La irrupción del surcoreano Byung-Chul Han en el mundo de la filosofía desde su patria de acogida, Alemania, ha sido tan fulgurante como su radicalidad conceptual, apenas diluida en una semántica aparentemente amable, pero solo aparentemente.
En La agonía del eros, este profesor de la universidad de Berlín teorizaba sobre el uso del erotismo como herramienta política y la banalización del sexo (reduciéndolo al papel de simple mercancía) como una de las consecuencias del capitalismo; En el enjambre, y siguiendo la estela de Jaron Lanier en Contra el rebaño digital, analiza de qué modo (trágico) las redes sociales e internet han cargado contra la peculiaridad, convirtiendo al humano en parte de una colmena incapaz de decidir si avanza o retrocede; en —la que quizás es su obra más subversiva— Psicopolítica, revisa las intrincadas técnicas de lo que el considera un movimiento neoliberal que obliga al ser humano a someterse a los vaivenes del sistema «invitándole» a disfrutar de una libertad que en realidad es inexistente. El papel del big data, de cómo gozamos transmitiendo nuestras intimidades a los cuatro vientos para que estas sean recogidas por un tercero que las utilizará para predecir nuestros deseos y la no lejana posibilidad de que el acceso al comportamiento colectivo acabe creando un patrón que a su vez sirva para ejercer un control absoluto de la multitud, son los grandes pilares de una obra en la que el surcoreano llega a reivindicar el papel de la idiotez como estado ideal para el aprendizaje. «El idiota no es ningún sujeto: «Más bien una existencia floral: simple apertura hacía la luz»», dice, citando —de paso— a Foucault.
Sin embargo, y aún siendo imposible no admirar la tirria que el autor siente hacía todo lo relacionado con el neoliberalismo y su facilidad para arrojarse sobre los teoremas del capitalismo más feroz desde puntos de vista poco habituales, cuando más brillante es Han es en sus tratados más descaradamente «mundanos» (por llamarlos de un modo entendible), donde conduce al lector por senderos escarpados hasta un precipicio por el que es sencillo dejarse caer.
Su última obra (editada, como toda la bibliografía del filosofo, por la editorial Herder), es un hermosísimo tratado sobre las agujas del reloj: El aroma del tiempo. «Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse».
Han habla en este libro de la imposibilidad de morir de viejo en un mundo obsesionado por amarrarse al segundero. «El tiempo se escapa porque nada concluye, y todo, incluido uno mismo, se experimenta como efímero y fugaz». Su reflexión sobre la obsesión por vivir en un presente continuo donde el pasado se ha perdido en la propia inercia y el futuro es asustadizo, sirve al filósofo para oponerse a lo que ha dado en llamarse «reglas de aceleración» y que afirman que todo funciona más rápido: desde el flujo de información hasta el ritmo de una novela. Para Han esto es falso, ya que parte de la perversión del concepto del tiempo: «El narrador se demora en los acontecimientos más pequeños e insignificantes porque no sabe distinguir lo que no es importante de lo que no es» dice.
Pero lo más interesante del libro de Byung-Chul Han es esa concepción bucólica del tiempo, como una suerte de representación donde el otoño, el invierno, la primavera y el verano han sido sustituidas por una estación átona e indefinida. Han lo llama disincronía, un abismo donde cada instante es igual al anterior: «No existe ni ritmo, ni rumbo que dé sentido y significación a la vida» se lamenta.
El desaparecido tic-tac del tiempo, personificado para el filósofo en algo tan habitual como el insomnio, se sitúa en parámetros de parálisis permanente, sin desplazarse hacía adelante, eternamente clavado en algún lugar entre el pasado y el futuro: «Hoy en día morir resulta especialmente difícil. La gente envejece sin hacerse mayor» suelta este pensador nacido en Seúl en 1949.
Si siempre se había considerado el tiempo como el mayor enemigo de cualquier organismo vivo, Han recurre aquí a su ausencia para lamentar que sin él, nuestras vidas quedan reducidas a un estado de falsa criogenización donde nunca pasa nada. Vivir en ese limbo que reduce el tiempo a una simple sucesión de instantes que parecen integrar un bloque sólido, tiene como consecuencia que la única realidad, la realidad final de cada uno de nosotros, es que solo nos tenemos a nosotros mismos. De ahí —dice Han— esa obsesión por mantenernos sanos, mantenernos jóvenes, porque la salud sustituye a nuestros tótems habituales e incluso al mismísimo Dios. Es lo único que tenemos y no estamos dispuestos a soltarlo.
Las soluciones del filósofo —obviamente— no son para todos los paladares. En lugar de este sinfín de imágenes aceleradas que marcan cada día de nuestra vida, ya sea por la hiperestimulación (o porque estamos tan ocupados en nuestros quehaceres que no disponemos ni de una pausa para descubrir lo que no podemos perder, lo que realmente importa), Han propone una recuperación de la vida contemplativa, una parada de motores que nos obligue a mirar el vacío, aunque este nos devuelva la mirada. Por supuesto, no es un proceso sencillo, ni rápido, pero ninguna sanación es espontánea per se, a no ser que uno crea en los milagros.
Por eso, seguramente, las páginas de El aroma del tiempo, aparecen trufadas de referencias a Nietzsche y —sobre todo— a Heidegger, a quien cita en la que probablemente sea uno de los parágrafos más diáfanos del libro: «La finitud, cuando es asumida, sustrae a la existencia de la infinita multiplicidad de responsabilidades de bienestar, facilidad, huida de responsabilidades, que inmediatamente se ofrecen, y lleva al Dasein [vocablo utilizado reiteradamente por Heiddeger y que podría traducirse como «el estar haciendo algo ahí»] a la simplicidad de su destino».
Naturalmente, y en ese hilo visible que acompasa todas las obras del filósofo, parece bastante lógico aunar los deseos del autor (en el sentido más literal) en El aroma del tiempo con otro de sus libros más «populares», aquel en el que trata de argumentar que es posible trascender la actitud escéptica del budismo con el lenguaje a través del uso de la comparación. Para ello, utiliza a Platón, Hegel, Schopenhauer, Nietzsche y —por supuesto— a Heidegger, y los confronta con los puntos de vista filosóficos del budismo zen. Una misión casi suicida que habla a las claras de la voluntad transgresora de un tipo para el que detenerse y pensar no es imposible: parar el tiempo es una entelequia; decidir que hacer con él empieza a ser urgente.
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El hilo invisible que une la filosofía occidental con el budismo zen, en el siglo pasado definitivamente, es Lou Andreas Salome, casada con Carl Friedrich Andreas, iranista introductor a gran escala de la filosofia oriental en Europa. Es necesario obviar la propagación de esta influencia a través del hilo conductor.