¿No sería maravilloso ser un actor como Peter Lorre? (Montgomery Clift).
Hollywood está obsesionado con la belleza. Porque la belleza y el atractivo sexual venden entradas. No es cuestión de filosofía, ni siquiera del capricho de los estudios; el cine es un negocio, la venta de entradas mueve la maquinaria y los números dictan sentencia, así que no se puede discutir con los números. Los actores y actrices de mayor atractivo sexual suelen llevar más espectadores a las salas de cine. No es una ley matemática perfecta, porque nada en el negocio del espectáculo lo es, pero tiene un porcentaje de acierto lo bastante alto como para que continúe siendo una de las directrices del negocio. La historia de Hollywood está repleta de intérpretes mediocres que tuvieron carreras exitosas por su aspecto, y también de grandes intérpretes que nunca pasaron del rol de secundario o que disfrutaron del protagonismo en ocasiones contadas. Actores «de carácter», como se decía antes, cuyos nombres hoy el público ha olvidado. No aparecen en las recopilaciones de fotografías con glamour ni la gente comparte su efigie en las redes sociales, porque la inmortalidad, más que talento, suele requerir un bonito cadáver. Incluso algunos que aparecieron en unas cuantas películas importantes que aún se siguen viendo son casi desconocidos para el público actual. ¿Cuánta gente recuerda a Thomas Mitchell, George Sanders, Walter Brennan, Tom Helmore, Leslie Howard o Ralph Bellamy? No hablo de recordar siempre sus nombres (yo soy el primero que tiene mala memoria) sino recordar que existen, conocer sus caras, saber que brillaron en tal o cual papel. Cierto, los cinéfilos impenitentes sí los tienen presentes, pero ¿cuántas veces han visto alguna de sus fotos compartida en Facebook? Hubo, sin embargo, otros actores que fueron secundarios durante buena parte de su carrera y aun así hicieron imposible el olvido, porque en realidad tenían madera de estrella en todo excepto en la belleza. Quizá el más inolvidable de todos fue Peter Lorre. Uno de los mejores actores que la gran pantalla ha visto en acción, pero que pocas veces ocupó el lugar que merecía. Dominaba todas las intensidades, desde el histrionismo más exagerado hasta el más sutil de los matices. No había género en el que no pareciese estar en su elemento: comedia, drama, suspense, terror. Sin embargo, en sus mejores momentos casi nunca pasó de ser un secundario de lujo en Hollywood. Su físico hizo que le encasillaran; algunos dirían que también su acento extranjero, pero el acento nunca impidió brillar a Greta Garbo.
Peter Lorre nació con el nombre de Laszlo Löwenstein en lo que todavía era el Imperio austrohúngaro; su lengua materna fue el alemán, aunque son muy pocas las películas en que podemos verlo actuando en su propio lenguaje. Siempre hubo habladurías sobre sus orígenes; la prensa los embelleció con tintes novelescos que él casi nunca se molestó en desmentir, quizá sabiendo que eran buena publicidad, pero en realidad sus años de formación fueron relativamente convencionales. Provenía de una familia de religión judía y muy estricta moral. Tanto, que se le prohibía acudir al teatro… del que Laszlo, claro, se enamoró en Viena, cuando era solo un adolescente. Aunque empezó a actuar como aficionado pese al deseo de sus padres, era buen estudiante y se graduó en la carrera de Económicas con las notas más altas de su clase. Aceptó trabajar en un banco para no decepcionar a su padre, pero la vida detrás de un mostrador no estaba hecha para él. No pensaba demasiado en el futuro, se manejaba mal con el dinero y estaba poco o nada interesado en la política, quizá porque había visto a su padre partir para la guerra, de la que había vuelto con más sinsabores que honores, y porque la familia había cambiado de país varias veces, bien cruzando fronteras o viendo cómo las fronteras se desplazaban por el mapa de aquella Europa cambiante. Tampoco hizo demasiada mella en él la religión judía de sus padrea, y, cuando hubo de cumplimentar un expediente personal para licenciarse, en el apartado de las creencias personales marcó la opción «sin confesión religiosa». En resumen: el joven Laszlo Löwenstein era un bohemio de manual. Su vida como contable no duró demasiado: «El jefe nos estaba contando una historia que me parecía muy aburrida. Yo no estaba escuchando, e inconscientemente empecé a mover las orejas. Todo el mundo se rió. Y a mí me despidieron». ¡Le despidieron por mover las orejas! Un gesto estrafalario, digno de algunos de sus más estrafalarios personajes. Cómo nos iba a sorprender que su primera especialidad escénica fuese la comedia.
Poco después de terminada la I Guerra Mundial, en la que su padre había sido oficial, se decidió a ser actor profesional, pero descubrió que la empobrecida Viena de posguerra era un lugar difícil. Durmió en bancos de parques, entre cartones, y años más tarde, rememorando su juventud, confesó que había llegado a robar «por pura necesidad». El oficio teatral no le daba para comer, aunque empezó a moverse por círculos intelectuales donde entabló interesantes amistades. Una de ellas era Zerka Moreno, la psicoterapeuta que inventó el psicodrama. Ella fue quien le aconsejó adoptar un nombre artístico breve y sonoro; fue así como Laszlo Löwenstein se convirtió en Peter Lorre. Él afirmaría después que Zerka Moreno había sido su «descubridora». En cualquier caso, abandonó aquella Viena en la que estaba languideciendo y fue dando tumbos de ciudad en ciudad, aprendiendo el oficio y haciendo papeles en diversas obras de diferente estofa, aunque por lo menos ya no tenía que robar o dormir en la calle. Fue en Berlín donde encontró un lugar; sus cualidades fueron apreciadas por algunos nombres relevantes de la escena local: entre 1926 y 1930 actuó en comedias o musicales escritos y dirigidos por Bertolt Brecht, con quien formó una pareja artística peculiar. Brecht quedó tan impresionado por su nuevo fichaje que modeló su concepto de interpretación ideal en torno a lo que hacía el joven Peter Lorre sobre los escenarios. Una escritora que solía acudir a los ensayos describió años más tarde el funcionamiento de aquel tándem: «Brecht tiranizaba a todo el mundo para que hiciesen exactamente lo que él quería, pero Peter no lo necesitaba; él sabía de inmediato cuál era el significado de cada uno de sus personajes. Peter y Brecht nunca se peleaban. Se entendían sin palabras. Cuando hay tal entendimiento, el director no necesita influir sobre el actor». Era tal la compenetración entre ambos y el respeto que Brecht sentía hacia Lorre que, una de las pocas veces en que la crítica berlinesa habló mal del trabajo teatral de su actor fetiche, el indignado dramaturgo publicó una carta abierta titulada «La cuestión de los criterios para juzgar la interpretación». En otras palabras, lo que Bertolt Brecht estaba diciendo era: «¿Quiénes son ustedes para juzgar la interpretación de Peter Lorre?».
A sus veintiséis años, Peter Lorre era una figura respetada del teatro berlinés y tenía éxito, el suficiente para vivir con mayor comodidad. Detrás había quedado lo de robar o dormir dentro de una caja. Estaba tan contento con su carrera teatral que ni siquiera se planteaba el salto a la gran pantalla. Como él mismo comentaría con una sarcástica franqueza: «Con una cara como la mía, ¿quién intentaría una carrera en el cine?». Hizo alguna aparición en películas mudas y algún documental, pero ni siquiera lo contaba como parte de su currículum. Aquellos pequeños papeles eran más el resultado de su inclusión en los círculos artísticos, intelectuales y progresistas de la ciudad que de una verdadera vocación por el séptimo arte. Peter Lorre nunca hablaba de aquellos pinitos cinematográficos. Para él, era como si no hubiesen existido.
Un buen día, estando en el teatro, recibió una peculiar visita: nada menos que el famoso director de cine Fritz Lang, que poco antes había filmado Metrópolis. Lang iba a rodar su primera película sonora, quería a Peter Lorre como protagonista y proponía concertar una reunión para concretar el proyecto. Aquello hubiese bastado para emocionar a cualquier actor alemán de la época, pero Lorre, que todavía no se veía viviendo de otra cosa que no fuese el teatro, aceptó «por mera cortesía». La reunión tuvo lugar en la casa de Lang, y entre otros asistió la escritora Thea von Harbou, esposa del cineasta, que recordaría a un Lorre poco motivado, que con expresión aburrida bebía una copa de brandy a sorbitos mientras contemplaba a sus interlocutores «con ojos tristes». Pero Lang empezó a desmenuzar la psicología del personaje protagonista que Lorre debía encarnar, un asesino de niños, y Lorre empezó a mostrar interés, hasta finalmente embarcarse él mismo en un apasionado discurso sobre la manera de enfocar la interpretación de tan escabroso individuo. Fue un matrimonio extraño entre dos fuerzas creativas que iban a salirse de sus respectivos moldes: Lang quería a un actor especializado en comedia teatral para encarnar al personaje más oscuro que había visto la pantalla, su primer protagonista con voz, y Lorre vio en aquella tétrica película una oportunidad para expandir sus horizontes interpretativos. Eso sí, el rodaje no fue agradable. Fritz Lang era un director déspota y Peter Lorre no disfrutó trabajando bajo sus órdenes. Se llegó a rumorear que, con el fin de que Lorre apareciese agotado y maltrecho en la pantalla de cara a las secuencias finales, Lang había hecho que lo tirasen varias veces por unas escaleras. Leyenda o no, Lorre no quiso volver a unir fuerzas con Lang. Eso sí, el resultado de la colaboración, titulado simplemente M (en España El vampiro de Düsseldorf) lo convirtió en una gran estrella europea. Su encarnación del depredador, que de un plano al siguiente pasaba de ser un apocado hombrecillo de aspecto inofensivo a una bestia maligna consumida por la lascivia, dejó sin habla a toda una generación de espectadores. Su trabajo en aquel film es una de las mayores demostraciones de poder interpretativo en la historia del séptimo arte; muy, muy pocos actores pueden decir que han llegado a cotas semejantes de intensidad. Secuencias como la del escaparate (¡qué metamorfosis en cuestión de segundos!) o los escalofriantes monólogos en los que se confiesa ante una multitud… no hay palabras para describir lo que Peter Lorre es capaz de comunicar en esos momentos. Tenía veintisiete años, pero la madurez propia de un intérprete veinte años mayor.
Su estatus había cambiado de manera súbita. Lorre tuvo la revelación de que en el cine podía expresarse con igual poderío (y ganando más dinero), pero todavía no quería abandonar los escenarios, así que durante 1931 y 1932 empezó a alternar papeles en películas con su trabajo teatral habitual. Entre tanto, la atmósfera en Alemania se iba enrareciendo mucho. En 1933 los nazis llegaron al poder y Lorre, de origen judío, entendió que el futuro no era demasiado prometedor allí. Su recién adquirida fama poco importaba, porque incluso las más insignes figuras de Alemania estaban empezando a huir: algunos porque eran judíos como él, otros porque eran izquierdistas y otros sencillamente porque detestaban a Hitler y sus secuaces. Lorre huyó a París y desde allí a Londres. Ahora, sin embargo, tenía que buscarse una forma de ganarse la vida. El teatro estaba descartado, porque apenas hablaba inglés. La misma barrera idiomática podía dificultar que se abriese camino en el cine, pero llegó en su rescate nada menos que Alfred Hitchcock, quien como casi toda Europa lo había visto en El vampiro de Düsseldorf y, cómo no, estaba empeñado en contratarlo para El hombre que sabía demasiado. Al maestro del suspense no le importó que Lorre desconociera el idioma; permitió que el actor se aprendiese todas sus frases de manera fonética… y aquello fue todo lo que Lorre necesitó para brillar entre un reparto británico muy respetable, pero más encorsetado, al menos en comparación con la espontaneidad que Lorre traía de su experiencia en la comedia y el cine expresionista alemán. En aquella película robaba casi cada secuencia en la que aparecía, algo que sería muy habitual durante el resto de su carrera.
Después de trabajar en Inglaterra, el paso lógico era moverse a Estados Unidos, que, debido al éxodo provocado por la peste nazi, estaba atesorando talento europeo en masa. Peter Lorre era ya famoso allí antes de poner un pie en el país: la versión en inglés de El vampiro de Düsseldorf, en la que él mismo dobló sus frases con su propia voz, había causado un considerable impacto. El problema era que la industria estadounidense apenas podía encajar a un actor con un aspecto tan inquietante excepto como secundario, o como protagonista en películas de género y presupuesto modesto. Su acento tampoco ayudaba, porque lo limitaba a papeles de extranjero. Aun así, era un actor apreciado por el público, así que Columbia lo contrató para rodar una película. Sin embargo, no sabían qué hacer con él. Lorre consiguió que Columbia le diese el papel protagonista en una versión en pantalla de Crimen y castigo, la más famosa novela de Dostoievski, pero a cambio tuvo que aceptar ser prestado a la Metro Goldwyn Mayer, que lo quería para protagonizar una película de terror. De repente, Lorre era como uno de esos futbolistas al que un equipo ficha atraído por su fama del momento, pero al que después no saben en qué puesto del campo poner, hasta que terminan cediéndolo a otro equipo. En principio, Crimen y castigo era algo tentador, ya que Raskolnikov es uno de los personajes más estudiados de la literatura, cuya complejidad es todo un desafío para cualquier intérprete, así que Lorre aceptó el trato. Pero para Columbia era una manera de quitarse de encima a Lorre, al que consideraban una compra costosa pero prematura. El proyecto nació cuajado de problemas, porque el estudio ni confiaba en él ni quería darle demasiados medios. El guion estaba simplificado para un público de quien no se esperaba haber leído la novela, transformando la absorbente tragedia original en un penoso melodrama del montón. La ambientación tampoco ayudaba. El director Josef von Sternberg, consciente de que el guion era poco menos que un insulto al insigne escritor ruso, dirigió el rodaje de muy mala gana, solamente porque su contrato con el estudio le obligaba a ello. Peter Lorre se vio atrapado en una adaptación chapucera, pero, pese a lo mal escrito de su personaje, hizo lo que pudo por ofrecer una interpretación digna. Y desde luego fue lo mejor de una película que hacía aguas por todas partes. Irónicamente, la película que rodó «prestado» para la Metro, Mad Love, fue mucho mejor pese a que en principio era un ejercicio de género sin mayor trascendencia. Lo malo era que ayudaba a encasillarlo en papeles terroríficos. La esperanza de Lorre, que consistía en hacer una película de terror olvidable como contrapartida para aterrizar bien gracias a la adaptación seria de un clásico literario, había salido completamente al revés. Profundamente desencantado, Lorre declinó ampliar su contrato con Columbia.
Hitchcock le reclamó de nuevo para rodar Agente secreto, la segunda y última película que harían juntos. Después, Lorre firmó un contrato de tres años con la 20th Century Fox, porque el estudio le garantizaba poder realizar alguno de sus sueños profesionales, como el de encarnar a Napoleón. Siempre, claro, que Lorre aceptase otros encargos. Empezaron a llegar proyectos muy poco interesantes. En Hollywood seguían viéndolo más como un actor indicado para interpretar a personajes extraños en películas de terror o misterio. La Fox tampoco entendió la magnitud del talento de Lorre. Entre 1937 y 1939 encarnó nada menos que ¡ocho veces! al agente secreto Mr. Moto, una especie de precedente japonés de James Bond, creado por el novelista John Marquand. Lorre terminó asqueado del personaje, cuyas películas eran cada vez peores. Los grandes proyectos prometidos por la Fox no llegaban. A lo sumo ejercía como secundario de lujo para otras estrellas del estudio, más guapas, más taquilleras y sin acento. Peter Lorre tuvo claro que no iba a renovar con la Fox. Es más, cuando el estudio organizó una reunión entre el actor y un grupo de importantes visitantes nipones, que insistían en conocer al Mr. Moto de la pantalla, Lorre se presentó con una insignia que promulgaba el boicot a los productos de aquel país, en protesta por las estrechas relaciones entre el Japón imperial y la Alemania de Hitler. En una época donde la sumisión de los actores a los estudios era casi total, Lorre dejó bien claro que no iba a jugar el papel de dócil ovejita.
Hacia 1940 el encasillamiento y la dejadez de Fox amenazaban con condenarlo definitivamente al purgatorio de la serie B. Pero no podía volver a Europa, donde se había valorado más su talento, porque la guerra había estallado. De hecho, tramitó la ciudadanía estadounidense, pensando que quizá nunca podría volver a pisar Alemania. Cuando finalmente terminó su contrato con la Fox seguía recibiendo ofertas pero pocas resultaban dignas de su magnitud como actor. Su acento y su asociación con el terror estaban perjudicando seriamente su carrera. Otro problema era su salud, que nunca había sido buena —sufría un trastorno crónico de la vesícula biliar que le provocaba severos dolores— pero había empeorado después de que los médicos le recetasen morfina. Como era de esperar, Lorre terminó haciéndose adicto. Aunque consiguió desengancharse por largas temporadas, la doble sombra de la enfermedad y la adicción planearon sobre él hasta el final de su vida.
Fue John Huston quien llegó al rescate en un momento muy complicado, cuando Lorre empezaba a parecer un juguete roto. El cineasta iba a adaptar la novela El halcón maltés y, como Hitchcock antes que él, insistió para tener a Lorre en su película. Quería que encarnase al retorcido y sofisticado Joel Cairo, un personaje inolvidable que le daba la réplica al duro Sam Spade interpretado por Humphrey Bogart. Huston tenía un problema con el personaje de Cairo, que era abiertamente afeminado en la novela, pero que no podía ser mostrado como homosexual en la pantalla debido al código de censura imperante. Sin embargo, actor y director consiguieron trasladar el personaje al celuloide sin que perdiese su esencia. Lorre se las arregló para que las maneras visiblemente afeminadas que imprimió al personaje fuesen lo suficientemente ambiguas como para no se considerasen infracciones del código. Y eso pese a que se incluyeron referencias sexuales bastante claras. Por ejemplo, hay un momento en el que Cairo, mientras conversa con Sam Spade, acaricia con la boca el mango de su bastón… un evidente guiño a la felación que los censores, por algún motivo, no consideraron escandaloso. Pero bueno, Lorre se lució componiendo un brillantísimo retrato de su retorcido personaje; recuerdo que fue la primera película de Peter Lorre que vi y me impresionó la facilidad con la que le roba secuencias al todopoderoso Bogart. En ese mismo momento me di cuenta de que Peter Lorre no era cualquier cosa.
Aquel trabajo con Huston le abrió a Lorre las puertas de Warner Brothers, iniciando la etapa más conocida por el público, dado que en unos pocos años apareció en varias obras maestras de fama universal. No como protagonista, pero sí como secundario de postín con su nombre bien visible en los carteles. Pese a los baches en Columbia y la Fox, Lorre no había perdido su fama. Volvió a compartir pantalla con Bogart en Casablanca, aunque su participación era menos importante que en El halcón maltés. Aun así, volvía a brillar interpretando al malhadado Ugarte, un personaje cuya nacionalidad, por cierto, no quedaba clara en el largometraje: el apellido es obviamente español pero en la cinta se insinúa que podría ser italiano. Como es sabido, esto sucedió con varios personajes de Casablanca: estando en plena guerra, el estudio optó por difuminar la nacionalidad de varios secundarios tal y como aparecían en las primeras versiones del guion, especialmente aquellos que se dedicaban al delito de una manera u otra. Ugarte fue escrito como un personaje español, pero como Ugarte era un delincuente, el estudio prefirió no ofender al régimen de Franco en un momento en que resultaba difícil precisar si España terminaría aliándose con los nazis.
Poco después, Lorre volvió a deslumbrarnos en la enloquecida Arsénico por compasión, una de mis comedias favoritas de todos los tiempos. Era la adaptación de una obra de teatro, dirigida por Frank Capra y protagonizada por Cary Grant y la encantadora Priscilla Lane. En ella Lorre encarnaba al siniestro y asustadizo doctor Hermann Einstein, que era como una parodia de algunos de sus antiguos papeles en películas de terror. Buena parte del público desconocía que Lorre tenía experiencia en la comedia, por lo que no se limitó a ejercer de secundario inquietante. Como de costumbre en él, no tuvo problema para apoderarse de un buen número de secuencias con un personaje tan estrafalario que le permitía cambiar completamente de expresión en cuestión de segundos (¡su habilidad era algo de otro mundo!). Aunque el resto del reparto es invariablemente maravilloso, resulta difícil no quedar impactado, sobre todo, por los manierismos de Lorre. Conforme avanzaba la guerra, siguió teniendo abundante trabajo al servicio de la Warner, pero una vez más empezaba a quedar encasillado: tuvo bastantes papeles de extranjero inquietante en películas que imitaban el esquema de Casablanca tratando de repetir su éxito. Al terminar la guerra, dejaron de producirse aquellas películas de trasfondo patriótico con las que el público lo tenía asociado, así que el trabajo empezó a escasear. La Warner prescindió finalmente de sus servicios. Nunca había sido muy hábil manejando sus finanzas y, sin trabajo, hacia 1950 estaba arruinado. Físicamente parecía más envejecido de la cuenta. Eso sí, no dio la espalda a sus valores progresistas: cuando el macartismo asoló Estados Unidos, fue uno de los que se atrevieron a plantar cara públicamente.
Decidió volver a Alemania para tratar de relanzar su carrera allí, donde todavía se respetaba mucho su talento, como demuestra el que pudiese realizar su primera y única película como director, actor y coguionista En El hombre perdido interpretaba a un científico sin escrúpulos que colabora con los nazis; su interpretación era brillante, como era de esperar, y es un placer verlo en un papel que nos devuelve a un Lorre mucho más natural, al que se percibe más cómodo hablando en alemán (no sé ni palabra de alemán, pero es algo que se percibe fácilmente viendo el film). Y su capacidad para aterrorizar no había disminuido: jamás olvidaré una secuencia donde su rostro, justo antes de cometer un asesinato, pasa de una expresión totalmente neutral a una de maligna amenaza ¡sin apenas mover un músculo!, simplemente dejando caer una cerilla de entre sus dedos y haciendo que sus ojos empiecen a perder expresividad humana, volviéndose huecos como los de un tiburón. Ya solo esa secuencia, aunque muy breve, demuestra el talento de Lorre en estado puro. Es interesante remarcar que este papel es muy distinto al de El vampiro de Düsseldorf, donde veíamos a un criminal impulsivo consumido por la lascivia, al que se le veía visiblemente excitado y trastornado antes de matar. En El hombre perdido, Lorre encarna algo completamente opuesto: un hombre capaz de asesinar de la manera más fría y planeada. Pero sobre todo se puso de manifiesto que tenía instinto como cineasta y que, con los medios adecuados, hubiese podido dirigir grandes películas. Sin embargo, aunque El hombre perdido agradó a la crítica, no funcionó bien en taquilla. Sorprendió mucho en Alemania porque trataba un tema tan delicado como el de la culpa colectiva de aquel pueblo por lo que había sucedido, rodado por un actor que había huido de los nazis, al contrario que la mayor parte de los espectadores que podrían haber ido a verla. Es posible que los alemanes no tuviesen ganas de afrontar aquel ejercicio expiatorio, pero sea como fuese, el fracaso de taquilla coartó sus posibilidades de medrar en el cine alemán. Eso, y probablemente también la incomprensión hacia su mirada crítica al pasado nazi de Alemania, hizo que Peter Lorre regresara a los Estados Unidos, donde quizá el público era menos consciente de su tremenda magnitud como artista, pero donde la industria cinematográfica era tan enorme que podría seguir encontrando hueco.
Eso sí, las grandes películas en Hollywood ya habían terminado para él. Durante el resto de su vida alternó entre la serie B y la televisión, casi siempre condenado a repetir viejos clichés de sus antiguos personajes extraños y terroríficos. Habla por sí solo el dato de que, a nivel publicitario, lo más destacado de sus últimos años fuesen cosas como su participación en 20.000 leguas de viaje submarino y en algunas películas de Roger Corman. Su estatus palidecía en comparación con sus años de oro en Warner y con su trabajo en Alemania, que incluso visto hoy es el que mejor demuestra que el talento de este hombre no tenía límites. Por desgracia, la mala salud y el retorno a los coqueteos con la morfina no desaparecieron, como tampoco su decepción ante una industria del cine que nunca había terminado de entender cuál era su potencial. Peter Lorre murió en 1964, a los cincuenta y nueve años de edad, por culpa de un derrame. Por entonces, su estrellato era algo del pasado. Sin embargo, su figura se ha revalorizado cada vez que un nuevo espectador se topa con alguna de sus inolvidables apariciones en la pantalla. Yo mismo fui descubriéndolo película tras película, cada vez más convencido de que el cine nunca le ha hecho justicia. Casi nunca pudo interpretar los personajes que quiso… ¡imagínenlo como Napoleón! Por desgracia, no fue protagonista en suficientes películas hechas a su medida, y eso es algo que el séptimo arte ha dejado pasar. Pero ahí lo tenemos, eclipsando a estrellas que ganaban más dinero, robándoles secuencias a Bogart y Cary Grant, encarnando al más oscuro asesino de la historia del cine, prestando su camaleónico talento a toda clase de largometrajes, mejores y peores, que solamente tienen una cosa en común: lo único irrenunciable en todos ellos es la presencia de Peter Lorre. No se lo piensen más: desempolven la videoteca y péguense una sesión de películas en las que aparezca este maravilloso individuo. El séptimo arte ha conocido pocas figuras de su magnitud, eso está claro, y bien sabemos que nunca volverá a haber alguien como él. Nada mejor que verle en acción para abstraernos de la rutina cotidiana y de los sinsabores de una vida real que no siempre se parece al cine tanto como debería.
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M sí tiene un subtítulo en alemán: La ciudad busca un asesino. El título español se debe a que en la memoria del público estaba reciente la historia de un asesino pederasta que actuaba en Düsseldorf. Pero la ciudad en la que se desarrolla la acción, a pesar de que no se nombra, es claramente Berlín, como se puede comprobar en la escena en la que la policía consulta un mapa en el que aparece el Tiergarten.
Se cita a las películas con Corman como de pasada, como si fueran cosa menor, y a mí me resultan imprescindibles. El gato negro, con Vincent Price como compañero de reparto, o El Cuervo, con el inquietante Boris Karloff. También recuerdo una película que me gustó mucho cuando la ví que se llama ‘La bestia con cinco dedos’ donde hace uno de sus habituales papeles. Sin duda un gran actor, al igual que los otros que se citan y sí recuerdo, y un buen homenaje el que se hace en este artículo.
Gracias, Emilio. Acabo de completar una carpeta con sus películas aquí comentadas. Creo que las he visto casi todas, pero me voy hacer un monográfico Lorreano que ni la Filmo. A todos aquellos que recuerden más pelis de este monstruo, que las señalen aquí, por favor.
Hay una peli que vi de canijo que me impresiono: las manos de orlac creo que se llamaba, se hizo un remake con michael caine que se llamo la mano
Estupendo artículo, muy bien escrito y por lo que leo muy bien documentado. Como buena cinéfila conocía al actor pero desde luego desconocía su biografía y sus periplos cinematográficos. Me ha gustado mucho.
Pues ha sido un placer.
Era uno de los actores favoritos de mi padre.
Actorazo. Poco más que decir…
Una puntualización. El psicodrama fue fundado por el psiquiatra Jacob Moreno, que también fue quien regaló el nombre artístico a Peter Lorre. Peter, en homenaje al poeta Peter Altenberg. Lorre, (loro,en alemán) por su habilidad para mitar. Zerka era la esposa de Jacob Moreno.
Gran artículo
Magnífico actor que aterrorizó algunas de nuestras tardes de cine pero por el que a veces éramos capaces de sentir compasión.
En los años 60 y 70 en la España de los abusos sexuales y castigos físicos en las escuelas religiosas no entendiamos El vampiro de Dusseldorf.
Espero para pronto ese artículo sobre Wallace Beery, otro gigante «secundario»?
En el Haber de Hollywood hay grandes nombres (actores y películas), pero tambien los hay en el Debe. Que forma de desperdiciar talento.
http://www.idusykalendas.es
Incluso Al Stewart comenzaba así The year of the cat:
«On a morning from a Bogart movie
In a country where they turn back time
You go strolling through the crowd like Peter Lorre
contemplating a crime…»
PETER LORRE
IDENTIDAD Y ARTE
GRANDE ENTRE LOS GRANDES
Francisco de Alencar (87) Brasil
Entre tanta erudición, me falta que no se haya citado la mención a Peter Lorre que aparece en una canción tan grande del pop/rock como The Year of de Cat, del cantante Al Stewart. Algo debía tener este actor…Peter Lorre
Buen artículo. Para redondear la redacción sugiero que se tenga en cuenta que en el segundo párrafo donde dice lenguaje al parecer quiere decir idioma, y que más adelante se habla de «hacer aguas», en plural, donde debe querer decir «agua» en singular. En plural, hacer aguas es mearse, cuando el sentido, supongo, es que la carrera de Peter se hundía.
Muy buen artículo como apunte en el libro «Conversaciones con Billy Wilder» de Cameron Crowe, Wilder habla de su película «Perdición» y dice que estaba basada en el principio de M (el vampiro de Dusseldorf) A parte fueron compañeros de habitación en Chateau Marmont (Los Ángeles) cuando estalló la Segunda Guerra Mundial.
A mi me caía muy bien porque era clavadito a mi abuela Rosario.
Descanse en paz. ¿Y se sabe de qué ha muerto?
Sejuramente de viego porque con 111 años…