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El Niño Godzilla

Y es que los yanquis ya lo han bautizado. Godzilla. No hay manera de que hagan algo sin darle una impronta sensacionalista cuando se trata de magnificar cosas en la tele. Así es como suena un fenómeno natural, el de El Niño, que este año va a ser, según todo pronóstico, el más intenso desde que hay registros científicos de él. Incluso mayor que otros como el de 1997/98, o el de 1982/83, que fueron muy intensos y llevaron de cabeza a varios países por los fenómenos meteorológicos asociados al cambio brusco en las masas de agua del Pacífico.

Empecemos por el principio, para no liarnos demasiado. ¿Qué es El Niño? Los pescadores peruanos, siglos atrás, identificaron una anomalía térmica en las aguas costeras entre diciembre y marzo (verano austral, aunque es pleno periodo navideño, de ahí el nombre), que transformaba las comunidades biológicas y reducía las capturas de muchos peces, crustáceos y moluscos de forma drástica. El Niño se produce cuando los fuertes vientos paralelos a la costa que arrastran las aguas costeras hacia mar adentro en la vertiente pacífica de América del Sur se debilitan, permitiendo la llegada de una gran lengua de agua caliente proveniente de la zona de Indonesia y transportada como onda de Kelvin. Estas ondas se producen por un cambio en la temperatura del agua que induce al desequilibrio (algo parecido a una pendiente). El desenlace es un desplazamiento masivo de agua desde un punto hacia otro hasta encontrar un obstáculo (el continente americano). En otras palabras, una corriente gigantesca llega desde el oeste del Pacífico y choca en las costas de Perú y Chile. En condiciones normales, son los vientos secos los que provocan el afloramiento de aguas frías muy ricas en nutrientes: desplazan las aguas superficiales desde la costa y en el mar cuando desplazas algo ha de ser sustituido (en este caso por aguas profundas).

Figura 1

Pero la propagación y llegada de esta onda de Kelvin, de esta inmensa masa de agua caliente —que puede llegar a aumentar hasta ocho grados por encima de su temperatura media— no permite que esas aguas profundas afloren y, por tanto, sus nutrientes nunca llegan a la superficie. El sistema deja de ser alimentado y la producción se transforma, descendiendo de forma considerable. Pero el fenómeno de El Niño tiene muchos más efectos, incluyendo fuertes lluvias en la zona costera de la cordillera andina, extensos incendios en la cuenca amazónica, en Australia o Indonesia debido a las sequías, y una disminución en la frecuencia de los huracanes (aunque pueden aumentar su intensidad, como el Patricia), entre otras anomalías climáticas. Las altas temperaturas del agua tropicalizan en parte los ecosistemas, promoviendo el desplazamiento de especies desde las masas de agua del norte (más tropical) al sur.

El Niño es un fenómeno natural, vaya esto por delante. Es algo recurrente, con una frecuencia no del todo definida e intensidad variable, que viene produciéndose desde hace decenas de miles de años. No se comprende del todo cómo surge, pero sí que empiezan a tenerse claves de sus repercusiones a nivel planetario. Es algo que ha ido ocurriendo a lo largo de nuestra historia, sin embargo, la intensidad de este año 2015/16 (mayor temperatura del agua, persistencia de la anomalía, sequía en algunas zonas y fuertes lluvias en otras) podría aumentar por efecto del cambio climático y de un nuevo equilibrio térmico en el planeta debido al deshielo del Ártico o al calentamiento de las aguas del Pacífico, cada vez más acelerado a causa de un proceso de retroalimentación positiva. Y digo podría, porque los especialistas no se acaban de poner de acuerdo. Algunos indican que es un fenómeno exacerbado por un planeta que busca un nuevo equilibrio termodinámico, otros, que simplemente es un fenómeno natural que este año será muy intenso pero que sigue patrones ya establecidos con anterioridad. En el fondo, ¿qué más da? Quiero decir, sea o no alimentado por esta carrera hacia un aumento desbocado de la temperatura en el planeta por encima incluso de las previsiones más alarmistas del IPCC (las que están en la parte superior de las curvas mostradas por los modelos que se nos presentan en este informe), el hecho es que ya está impactando de forma drástica muchos lugares, incluso los menos conocidos.

Voy a dar un ejemplo concreto: en el estado de Ceará, en el noreste de Brasil, llevan cuatro años de sequía. Este lugar es muy peculiar, porque las corrientes oceánicas y una singular orografía lo hacen vulnerable a este tipo de fenómeno. Se considera un lugar semiárido, donde las precipitaciones se dan de forma violenta entre enero y mayo, en una cantidad que no suele exceder los 1000 a 1200 mm al año. Pero no ha llovido estos años y en algunos lugares las reservas de agua en los embalses están a menos de un 10% de su capacidad. Más que probablemente (¡Me encanta cómo los científicos utilizamos a veces las palabras para no acabar de mojarnos!) este invierno-primavera no llueva por la intensidad de El Niño, que afecta de forma directa a esta y otras zonas. Ciudades como Fortaleza, con gran concentración de personas (casi tres millones en la ciudad y alrededores, según las últimas estimaciones demográficas), pueden tener serios problemas de suministro de agua de todo tipo, y una prolongación de la sequía someterá a las autoridades a un verdadero quebradero de cabeza. Podemos vivir sin muchas cosas, pero sin agua ni alimentos es simplemente imposible.

El estado de Ceará es una de las zonas más secas de Brasil. Campo de fútbol en medio de las dunas, cerca de la costa. Foto: Sergio Rossi.
El estado de Ceará es una de las zonas más secas de Brasil. Campo de fútbol en medio de las dunas, cerca de la costa. Foto: Sergio Rossi.

Pongamos otro ejemplo, pero esta vez en el otro lado del continente americano y en el mar. La costa sudamericana del Pacífico es una de las áreas más productivas del planeta. Baste decir que de los aproximadamente noventa millones de toneladas de pescado extraídos en 2012, unos siete millones y pico son de anchoveta, producida en estos mares (principalmente frente a las costas del Perú). Dicho esto, es fácil entender por qué una perturbación cíclica como El Niño, que afecta a esta y otras muchas especies, es un fenómeno tan importante aquí. El cambio de temperatura y, sobre todo, el declive en la concentración de nutrientes en las zonas de afloramiento, produce un efecto cascada que transforma de forma radical los ecosistemas. No es solo el hecho de que desaparezcan muchas especies (o bajen a niveles de producción mínimos), sino que, al «tropicalizarse» las aguas, se desplazan durante el fenómeno de El Niño muchas especies desde el norte (o sea desde Centroamérica y Colombia en su lado Pacífico). Las gentes, que viven en gran parte de la pesca industrial y artesanal, están acostumbradas a estos efectos, pero sus consecuencias siguen siendo muy importantes. En el caso de Chile, Perú y Ecuador, las repercusiones en el PIB pueden llegar a ser de hasta un 11-12%, siendo la recuperación muy lenta. En la pesca de la anchoveta antes mencionada (Engraulis ringens), por ejemplo, se puede reducir la captura a menos de un tercio debido a las transformaciones del ecosistema que dejan sin alimento a los peces. Con el fenómeno, falla la dinámica «normal» de reproducción y reclutamiento por falta de alimento. Durante ese periodo de aguas más cálidas y pobres, la anchoveta se alimenta más de zooplancton que de fitoplancton en sus estadios primarios de crecimiento, desapareciendo una gran cantidad de reclutas incapaces de capturar unas presas diluidas por la falta de nutrientes. El de la anchoveta es el caso típico de pesca «explosiva». Perú ha puesto un enorme esfuerzo en su captura, procesamiento y exportación, lo cual no es extraño al llegar a alcanzar en otros tiempos un 25-30% de las ganancias por exportación. En los años cincuenta el país ya estaba preparado para el procesamiento de este pescado, que transformaba sobre todo en harina de pescado y aceite. Como otras grandes pescas pelágicas, el máximo rendimiento se obtuvo en los sesenta, con más de ciento cincuenta plantas especializadas en la elaboración de productos, y alcanzando nada menos que el 18% de las capturas mundiales de pescado y el 50% de la producción de harina de pescado del planeta con casi doce millones de toneladas en su pico más álgido, 1970.

Cuando estuve colaborando en el proyecto CENSOR sobre el fenómeno de El Niño, estas cifras me confirmaron que el sistema estaba siendo capaz de aguantar una clara sobreexplotación gracias a la riqueza de nutrientes y a la biología de la especie pelágica. Todo el engranaje de pesca funcionaba a pleno rendimiento, pero lo que no rendía al final era el sistema, que se colapsó súbitamente. Se pasó de más de 10 millones de toneladas a principios de los setenta a tan solo 1,3 millones de toneladas en 1973, un orden de magnitud menos. La FAO ya entonces advirtió que debía ser respetado el tope de 9,5 millones de toneladas si no se querían agotar los stocks de anchoveta. Pero la flota peruana se desplazó hacia el sur en busca de nuevos caladeros. Los mazazos sucesivos a la industria los dieron precisamente los siguientes fenómenos de El Niño, especialmente el de 1982-83, cuando miles de personas perdieron sus puestos de trabajo, cerraron decenas de factorías y volvió a caer la producción.

Sin embargo, los stocks de este animal que forma cardúmenes densísimos se recuperan, y las autoridades aprenden. El IMARPE peruano (institución pesquera de este país) establece cotas máximas de 7-8 millones de toneladas de captura, estabilizándose la producción a partir de 1999. Hoy en día, los productos de la anchoveta peruana proporcionan un 12% de las ganancias por exportación a Perú (unos ochocientos millones de euros) y el Gobierno ha desarrollado desde hace ya bastantes años un programa para que este pescado sea de consumo humano, especialmente en zonas pobres como la sierra del interior del país. Porque el animal que más se captura en este planeta en nuestros océanos se convierte, casi en su totalidad, en harina y aceite para, entre otras cosas, alimentar a otros peces en granjas marinas y lacustres. Recordemos, por otro lado, que esta harina de pescado va directamente a alimentar a otros peces e incluso ganado. Si la producción baja de los siete u ocho millones de toneladas a apenas un millón y medio o dos, podemos estar frente a un problema real de desabastecimiento para gran cantidad de granjas marinas, dulceacuícolas o terrestres.

La pesca artesanal también se ve muy afectada por el fenómeno, y la insaciable demanda de producto puede poner en jaque a los trabajadores del mar de las costas pacíficas de Sudamérica. Para los pequeños consorcios pesqueros que viven al día a pie de costa en pequeños pueblos las consecuencias son devastadoras. Y no solo por la falta de marisco —como la macha, el erizo de mar o las jaibas— o de peces. También por tener unas condiciones de vida precarias —sin agua corriente, luz o un sistema sanitario de colectores eficiente— que sirven de campo abonado para epidemias como la disentería, el cólera o el dengue, tras las abundantes lluvias en la zona.

Se calcula que durante El Niño de 1997 y 1998 murieron de forma directa unas veinticinco mil personas a causa de inundaciones, mareas de tormenta o fuertes vientos, pero más de cien millones se vieron afectadas. Unos seis millones tuvieron que desplazarse por culpa de los desastres propiciados por un tiempo violento, que golpeó infraestructuras poco preparadas para el embate. Las pérdidas económicas directas de ese Niño —calculadas por primera vez de forma bastante rigurosa— fueron de treinta y cuatro mil millones de dólares, lo que dejó las economías de los países más afectados muy tocadas.

Las costas del norte Chile albergan uno de los desiertos más áridos del planeta (al fondo) y, a la vez, una de las productividades marinas mayores del planeta. Foto: Sergio Rossi.
Las costas del norte Chile albergan uno de los desiertos más áridos del planeta (al fondo) y, a la vez, una de las productividades marinas mayores del planeta. Foto: Sergio Rossi.

Como hemos dicho, la anomalía térmica de El Niño y todo el efecto cascada que conlleva es recurrente. Las repercusiones que tiene El Niño en el resto del mundo son complejas y no del todo claras. Hay que entender que, aunque cuando hay un Niño de grandes dimensiones el planeta se ve afectado, las variaciones climáticas locales y otros fenómenos meteorológicos pueden enmascarar sus efectos. En la península ibérica, el último Niño de grandes proporciones, el de 1997 y 1998, tuvo secuelas que ahora, tras varios años de análisis, se consideran efecto directo de aquella anomalía meteorológica.

Las primaveras en España, cuando se da el fenómeno, son secas y con temperaturas elevadas. En el hemisferio austral es final de verano y principios de otoño y la climatología anómala está en pleno auge. Los veranos se tornan muy revueltos en nuestro país, con fuertes precipitaciones, nevadas fuera de temporada y tormentas frecuentes. Se alcanzan valores de precipitación muy elevados y se desencadenan tormentas de levante otoñales en el Mediterráneo solo registradas una vez cada quince o veinte años. En 1983 y 1997, dos años en los que El Niño se hizo sentir de forma muy pronunciada en la costa pacífica, sus efectos se recuerdan como especialmente borrascosos y fríos en nuestra península. A pesar de las coincidencias, hay equipos de trabajo que no ven clara la relación, atribuyendo las anomalías a fenómenos locales o a variaciones en las condiciones meteorológicas atlánticas, vinculadas solo hasta cierto punto con las del Pacífico sur.

Se calcula que cada cincuenta años hay uno de considerable virulencia, pero el último de consecuencias especialmente graves fue el de 1997-98. No me salen las cuentas, porque en 1982-83 también provocó a los mencionados colectivos unas fortísimas pérdidas, y ahora se prevén incluso peores. No parece que la mayor intensidad de este fenómeno se produzca solo cada cincuenta años; su fuerte intensidad podría tener, en estos momentos, una frecuencia mayor. La verdad es que no se conoce muy bien su funcionamiento y solo se juega con probabilidades a la hora de acertar en su reaparición. Sabemos, sin embargo, que apareció de forma regular hace unos cuarenta mil años. Los especialistas han podido constatar crecidas de hasta ciento veintitrés metros en zonas aluviales determinadas, con aguas a velocidades mayores de ciento cuarenta kilómetros por hora. Este tipo de fenómenos meteorológicos de extrema violencia concentra su poder en muy poco tiempo y en espacios muy limitados, donde cuencas angostas reúnen caudales imposibles. Según algunos expertos, cada quinientos años aproximadamente se da un mega-Niño, capaz de transformar líneas de costa, provocar sequías muy prolongadas e incluso influir en la supervivencia de asentamientos humanos amplios a causa de hambrunas y catástrofes naturales. El cambio climático no ayuda, y posiblemente este año tengamos un fenómeno especialmente virulento que acabe por perjudicar la economía de los países más afectados. Una vez más el clima es el que nos gobierna, el que nos dicta por dónde van a ir las cosas, y no parece que estemos ayudando mucho a la hora de mantenerlo estable. Intentemos recordar que un «toque de gracia» como El Niño ha podido con estructuras sociales complejas en otros tiempos, y, a pesar de que las cosas han cambiado mucho y sin duda estamos más preparados que nunca para absorber impactos, la situación en general es inestable y podemos estar frente a un panorama cada vez más propicio para migraciones ambientales (que hace tiempo que se están dando) espoleadas por fenómenos como este.

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