Cuentan que una figura se deslizó por la calle Huertas de Madrid más allá de las doce. Solitaria y triste como todas las figuras que cruzan la medianoche, avanzó hasta la antigua iglesia de San Sebastián, allí donde más tarde contraerán matrimonio Gustavo Adolfo Bécquer y Ramón María del Valle-Inclán, entre otros. Cuentan también que horas antes había deambulado por el balcón de su casa en la Fonda, sin saber cómo llevar a cabo su plan. Pero José Cadalso había sido siempre un hombre resolutivo y su magnífica carrera en el ejército español así lo había certificado.
Pero volvamos a su figura, esa que se había colocado junto a la iglesia de San Sebastián. Solo cuando la hubo rodeado cayó en la cuenta de que tendría que desenterrar el cadáver de su amada, doña María Ignacia Ibáñez, la «Filis» de sus versos, con sus propias manos. Por suerte, al entrar en el cementerio de San Sebastián, las autoridades lo sorprendieron en tan delicados quehaceres y decidieron arrestarlo. También dicen que de aquella historia quedó un destierro forzado y un recuerdo para aquellas líneas que el propio Cadalso había compuesto para sus «Noches lúgubres».
Pronto volveré a tu tumba, te llevaré a mi casa, descansarás en un lecho junto al mío; morirá mi cuerpo junto a ti, cadáver adorado.
Nunca sabremos cuánto hay de cierto en esta narración y cuánto de historieta ideada por Gómez de la Serna, el principal defensor de la misma. Pero lo que sí es cierto es que los españoles ya llevábamos siglos con aquello del Romanticismo antes de que Goethe lo pusiera de moda allá por el siglo XIX, décadas después del episodio que Cadalso pudo haber protagonizado en el cementerio de San Sebastián. Su diabólico Fausto ya se había paseado por la mente de un desconocido Fernando de Rojas cuando compuso la genial Celestina, todavía en el siglo XV. Lo importante no es que Calisto y Melibea acaben como el rosario de la aurora a cuenta de una alcahueta mal utilizada. Lo importante es que Rojas parece mandarnos un aviso: en España, el deseo y la lascivia te condenan a la más oscura de las tragedias. Pero, como no podía ser de otra manera, aquí nadie tuvo en cuenta el aviso y de aquellos polvos (nunca mejor dicho) estos lodos.
Volvamos a la escena en la que Cadalso intenta desenterrar a Filis con sus propias manos. En el mismo cementerio, sito en pleno barrio de las Letras madrileño, había sido enterrado en el siglo XVII uno de los mayores genios de nuestra historia: el ínclito Lope de Vega. Ya había sido fénix de algo más que de los ingenios cuando cumplió sus primeros veinticinco años. Talento precoz para todo (cuentan que se manejaba en latín a los cinco años y que su primera comedia la compuso a los doce), Lope ya le había colocado numerosos remiendos a su ajetreada vida. Por ejemplo, había tenido tiempo de destruir su carrera académica por un lío de faldas o de alistarse a las órdenes de Álvaro de Bazán en la célebre batalla naval de la isla Terceira, con aplastante victoria española. Volvió al Madrid para componer, dicen, más de mil obras, renovar toda la escena dramática española y atizarse, sobre todo, con Cervantes y Góngora.
Pero en el fragor de su batalla literaria, un nombre se pudo escuchar por encima del resto: Elena Osorio. Volvamos a sus tiernos veinticinco años. Lope es un seductor sin parangón, un adulador inigualable. En estas aparece Elena, de quien se enamora perdidamente. Pero después de varios escarceos, Lope se mosquea porque Elena ha decidido casarse con otro, así que saca todo su arsenal poético y dispara con balas de Safo.
Es puta de dos y cuatro,
y a mí me dijo un inglés
que la vio sus blancas piernas
por dos varas delantés…
A cuantos piden su cuerpo
se lo da por interés:
hizo profesión de puta;
¡ved qué convento de Uclés!
La noble familia de Elena no podía quedarse de brazos cruzados ante tamaña afrenta, así que denunció al bueno de Lope. Éste fue detenido una fría noche de diciembre cuando se disponía a presenciar un espectáculo en el corral de la Cruz.
De aquel capítulo, como ocurriría más tarde con Cadalso, solo quedó un destierro forzado y un romance maravilloso sobre su etapa en la cárcel.
En la prisión está Adulce
alegre porque se sabe
que está preso sin razón
y le quieren mal de balde.
Esto es causa que en el moro
es la pena menos grave,
pues no quiere libertad
si con ella han de culpalle.
Por cierto, Lope de Vega y Cadalso habían coincido en la etiqueta que habrían de colocarle a sus musas: Filis.
Pero el romanticismo de Lope y Cadalso tiende a difuminarse entre el esplendor del siglo XIX, la madre de todos los movimientos románticos. Ya hemos dicho que fue Goethe el encargado de prender la mecha, pero por allí pasarían Victor Hugo, Poe, Lord Byron o Pushkin entre otros. Claro, ellos no contaban con la mochila plagada de duelos, asesinatos, suicidios y demás excentricidades románticas con la que la literatura en castellano cargaba ya por entonces a sus espaldas.
La excentricidad del XIX llega desde el exilio, concretamente a través de una figura atlética y joven que merodea por los alrededores de un hotel de París, allá por 1831. Espronceda quiere recuperar el amor de Teresa Mancha, la joven de la que se había enamorado tiempo atrás en Londres. Ella ya se ha casado con un tal Gregorio pero este había cometido la temeraria insensatez de dejar a su mujer sola, durmiendo en el hotel parisino que ahora merodea don José. ¿Qué decisión puede tomar alguien como él en un momento como este? Espronceda rapta a Teresa y juntos recorren las calles de París escondiéndose de las autoridades.
Juntos volverán a España gracias a la amnistía del 32. Pero allí las cosas no mejoran, y Teresa abandona al poeta varias veces sin que este pueda hacer nada por retenerla. Solo la muerte será capaz de separar a los dos amantes, pues una tuberculosis se llevó a Teresa en 1839. La historia cuenta cómo Espronceda lloró a su amante fallecida desde las rejas de su casa, muy cerca por cierto del famoso cementerio de San Sebastián, sin poder acercarse al cuerpo custodiado por la familia Mancha.
Aquel episodio también nos legó unos cuantos destierros y, por supuesto, el «Canto a Teresa», probablemente la composición romántica de más calidad que nos dejó aquel funesto siglo.
¡Pobre Teresa! ¡Al recordarte siento
un pesar tan intenso…! Embarga impío
mi quebrantada voz mi sentimiento,
y suspira tu nombre el labio mío;
para allí su carrera el pensamiento,
hiela mi corazón punzante frío,
ante mis ojos la funesta losa,
donde vil polvo tu beldad reposa.
Solo Espronceda supo cuántas veces necesitó velar el cuerpo de Teresa a partir de aquel 1839, como solo España sabe cuántos velatorios necesitará Larra para superar su muerte, acaecida apenas un par de años antes que la de Teresa.
Corría el febrero de 1837 cuando don Mariano José llamó por última vez a su querida Dolores Armijo. Como en el caso de Lope y de Espronceda, ellas no quieren poetas y así se lo hizo saber Dolores cuando decidió poner fin a sus adúlteras relaciones y dejar en paz así la cornamenta de su marido.
Pero aquel febrero de 1837 sí contestó a la llamada de don Mariano y sí acudió a su casa, cerca de la plaza de Oriente, en busca de ciertas cartas que pudieran comprometer su futuro. La conversación duró unos minutos, lo justo para firmar la sentencia de muerte. Cuando la muchacha se hubo marchado, Larra extrajo el revolver de la cómoda y levantó la vista. Llevaba meses sin aceptar la imagen que el espejo le devolvía.
Colocó el revolver junto a la oreja derecha. Dicen que la terrible situación política de España apretó el gatillo. Su hija Adela, de seis años de edad, encontró el cuerpo inerte de su padre poco después, cuando se disponía a darle las buenas noches.
Si Dolores escuchó el disparo o no, nunca lo sabremos. Quizá ya pensaba entonces en el viaje que habría de realizar semanas más tarde camino de Filipinas. Viaje que, por cierto, acabaría en naufragio sin supervivientes. Como en naufragio acabó también el entierro del propio Larra, con un desconocido José Zorrilla dando pie a la mejor época del Romanticismo (y, de paso, a su propia carrera literaria) y con el marqués de Molins llorando a moco tendido por la muerte de su más genuino representante.
Aquel episodio también había incluido algún destierro y, por supuesto, unos renglones inigualables.
En punto a amores tengo otra superstición: imagino que la mayor desgracia que a un hombre le puede suceder es que una mujer le diga que le quiere. Si no la cree es un tormento, y si la cree… ¡Bienaventurado aquel a quien la mujer dice «no quiero«, porque ése a lo menos oye la verdad!.
Y así transcurrió el tiempo hasta llegar al XX, siglo que no habría sido nada sin el 98, generación que no habría sido nada sin Ángel Ganivet. Curiosamente, el bueno de Ángel había coincidido con Unamuno, destacado miembro de dicha generación, mientras preparaban la cátedra de Griego que don Miguel aprobó, algo que no consiguió Ganivet. Sí aprobó las correspondientes oposiciones al cuerpo consular, por lo que dio con sus pies en Helsinki. Allí aguanto dos años en los que produjo la mayor parte de su obra literaria. Pero, al ser trasladado a Riga, algo cambia. Una fría mañana, cruza el río Dvina en el ferry que ha de transportarle hasta el consulado español.
A mitad de trayecto, se arroja a las aguas de Dvina dejando su corazón tan helado en la teoría como ya lo estuvo en la práctica. Aquella mañana no era una mañana cualquiera. Horas más tardes llegaba a Riga su amante, Amelia Roldán, que desconocía las aventuras que el propio Ángel había mantenido con ciertas mujeres nórdicas. Pero ya era tarde. La misma incapacidad política española que había apretado el gatillo del revólver de Larra empujaba ahora a Ganivet al olvido más glacial. Que esa incapacidad sea etiquetada como «desamortización de Mendizábal» o como «desastre del 98» poco importa. Está ahí y ha sido siempre letal.
Mejor es curarse en salud, es decir, mejor es curarse y no morir como hombres. Borrarnos del mapa sin hacer más contorsiones.
Coillure. 1939. La literatura española está a punto de lanzarse al mismo precipicio al que ya se había lanzado el país entero. Machado sabe que le quedan horas de vida y, de entre todas las imágenes que se pasean por su memoria, hay una que le sigue apuñalando tantos años después. Es Leonor, aquella joven muchacha con la que tuvo la fortuna de casarse en otra vida, cuando ella apenas contaba quince y él, Bradomín adusto, treinta y cuatro muescas en su revólver. Machado quiso hacer partícipe a Leonor de su amor por París, fraguado gracias a los frugales encuentros con escritores de la talla de Paul Verlaine u Oscar Wilde. Allí aprendió tanto en unos meses como en sus incontables años inmerso en la enseñanza española (acabó el bachillerato cerca ya de los treinta).
Pero ni siquiera París puede con la tuberculosis. Leonor enferma en París y un caluroso agosto muere en Soria.
La muerte de mi mujer dejó mi espíritu desgarrado. Mi mujer era una criatura angelical segada por la muerte cruelmente. Yo tenía adoración por ella; pero sobre el amor, está la piedad. Yo hubiera preferido mil veces morirme a verla morir, hubiera dado mil vidas por la suya. No creo que haya nada extraordinario en este sentimiento mío. Algo inmortal hay en nosotros que quisiera morir con lo que muere. (Carta para Unamuno,1913)
En Coillure, tantas vidas después, el rostro sonriente de Leonor todavía sigue a flote. Machado murió poco después, agarrando de la mano a la última letra de oro en castellano.
¿Ya perdimos la fe en los pronombres con tilde? Gran texto.
¿La relación título-desarrollo del artículo? No hace falta explicar los autores, ni sus vidas, ni sus obras más importantes. Se da por hecho que quien entra en este artículo es conocedor de literatura; podríais haber sacado más jugo con un tema tan bueno, más que una simple sinopsis de ciertos autores cuyas vidas han sido dramáticas.
Buenísimo artículo. Da gusto leer Jotdown. Estímulos, estímulos y más estímulos intelectuales. Modernización de lo clásico y de lo que los dueños de los medios le han ido quitando a la gente, con la excusa de considerarlo difícil para las masas (obvias oscuras intenciones en el trasfondo). Delicious
Cadalso no desenterró el cadaver de Maria Ignacia Ibáñez, ni le desterraron por ello (lo hicieron por haber publicado una obra erótica en clave en ironizaba sobre la nobleza madrileña). El que quería desenterrar a su amada era su personaje Tediato. Por cierto, las Noches lúgubres son una de las mejores obras de toda la literatura española.
Sorry, se me ha escapado un ‘que’ con este teclado británico. Quería escribir: ‘en que ironizaba…’. Por cierto, el retrato de Cadalso es una recreación del XIX. No se conoce ninguno de su tiempo.
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¿Dónde están las poetas? Haberlas, haylas. Y húbolas. http://www.bieses.net/recursos-didacticos/
Aun siendo sinopsis tan efímera (¡qué pena!), la lectura es agradable, silenciosa y melancólica. Y, como dicen, los que leen o hayan leído este artículo, entienden de literatura española… ¡Bravo!
Hay quienes dicen que, en realidad, el romanticismo nació en España, se disfrazó en el extranjero y, cuando regreso de aquella guisa, nadie fue capaz de reconocerlo ya. Y otra cosa, ¿por qué os detenéis en Machado, en habiendo un Hernández, Miguel, quizá lo mejor de los mejor desde el Siglo de Oro?
¿Gustavo Adolfo Bécquer y Ramón María del Valle-Inclán contrajeron matrimonio? ¡Vírgen santa, dónde vamos a parar!
No sé si es ironía o cosa similar, pero sí, Bécquer contrajo matrimonio sobre los veinte años con Pepita Wetoret y, más tarde, con Casta Esteban. Ambos matrimonios fracasaron y, si no recuerdo mal, en el caso de Casta justo por infidelidad. Valle contrajo matrimonio con Josefina Blanco Tejerina, actriz, con quien tuvo seis hijos.
Jajajajajja, entre ellos :______
Parece que estén reñidas cultura y ortografía.
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Así es la vida cuando puedes no sólo tienes sentimientos, sino también tienes pensamientos que los pueden expresar.
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