El 7 de febrero de 2007, Dennis Overbye publicó un artículo en El País titulado «La ilusión del libre albedrío». Aunque el artículo en general defiende la tesis del neurólogo Mark Hallett, que viene a decir que el libre albedrío no existe, sino que es una percepción y no un poder o una fuerza impulsora, también menciona el voto a favor de algunos físicos, quienes afirman que es un requisito previo para inventar teorías y planificar experimentos, especialmente referidos a la mecánica cuántica, la extraña y paradójica teoría que atribuye una aleatoriedad microscópica a los cimientos de la realidad. Así, Anton Zeilinger, un físico cuántico de la Universidad de Viena, asegura que la aleatoriedad cuántica no es una prueba, pero sí un indicio de que tenemos voluntad propia. Existen varias fábulas que respaldarían a Zeilinger, como es el caso de la que se narra a continuación.
Érase una vez una morsa. La morsa, según explica National Geographic, es un animal bigotudo y de largos colmillos, que se encuentra principalmente cerca del círculo polar ártico, donde se tumba en el hielo en compañía de cientos de congéneres. Pero esta era una morsa especial. En primer lugar por la gran cantidad de grasa que acumulaba entre sus huesos, lo que la convertía en un espécimen gigantesco; y en segundo lugar, porque era la única morsa conocida que quería viajar a la luna para saber si sabía a queso.
La morsa lo había intentado todo, que era más bien poco, es decir, había saltado (lo que con su volumen era más bien un movimiento ridículo parecido al baile de la lambada) y probado con la teletransportación (tecnología que en el Polo Norte está escasamente desarrollada aún). Nada dio resultado. La morsa sabía que la única forma de llegar a la luna era ir a la NASA y secuestrar uno de sus cohetes. Pero ¿cómo diablos iba a llegar allí? La morsa pensó en su abuela, famosa viajera de leyenda entre su manada, que un centenar de años atrás salió a ver mundo sobre un sólido iceberg hasta que una gigantesca nave lo golpeó en 1912. Entonces la abuela morsa, enfadada, saltó al barco, que venía de Belfast, y comenzó una matanza que no terminó hasta que lo hundió. Pero eso es otra historia, aunque cada 15 de abril las morsas de todo el mundo celebran su día nacional, que consiste básicamente en quedarse quietas sobre el hielo disfrutando de un agradable descanso.
Nuestra morsa optó por hacer dedo y, afortunadamente llegó Jason Statham y la trasladó a la NASA (corría el año 2002 y estaba preparándose para rodar Transporter, la película francesa de Corel Yuen, así que le vino bien). La morsa dio las gracias a Jason y le preguntó a la recepcionista de la NASA que dónde estaban los cohetes. La mujer se levantó lentamente detrás del mostrador y salió corriendo mientras daba unos gritos audibles a kilómetros de distancia. Aunque la morsa intentaba calmar a la gente diciéndoles que no tenía mala intención (bueno, un poco sí porque quería robar un cohete, pero sin comerse a nadie) lo único que los científicos oían era un rugir feroz. En ese momento la morsa sintió el dolor agudo de un dardo tranquilizante en el culo y cayó al suelo en un profundo sueño. Cuando despertó, miró a su alrededor, y se dio cuenta de que la habían llevado al zoológico de San Diego, conocido por su escasez de morsas. La morsa sacó el dedo de nuevo con la esperanza de que Jason Statham estuviera por allí, pero esperó, esperó y esperó, y Jason no se presentó.
Un día la morsa levantó la vista para ver la multitud congregada expectante y reconoció a Tim Allen, que como es el tipo que hace siempre de Santa Claus en las pelis y sabe del Polo Norte, salvó a la morsa y le buscó trabajo en Zasavica, famosa reserva natural serbia, en compañía de un centenar de burras de los Balcanes. Allí fue catadora especializada en queso pule, hecho de leche de burra y considerado el más famoso y caro del mundo, con un valor de alrededor de mil cuatrocientos dólares por un kilogramo. De todos es conocido que las pollinas serbias producen muy poca leche y dado que se requieren veinticinco litros para producir un kilo de queso, pues no sale a cuenta. Las morsas usan sus muy sensibles bigotes, llamados vibrisas, como detectores de sabor, de ahí que pudiera catar el queso sin acabar con tan escaso manjar.
Y este podría ser el final feliz de la historia, pero lo cierto es que no fue así. Dos años más tarde la morsa era una adicta al queso, tuvo que ir a rehabilitación donde se hizo amiga del Monstruo de las Galletas, que estaba quitándose de las Oreo. Cuando fue dada de alta se mantuvo limpia durante tres años hasta que un día se confió y probó una tarta de queso y frambuesa. Después de eso volvió a ser una yonqui. Le compraba el género a un traficante de cheddar de los contenedores de Carrefour. La morsa se comió todo el queso que pudo, luego lo inhaló, se lo inyectó e incluso se lo fumó. Murió de sobredosis de gorgonzola. Pero la moraleja es que esa morsa fue una inspiración para todos los mamíferos pinnípedos acuáticos, demostró que nuestra inmersión en la causalidad y el mundo material es precisamente lo que nos libera; que la evolución, la historia y la cultura nos han dotado de sistemas de reacción que nos otorgan la capacidad única de reflexionar y pensar las cosas, pero sobre todo de imaginar el futuro; que el libre albedrío y el determinismo pueden coexistir y por tanto, que debemos luchar por nuestros sueños. Después de su muerte la convirtieron en una alfombra y aún se encuentra en el despacho del presidente de la Asamblea de la República de Serbia. Es la razón por la que al entrar en la en la plaza Nikola Pašić de la ciudad de Belgrado se siente un fuerte olor a camembert. O eso dicen.
Yo no entendí muy buen la fábula ¿la morsa sabía que asuntos internos le tendía una trampa?
Por fin, ¿el gato se muere?, ¿vive?, ¿desaparece? o ¿nunca estuvo ?
Una cámara también es un espectador, por lo que puede saber si un árbol cae en la obscuridad