auténtica, que no se apila en las estanterías de los centros comerciales.
Qué buen artículo!
JAJAJA LOL
Han dado ustedes en el clavo señores, me sorprende que estando en el grupo prisa les dejen publicar esto.
El capitalismo no solo oprime económicamente y militarmente, sino también culturalmente (y esta es quizás la parte más importante para mantener su dominio). Menos mal que hace mucho que no veo la tele y que con internet la información ya no está monopolizada.
Gran artículo, grandes comentarios. Un gusto leerles.
Pura ingeniería social. La maldadosa cultura del pelotazo, del todo vale y del tu no eres menos que nadie, auspiciada por la ley del mínimo esfuerzo, el cultivo de la mediocridad y el beneplácito del populacho inope. Gran artículo.
Lo mismo se podría aplicar al oscuro mundo del fútbol: evento privado alzado a comunión colectiva, que si o si tienes que seguir.
Me parece increíble que miles de personas dejen de acudir al trabajo, dejen de estudiar o pierdan su tiempo libre para seguir casi cada día un evento orquestado por los medios.
Cuando se den cuenta que sólo hay circo pero ya no queda pan…
He venido hasta este artículo para felicitarle por «La divulgación gilipollas» que ha escrito Vd. en el Smart09, pero me encuentro con la grata sorpresa de que sus reflexiones sobre los talent-show están brillantemente escritas. Es siempre muy gratificante descubrir a un nuevo autor. De estos dos artículos, las palabras por las que me gustaría darle la enhorabuena más efusiva son: «Lo maravilloso de este asunto es que no es necesario pasar por el dodecafonismo para tener una vida plena (lamento la enemistad que esta afirmación me cause entre el gremio de pendantes)». Yo estoy muy lejos de ser un intelectual, pero en la universidad me di cuenta de que los catedráticos que más sabían eran aquellos que menos esfuerzo empleaban en separarse de los alumnos. Cuanto «más bajaba a la arena» el profesor a explicarme cosas (y menos vociferaba desde su pedestal), mayor dominio de la materia mostraba. Supongo que la verdad no tiene por qué ser bella o sencilla, ni el sabio, simpático u honesto; sé que hago ciertas discriminaciones y concedo algunos aplausos de forma sesgada, pero en cualquier caso he querido felicitarle.
Pingback: EL TALENT SHOW Y EL CAPITALISMO por Joaquín Jesús Sánchez – Cultura y resistencia
Pingback: 19º y 20º Diálogo Punto de Fuga: HACIA UNA ERA POSPOLÍTICA