En los escasos segundos que tarda el péndulo de Foucault en trazar su trayectoria firme y llana de un extremo al otro del plano de posición, en donde se encuentran las varas que caerán inevitablemente a un ritmo pausado —pero continuo—, se hallan las respuestas a todo el conocimiento humano. El tiempo, el espacio, la ciencia, la estética, la espiritualidad, la desazón, el patrón, la tendencia, la teoría, la ley natural, el cosmos y el caos, la abstracción y el empirismo, la razón y la esperanza, la percepción y la ignorancia, la poesía y la nada.
En el instante, el preciso y simple instante en que la bola toca a la vara y la derriba sin más elección, ha ocurrido un hecho singularmente importante delante de nuestros ojos: deja constancia de que el suelo que pisamos forma parte de un planeta que está en rotación permanente —¡en movimiento!—, en medio del espacio, sujeto al tiempo por fuerzas que vienen del origen mismo del sistema solar en la elíptica alrededor del sol dentro de nuestra galaxia, a la deriva, en el universo.
Si eso no les produce vértigo y una ajustada sensación de asombro, prueben con lo siguiente.
En la biblioteca de Babel imaginada por Borges están escritos todos los libros posibles, los reales, los irreales, los imaginados y los absurdos, los políticamente incorrectos y los que dejan un picor en el alma. La biblioteca, como bien describe Borges, está formada por habitaciones hexagonales, apiladas como en una colmena, dando paso unas a otras y asomadas a agujeros interiores para la ventilación (si es que interior y exterior tiene algún sentido en esta estructura fabulosa) que no parecen tener fin. En la narración de Borges ocurren sucesos que, aunque parezcan extraños, parecen derivar naturalmente de la lógica de la propia biblioteca; no nos ocuparemos de ellos, valga señalar que se ha visto en ocasiones a más de un bibliotecario tirarse por los precipicios que rodean cada hexágono. Se sabe que aún hoy siguen cayendo para encontrar el infinito.
Si se tiene la suerte de acabar en la sección de poesía encontraremos todos los sonetos, todas las liras, todos los versos endecasílabos y todos los poemas de verso libre; y, si bien no lo menciona Borges, nada impide que en alguno nos encontremos con Ulises viviendo sus últimos días, totalmente borracho, junto a las sirenas; mientras que, en otro, quizás más paginado, el mismo héroe, jugará «la Inmortal» contra Kieseritzky después de entrar en un improbable, pero aún posible (porque todo es posible en la biblioteca de Babel), bucle temporal. Quizás en otro no menos voluminoso, Ulises se convertirá en un inmortal, sabio y ojeroso, que lo ha probado todo. Asqueado de tanto conocimiento, no querrá siquiera mover los trebejos y, menos aún, ir en busca de Penélope. Ítaca se le antojará un destino pobre y algo descascarado. Ulises, el inmortal, solo querrá la sutil brisa del levante.
Pero aquí hemos venido (ya lo saben) a hablar de ajedrez y, si les cuento todo esto, es porque en la biblioteca de Babel existe un tesoro ajedrecístico que, a pesar de no tener constancia personal de ello, puedo afirmar que fue ignorado por el mismo Borges: en el sexagésimo cuarto piso de la octava fila y la octava columna encontramos un hexágono dedicado al ajedrez. ¡Así como lo oyen! Unos anaqueles están llenos de finales artísticos, algunos con sus soluciones, otros sin ellas, y aún más, muchos más, con complejísimas variantes imposibles de aprehender. El astronómico número de partidas posibles de ajedrez que pueden encontrar en esta sección de la biblioteca palidece ante la infinita colección de posiciones absurdas, partidas al revés, elementos azarosos que se mezclan con la precisión de los movimientos de un Gran Maestro. Y así, todas las partidas que he jugado en mi vida se ven prolijamente anotadas en volúmenes diversos, también las que han jugado todos ustedes y las que nos imaginamos, las que nos gustaría jugar contra Lasker o Capablanca, contra Tal o Alekhine, contra Karpov o Kasparov. En un libro que me interesó especialmente, encontré las partidas del coronel Aureliano Buendía con Gabriel García Márquez.
Cuando visiten el sexagésimo cuarto piso de la octava fila de la octava columna de la bibiloteca de Babel, no olviden buscar el volumen de Fischer, «Mis sesenta partidas memorables». Allí se convierten en seiscientas, seis mil, quizás seiscientas mil. Alguno dirá que todo esto no tiene sentido, pero si lo piensan, todo está, todo existe, en algún lugar del universo, todo aquello que algún día buscamos, el frenesí de los números, la complejidad infinita de la combinatoria, las permutaciones de lo conocido y lo por conocer.
El conocimiento y la agonía por alcanzarlo. Cientos de miles de aficionados al ajedrez pasan horas y horas estudiando libros de variantes de aperturas, combinaciones ganadoras, estrategias sutiles, maniobras esquivas, celadas hermosas, resolviendo problemas de mate en dos, tres, cuatro o cuantas jugadas se puedan retener en la memoria. La mayoría de ellos sucumben en el mar de la complejidad y nunca llegarán a maestros. Una a una, van tirando cada vara del saber, volviendo en círculos sobre cada cuestión de ajedrez: el peón aislado, el rey ahogado, el caballo dominado, la casilla débil, la gran diagonal, el ataque de minorías, la torre en séptima, el mate de la coz, la dama enrabietada. Un cúmulo de conocimiento.
Háganse un favor, visiten la biblioteca de Babel. Allí encontrarán el relato verídico de cómo cada uno de nosotros llegamos a disputar el campeonato mundial de ajedrez y leerán cómo un día se sentaron frente a Leon Trotski en la casa azul de Frida y Diego y dejaron que el amanecer cubriese el tablero de rojos y naranjas y púrpuras, pintando, una por una, todas y cada una de las piezas de nuestro deseo.
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Dos cosas: a este tio le gusta mucho el ajedrez, y creo que a él le gusta también fumar unos porritos.
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