Si les preguntásemos por la mejor película navideña seguramente nos dirían que Willow, Gremlins, Qué bello es vivir y La jungla de cristal, en ese orden creciente además, que es el que dictan la sabiduría, la inteligencia, el temor de Dios y, en fin, los demás dones del Espíritu Santo de los que seguro andan ustedes bien servidos. Si les preguntásemos por la mejor canción navideña nos responderían como impulsados por un resorte que «Fairytale Of New York» de The Pogues y para qué añadir más. Pero la cuestión se complica si hablamos de pintura: son innumerables las representaciones en cuadros, vidrieras y frescos que se han hecho de los motivos vinculados a esta celebración cristiana a lo largo de la historia y curiosamente la mayoría no muy conocidas, así que allá va una breve selección para que voten o añadan alguna otra.
(La caja de voto se encuentra al final del artículo)
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Censo en Belén, de Pieter Brueghel el Viejo
«En aquella época apareció un decreto del emperador Augusto, ordenando que se realizara un censo en todo el mundo. Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria. Y cada uno iba a inscribirse a su ciudad de origen. José, que pertenecía a la familia de David, salió de Nazaret, ciudad de Galilea, y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David, para inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada. Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre; y María dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue». Así lo narra Lucas en su evangelio pero los mitos y las leyendas ya se sabe que son el equivalente al juego del teléfono estropeado, de tal manera que de una generación a otra la pequeña partícula de realidad va adornándose con más y más capas de imaginación. Por ello el Belén que retrató este pintor holandés del siglo XVI cuenta con una vegetación, arquitectura y clima improbables… pero qué importa, la escena es evocadora y está repleta de pequeños detalles que captan nuestra atención, no se le puede pedir más. Es además un perfecto ejemplo de los grandes intereses del autor: los paisajes, los retratos costumbristas de la sociedad y la temática religiosa. Al fondo se intuye un castillo en ruinas inspirado en Amsterdam, mientras que en un primer plano podemos ver a María montada en el burro, aunque llama la atención precisamente la falta de énfasis en su figura, que apenas puede distinguirse de la multitud que la rodea, sometida igual que ellos a los rigores del frío y la burocracia.
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El sueño de los Reyes Magos, en la catedral de Canterbury
Aquí nos vemos obligados a abordar la cruda verdad que uno descubre a cierta edad sobre los Reyes Magos. No nos referimos a ese extraño rumor sobre que en realidad serían los padres, no, santígüense y pínchen en este enlace a una ilustración de El misal de Salzburgo. Qué Dios me perdone, pero al parecer mantenían una de esas relaciones que en el Antiguo Testamento provocaban una lluvia de azufre y fuego. Y Gaspar era el que mejor se lo pasaba, por lo visto. Pero esta aberración tiene una explicación más piadosa en la leyenda que fue construyéndose con el paso de los siglos: los tres sabios de Oriente llegaron guiados por una estrella con ofrendas para el Niño Jesús, y en su viaje de vuelta un ángel se les apareció en un sueño advirtiéndoles de las malas intenciones de Herodes, al que debían evitar para que no les obligase a revelar su paradero. Desde entonces «el sueño de los Reyes Magos» es un motivo recurrente en las representaciones artísticas, como en la catedral de Autun o en la vidriera de la catedral de Canterbury que vemos sobre estas líneas, siendo frecuente que se les muestre durmiendo juntos. Pero es por no tener que dibujar o esculpìr tres camas, no pensemos mal.
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La adoración de los Magos, de El Bosco
Y si hablamos de los Reyes Magos no podíamos obviar el acto de entrega del oro, incienso y mirra, retratado por artistas como El Bosco. Este tríptico, que podrán encontrar en el Museo del Prado, está repleto de simbología que alude al Antiguo Testamento y destaca por su acierto en la perspectiva, que logra integrar armónicamente a los personajes del primer plano (por cierto, el que enseña la pierna sería supuestamente el Anticristo) con el paisaje del fondo, en el que podemos ver desde san José secando unos pañales a la izquierda, a un lobo feroz devorando a un incauto en la derecha. También hay un señor muy feo que le mira el trasero a María a través de un hueco en la pared.
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La adoración de los Reyes Magos, de Rubens
También en el Museo del Prado encontraremos esta otra adoración de los Reyes Magos sencillamente espectacular, que fue un regalo a España del ayuntamiento de Amberes durante la Guerra de Flandes. Unos años antes Lutero había dado lugar al protestantismo y la contrarreforma católica en respuesta dictó sus postulados reafirmando, entre otras cosas, la validez del culto a la virgen y los santos. Dicha doctrina tuvo como podemos ver su reflejo en este cuadro, en el que aparece una Virgen María dotada de un gran protagonismo, con esa columna que parece señalarla y una posición predominante frente al amasijo de reyes, esclavos, caballos y dromedarios que parece el camarote de los hermanos Marx. Por cierto, entre ellos el que lleva una camisa granate es el propio pintor.
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Anunciación a los pastores, en el Panteón de los Reyes de León
Los simpáticos humanoides del románico no podían quedarse fuera y este fresco del siglo XII es un buen ejemplo de ello. Decora el techo del Panteón de Reyes, situado en la Basílica de San Isidoro de León. Silvia Castellanos lo ha visitado y lo recomienda efusivamente, así que habrá que ir.
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La adoración de los pastores, de El Greco
En los pasajes inmediatamente posteriores del Evangelio de Lucas anteriormente citados se narra la anunciación a los pastores y su posterior adoración del Niño, que es otro motivo artístico tan común o más que la adoración de los Reyes Magos. Podemos ver esta obra en el Museo del Prado, aunque el autor la pintó originalmente para que fuera situada sobre su tumba en la iglesia de Santo Domingo el Antiguo, reflejando en ella su característico tono tétrico. Esos espectros fantasmales sobrevolando en un torbellino remiten de alguna forma al momento en que se abre el arca de la Alianza en Indiana Jones en busca del arca perdida. Un cuadro siniestro que provoca desazón y aflige el alma, por tanto una obra maestra del arte religioso.
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Adoración de los Pastores, de Murillo
Una vez más es en el museo madrileño donde encontraremos esta obra de excepcional detalle del pintor sevillano y maestro del barroco.
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Adoración de los pastores, de Correggio
Es también conocido como La noche por representar una escena con escasa luz ambiental, lo que permite realzar la luminosidad del recién nacido, que ha venido a este tenebroso mundo a iluminar nuestro camino. Eso es lo que se pretende representar en esta obra de 1530 de un autor, por cierto, que ejercería una gran influencia en el que viene a continuación.
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Adoración de los pastores, de Rembrandt
La identificación «luz = bien = conocimiento» frente a «tinieblas = mal = ignorancia» es una de esas metáforas primordiales que tenemos incrustadas en lo más profundo del cerebro que remiten a una experiencia humana común. La oscuridad es allá donde acechan las fieras o los enemigos que nos atacan; las puertas o patas de sillas con las que tan dolorosamente nos golpeamos en los dedos de los pies cuando avanzamos a tientas al baño; ver el futuro muy negro es, en definitiva, lo peor que podemos esperar. Las religiones están por tanto plagadas de metáforas en torno a ver la luz, la iluminación, y naturalmente en las representaciones del Niño Jesús casi siempre aparece como una fuente de luz en un mundo sumido en las sombras. Un pintor barroco como Rembrandt no iba a desaprovechar la ocasión de jugar con esos contrastes.
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Adoración de los pastores, icono ucraniano
En esta imagen de mediados del siglo XVII vemos cómo María y José habían liado al Niño y justo antes de fumárselo aparecen unos pastores acondroplásicos que quieren sumarse a la fiesta. No puede decirse que esté pintada con maestría, pero tampoco se le puede negar originalidad.
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Te tamari no atua (El hijo de Dios), de Paul Gauguin
Gauguin fue uno de tantos occidentales que quisieron buscan al buen salvaje en los márgenes de la civilización. Quien tiene un martillo en la mano ve clavos por todas partes, de manera que independientemente de lo que se cruce en su camino esta clase de viajeros con ideas preconcebidas describirán a los lugareños como gente sencilla, apasionada y con la sensualidad a flor de piel. Así eran las hermosas jóvenes taitianas a las que tanto le gustaba retratar y vincularlas con las vírgenes cristianas no era (solo) una provocación sino su íntima creencia ecuménica en que todas las religiones tienen un fondo común. El halo en torno a la cabeza de la madre y del niño y la presencia de un establo con animales al fondo ya lo deja claro, pero por si acaso incluyó la referencia a la Navidad en el propio título por si a alguien se le escapaba.
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Yo votaría por «La Adoración del cerdito», la ficticia tabla de Lucas Cranach sobre la que versa la novela «Regalo de Reyes»
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