Música

La obra de Thomas Pynchon: un poema sinfónico para banda de surf y orquesta

Escena de Inherent Vice. Imagen: Warner Bros. Pictures.
Escena de Inherent Vice. Imagen: Warner Bros. Pictures.

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Por motivos que escapan a la razón, la música popular y la literatura nunca han terminado de llevarse bien. Para colmo, la relación que tradicionalmente se ha dado entre ambas manifestaciones culturales se presenta de lo más desequilibrada: mientras que a una composición musical le da cierto empaque eso de impregnarse del espíritu literario, a la literatura se le suele atragantar su lado más artístico cuando se introducen en ella elementos propios de la música popular. Habrá quien pretenda explicar lo anterior acudiendo a la (hoy día) insostenible dicotomía entre alta cultura y cultura popular, que concibe ambas categorías como si fueran agua y aceite. Claramente no se trata de eso. Puestos a buscar una explicación, lo mismo hay que darle la razón a Frank Zappa, que afirmaba aquello de que «escribir sobre música es como bailar sobre arquitectura». También es probable que todo parta de una situación mucho más pedestre: que a los escritores, por regla general, no les interesa mucho la música popular; o, directamente, que no ven en ella material literario suficiente. Todas estas cuitas, sin embargo, se desmoronan al instante cuando uno se enfrenta a la obra de Thomas Pynchon, probablemente el escritor que mejor ha sabido integrar la esencia de la música popular en la literatura.

Ya traté de exponer aquí, cierto que desde una perspectiva más estética que académica, los obvios paralelismos existentes entre la literatura postmoderna y la música popular, hasta el punto de defender que si existen unos sonidos que podamos calificar de «postmodernos» esos serían, por encima de cualquiera otros, los asociados al rock and roll y alrededores. En esta ecuación entraría también, claro está, el jazz moderno (el llamado bebop) que, no lo olvidemos, comienza a tomar forma en paralelo al rock and roll, compartiendo ambos estilos más puntos en común de los que pudiera parecer a simple vista (aunque esto daría para otro artículo). Todo aquel que haya leído a Thomas Pynchon sabrá que su literatura está plagada de referencias a estos estilos musicales: sus novelas están de hecho salpicadas de canciones (reales o ficticias), de menciones a múltiples intérpretes (reales o ficticios), en ocasiones hay hasta «cameos» de músicos ilustres, pero la relación de Pynchon con la música popular va (lógicamente) mucho más allá.

De entre los escasos textos que Pynchon ha publicado al margen de su obra literaria, quizás el más singular sea el correspondiente al libreto del CD recopilatorio titulado Spiked! The Music Of Spike Jones que publicó el sello BMG Catalyst en 1994. Spike Jones fue un cómico musical que triunfó en las décadas de 1940 y 1950 satirizando todo tipo de músicas populares. La banda de acompañamiento de Jones, conocida como los City Slickers, estaba formada por músicos de primer orden, auténticos virtuosos de su instrumento, que sin embargo dedicaban su talento a «destrozar» melodías. Pynchon describe a Jones como un «artista conceptual con talento para los negocios», porque lo que pasaba por ser una simple broma (un novelty, como se les llamaba entonces) se terminaba convirtiendo en todo un espectáculo de hipertrofia ejecutado con la mayor de las maestrías:

Visto el anterior vídeo, es fácil comprender la fascinación de Pynchon por la obra de Spike Jones: al fin y al cabo, lo que Jones le hacía a la música es lo mismo que Pynchon terminaría haciéndole a la literatura: deformarla, deconstruirla, llenarla de pedos y cencerros, creando así por el camino una obra nueva, independiente, única: «conceptual». Y sí, repleta de sentido del humor, el bendito sentido del humor. Cuando a Pynchon le concedieron el National Book Award por El arco iris de gravedad (1973), celoso como siempre ha sido de su intimidad, fue el famoso cómico Irwin Corey el que recogió el premio en su lugar, profiriendo un discurso lleno de cacofonías que seguro hubiera hecho las delicias del mismísimo Spike Jones, fallecido unos cuantos años antes, el 1 de mayo de 1965.

Prácticamente al año de la muerte de Spike Jones, el 30 de abril de 1966, a Pynchon se le fue otro referente: Richard Fariña, la persona a la que está dedicada El arco iris de gravedad. Amigo de juventud con quien compartió estudios en la Universidad de Cornell, Fariña terminó dedicándose no solo a la literatura sino a la música, quizás el sueño dorado de Pynchon si atendemos a la cantidad de «canciones» que escribió en sus novelas (hay quien ha llegado a plantear si toda la novelística de Pynchon no es más que una burda excusa para colarnos, precisamente, sus letras de canciones). El primer álbum de Fariña, grabado junto a su mujer Mimi Baez (sí, la hermana de Joan), vio la luz en 1965 en el sello Vanguard: Celebrations for a Grey Day incluía una composición instrumental titulada «V.», inspirada, cómo no, en la primera novela de Pynchon, publicada en 1963.

La repentina muerte de Fariña, en trágico accidente de moto, tuvo lugar además a los pocos días de que su primera y única novela, Hundido hasta el cielo (1966), se pusiera a la venta. De esta forma, Fariña nunca pudo ver el culto que surgió alrededor de su obra. Tampoco pudo leer el espléndido prólogo que su amigo Thomas Pynchon le escribió en su reedición de 1983. Sabiéndose el dato de que Fariña y Pynchon fueron tan amigos (Pynchon fue, de hecho, su padrino de bodas), resulta de lo más interesante sumergirse en las páginas de Hundido hasta el cielo, donde uno puede llegar a atisbar, aunque sea a través de la ficción, cómo fueron aquellos primeros años en Cornell, a finales de la década de 1950, en los que los jóvenes estudiantes se enzarzaban en discusiones bizantinas sobre jazz y rock and roll.

Se trata este de un ambiente similar al que recorre las páginas del relato «Entropía» (1960), publicado por Pynchon en la Kenyon Review, y en el que Duke y Meatball Mulligan (los nombres de los personajes, en más que probables homenajes a Duke Ellington y Gerry Mulligan, ya lo dicen todo), dos músicos miembros del cuarteto Duke di Angelis, teorizan sobre lo nuevo y lo viejo en el jazz, sobre cómo trabajar la improvisación, sobre cómo reconstruir sobre ella los viejos standards, siendo esta la esencia de la «entropía» a la que se refiere su título. Pynchon está hablando no solo de música, no solo de ciencia; está en el fondo hablando de su propia concepción de la literatura.

Si el bebop, con su encendida defensa de la abstracción melódica y la libertad de formas, nos sirve para comprender el modo que tiene Pynchon de enfrentarse a la novela, fácilmente podría argumentarse que la prosa que gasta el neoyorquino bebe profusamente de los efluvios del rock and roll. Tras su estancia en Nueva York, Pynchon se muda a California, donde pasará gran parte de la década de 1960, y donde se encontrará con una escena musical en ebullición que ha quedado perfectamente reflejada en su obra.

Ya en La subasta del lote 49 (1966), Pynchon se inventa a las bandas de rock The Paranoids y Sick Dick & The Volkswagens, obsesionadas con parecer británicas (en clara alusión a la beatlemanía que por aquel entonces estaba conquistando Estados Unidos). Si bien The Paranoids podría pasar por ser un trasunto de The Byrds (que prácticamente inventaron el folk-rock mezclando a Dylan con los Beatles), el nombre de Sick Dick & The Volkswagens remite más a las bandas asociadas con la cultura surf & drag: Sick Dick bien podría ser un juego de palabras a costa del frenético guitarrista de surf Dick Dale (a quien ya había retratado Tom Wolfe en 1965 para la revista Esquire en su famosos artículo «El coqueto aerodinámico rocanrol color caramelo de ron»); y lo de The Volkswagens, a parte de una coña a costa de los Beatles, no deja de ser una referencia a las numerosas formaciones con nombres de coches que surgieron entonces en California, como The Ventures o The Hondells. En Vicio propio (2009) aparece, ahora sí, una banda de surf llamada The Boards, residentes en Topanga Canyon, uno de los lugares sagrados del hippismo californiano. Y con estas tres bandas ficticias, Pynchon dibuja a la perfección la evolución de la música rock en California durante la segunda mitad de los años sesenta: del surf al folk-rock, que fue el recorrido que siguieron músicos de renombre como P. F. Sloan o Gary Usher, para luego desembocar en el experimentalismo que introdujo la psicodelia, que es el paso que dieron todos ellos, incluido Brian Wilson, el líder de The Beach Boys.

Tratar de establecer paralelismos entre el genio de Brian Wilson y el de Thomas Pynchon es algo muy delicado, como lo es el sugerir que uno influyó en el otro de alguna forma, por más que algún que otro pynchoniano lo haya intentando. Lo único que sí parece cierto es que las dos figuras se conocieron en persona en 1966, cuando Brian ya había publicado Pet Sounds (1966) y se encontraba inmerso en la creación del luego fallido SMiLE, que tardó más de cuarenta años en ver la luz de forma oficial. Por lo que contó en su día el periodista Jules Siegel a la revista Playboy, el encuentro entre Brian Wilson y Thomas Pynchon fue de lo más extraño: al parecer ninguno fue capaz de dirigirle la palabra al otro en toda la noche, quizás por la impresión que se causaban mutuamente. En este sentido, Siegel recuerda el impacto que le produjo a Pynchon escuchar Pet Sounds. En El arco iris de gravedad aparece brevemente un personaje llamado Murray Smile, probablemente un juego de palabras entre Murray Wilson (el controlador padre de los Wilson) y el ya citado álbum SMiLE (1966-1967). Y en Vicio propio aparecen mencionadas las canciones «Help Me Rhonda» (1964), «Wouldn’t It Be Nice» (1966) y «God Only Knows» (1966).

A Pynchon, qué duda cabe, le gustan los Beach Boys. Como a millones de personas. Pero Pynchon no es un oyente casual de música pop. Es de hecho un consumado aficionado, un connosieur, como demuestra el impresionante listado de canciones que «suenan» en Vicio propio, su novela más abiertamente musical. Más allá de los nombres míticos como los de The Rolling Stones, Elvis Presley, Pink Floyd, Frank Sinatra, The Doors o Roy Orbison, lo que verdaderamente sorprende es encontrarse en ella a grupos de culto como Fapardokly o a nuestra Rocío Durcal, que digo yo que sonaría entonces por las emisoras de Los Ángeles con una de sus rancheras. Estando ambientada en la California de principios de la década de 1970, hay (cómo no) mucha psicodelia en Vicio propio: de Country Joe & The Fish a Jefferson Airplane, de Tommy James & The Shondells a Thunderclap Newman. Toda una banda sonora alucinada y alucinógena sobre la que se apoya la prosa lisérgica de Pynchon para retratar con precisión el momento y el lugar más importante de su vida como creador. Fue en esos años, en la California psicodélica, que se gestó El arco iris de gravedad, unánimemente considerada su obra maestra, su pieza definitoria. Y quizás por este motivo Vicio propio se presenta como la novela más «autobiográfica», al menos en lo emocional, de cuantas ha firmado Pynchon hasta la fecha.

Si Vicio propio puede ser vista como un homenaje a esa California contracultural, tan influyente en la gestación del universo literario de Pynchon, Vineland (1990) debería de interpretarse como su mirada más desencantada, ya puesta en los estertores de aquel período de esplendor creativo. De nuevo la música hace las veces de cicerón en Vineland, un texto salpicado de letras de canciones inventadas (con títulos impagables como «Floozie with an Uzi» o «Kick Out The Jambs»), en el que nos encontramos con la banda (también ficticia) Billy Barf & The Vomitones, algo así como la versión heavy metal de Sick Dick & The Volkswagens, con la que Pynchon viene a constatar la evolución sufrida por la música popular desde los dorados años sesenta a 1984, fecha en la que transcurre la novela. Si por algo destacaba California en esa época, musicalmente hablando, era por la fuerte escena heavy metal que había surgido alrededor de la ciudad de Los Ángeles, y que la directora Penelope Spheeris documentó en la segunda parte de su famoso proyecto The Decline Of The Western Civilization (1987), un título sin duda del agrado de Thomas Pynchon. No por nada, él ha terminado retratando su particular «caída de la civilización occidental» en su última novela, Al límite (2013), y también para ello se ha apoyado en la música popular.

Si el listado de temas que aparecen en Vicio propio es de aúpa, el de Al límite no le va a la zaga, pero por motivos bien diferentes. Mientras que a nadie le chirría que Pynchon escriba sobre Charlie Parker o The Monkees, creo que ningún lector suyo estaba preparado para encontrarse en su última novela con referencias muy precisas a canciones de Britney Spears, Madonna, Moby o Jamiroquai. Cierto es que el grueso musical de Al límite está compuesto por canciones de rock «para adultos», (Boston, Eagles, Journey, Steely Dan…), carne de radiofórmulas, pero el afán de Pynchon por tratar de captar el correr de los tiempos resulta de lo más admirable. También, indirectamente, hay aquí un mensaje claro y conciso sobre la relevancia de la música popular en la vida contemporánea: con esta selección Pynchon está decretando su vacuidad, su defunción social y artística, en los inicios del siglo XXI.

Habrá quien piense que en Mason y Dixon (1997) y en Contraluz (2006), por el hecho de transcurrir en épocas pre-postmodernas, no hay referencias a la música popular, pero no es así. Por ejemplo, la epopeya del trazado de la línea Mason-Dixon es un tema recurrente dentro de la música country: Johnny Cash, Waylon Jennings, Dan Seals, Lynyrd Skynyrd, The Long Ryders… muchos artistas sureños han cantado a la infamia que supuso aquella absurda demarcación, y quién dice que Pynchon no sacara la inspiración para su novela de alguna de estas canciones.

Por su parte, en Contraluz, más allá de que el personaje de Wolfe Tone O’Rooney esté inspirado en el músico de jazz Slim Gaillard, lo más destacable es su frase de inicio, atribuida (no se sabe muy bien por quién) al pianista Thelonious Monk: «Siempre es de noche; si no, no necesitaríamos luz». A Monk ya le había tomado prestado Pynchon su segundo nombre (Sphere) para su personaje de V. (1963) McClintic Sphere, aunque en verdad estaba construido sobre la figura del saxofonista Ornette Coleman.

Y si Pynchon cogía de aquí y de allá, ¿por qué no podían hacer los demás lo mismo con su obra? Eso debió de pensar el grupo Insect Trust, que se atrevió a coger la letra de una de las canciones que Pynchon había incluido en V. («The Eyes of A New York Woman») y ponerle música. La grabación salió publicada en su segundo disco, Hoboken Saturday Night (1970), siendo esta la única vez que Pynchon ha ejercido de «letrista» en una canción pop:

La cosa no para aquí: podría recordarse que a Sarah Vaughn se la cita en el relato «Entropía»; que un fragmento de la letra de «Cactus Tree» (1968) de Joni Mitchell se incluyó en las primeras copias promocionales de El arco iris de gravedad; que cuando a Pynchon le preguntaron si podían utilizar a alguien que se hiciera pasar por él para un sketch del programa de John Larroquete el único requisito que puso fue que llevara una camiseta de Roky Erickson… y luego están los músicos que se han inspirado en su obra, como Soft Machine, que en su segundo álbum incluyeron en homenaje al capítulo IV de V. una suite titulada «Esther’s Nose Job» (1969) —siendo «Pig» una de sus partes, en clara referencia al personaje de Pig Bodine—; y Laurie Anderson compuso «Gravity’s Angel» (1984) basada en El arco iris de gravedad; y The Jazz Butcher lanzaron una canción titulada «Looking for Lot 49» (1988); y Yo La Tengo tiene otra que se llama «The Crying Of Lot G» (2000)… y Pere Ubu, y Radiohead, y tantos otros músicos que se han visto influenciados por el autor que más prestigio literario ha sabido dar a la música popular.

Hay quien ha afirmado que la obra de Pynchon es como un inmenso box set, en el que uno puede encontrar de todo. Algo así como una jukebox literaria. Perderse en ella sería como dar vueltas en un disco de vinilo, «donde la diferencia la marca un solo surco», donde «un universo nuevo puede aparecer incluido en la siguiente canción». Su obra es, en definitiva, «un poema sinfónico para banda de surf y orquesta».

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6 Comentarios

  1. @jcarrilloromano

    Un artículo sublime. «God Only Knows» también fue la música introductoria de aquella exitosa serie de HBO: «Big Love».

  2. David Fernández

    Todo esto está muy bien, pero ¿vale un pimiento la obra del cacareado Pynchon?

    • Fazid Dervánden

      Me temo que no. Yo intenté comprar toda su obra en la Fnac y al intentar pagar con un pimiento me dijeron que no aceptaban ningún tipo de hortaliza como forma de pago. Pero en alguna librería que no pertenezca a una multinacional quizá sí que les valga un pimiento, o en su defecto un apio o un cebollino, tengo entendido que en aquellos lugares la comida nunca les sobra. Le animo a intentarlo.

      • David Fernández

        Puestos a dar consejos, acepte este: si se pasa usted por el Registro Civil, seguro que se avienen a cambiarle el nombre por otro un poco menos rarito, p. ej., Pichón. Aunque creo que de momento no admiten hortalizas en pago.

        • Zidan Enfedvánd

          Le agradezco el consejo, pero mi nombre se encuentra afectado por un proceso de transformación continua, inevitable, y en el que algunos de los doctores (en filosofía) que me han tratado han querido ver un síntoma de lo caótico e indefinible de los tiempos que vivimos. Aunque creo que su sugerencia de renombrarme como pichón, en cualquier caso, es malintencionada. Cualquiera que dé más importancia a la etiqueta que a al ser humano en sí mismo (y me temo que esto es algo que cada vez sucede con más frecuencia), al identificarme con tal apelativo, podría concluir que soy una especie avícola a la que se dispara por deporte, y con ello propinarme un perdigonazo. Y, al menos hasta que mi continua mutación de nombre termine por afectar a mi propia idiosincrasia personal, no es una posibilidad que me resulte atractiva.

  3. Pingback: El mito del folk que se hundió hasta el cielo | Je suis de la Martinique

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