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Los periodistas y sus disfraces

Luna nueva. Imagen: Columbia Pictures.
Luna nueva. Imagen: Columbia Pictures.

Al principio eran poco más que aves carroñeras. En la popularidad de la penny press, que se propaga a mediados del siglo XIX en Estados Unidos, influye sobremanera que un pliego no costaba más de un penique y que la mayor parte de sus contenidos eran crímenes y horrores. Barato y jugoso. El periodista no existía porque aún no había noticias, tal como las conocemos ahora. Eran plumillas, escribientes que, poco a poco, y con la ampliación de los contenidos, comenzaron a profesionalizarse, esto es, a cobrar con regularidad por escribir sobre una serie de temas del día. Edgar Allan Poe resumía aquel nuevo oficio como «escribir al dictado del amo». Y lo que vendía, como siempre, era el miedo. Una idea del tono de las crónicas de la época puede hallarse en el espléndido libro Gangs of New York, de Herbert Asbury, que, aunque publicado en 1928, se basa ampliamente en crónicas periodísticas sobre la ciudad publicadas a finales del XIX. Ríete de The Knick; el paisaje de Gangs of New York es de matadero: fosas para muertos incontables, duelos a cuchillo entre matones con perfil novelesco, barrios tan peligrosos en los que entrar en ellos era la muerte segura. Desconozco cuánto hay de realidad macabra y cuánto de invención en este texto que fascinó al Borges de Historia universal de la infamia, pero desde luego queda claro leyéndolo cuál era la materia prima de los primeros periodistas.

Luego llegaron los muckrakers, que tampoco es que tengan un nombre muy distinguido: traperos y escarbadores de la basura. Con la eclosión de la industria periodística a principios del siglo XX, las distintas cabeceras tenían que destacar y abrirse un hueco para cazar suscriptores. Los crímenes no bastaban. Irrumpe la corrupción política, y los muckrakers son los primeros en escribir sus canciones, llenas de mierda y delitos. Es el principio del periodismo de investigación, que tiene como modelo la novela The jungle (1906) de Upton Sinclair, basada en su trabajo de incógnito en una fábrica procesadora de carne. El periodista y sus disfraces, una larga tradición dentro del oficio, comienza aquí.

Las causas de la decadencia de los muckrakers se muestra muy bien en una de las primeras películas que introduce a los periodistas: Ciudadano Kane de Orson Welles (1941). Aquí el periodista es usado, manoseado, comprado y vendido como una mercancía más. Es un peón en un juego en el que el poder marca las reglas. Charles Foster Kane (basado en el magnate periodístico William Hearst, quien se opuso a la difusión del film) no tiene ningún reparo en usar los periódicos para lograr sus fines económicos. Un año antes Howard Hawks había rodado una comedia espléndida, a partir de una obra de teatro titulada The Front Page (con un largo historial en el cine), en la que hace un retrato divertido y no menos demoledor de los periodistas: en His Girl Friday (1940), que en España se tituló como Luna nueva, son retratados como cínicos, lenguaraces, propensos a la vida disoluta y, además, dispuestos a todo para que los hechos no les arruinen una buena historia.

The Killing Fields. Imagen: Warner Bros.
The Killing Fields. Imagen: Warner Bros.

Pasará tiempo antes de que los periodistas no se asocien a lobos, buitres y un animalario similar. Una razón fue, por supuesto, el espléndido trabajo que los periodistas comenzaron a hacer en medios como The New Yorker, Time o Fortune, una época dorada del periodismo escrito que el reciente Premio Nobel de Literatura a la periodista Svetlana Alexeivich nos ha permitido rememorar. Los reportajes y los libros de James Agee, Hiroshima de John Hersey, el inicio de la literatura de no ficción con A sangre fría de Truman Capote (publicada en 1966) y los libros de Norman Mailer, como Los ejércitos de la noche (que obtuvo el Pulitzer que a Capote se le negó), comenzaron a transformar la imagen del gremio. Además, otro acontecimiento se añadiría al auge del género: Vietnam. La guerra desató en Estados Unidos todo un movimiento contracultural que influiría notablemente en el nuevo periodismo y que conduciría a aquella famosa frase de Michael Herr: «No tuvimos infancias felices, pero tuvimos Vietnam.»

El periodista pasa así del disfraz de escritor al de reportero de guerra, hecho de acción y experiencia. Aunque esta función no era nueva (los textos sobre la guerra civil de Manuel Chaves Nogales o los trabajos periodísticos de Vassili Grossmann sobre la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo), pocos cronistas como los de la guerra de Vietnam tuvieron tal difusión. Y encima intervenía la maquinaría del cine en esta nueva imagen. En The Killing Fields (1984), dos periodistas (uno norteamericano y otro camboyano) son los protagonistas y el punto de vista escogido para narrar el genocidio de los jemeres rojos. O en la estupenda El año que vivimos peligrosamente (1983), dirigida por Peter Weir, un jovencísimo Mel Gibson asiste en Yakarta a la insurrección armada contra el presidente Sukarno, o un fotógrafo (Nick Nolte) a la guerra de Nicaragua en Bajo el fuego (Roges Spottiswoode, 1983). El periodista se convertía en el símbolo del testimonio, el testigo, a veces accidental, de los horrores. Aunque quizá el mejor retrato de esta nueva función o disfraz no está en una película, sino en una colección de reportajes, Despachos de guerra (Anagrama), de Michael Herr, publicados originalmente en Rolling Stone, una revista que dio cabida desde un principio a reportajes periodísticos de un tono ácido y transgresor. El libro de Herr, desde luego, es la mejor prueba de que el testigo, por mucho que lo pretenda, nunca es distante.

Además, al hilo de la guerra (con aquel famoso reportaje de Seymour Hersh sobre la matanza de My Lai en 1968), comienza un nuevo periodismo de investigación que tiene como cima los reportajes sobre el escándalo Watergate publicados por Carl Berstein y Bob Woodward en The Washington Post en 1972, con los que luego escribirían un libro y sobre el cual, años después, Alan J. Pakula dirigiría su famosa Todos los hombres del presidente (1976) con Robert Redford y Dustin Hoffman como protagonistas. Esta es la nueva faceta que creará un icono de larga vida en el imaginario colectivo: el del periodista investigador que está dispuesto a enfrentarse al poder político en nombre de la democracia. El periodista ya no como mero testigo, sino como detective, con gabardina de solapas levantadas, que, aunque no lleve arma, está dispuesto a hacer preguntas incómodas hasta llegar al origen de la carcoma. No el cínico de la película de Hawks ni el de la nueva versión de Billy Wilder, Primera plana (1974), sino el moralista y el comprometido.

Primera plana. Imagen: Universal Pictures.
Primera plana. Imagen: Universal Pictures.

A propósito de la película de Alan J. Pakula, el crítico cultural Fredic Jameson la analizó en un artículo titulado «La totalidad como conspiración», que da algunas pistas de por qué el periodista se convirtió en esas décadas convulsas en el héroe perfecto. Primero, es una figura alegórica, como el espía, de esa conspiración absoluta de la que tratan tantas películas en aquellos años, desde Los tres días del cóndor (Sidney Pollack, 1975) hasta Videodrome (1983, David Cronenberg). De la misma manera, dentro de esa trama de ramificaciones y redes, en la que la información es secreta y a la vez vigilante (que registra todas nuestras huellas, que graba nuestras acciones), simbolizada en la imagen de los paneles llenos de cables y circuitos de la oficina camuflada de la CIA en Los tres días del cóndor, hace falta una figura que gestione los datos, las pistas, las pruebas. Y para eso el personaje de Bob Woodward, que se cita con su confidente, Garganta Profunda, a escondidas, en no-lugares vacíos y sin identidad como aparcamientos, resulta idóneo: es un gestor de datos, a la manera de un ordenador, y a la vez un detective. Es un escritor y un lector. Esa es la explicación más plausible de la idealización del periodista investigador: una especie de brujo que es capaz de descifrar entre los signos de la entropía, como la famosa imagen de la cascada de números de The Matrix, un sentido, un relato. El periodista como superhéroe y el Big Data, el villano. Julian Assange era el mensajero, pero los que escarbaron entre la cadena montañosa de los famosos wikileaks filtrados por Chelsea Manning fueron los periodistas anónimos, disciplinados, como los de esa redacción de Todos los hombres del presidente, de techos altos y cubículos diminutos donde el silencio solo se interrumpe con el teclear de los ordenadores y el ring de los teléfonos.

Todos los hombres del presidente. Imagen: Columbia Pictures.
Todos los hombres del presidente. Imagen: Columbia Pictures.

Al tiempo que la imagen del periodista investigador vivía su momento de gloria en la década de los setenta, el nuevo periodismo producía algunos de sus textos más alucinantes, y nunca mejor dicho, como el Ponche de ácido lisérgico de Tom Wolfe o la novela Miedo y asco en Las Vegas de Hunter S. Thompson. Ahora el disfraz era el viajero beatnik, el ávido de experiencias, el ansioso por hablar de un país en transformación física y psicológica. Curiosamente, y recurriendo de nuevo a Jameson, que cita la obra de Thomas Pynchon como argumento de autoridad, la esquizofrenia, que se da con tanta frecuencia en los relatos de la conspiración, vuelve con fuerza en estos reportajes del nuevo periodismo. Parecen caminos separados (por un lado, el periodista detective en defensa de la democracia; por otro, el easy rider que quiere vivirlo para contarlo), pero quizá no lo sean tanto. De hecho, ambos al final son parte de la misma contracultura, nerviosa, con picazón provocada por la herencia de sus padres.

Pronto, sin embargo, se consolidan las pistas de la derrota. Pese a que se difunde la obra de Ryszard Kapuscinski y de Günter Wallraft (un experto en trabajar de incógnito, por cierto), el reaganismo, la guerra fría, la derrota en Vietnam desnudada por la libertad de información (los famosos Pentagon Papers, filtrados por Daniel Ellsberg, son los wikileaks de la época) y, sobre todo, los nuevos conglomerados empresariales hacen que el periodista defensor de la democracia tenga los días contados. Tom Wolfe introduce a un reportero en su primera novela, La hoguera de las vanidades (1987), pero lo muestra con los habituales rasgos de cinismo y afán de notoriedad. Wolfe, por supuesto, no se siente autorretratado en esa imagen de la novela, la cual le traerá éxito y una arrogancia intelectual descomunal. De hecho, este representa el nuevo periodista que triunfará en la televisión: el talking head con charming, la figura mediática que mueve audiencias y publicidad. Y, chicos, ya lo dijo Tony Soprano: esto es un asunto de negocios. El nuevo disfraz del periodista, que sea el que sea, pero que traiga dinero.

Network. Imagen: 20th Century Fox.
Network. Imagen: 20th Century Fox.

Dos películas abordan directamente el asunto. Network (Sidney Lumet, 1976, tan precoz como siempre) va más allá del relato de un presentador demente al borde del colapso nervioso para hablar del montaje de un circo televisivo, del auge de la sociedad del espectáculo y de la desintegración de los valores periodísticos en favor de la rentabilidad publicitaria; por su parte, la divertida Broadcast News (1987, James L. Brooks) plantea los mismos males que la película de Lumet, esta vez confrontados entre un telepresentador guapetón y lanzado al estrellato (William Hurt), dispuesto a venderse para lo que haga falta, y una productora de noticias (Holly Hunter) con fe absoluta en los valores del periodismo. Ambos filmes, en apariencia muy distintos, convergen en el mismo diagnóstico: el periodismo está mutando, con el telón de fondo en los dos de los despidos masivos. De nuevo, además, los títulos juegan con las resonancias de los relatos de la conspiración: todo pasa, para que exista, por el tubo catódico masivo.

Durante la década de los noventa, lo que coincide prácticamente con el derrumbe del sistema comunista y la globalización del modelo capitalista, cuesta encontrar películas sobre periodistas. No digo que no las haya (Territorio comanche es de 1996 me dice una búsqueda en la web), sino que no tuvieron la repercusión narrativa ni de taquilla de otras. Me vienen a la cabeza, en cambio, los libros, como los que Manuel Vázquez Montalbán e Ignacio Ramonet escribieron sobre el subcomandante Marcos y el movimiento zapatista, o las crónicas sobre la guerra de Sarajevo.

En cambio, en 2005, después de la guerra de Irak, en el momento más duro de la administración Bush, cuando ya se sabe que las famosas armas de destrucción masiva no aparecerán por ninguna parte porque no existen, George Clooney dirige en Buenas noches y buena suerte (2005) a David Strathairn en el personaje de Edward Murrow, un famoso presentador de televisión de los años cincuenta que se atrevió a cuestionar al senador McCarthy y su caza de brujas. Menuda moraleja: hay que remontarse a McCarthy para que no nos tilden de antipatrióticos o disidentes. En cualquier caso, Murrow adoptó el papel de quien, más que desvelar conspiraciones, se atrevió simplemente a levantar la voz contra la espiral de silencio. Que no es poco. Se abre entonces el coto de caza del periodista (espoleado de nuevo por una guerra) y en pocos años surgirán varias películas que lo retoman como emblema, esta vez más problemático y complejo en su caracterización. La figura del periodista demiurgo, desde luego, se ha terminado.

Buenas noches, y buena suerte. Imagen: Warner Independent Pictures.
Buenas noches, y buena suerte. Imagen: Warner Independent Pictures.

En el 2007 se estrena Leones por corderos, con una Meryl Streep en el papel de una reportera que entona el mea culpa para hablar del uso partidista que ha hecho el poder del periodismo, y el mismo año, Zodiac (David Fincher), donde un periodista (Jake Gyllenhaal) ya no solo asume las funciones de detective en su búsqueda de un asesino, sino que incluso rivaliza con el comisario encargado de la investigación: el periodista encuentra relatos donde el policía no puede. No es accidental, de hecho, que haya sido comparada con Todos los hombres del presidente por su puesta en escena sobria, pensada para los diálogos, y por su habilidosa gestión de un chorro de datos.

Pero es la última temporada de The Wire (emitida en 2008) la que dejará registro del fin del mundo periodístico tal como lo conocíamos. David Simon, su creador y productor, que había trabajado en el Baltimore Sun durante más de una década, sabía de lo que hablaba, y mostró en el último pedazo del mapa de Baltimore las dinámicas de trabajo, la precariedad laboral y los recortes en la redacción de un periódico. Además, la caída en cámara lenta del rotativo coincide con el ascenso de un redactor que no tiene ningún empacho en inventarse las historias para medrar, tal como sucedió en el New York Times en el 2003 con el caso del periodista Jayson Blair. En fin, la ficción también sabe copiar a la realidad, esta vez con un tono tristón y desencantado, como en la película State of Play (basada en una miniserie británica), de 2009, en la que un veterano periodista (Russell Crowe) desentraña un asesinato en el que parece estar implicada una gran corporación, pero es incapaz de frenar el desmoronamiento de su propio periódico.

En los últimos años conviven dos visiones opuestas. Por un lado, Aaron Sorkin se embarcó en 2012 en The Newsroom, una serie que retrata el devenir de una redacción de un canal de televisión. The Newsroom es la antítesis del periódico de The Wire: Sorkin muestra, con su ingenio característico y sus diálogos veloces, a personajes íntegros pese a las adversidades, a un puñado de hombres buenos que luchan por la democracia, que le plantan cara a los desmanes del poder político y económico. La serie, que arranca con una escena antológica en la que, como sucede en Network de Lumet, Will McAvoy (Jeff Daniels) ya no aguanta más y dispara verdades como puños, asume el concepto del cuarto poder: la independencia del periodista y su código deontológico son la democracia.

La otra visión cinematográfica es que el cinismo y el desencanto se han hecho fuertes en el periodismo. La fabulosa Nightcrawler (Dan Gilroy, 2014) mostraba con crudeza la tendencia a la necrofilia de cierto periodismo televisivo (una función que está en el origen mismo del género periodístico, ya lo vimos), pero con un subrayado en la precariedad laboral y el afán por el estrellato que trascendía la versión moderna del Peeping Tom (Michael Powell, 1960) para adquirir un tono social inesperado; por otro, la reciente La verdad (James Vanderbilt, el guionista de Zodiac), mostraba los errores del telepresentador estrella, Don Rather, quien, en nombre del espectáculo y la audiencia, había incurrido en una mala praxis que le llevó a informar de una mentira. Toda una ironía que la película se titule con la palabra más reivindicada por los periodistas, la verdad, y que el personaje de Don Rather esté interpretado por Robert Redford, el Woodward de Todos los hombres del presidente.

Nightcrawler. Imagen: Open Road Films.
Nightcrawler. Imagen: Open Road Films.

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9 Comentarios

  1. Pingback: Los periodistas y sus disfraces

  2. *spoilers?
    Sobre lo de The Wiiiiiiiiire (la tecla ‘i’ del portátil está rota), recuerdo(*) que lo que más me llamó la atención es la trama de esa última temporada en la que McNulty falseaba muertes por homicidios y jugaba con un periodista para ‘inventarse’ un asesino… es lo que más me rechinó (reconozco que para mal, después del magistral retablo realista que es la serie en general).

    Ahora, según leo en el artículo hay periodistas que han jugado a eso en la vida real, algo que desde luego, visto lo visto, era de esperar. Supongo que sí, habrá habido casos, pero con un cuerpo de policía de por medio ‘colocando’ cadáveres y alterando pueblas? No sé, eso lo veo más para ‘Breaking Bad’ o ‘Cómo Conocí a Vuestra Madre’…

    Aún así, no logró enturbiarme la experiencia final. Y dicho esto, ¡pero qué buena es ‘The Wire’, coño!

    (*) hace ya años que la vi, y todavía queda pendiente una primera -de muchas- revisiones

  3. «Al principio eran poco más que aves carroñeras». Siento decirlo, pero ahora buena parte de los periodistas son lo mismo que antes, pero analfabetos y ahí quedan mis protestas y las de muchos al Defensor/a del Lector, de éste y otros diarios, por la colección de disparates gramaticales, modismos absurdos, vocablos castellanos mal traducidos del inglés, etc. etc. Exceptuando algunos casos, da vergüenza.

    ¿Me va a borrar el comentario? Porque eso también es costumbre…

  4. Fascinante. Casi tanto como esta profesión. Gracias, Raúl

  5. No le digas a mi madre que soy periodista; ella piensa que toco el piano en un burdel.

  6. En clave contemporánea mencionaría también El Dilema, con un reputado entrevistador (Pacino) nadando contra la corriente de la gran industria tabacalera.

  7. De los 90 hay una que se me quedó en la memoria y se llama Welcome to Sarajevo de Michael Winterbottom: https://www.youtube.com/watch?v=IOmm1OD2ArQ

  8. A mi juicio ha faltado El Gran Carnaval, la antesala del cinismo mostrado en Nightcrawler

  9. Pingback: Los periodistas y sus disfraces – Radiaciones

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