Como Las bostonianas de Henry James, así se amaron Tórtola Valencia y Ángeles Magret-Vilá. En secreto. Calladas. Con furia. Y como Verena Tarrant y Olive Chancellor, estas dos mujeres —a las que separaban más de una docena de años— desafiaron los convencionalismos de una España insólita y vanguardista en la que brilló con especial fulgor una de las tres figuras medulares de la danza mundial: Carmen Tórtola Valencia. Su singular historia de amor es solo una de las muchas puertas de entrada a una agitada y tumultuosa vida que preconiza la libertad femenina como una de las mayores conquistas de nuestro tiempo.
La vida como ficción
La Bella Valencia —como se la conocía en los círculos artísticos— nació en Sevilla en 1882. Nadie como ella supo forjar su propia leyenda. Como todo relato épico, su historia contenía algo de ficción y exceso. Tejió su misterio antes de cultivarlo. Se entrenó en la insinuación, el exotismo y la sensualidad. También en la impostura. Su padre era el catalán Florenç Tórtola Ferrer y su madre la andaluza Georgina Valencia Valenzuela. Cuando la pequeña Carmen solo contaba con tres años, toda la familia Tórtola-Valencia marchó a Londres para labrarse un porvenir. Este nunca llegó. Los padres de la bailarina emigraron nuevamente a México buscando fortuna. La muerte les atacó en el estado de Oaxaca entre 1891 y 1894. La orfandad se convirtió en el primer hecho trágico que Tórtola incorporó a su vida legendaria. Una familia de la alta burguesía londinense formó a la pequeña Carmen: cinco idiomas, estudios de danza, música y dibujo llenaron la mochila emocional con la que Tórtola tuvo que enfrentarse al mundo cuando su tutor fallece en 1906.
La infancia de Tórtola estuvo ligada a cuchicheos variados cuyo germen residía en la cabeza de la misma Carmen: que si era sobrina de Goya, que si era la hija bastarda de algún díscolo miembro de la familia real española, que si un noble inglés era su verdadero padre… Todo le servía a esta arqueóloga de la danza para diseñar el misterio que debía acompañarle. Ella misma con su anecdotario alimentaba la leyenda. El escritor Luis Antonio de Villena fue el recuperador de la figura de Tórtola en los artículos y prólogos que dedicó desde 1975 al novelista decadente Antonio de Hoyos y Vinent, Grande de España. Este fue uno de los tres hombres con los que se relacionó amorosamente a Carmen —los otros fueron el rey Alfonso XIII y el archiduque José de Baviera—. Con Antonio, Carmen solo compartió una densa amistad —salpicada por la ideología izquierdista que ambos cultivaban— que les sirvió para ocultar sus verdaderas preferencias amorosas. Estos célebres nombres alimentaban el universo de Carmen que ella misma aderezaba a su antojo. Cuenta De Villena que cuando estrenó la llamada Danza incaica —inventada por ella misma— con un vestido lleno de tubitos color hueso, dijo que era un vestido hecho con huesos de los conquistadores. Nadie lo creía pero quedaba muy bien. Sin duda, la leyenda es parte de la creación del artista y en el periodo simbolista de entresiglos se dio abundantemente.
Carmen torcía el cuello y parecía que el mundo se daba la vuelta. Bailaba con una técnica natural pero tremendamente rupturista e influenciada por danzas orientales, indias, africanas o árabes que ella misma se encargaba de investigar en los incontables viajes y lecturas que realizó a lo largo de su vida. Imbuida por el arte de la Bella Otero, Nijinski, Isadora Duncan, Ana Pavlova o Maud Allan, fue labrando su propio estilo. Uno que encandiló a los pensadores y poetas españoles de comienzos del S.XX: Valle-Inclán, Pío Baroja o Rubén Darío comprendieron la intelectualización de su baile. El primero afirmó que tenía «al andar la gracia del felino» y «de ciencia antigua la sonrisa»; el segundo vio en las manos de Tórtola «dos paloma blancas»; el tercero, la bautizó para siempre como «la bailarina de los pies desnudos». Pero, ¿cómo era la verdadera Tórtola y cómo se cifraba su misterio? «Tórtola puede ser reivindicada por el feminismo, pero ella era ante todo y voluntariamente una “rara” en el sentido de Rubén Darío. Pudo ser bisexual y budista y morfinómana, pero sobre todo fue una esteta a carta cabal», afirmó Luis Antonio de Villena.
Un pionera de la libertad femenina
Tórtola fue una excéntrica de su tiempo que bailó ante el sultán de Turquía incorporando por primera vez en la danza española una mixtura perfecta entre lo oriental y lo puramente erótico. Algunos quisieron compararla con la mítica Mata-Hari y ella, evidentemente, no se opuso. Icono de la marca de cosméticos Myrurgia, se dejó retratar por pintores como Zuloaga o Anglada Camarasa. En 1917 se inició en el cine mudo y actuó en los filmes Pacto de lágrimas o La Pasionaria. En esta última película —dirigida por Joan María Codina— se interpretó a ella misma en un argumento que se daba de bruces con su incipiente feminismo y su insondable libertad: una joven se ve obligada a abandonar su casa paterna tras sufrir una violación. Al reclamar su padre al violador que repare su oprobio casándose con su hija, este solo ofrece dinero, lo que provoca un ataque al padre que le deja postrado. La joven se marcha a América, donde triunfa como artista con el nombre Tórtola Valencia. Años después, regresa y recupera el amor de su padre y de su antiguo novio.
Tórtola Valencia fue la primera en muchas conquistas y así lo certifican libros como Tórtola Valencia and Her Times (1982) de Odelot Sobrac o el más reciente Tórtola Valencia. Una mujer entre sombras (2005) de María Pilar Queralt. Fue de las primeras personas en abrazar el budismo en nuestro país; se declaró vegetariana en una época donde el cordero, la ternera o el conejo eran bocados selectos; fue una de las primeras mujeres que se negó a llevar corsé, una prenda que ella tildaba de «cárcel de los encantos»; manifestó su republicanismo pese a codearse con la alta aristocracia y dedicó los últimos años de su vida a coleccionar piezas de arte precolombino mesoamericano.
Tórtola se retiró poco después de la Primera Guerra Mundial. Alegó que lo hizo por una promesa a su compañera Ángeles que enfermó gravemente. La realidad, como siempre, era más profana: Carmen no soportó la irrupción del cine sonoro y prefirió retirarse a tiempo. Practicaba un arte efímero y antes de la guerra civil ya estaba muy olvidada. Como lo hubiese estado Mata-Hari de no haber sido fusilada por espía doble en 1917. El arte efímero (moda, figurinismo) que Carmen practicaba fue especialmente obviado en la España de aquel tiempo.
Murió a la manera de las grandes reinas locas, retirada en una torre en el barcelonés barrio de Sarrià en 1955. Lo hizo en brazos de su gran amor —Angelita— a la que trece años antes había adoptado legalmente para acallar rumores. Y lo hizo también con una notable adicción a la morfina, costumbre establecida entre los artistas decadentes de principios de siglo. Ellos fueron los raros, los apasionados con temperatura, inmersos en un aterrador mundo gregarizado donde fosforecían con un brillo inigualable.
Interesante, no lo conocía
Paseando un dia por Sarrià vi una encantadora plazoleta a la memoria de esta artista de quien alguna cosa cosa ya habia sabido. Me ha gustado aumentar conocimientos
Pingback: De carne y mito | es_Cultura
Pingback: Tórtola Valencia – es|tructur| a r t e
Pingback: LA MEMÒRIA DE LES ARTS EFÍMERES : un viatge a la història de les arts escèniques del segle XX a Catalunya. – Mesenlladelescena
Pingback: LA MEMÒRIA DE LES ARTS EFÍMERES : un viatge a la història de les arts escèniques del segle XX a Catalunya. – Mes enllà de l'escena