En agosto de 2011 la revista The Economist publicaba un reportaje titulado «¿Recuerdas cuándo valía la pena quemar libros?». En el mismo, la publicación se preguntaba por qué en las terribles revueltas que asolaron barrios del norte y del sur de Londres aquel mismo año lo único que había sido respetado por los gamberros fueron las librerías. No había respeto por la cultura, por supuesto, simplemente indiferencia. En el barrio de Brixton, un encargado de Waterstones, una de las cadenas de librerías más célebres del Reino Unido, decía que no pensaba cerrar sus puertas y que celebraría si los vándalos entraban a robar a la tienda. «Quizás lean y aprendan algo» decía, mientras algunos medios británicos se preguntaban qué hacía que aquellas páginas encuadernadas no despertaran ningún interés (ni puramente crematístico) en la turba.
El libro, en su faceta de bien cultural perenne, ha sido degradado en los últimos tiempos en favor de artefactos de todo tipo, mayormente electrónicos. La lectura sigue siendo una actividad casi blasfema para muchos de los que crecen ahora en una sociedad hiperestimulada que parece querer alejarse del ritual del papel. Sin embargo, el libro-objeto jamás había estado tan presente en nuestras vidas: la consagración del coffee-table book, la constante edición de libros artísticos que parecen haber sido ideados para ser expuestos (que no leídos) y la aparición de multitud de editoriales que explotan el gran formato y la edición artesana como nuevas vías parecen fortalecer una paradoja imparable: nos gustan los libros; nos aburre la lectura.
El libro artístico ha sido una constante en la industria anglosajona del último cuarto de siglo, con el escritor, diseñador y gurú Dave Eggers como gran activo. Su publicación trimestral McSweeney’s, adquiriendo en cada ocasión una forma distinta (desde un laberinto a una esfera), ha sido la precursora de otros muchos experimentos. En la última edición de la Miami Art Basel se vieron joyas como el libro-catálogo del arquitecto Peter Marino, imitando la forma de un corsé, o el impresionante jeroglífico fotográfico (y encuadernado) de Billy Name en su homenaje a la Factory de Andy Warhol, The Silver Age.
«El libro artístico es una realidad que —según mi opinión— ayuda a comprender esa doble vía por la que el editor puede llegar al lector. Una es esa idea de aumentar el valor específico de una publicación a través de un plano puramente conceptual, y la otra cómo ese plano más físico, por decirlo de alguna manera –—y que tiene que ver con la presentación del libro—, puede complementar el contenido. Como resultado, lo que antes era una disciplina puramente artística es ahora una elección que toman muchos editores para llegar a un público más entendido, más educado, con más ambición», cuenta Tony Nourmand, durante tres décadas responsable de adquisiciones en Christie’s.
John Herschend y Will Rogan son los responsables de The Thing, una revista de arte cuatrimestral que siempre adopta la forma de un objeto diseñado por algún artista de cualquier disciplina. La publicación se ha convertido en una especie de motor creativo en su década de existencia y sus promotores pensaron en saltar la barrera (a veces invisible) que separa el kiosco de la librería.
En 2014, Herschend y Rogan se reunieron con la editorial Chronicle Books para sondear la posibilidad de lanzar un libro que se sumergiera en las infinitas posibilidades del medio como lanzadera artística, clonando de algún modo el axioma de la revista pero dotándolo de medios más rotundos: «Un libro puede servir para cerrar una ventana o aguantar una puerta, también puedes apoyar una bebida en él o doblar las puntas de las páginas. Nos fascinaba esa parte física de los libros, por no decir que cuando reposan en las estanterías forman una suerte de timeline de la vida del lector. Esa era la intención primaria del libro: manipular esa parte material», dice Herschend.
El proyecto se ejecutó y el resultado es un volumen fascinante que explora cómo los libros se han colado en el imaginario colectivo por —entre otras cosas— su capacidad para ser elásticos y permeables al cambio. Lo hace a través de la colaboración de una veintena de artistas que recorren todos los aspectos de la edición: desde la numeración de las páginas hasta el diseño de las portadas, pasando por los prefacios, los sumarios o la parte gráfica. Nada pasa inadvertido para el ojo de los creadores de The Thing, The Book, que cuenta —entre otros— con nombres tan conocidos como los de Miranda July, John Baldesarre, Mark Dion, Leslie Shows o Tauba Auerbach. «Los libros, al menos en el ambiente en el que yo me muevo, han pasado de ser objetos que uno colecciona a objetos que uno desea compartir, así que la simplicidad a la hora de hacer esto último es lo que prevalece», dice Auerbach, una artista de San Francisco que a sus treinta y seis años ya ha recorrido todas las disciplinas posibles (desde la pintura a la fotografía, pasando por la música), cuando se le pregunta si —de algún modo— la idea del libro como ítem artístico podría sustituir a la de icono cultural, que ha prevalecido durante siglos.
«Desde mi experiencia hay una cosa que puedo afirmar y es que los libros artísticos acostumbran a tener conciencia de sí mismos y eso los hace más atractivos. Al mismo tiempo, al editarse en tirajes muy pequeños son mucho más coleccionables y no hay que ser superrico para lograr hacerse con ellos», cuenta Mark Dion. Dion, de cincuenta y cuatro años, es uno de los artistas conceptuales estadounidenses más reputados, especialmente por su trabajo en el mundo de la escultura, y tiene su propio libro-artístico, que él mismo supervisó junto a la editorial Phaidon. «¿Alguna vez has estado en una mesa llena de esos coleccionistas? Es fascinante, ves que siguen siendo tan fanáticos de los libros, tan apasionados por ellos, como lo han sido siempre», añade el de Massachusetts.
En The Thing, The Book Dion se inventa una bibliografía que trata de reconstruir la vida de un lector «aunque todo sea parte de mi imaginación», mientras que July, cuarenta y uno, popular por sus relatos, pero también por su trabajo como directora, actriz y guionista, juega con el concepto de erratas: «He coleccionado erratas toda mi vida, desde que era una adolescente. Para el libro escogí «corregir» el texto de otro escritor desde una perspectiva de deseo, de deseo femenino, forzando ese deseo en la prosa de un desconocido. ¿Por qué? Supongo que porque me encontraba trabajando en mi novela The First Bad Man y allí no había mucho sexo, así que mi cabeza estaba focalizada en eso», cuenta July.
The Thing, The Book no es el primer experimento con el libro como centro y pivote: hace ya dos décadas, Hans Ulrich Obrest, al frente de la Serpentine Gallery, encabezó un proyecto (Do It) que, dentro de los parámetros que ofrecen las cuatro esquinas de un manuscrito, propone al lector construir su propia obra de arte. Editoriales como Die Gestalten, Reel Art Press o Steidl trabajan hasta la extenuación la presentación de sus ediciones, intercalando papeles, texturas, desplegables y conceptos. Opera, de la editorial Damiani, es el perfecto ejemplo de esa colaboración entre el espacio del libro tradicional y la pátina artística. «Para mí era básico encontrar ese apoyo en los materiales, ese cambio de contexto que me proporcionaba el uso de un papel más grueso o de uno vegetal. Creo que al lector, más que distraerle (que es lo se podría pensar a primera vista), le ayuda a situarse en una perspectiva interesante. También, para qué negarlo, le da al libro un plus de belleza y un valor específico más alto», explica el fotógrafo David Leventí, autor de la obra.
«Creo que los libros han sido objetos de culto desde que salió el primer libro. Es decir, no creo que ahora tengan un rol distinto del que tenían hace cincuenta o cien años. No veo ningún síntoma de agotamiento», sostiene July.
«Siempre me preguntan por esa dicotomía entre el libro artístico y el libro «normal», y siento decir que yo no veo esa dicotomía. Un libro es un libro. Fíjate además en la obsesión en determinados círculos, como el de la ilustración infantil, por rodear el contenido con una «coartada» de belleza que tiene mucho que ver con lo que tratas de expresar cuando trabajas en una obra de arte», afirma Herschend.
En España, editoriales dedicadas al universo infantil y juvenil como El Zorro Rojo, A Buen Paso o Barbara Fiore han incidido en el libro-objeto, aunque con finalidades diversas: «Para mí la idea del libro como receptáculo me parece positiva siempre que incite al lector a pasar la página, a abrir el libro, a leerlo. De lo contrario me parece que es solo una excusa para dejar el libro en una mesa y que lo vean las visitas», dice Arianna Squilloni, fundadora de la citada A Buen Paso.
En cualquier caso, ninguno de los entrevistados teme por el futuro del libro: de ningún libro. «Como hija de un editor, escritora, compradora compulsiva de libros, no veo que el libro vaya a tener ningún problema para sobrevivir. Siempre habrá libros más ambiciosos, más artísticos, más experimentales, de la misma manera que habrá muchos tipos de lectores, pero nunca dejará de existir interés por leer, por mirar, por abrazar los libros», dice July. «Cuando voy a una feria y veo a decenas de miles de personas paseando por los stands y hojeando libros no me planteo que el sector literario sea una raza en peligro de extinción, ni el libro un artefacto cultural anticuado: veo aire, veo vida y veo futuro. Lo que sí es cierto es que cada vez hay más editores que intentan transformar los libros en eventos, y eso me parece perfecto», afirma Dion.
The Thing, The Book es una delicada forma de reflexionar sobre el libro como vehículo formal, como recipiente creativo, generando a un tiempo la pregunta de hacia dónde va la expresión artística ligada a la industria editorial en un mundo masificado, con miles de títulos empujándose en las mesas de novedades. «Es una pregunta difícil de responder, yo creo que los editores tienen que ser conscientes del potencial de lo que tienen entre manos y atreverse a ser más arriesgados, no se trata solo de parir best sellers», explica Auerbach. John Herschend coincide: «Creo que no hay nada como el libro para contar el mundo. Es el instrumento perfecto para hacerlo. Por eso estoy convencido de que el libro será tan fuerte en unas décadas como lo es ahora, más allá de que nos sigamos haciendo preguntas de cómo podemos mejorarlo, o de que experimentemos como hacemos nosotros en The Thing, The Book, o de que haya personas que compren libros para exponerlos en sus casas: el libro nos sobrevivirá a todos. Así ha sido desde el principio de los tiempos y así seguirá siendo».
Bonita introducción, con lo de Brixton y Waterstones. Pero en Brixton no hay Waterstones (ni nada que se le parezca).
hay uno
En Brixton no. El más cercano creo que es el de Clapham Junction, zona que no tiene nada que ver con Brixton, sobre todo con el sentido que creo se le quiere dar aquí. El motivo por el que en Brixton no se quemara ninguna librería quizás sea que no hay nada digno de ese nombre (los WHSmith son otra cosa).
En cualquier caso el artículo del Economist que se menciona habla de un empleado de Waterstones en Manchester.
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La Ilustracion Artistica de Montaner y Simon 1882 es un claro ejemplo.
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Este artículo habla de cosas muy diferentes: el libro para leer, el libro como objeto tecnológico y el libro como objeto de coleccionismo. Cada cosa es distinta, en mi opinión, una misma persona puede tener posiciones diferentes con respecto a esas facetas. El libro es una tecnología casi perfecta, el libro electrónico es comodísimo para leer en la cama y todavía no ha alcanzado tecnológicamente al libro tradicional, y el coleccionismo, que es de lo que va fundamentalemente este artículo, no me interesa mucho. Diría yo que mejor no pontificar acerca de lo que debe ser un libro, ni para qué utilizarlo, son siglos de historia para que nadie prescriba cómo debe ser usado. Hay experiencias de todo tipo… y las que vendrán. Mejor, no pontificar