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Historia del váter

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Trainspotting, 1996. Imagen: Sogepaq Distribución

El ser humano es una fabulosa máquina de fabricar mierda. Cada uno de nosotros genera anualmente unos cincuenta y ocho kilos de excrementos y cuatrocientos setenta y cinco litros de orina, que se dice pronto. Sentados en nuestros modernos retretes, parimos monstruosas boñigas que hacemos desaparecer en menos que canta un gallo, apretando un botón. Pero esto no siempre fue así.

Si tuviéramos una máquina del tiempo y viajáramos a la Prehistoria, veríamos cómo los hombres primitivos, al igual que el resto de los animales, hacían sus necesidades al aire libre. El eminente antropólogo J. F. Williams elogia el sabio proceder de aquellos trogloditas que obraban siempre en cuclillas: «Es la postura ideal para la defecación, con los muslos flexionados sobre el abdomen. De esta manera, logra reducirse enormemente la capacidad de la cavidad intestinal y aumenta la presión intraabdominal, lo cual estimula la expulsión de la masa fecal».

Pese a que le iba muy bien haciendo el mono, el ser humano, siempre complicándose la vida, se empeñó en fabricar un cómodo y sofisticado trono donde descansar sus reales posaderas a la hora de hacer de vientre, poniendo la estética y la pulcritud por delante de su fisiología. No en vano, una de las señales de que estás tratando con humanos y no con animales es la vergüenza que sienten con respecto a sus excrementos: para librarse de ellos, no dudan en contravenir las más elementales leyes de la naturaleza. Y no solo por el aberrante hecho de cagar sentados en una taza de cerámica, sino también por librarse de esas inmundicias tirando de una cadena que vierte a tierra, mar y aire los detritus humanos, acompañados de productos químicos, papel higiénico, colillas y mucha pedrería. Se estima que una familia de cinco personas que usa el retrete a diario, contamina más de ciento cincuenta mil litros de agua al año con unos doscientos cincuenta kilos de heces y dos mil quinientos litros de orina. Esto, en la presunta «civilización». Porque en el mal llamado «tercer mundo» todavía hay dos mil quinientos millones de personas que no tienen váter, ni sistema de saneamiento alguno. De ellos, mil millones aún defecan al aire libre, cual bestias, como bien aconsejan los científicos del mal llamado «primer mundo».

Paso trascendental de la zanja a la cisterna

Fotografía: romana klee (CC).
Fotografía: romana klee (CC).

Para encontrar al antepasado más remoto de los actuales retretes tendríamos que irnos a la ciudad egipcia de Tell-el-Amarna, hacia el año 1350 antes de Cristo. Allí evacuaban en asientos de piedra caliza, con un orificio tipo cerradura en cuyo fondo había una vasija para recibir los excrementos.

En ese mismo siglo, los palacios de Pérgamo, en Asia Menor, disponían de amplios recintos cuadrangulares para este fin, equipados con bancos de piedra horadados y separados por respaldos y apoyabrazos. En los castillos medievales, las letrinas estaban empotradas en los gruesos muros de piedra, y las inmundicias caían en un foso a través de un largo tubo vertical. En las casas más ricas de los centros urbanos también usaban este sistema, solo que las materias fecales caían a una zanja, de donde eran retiradas cada cierto tiempo.

A mediados del siglo xvi se inventó el «sillicio de alivio», una caja de madera o de hierro con un agujero, que incorporaba unas discretas cortinas. Los «mozos de retrete» se encargaban de vaciar el recipiente y atenuar el pestazo con hierbas aromáticas. Los reyes poseían sillicios lujosos como tronos: sentados en ellos, concedían audiencias y tomaban importantes decisiones. Luis XV, sin ir más lejos, defecaba en un retrete de laca negra, con detalles de pájaros y paisajes japoneses en oro, taraceas de nácar, bronces chinos, asiento almohadillado y tapizado de terciopelo verde. Enrique VIII iba aún más lejos y poseía un retrete portátil para sus viajes, cuya tapa, asiento y apoyabrazos estaban tapizados con fustán blanco y rellenos de plumas.

La pionera del váter de agua corriente fue la reina Ana I, creadora de la Gran Bretaña, que mandó instalar un pequeño lugar de alivio hecho de mármol con grifos para que el agua lo limpiara al bajar. Sin embargo, tanto este como otros modelos de la época, estaban conectados a cañerías sin ventilación y emanaban pestilentes efluvios hacia los aposentos.

El primer retrete moderno, con sistema de cierre hidráulico y tubo en forma de S, fue patentado en 1775 por el relojero Alexander Cummings. Tres años más tarde, el ebanista Joseph Bramah perfeccionó el modelo añadiéndole una válvula a manivela. A finales del siglo xix, todas las viviendas de ciudades como Londres o París disponían de váteres con cisterna, creados con sucesivas aportaciones y mejoras de distintos inventores, hasta llegar a los inodoros contemporáneos.

Por último, la época victoriana consagró el uso de retretes, pero también los enterró en un gueto moral: si hasta ese momento el cagar era algo tan normal como el comer, la mojigatería victoriana convirtió al váter en algo innombrable. Todas las cosas que sucedían en el intestino fueron tachadas de «funciones vergonzosas» y transformadas en un tabú que se extiende hasta nuestros días. Los eufemismos eran muy comunes sobre todo entre la burguesía, que se sacó de la manga términos tan finolis como «aliviar», «deponer», «servicio» o «sanitario».

El país del sol retrete

Fotografía: Ross Mayfield (CC)
Fotografía: Ross Mayfield (CC)

En Tokio existe un museo interactivo consagrado al arte de cagar; en él se exhiben reproducciones de váteres de naves espaciales, clasificaciones de los distintos tipos de zurullos y hasta un váter gigante con un tobogán, por el que niños y no tan niños pueden tirarse, no sin antes ponerse un sombrero con forma de cagarruta. Es lógico que haya lugares como este en un país como Japón, que siempre ha tenido unas costumbres higiénicas muy superiores a las de Occidente.

Ya en el periodo Nara (710 a 784) la capital nipona disponía de alcantarillas o, mejor dicho, de corrientes de agua de unos doce centímetros de ancho donde los ciudadanos se ponían en cuclillas, con un pie a cada lado, para hacer sus menesteres; se limpiaban con palos de madera. Los primeros inodoros propiamente dichos también datan de esa época y, como las letrinas, eran construidos sobre un agujero en el suelo. Para limpiarse el culo, fueron cambiando palos por algas, aunque hasta el periodo Edo, hacia 1603, no empezarían a usar el washi, un finísimo papel higiénico fabricado con flores y semillas tradicionales.

El uso de letrinas en Japón se extendió a gran velocidad porque daba la opción de utilizar las heces como fertilizante, cosa muy útil en un país con alto índice de vegetarianos. Y los carnívoros tampoco eran mancos: en la isla de Okinawa, el váter estaba unido a las pocilgas y, hasta hace bien poco, a los cerdos se les echaba de comer excrementos humanos.

En su manifiesto estético Elogio de la sombra (editado en España por Siruela), Junichiro Tanizaki expresa a la perfección la discreta elegancia de los retretes tradicionales nipones:

«Un pabellón de té es un lugar encantador, lo admito, pero lo que sí está verdaderamente concebido para la paz del espíritu son los retretes de estilo japonés. Siempre apartados del edificio principal, están emplazados al abrigo de un bosquecillo de donde nos llega el olor a verdor y a musgo; después de haber atravesado para llegar una galería cubierta, agachado en la penumbra, bañado por la suave luz de los shoji y absorto en tus ensoñaciones, al contemplar el espectáculo del jardín que se despliega desde la ventana, experimentas una emoción imposible de describir. (…) Por lo tanto no parece descabellado pretender que es en la construcción de los retretes donde la arquitectura japonesa ha alcanzado el colmo del refinamiento».

Por desgracia, a principios del siglo xx los váteres occidentales empezaron a invadir Japón como una apestosa plaga. La invasión se consumó tras la Segunda Guerra Mundial, debido a la omnipresencia estadounidense en la isla. Pero, al final, los japoneses lograron derrotar a los yanquis con sus propias armas, y hoy poseen los retretes más avanzados del planeta. Desde 2002, más de la mitad de los hogares nipones disponen de inodoros de alta tecnología: washlets con siete funciones, bidé integrado, secador, calentador de asiento, opciones de masaje, controles de ajuste del chorro de agua, apertura automatizada de la tapa, activación de la cisterna tras el uso y otros inventos. Todo ello controlado de forma inalámbrica. ¿Lo último? Váteres que, al echar un pis, analizan tu orina y te dicen cuánto azúcar, alcohol o heroína contiene. Son, sin duda, los retretes con los que soñaban los androides de Dick.

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Eyes Wide Shut, 1999. Fotografía: Warner Sogefilms S.A.

Pocas veces nos paramos a pensar en lo conservador que es el cine. Y una buena prueba es que no se pudo ver un retrete en la gran pantalla hasta 1960. El director que tuvo tamaña osadía fue Alfred Hitchcock: en su obra maestra Psicosis no solo aparece un váter, sino que, para colmo, la actriz Marion Crane tira de la cadena. Los censores estuvieron a punto de eliminar la escena pero Hitchcock, siempre ávido por epatar al espectador, consiguió salvarla. El escándalo fue muy gordo, y pasaron diez años antes de que pudiéramos ver el siguiente atrevimiento: un hombre sentado en la taza de un váter, en el filme Trampa 22 (Mike Nichols, 1970), que abriría la veda para que, a partir de entonces, el retrete ocupara muchos más fotogramas. En El padrino (1972) a Coppola le dio por esconder una pistola tras una cisterna. Y en El fantasma de la libertad (1974), Buñuel filmó una surrealista reunión burguesa donde los invitados, sentados en váteres, hacían sus necesidades como si fuera la cosa más normal del mundo, pero se encerraban en un excusado para comer. En 1976, se estrenó la WC movie por excelencia: El anacoreta, un filme escrito por Rafael Azcona y dirigido por Juan Estelrich, donde Fernando Fernán Gómez interpreta a un señor que lleva once años viviendo en el cuarto de baño de su casa y se comunica con el exterior enviando por el retrete mensajes metidos en tubos de aspirinas.

Tras su uso y abuso en los años ochenta incluso en las producciones más comerciales (sin ir más lejos, en Arma letal 2 Mel Gibson sorprendía a Danny Glover haciendo aguas mayores), en los noventa el váter fue el habitáculo favorito de los enfant terribles del séptimo arte: en Pulp Fiction (1994), Tarantino saca tres veces a Travolta sentado en la taza; y en Trainspotting (1996), Danny Boyle obliga a Ewan McGregor a meterse, literalmente, de cabeza en un nauseabundo retrete. Pese a estos y otros pasotes, muchos aún se sonrojaron al ver Eyes Wide Shut (Stanley Kubrick, 1999), donde el matrimonio formado, en la realidad y en la ficción, por Tom Cruise y Nicole Kidman departía tranquilamente en el váter de su casa mientras ella echa un pis.

En el siglo xxi ya no es raro ver cagadas cinematográficas, aunque sea reducidas a su mínima expresión: en Zulo (Carlos Martín Ferrara, 2006) vemos de forma diáfana cómo el secuestrado protagonista hace sus necesidades en un rebosante cubo metálico; y es que, viva en un palacio o en un boquete, la miseria fisiológica y existencial del ser humano viene a ser más o menos la misma.

Punto y aparte merece el porno, que ha convertido al váter en un escenario recurrente para escenificar actos sexuales, ya sean coprófilos o «convencionales». De la fusión del scat con el gonzo, ha surgido el subgénero más extremo pero también más natural: el toilet porn, donde la cámara está situada en el inodoro y captura en primerísimo plano sesiones de caca-culo-pedo-pis para solaz de los pervertidos. Si la evolución del porno escatológico sigue su curso, pronto podremos ver colonoscopias en Tubegalore.

Sociología del excusado

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La Fuente (1917), de Marcel Duchamp. Fotografía: bs_gif (CC)

Autor de ensayos como El sublime objeto de la ideología (1992), Slavoj Žižek es un eminente filósofo que, siguiendo a Foucault, sostiene que la ideología está presente incluso en el acto más nimio. Con esta base, ha desarrollado un análisis de la tríada de la Europa occidental (Francia, Alemania, Inglaterra) en función de sus retretes: «Si han tenido la suerte o la desgracia de viajar por Europa, quizá hayan observado la diferente manera en que han estructurado los váteres. Tenemos los franceses, en los que el agujero para el excremento está atrás; la idea es que caiga directamente dentro y desaparezca lo antes posible. Luego tenemos los ingleses, donde la caca flota en el agua. Y, por último, el alemán, donde el agujero está en la parte de delante, con un poquito de agua, para que el zurullo caiga ahí, y no se pierda la vieja tradición germánica de inspeccionar y oler la taza buscando indicios de enfermedad. (…) El acercamiento francés es revolucionario, de izquierdas: la caca cae, desaparece, es como la guillotina. Los anglosajones, pragmáticos, liberales moderados: dejémoslo flotar ahí, resolveremos el problema. Y los alemanes, conservadores: lo contemplas, lo miras, lo poetizas».

Le faltó a este singular filósofo analizar los abyectos retretes españoles, esas malolientes letrinas de bares de mala muerte donde nadie se acuerda de tirar de la cadena, pero también los tronos de los ricos y poderosos: la escobilla de 375 euros de Jaume Matas debería tener una estatua, como símbolo de la cochambrosa política nacional.

Hace poco, el colectivo Luzinterruptus usó iluminación led y tapas de retrete para depositar artículos de la Constitución Española vulnerados por la llamada ley mordaza, bajo el título «El gobierno manda a la mierda la Constitución». Lo paradójico es que utilizaran váteres pulcros y luminosos, con lo cual el carácter subversivo de la performance quedó descafeinado hasta el bostezo. Mucho más impactante fue el famoso urinario masculino que, en 1917, firmó el francés Marcel Duchamp: aún en 2004 se consideraba la obra más influyente del arte contemporáneo, por encima del Guernica de Picasso o la Marilyn de Warhol. Y, en verdad, no hay mejor metáfora del arte que un urinario… y todo lo que cae en él.

Lírica escatológica

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Imagen de «Me cago en el amor», de Tonino Carotone

Antes de nada, un desmentido: el tema «Smoke on the water», de Deep Purple, no trata de fumar en el váter, como pensaban los heavies españoles. Pero sí existen muchas canciones cuya acción transcurre en un WC: incluso hubo un grupo polaco llamado WC, igual que la primera banda de un tal Ramoncín. El rock, como toda la música, no deja de ser un excremento sonoro; y el punk, con su vocación guarrindonga, asumió el retrete como escenario ideal: solo hay que recordar aquella foto donde el seminal grupo punk Kaka de Luxe aparece de espaldas en un urinario, miccionando. Pero eso fue ayer. Hoy el punk ha muerto y los mismísimos Sex Pistols (o lo que queda de ellos) exigen una valla alrededor de su váter privado como condición sine qua non para actuar en festivales.

Sin duda, la canción más escatológica del pop español es «La sequía», compuesta e interpretada por Albert Pla cuando cantaba en catalán y aún no había sido devorado por su propio personaje. No me resisto a traducir un apetitoso fragmento: «Hay amores que son como váteres, atascados por falta de agua, ven a mi lado y abrázame, levantemos la tapa entre los dos. Mira al fondo de la taza, mira al fondo hay una caca: la gran cagada del amor». Una canción que nos recuerda al «Me cago en el amor» de Tonino Carotone o, salvando las distancias, a ciertos pasajes del Viaje al fin de la noche celiniano: «Ese rollo de los sentimientos que andas tirándote, ¿quieres que te diga a qué se parece? ¡Se parece a hacer el amor en un retrete!».

Mucho más lúdico y efervescente fue Jorge Martínez, de Ilegales, cuando escribió la incorrectísima y hoy impensable «Eres una puta», que proponía todo un planazo: «Vámonos al váter, haremos un guateque, encima del retrete». Ciertamente, sobre la tapa del váter se celebran auténticas bacanales y se pintan kilométricas rayas de droga («me acerco hasta el servicio a que me pongan otra», decían Los Planetas), pero también se lee, como apuntaron Los Porretas en su canción «WC». Según un estudio científico del Bnai Zion Medical Center de Haifa (Israel) el 64 % de los hombres y el 41 % de las mujeres leen en el váter «cualquier cosa que esté a mano», con especial predilección por diarios, e-books o teléfonos móviles, en detrimento de los tradicionales libros y revistas. Esta edificante costumbre tiene, no obstante, un riesgo: contaminar con materia fecal el aparato en cuestión. Algo muy propio de esta época errática y paradójica, obsesionada con la salud y la limpieza humanas, pero más cerda que nunca a la hora de repartir desperdicios orgánicos por tierra, mar y aire. No se preocupen, que toda esta mierda será reciclada a su debido tiempo, el día en que Dios tire de la cadena, haciendo carne el visionario poema de Leopoldo María Panero: «El fin de la historia está en el retrete / y digo al hombre con mi palabra “vete” / alabando la espuma del retrete». Amén.

Este artículo es un avance de nuestra revista impresa dedicada al pecado #JD13

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20 Comentarios

  1. Pingback: Historia del váter

  2. Lo de cagar (por seguir con el casticismo del autor) en cuclillas, es desaconsejado en personas muy mayores u obesas o ambas cosas a la vez. Yo sigo un sistema que consiste en que sentada en la taza, flexiono el tronco hacia delante lo más posible, cabeza abajo y manos en los tobillos con lo que se obtiene la posición más parecida a estar en cuclillas. De esta manera, se facilita el tránsito de zurullos sin perjudicar las articulaciones.

  3. Al respecto de este tema, y para aquellos que no tengan problemas con el inglés, creo que este vídeo es de obligado visionado:

    https://www.youtube.com/watch?v=YbYWhdLO43Q

  4. yo me quedo con «mi agüita amarilla» de los Toreros Muertos

  5. Se dice que en la cultura Minoica ya contaban con sistemas sanitarios en toda regla, de acuerdo con los restos encontrados. Recuerdo una película menor, con Salma Hayek y el tipo de la serie Friends, Matthew Perry, en donde ella irrumpe en el váter a hacer sus deposiciones frente a su horrorizado novio. Más enfocado en un supuesto choque de culturas.

  6. OldtimerGent

    Hasta donde yo sé (y créanme, sé algo de esto) los más «tempranamente» civilizados son los minimos domésticos quienes desde su más tierna infancia se apartan instintivamente del rinconcito donde hicieron su última deposición, a pesar de la escrupulosa limpieza que las Gatas ejercen en su nido. Y no contentos con su muy higiénico comportamiento, todos los felinos procuran -además de enterrar su excrementos compulsivamente- siempre asegurar una mínima cobertura que impida (a sí mismo o a otros) pisar encima mediante algún ramaje ó corteza arrastrados con la zarpa… si eso no es Cultura, que venga dios y lo vea.

  7. Cagar es un placer…, genial…, sensual… ¡Cagando espero…!
    Póngase la música de «Fumar es un placer», de Sarita Montiel

  8. Otra prueba mas de que el planeta esta sobrepoblado .

  9. El mismo año que Buñuel filmó «El fantasma de la libertad» (1974) Liliana Cavani dirigió «Portero de noche», tremenda película donde vimos por primera vez a una Charlotte Rampling sometida y depauperada, hacer sus necesidades ayudada por un perverso Dirk Bogarde.

  10. De los placeres sin pecar el mejor es el cagar . Con un pucho encendido queda el culo agradecido y la mierda en su lugar .

  11. El «trono» de Isabel II en el Museo del Romanticismo de Madrid

  12. Eddy Felson

    Puestos a hablar de cine y deposiciones, el autor olvida la gran «En el curso del tiempo» de Wim Wenders, donde Rudiger Vogler suelta un mojón como la manga de un abrigo delante de un bonito encuadre en blanco y negro.

  13. Guaschibo

    Creo que esta frase puede servir de cierre, la escuché hace muchos años.
    «No tenemos reino, pero si tenemos trono». Fin de la cita.

  14. No olvidemos Dogma y su demonio hecho con la mierda de los crucificados en Golgota

  15. Pingback: ¿Cómo eran los baños en un castillo? - Porque Salen Estrías

  16. Pingback: ¿Dónde hacen del baño en la Edad Media? - Porque Salen Estrías

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