Ciencias

Para viajar en el tiempo hay que visitar Atapuerca

La sierra de Atapuerca, un paisaje verdaderamente emocionante. Foto: Diego Rasskin.
La sierra de Atapuerca, un paisaje verdaderamente emocionante. Foto: Diego Rasskin.

Un millón trescientos mil años. Piensen en ello. ¿Qué ocurrió hace un mes, dónde estuvimos hace un año, qué hicimos el día que cumplimos quince años, cómo fue nuestro primer beso…? Esa es nuestra historia personal, que ya cuesta recordar; en los libros, en las películas, en los museos, hemos aprendido otro tipo de historia, la Historia con mayúsculas, aquella de los grandes acontecimientos y las grandes fechas. Me lo recuerda mi madre, que tuvo el coraje de estudiar una carrera universitaria con sesenta años pasados; cuentas pendientes con la vida que hay que saldar, y en cada tarta de chocolate que ahora prepara para sus nietos con el amor y la ternura de siempre, me muestra su conocimiento enciclopédico de la historia.

A ver si no me equivoco, mamá: el siglo XX, de la conquista del espacio y de las grandes guerras mundiales, de la relatividad de Einstein y de la bomba atómica, de la Shoah y del gran experimento socialista… El siglo XIX, el despertar de la ciencia, los grandes imperios que empiezan a desmoronarse, la Revolución Industrial que se consolida… El siglo XVIII… la Revolución americana y la Revolución francesa, las bases del Estado moderno, la Ilustración, el XVII, el XVI, el XV… en fin… esto de contar por siglos son minucias, quinientos años… mil años, dos mil… ¡Estoy hablando de un millón trescientos mil años! Y es que si hubiesen estado conmigo y con mis amigos en la sierra de Atapuerca, como lo estuve yo el pasado mes de octubre, estarían todavía asombrados de lo que se encuentra allí.

Las culturas van y vienen en nuestro planeta. No nos damos cuenta porque en el pequeño lapso de tiempo que se nos permite vivir todo cambia más bien poco. Internet ha revolucionado el mundo y hace apenas treinta años solo había unas versiones a pedales del correo electrónico. ¿Pero qué es ese cambio cuando comparamos la España de hoy en día, con sus localismos y sus diversidades, con la Hispania del Imperio romano? Y si nos vamos más allá al Neolítico o al Paleolítico, cuando la comunicación se basaba más en feromonas y gruñidos y alguna que otra silueta plasmada dentro de una caverna para conjurar los fantasmas, la distancia parece abismal. El ajedrez lleva en nuestro planeta mil quinientos años, siglo arriba siglo abajo. Evolucionó, como todos los juegos de mesa, de las prácticas adivinatorias, de los diálogos con los dioses. El ajedrez moderno, el juego, tal como lo conocemos hoy, con las mismas reglas, incluida la de la dama enrabietada, solo quinientos años. ¿Qué es eso en el viaje en el tiempo? Nada, un instante geológico insignificante, una gota dentro de una nube pasajera que se diluye en el aire. La agonía del tiempo.

Desde el siglo XIX, el ajedrez ha pasado por diversas etapas culturales, desde una época romántica de los Morphy y Anderssen a una más clásica de los Steinitz y Tarrasch, que se vio interrumpida por la denominada escuela hipermoderna de los Reti y Nimzowich, pillando en medio a los genios de Lasker, Capablanca y Alekhine, para asentarse durante toda la guerra fría en la escuela dinámica de la URSS de los Botvinnik, Smyslov, Petrossian, Tal, Spassky, Korchnoi o Karpov. Hoy en día, la «cultura» ajedrecística pasa por un eclecticismo de estilos heredados de algún modo por los inmortales Fischer y Kasparov; pero, sobre todo, está caracterizada por la adopción de esquemas que provienen de los análisis profundos llevados a cabo por los módulos de juego informáticos. Al ver jugar a los grandes maestros del momento, el aficionado encuentra que es realmente difícil reconocer los principios básicos del ajedrez tal y como se habían asentado desde la época romántica. En realidad no es así, los mismos principios siguen vigentes pero ocultos bajo la fuerza de nuevos planes estratégicos, aunque al ojo del aficionado pareciera que todo vale. Por eso es más fácil comprender las partidas jugadas por todos esos jugadores que por los Carlsen, Kramnik, Nakamura, Giri o Caruana.

El paso del tiempo, el cambio de culturas, el mundo cambiante, es territorio de la ciencia ficción. Cuando vi por primera vez, a principios de los años setenta, la película La máquina del tiempo, basada en la famosísima novela de H. G. Wells, todo en ella, absolutamente todo, se me antojaba fabuloso: había una máquina fantástica de cuidado estilo victoriano; un maniquí al que iban cambiando de vestido de un modo vertiginoso y, hasta cierto punto, morboso para un chico de siete años; la llegada de la Tercera Guerra Mundial (¡en 1966!); el conocimiento encapsulado en unos anillos parlantes que, al girarlos, recitaban mágicamente historias apocalípticas del pasado (una versión menos futurista del holograma de la princesa Leia dentro de R2D2); y, sobre todo, el momento en que el protagonista, Rod Taylor, queda atrapado por una lengua de lava que se convierte en roca. Esa situación me paralizó; el viajero escapaba al apretón de la roca gracias a que seguía avanzando en el tiempo: ¡aunque estaba en el mismo sitio nunca se detenía! Tuvieron que pasar cientos de miles de años, casi un millón de años, para que la erosión liberara al viajero del tiempo y su máquina, emergiendo a un mundo totalmente cambiado, donde le esperaban sorpresas en forma de dos tipos de humanos que habían evolucionado de manera muy distinta, los morlocks y los elois.

La máquina del tiempo. Imagen: Metro-Goldwyn-Mayer.
La máquina del tiempo. Imagen: Metro-Goldwyn-Mayer.

Quise también yo (¿quién no?) convertirme en un viajero del tiempo y, quizás por eso, de manera totalmente inconsciente, me convertí en biólogo para estudiar una historia, la de la vida, de más de tres mil millones de años. No me cabe la menor duda: si Wells hubiese visitado Atapuerca, su legendario libro de ciencia ficción se habría ambientado allí, en las dolinas cretácicas rellenas de sedimentos del Plio-Pleistoceno. El viajero del tiempo se habría sentado en su máquina y hubiese viajado al pasado, que no al futuro. En ese viaje fabuloso también se habría quedado atrapado en la roca y se habría dado de bruces con verdaderos morlocks y elois, otros seres humanos, de nuestro género Homo, pero no sapiens, especies hermanas de la nuestra que se vieron extrañamente atraídas por las suaves laderas de la sierra de Atapuerca.

Amontonados en unas cuevas y simas abiertas por el azar de unas antiguas vías de ferrocarril se encuentran fósiles de al menos tres especies distintas de humanos, quizás cuatro. ¡Cuatro especies distintas! Homo antecessor, Homo heidelbergensis (si es que todavía lo llaman así), Homo neanderthalensis (al menos restos de artefactos) y, claro, Homo sapiens. Entrar en la senda que parte la sierra como una hendidura gigante hecha por el progreso industrial del siglo XIX es como viajar en el tiempo junto con Wells. Los estratos señalados para los visitantes, que deben llevar unos cascos blancos, seguramente para que el desfase temporal no les afecte demasiado, van mostrando las diferentes edades: cuanto más abajo, más edad; cuanto más tiempo, menos humano moderno; cuanto más sedimento, más soledad. La guía —exquisita, conocedora, amable con todos— nos muestra primero en el Centro de Arqueología Experimental, cómo se las arreglaban nuestros primos para hacer puntas de flecha y de lanza y herramientas de piedra para cardar las pieles y rajar a las bestias, para luego acompañarnos a los yacimientos y señalarnos cada uno de los restos visibles (y hay muchos). Hay cuevas con restos fósiles difíciles de explicar, de una dificultad extrema para llegar a ellas y que deberían haberlo sido también en aquellos tiempos —más si cabe, por la ausencia de ayuda para transportar los cuerpos—. ¿Cómo llevaban los cuerpos, por qué los depositaban en sitios alejados y recogidos? Una posibilidad es que hace cientos de miles de años ya se había despertado cierta conciencia acerca de un más allá, de la muerte como paso a otro mundo, el mundo espiritual, que nunca nos ha abandonado. No se lo pierdan, viajen en el tiempo, vayan a Atapuerca. Se sentirán parte de una cadena de la vida a gran escala.

Las culturas se van engarzando unas con otras, hasta amalgamarse entre sí, tanto a escala global, como ha ocurrido en la historia del mundo, como en la pequeña escala de cada actividad humana, como en el ajedrez. Por eso todo localismo, toda aversión a lo externo como impropio, como ajeno, lleva consigo el germen de la exclusión y de la imbecilidad, aunque muestre raíces intelectuales profundas. Lo peor de todo es que estos localismos existen en contra del hecho evolutivo. Del miedo al culto, del culto al juego, del juego a la cultura. Cientos de miles de años de evolución que nos llevan al conocimiento para enredarse en la maraña del ajedrez, para demostrar que aún se está vivo, que aún se piensa, que la complejidad de la vida y de la muerte son una misma cosa. Feliz año.

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8 Comments

  1. Grande, Diego. Doy fe de todo lo que cuentas. Yo también viajé en esa máquina.

  2. Y para completar la experiencia, la visita al Museo de la Evolución en Burgos. Una delicia.

  3. antonio

    Y la mejor prueba de la evolución, comer unas judias en el Rte Los Claveles de Ibeas !! Eso si que es evolución ! El mejor final para ese viaje en el tiempo.

  4. Nicolás

    Acuerdo con joan!!!

  5. ¡Qué maravilla de artículo!, ¡qué joya de lugar!… que no pare la asignación de recursos a este tesoro de la humanidad y así se sigan desenterrando las evidencias de nuestra historia común que ayuden a comprendernos mejor y así hacernos más libres, más tolerantes, más felices… y menos borricos.
    Una visita a este lugar con una buena amiga me dejó un recuerdo inborrable.
    ¡Visiten!.

  6. Cuando la realidad virtual, los bots y la IA nos pillen, quedarán estos lugares para recordarnos como fue
    http://fullde95.blogspot.com/2016/01/inceptionism-principio-o-final-de-los.html

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